17


Beth oyó a las niñas antes de verlas, sus voces superpuestas al rugido del agua, infantiles y estridentes. Estaban aferradas a la parte delantera de una cabaña destartalada, con los pies hundidos hasta los tobillos en el agua, gritándole: «¡Señorita! ¡Señorita!». Ella trataba de recordar el apellido —¿McCarthy? ¿McCallister?— e instó al caballo a atravesar el agua, pero Scooter, que ya estaba asustado por la extraña electricidad de la atmósfera y la densa y severa lluvia, atravesó la mitad del arroyo crecido y, después, empezó a retroceder y se giró de tal forma que ella estuvo a punto de caer. Se enderezó pero el caballo no se movía, resoplando y corriendo hacia atrás hasta que se vio tan confundido que Beth temió que se fuera a provocar algún daño.

Maldiciendo, Beth bajó del caballo, lanzó las riendas por encima de un poste y vadeó por el agua hacia ellas. Eran pequeñas, la menor de dos años como mucho, y llevaban ligeros vestidos de algodón que se les pegaban a la piel pálida. Mientras se acercaba, ellas le gritaban, seis bracitos de anémona extendidos hacia ella, moviéndose en el aire. Llegó hasta ellas justo antes del aluvión. Una ola de agua negra, tan rápida y potente que tuvo que agarrar a la más pequeña por la cintura para evitar que la arrastrara. Y allí estaban, tres niñitas abrazadas a ella, agarrándose a su abrigo, mientras su voz emitía sonidos tranquilizadores a pesar de que su cerebro trataba de averiguar a toda velocidad cómo narices iba a salir de aquella.

—¿Hay alguien en la casa? —gritó a la mayor tratando de que la oyera por encima del ruido del torrente. La niña negó con la cabeza. «Eso ya es algo», pensó mientras apartaba de su mente visiones de abuelas postradas en la cama. El brazo malo ya le estaba doliendo mientras sujetaba a la más pequeña contra su pecho con fuerza. Podía ver a Scooter al otro lado, moviéndose nervioso alrededor del poste, claramente a punto de romper sus riendas y salir corriendo. Le había gustado saber que era en parte purasangre cuando Fred se lo ofreció. Era rápido y llamativo y no necesitaba que le empujaran para que echara a andar. Ahora maldecía su tendencia al pánico, su cerebro del tamaño de un guisante. ¿Cómo iba a montar en él a tres niñas pequeñas? Bajó la mirada mientras el agua chapoteaba entre sus botas, mojándole las medias, y se vino abajo.

—Señorita, ¿estamos atrapadas?

—No, no estamos atrapadas.

Y entonces lo oyó, el chirrido de un coche que bajaba por la carretera hacia ella. ¿La señora Brady? Entrecerró los ojos para ver. El coche aminoró la marcha, se detuvo y, después, quién lo iba a decir, Izzy Brady bajó de él, con la mano protegiéndose los ojos mientras trataba de distinguir a quién veía al otro lado del agua.

—¿Izzy? ¿Eres tú? ¡Necesito ayuda!

Se gritaron la una a la otra desde ambos lados del río, pero eran incapaces de oírse bien en medio del ruido. Por fin, Izzy levantó una mano en el aire, como diciéndole que esperara, puso el enorme y brillante coche en marcha y empezó a avanzar hacia ellas entre rugidos del motor.

«No puedes atravesar el agua con ese maldito coche», susurró Beth negando con la cabeza. «¿Es que esta chica ha perdido la cabeza?». Pero Izzy se detuvo justo cuando las ruedas delanteras estaban casi sumergidas y, después, corrió cojeando hacia el maletero y lo abrió para sacar de él una cuerda. Volvió corriendo a la parte delantera del coche, desenrolló la cuerda y lanzó su extremo a Beth una vez, dos y otra vez más hasta que Beth pudo cogerla. Ahora lo entendía. A esa distancia era suficientemente larga como para atarla al poste del porche. Beth apretó el nudo con todas sus fuerzas y vio con alivio que estaba bien firme.

—Tu cinturón —le gritaba Izzy gesticulando—. Ata el cinturón alrededor de la cuerda. —Ella estaba sujetando su extremo de la cuerda al coche, con manos hábiles y rápidas. Y, entonces, Izzy se agarró a la cuerda y empezó a ir hacia ellas, su cojera resultaba inapreciable al ir desplazándose por el agua—. ¿Estáis bien? —preguntó cuando llegó hasta ellas izándose al porche. Tenía el pelo aplastado y bajo el abrigo notó el jersey claro y suave empapado de agua.

—Coge a la más pequeña —respondió Beth. Quiso entonces dar un abrazo a Izzy, una sensación extraña en ella, que contuvo con movimientos enérgicos. Izzy agarró a la niña y la miró con una sonrisa luminosa, como si simplemente hubiesen salido a una merienda en el campo. Sin dejar de sonreír, Izzy se quitó la bufanda del cuello, la pasó por la cintura de la niña mayor y la ató a la cuerda.

—Ahora, Beth y yo vamos a atravesar el río, sujetándonos, y tú vas a ir justo en medio de las dos, atada a la cuerda. ¿Me has oído?

La niña mayor, con ojos bien abiertos y redondos, negó con la cabeza.

—Solo tardaremos un minuto en llegar al otro lado. Y, luego, todas estaremos bien y podremos secarnos, y, después, os podremos llevar con vuestra mamá. Vamos, bonita.

—Tengo miedo —articuló la niña con los labios.

—Lo sé, pero tenemos que ir al otro lado.

La niña miró hacia el agua y, a continuación, dio un paso atrás, como si quisiera desaparecer en el interior de la cabaña.

Izzy y Beth intercambiaron una mirada. El agua estaba subiendo de nivel rápidamente.

—¿Y si cantamos algo? —preguntó Izzy. Se agachó para ponerse a la altura de la niña—. Cuando algo me da miedo, me canto una canción alegre. Eso hace que me sienta mejor. ¿Qué canciones te sabes?

La niña estaba temblando. Pero tenía los ojos fijos en los de Izzy.

—¿Qué os parece Las carreras de Camptown? Esa te la sabes, ¿verdad, Beth?

—Ah, mi preferida —contestó Beth con un ojo en el agua.

—¡Muy bien! —exclamó Izzy.

Las señoras de Camptown cantan esta canción,

doo-da, doo-da.

El circuito de Camptown mide cinco millas.

Oh, es el día del doo-da.

Sonrió y dio un paso hacia atrás en dirección al agua, que ahora le llegaba al muslo. Mantenía la mirada fija en la niña y le hacía señas para que avanzara, con la voz alta y alegre, como si no hubiese nada de lo que preocuparse.

Van a correr toda la noche,

van a correr todo el día.

Apuesto mi dinero por el caballo de cola cortada.

Alguien más apostará por el alazán.

—Así es, cariño. Tú sígueme. Agárrate bien ahora.

Beth se deslizó detrás de ellas, con la niña mediana sobre su cadera. Podía notar la fuerza de la corriente por debajo, teñida con el olor de algún acre producto químico. Nada le apetecía menos que meterse en esa agua y no culpaba a la niña por no querer tampoco. Mantenía agarrada a la pequeña y la niña se chupaba el dedo pulgar con los ojos cerrados, como si así se alejara de lo que veía a su alrededor.

—Vamos, Beth —dijo la voz de Izzy desde delante, insistente y cantarina—. Canta tú también.

Oh, la yegua joven de larga cola y el caballo negro y grande,

doo-da, doo-da,

llegan a un lodazal y todos lo cruzan.

Oh, es el día del doo-da.

Y allí estaban, vadeando el agua, con la voz de Beth aflautada y su respiración agarrada al pecho, empujando a la niña para que siguiera caminando. La niña cantaba con voz vacilante, los nudillos blancos de apretar la cuerda, el gesto torcido por el miedo y lanzando aullidos cuando, de vez en cuando, perdía el contacto con el suelo. Izzy no dejaba de mirar hacia atrás, instando a Beth a que siguiera cantando y avanzando.

El agua aumentaba de altura y velocidad. Podía oír a Izzy delante de ella, calmada y alegre.

—Mira ahora, ¿a que hemos avanzado mucho? ¿Qué te parece? «Van a correr toda la noche, van a correr todo…».

Beth levantó la mirada cuando Izzy dejó de cantar. Pensó con frialdad: «Estoy segura de que el coche no estaba tan lejos». Y, entonces, Izzy empezó a tirar de la cintura de la niña de más edad, moviendo torpemente los dedos mientras trataba de soltar el nudo de su bufanda y, de repente, Beth entendió por qué había dejado de cantar, su mirada de pánico, y medio lanzó a la niña que llevaba en brazos sobre la orilla mientras agarraba su cinturón y trataba de abrir la hebilla.

«¡Rápido, Beth! ¡Ábrela!».

No acertaba con los dedos. El pánico se le subió a la garganta. Notó que las manos de Izzy cogían el cinturón y lo levantaban para sacarlo del agua, sintió la amenazadora y creciente presión al apretarse en su cintura y, entonces, justo cuando sentía que tiraban de ella hacia delante, clic, el cinturón se le resbaló entre los dedos y, a continuación, Izzy la arrastró con una fuerza que jamás habría sospechado en ella. Y, de repente, chof, el gran coche verde quedó medio sumergido y empezó a moverse río abajo a gran velocidad, alejándose de ellas con el otro extremo de la cuerda.

Consiguieron ponerse de pie, subieron a trompicones por la cuesta hacia una zona más alta, las niñas aferrando con fuerza sus manos, sus miradas absortas por lo que estaba sucediendo delante de ellas. La cuerda se tensó, el coche se meció, quedó inmóvil un momento y, después, debido al peso imparable y con un fuerte sonido al deshilacharse, la cuerda, vencida por el simple peso y la física, se rompió.

El Oldsmobile de la señora Brady, pintado por encargo de verde oscuro, con interiores de piel color crema y traído desde Detroit, se volcó elegantemente, como una foca gigante que mostrara su vientre. Mientras las cinco miraban, goteando agua y temblando, el coche se alejó de ellas, medio sumergido, sobre la marea negra, dobló por una esquina y su parachoques cromado dejó de verse al girar por el recodo.

Nadie dijo nada. Y, a continuación, la más pequeña de las niñas levantó los brazos e Izzy la cogió en los suyos.

—Muy bien —dijo un momento después—. Supongo que voy a estar castigada los próximos diez años.

Y Beth, que no era muy dada a grandes muestras de emotividad, de repente, movida por un impulso que no supo identificar, extendió los brazos, abrazó a Izzy y la besó en la mejilla con un beso enorme y sonoro. Y las dos empezaron a caminar despacio de vuelta al pueblo un poco sonrojadas y, para confusión de las niñas, entre abruptos y aparentemente inexplicables estallidos de carcajadas.

—¡Ya está!

Habían metido los últimos libros en la sala de estar de Fred. La puerta estaba cerrada y Fred y Alice miraron la enorme montaña que había invadido su antes ordenado salón y, a continuación, se miraron el uno al otro.

—Hasta el último de ellos —dijo Alice, asombrada—. Los hemos salvado todos.

—Sí. Podremos retomar el negocio antes de que nos demos cuenta.

Puso la cafetera sobre el fuego y miró en la alacena. Metió la mano y sacó unos huevos y queso y los puso en la encimera.

—En fin…, estaba pensando que podrías descansar aquí un rato. Comer algo, quizá. Nadie va a ir muy lejos hoy.

—Supongo que no tiene sentido volver a salir mientras esté así. —Se puso la mano en la cabeza y se tocó el pelo mojado.

Los dos eran conscientes de los peligros pero, en ese momento, Alice no podía evitar ver el agua corriendo calle abajo como su secreta aliada, deteniendo el fluir normal del mundo. Nadie podría juzgarla por descansar en casa de Fred, ¿verdad? Al fin y al cabo, solo había estado trasladando libros.

—Si quieres que te deje una camisa seca, hay una colgada en las escaleras.

Ella subió, se quitó el jersey mojado, se secó con una toalla y se puso la camisa, sintiendo la suave franela contra su piel húmeda al abotonarse todo el frontal. Había algo en el hecho de ponerse una camisa de hombre —una camisa de Fred— que hacía que la respiración se le quedara atascada en la garganta. No podía olvidarse de lo que había sentido al notar su dedo pulgar sobre su piel, la imagen de sus ojos ardientes mirando los suyos con tanta intensidad, como si pudiera ver lo más profundo de su alma. Cada movimiento parecía estar ahora cargado de su eco, cada mirada fortuita o palabra que se cruzaran estaba inundada de una nueva intención.

Volvió a bajar despacio las escaleras hacia los libros, sintiendo cómo el calor dentro de ella aumentaba, como le pasaba cada vez que pensaba en la piel de él al rozar la suya. Cuando se dio la vuelta para buscarlo, él la estaba mirando.

—Estás más guapa con esa camisa que yo.

Alice notó que se sonrojaba y apartó la mirada.

—Toma. —Le pasó una taza de café caliente y ella cerró las manos a su alrededor, dejando que el calor la impregnara, agradecida por tener algo que mirar.

Fred se movía alrededor de ella, apartando libros y, después, buscando en el cesto de la leña para cargar la chimenea. Ella miraba los músculos de sus brazos tensándose al moverlos, el acero de sus muslos al agacharse para ver el estado de las llamas. ¿Cómo era posible que nadie en ese pueblo hubiera notado la hermosa frugalidad con que Frederick Guisler se movía, la elegancia con la que usaba sus brazos, los fuertes músculos que se movían debajo de su piel?

Deja que la llama parpadeante de tu alma juegue a mi alrededor,

que a mis miembros acuda la intensidad del fuego.

Se incorporó, la miró y ella supo que él debió de verla entonces, la verdad desnuda de todo lo que sentía, escrita de forma evidente en su rostro. Hoy, pensó ella de repente, no habrá reglas. Estaban en un remolino, en un lugar que solo les pertenecía a ellos, lejos del agua, la tristeza y las penurias del mundo exterior. Dio un paso hacia él, como si fuese un imán, pasó por encima de los libros sin bajar los ojos y dejó la taza sobre la chimenea, con la mirada aún fija en él. Estaban ahora a pocos centímetros el uno del otro, con el calor del fuego llameante sobre sus cuerpos, sin dejar de mirarse. Quería hablar, pero no tenía ni idea de qué decir. Solo sabía que quería que él la tocara de nuevo, sentir la piel de Fred sobre sus labios, bajo sus dedos. Quería conocer lo que todo el mundo parecía saber de una forma tan despreocupada y relajada, secretos susurrados en habitaciones a oscuras, una intimidad que iba más allá de las palabras. Se sentía devorada por ese deseo. Los ojos de Fred buscaron dentro de los de ella y se suavizaron, la respiración se le aceleró y, en ese momento, ella supo que ya le tenía. Que esta vez sería distinto. Fred extendió una mano y agarró la de ella y Alice sintió que algo la atravesaba, fundido e insistente, y, entonces, él la levantó y ella notó que se quedaba sin respiración.

—Voy a parar aquí, Alice —dijo entonces.

Ella tardó un segundo en asimilar lo que él le decía y el impacto fue tan grande que casi la dejó sin aliento.

«Alice, eres demasiado impulsiva».

—No es que…

—Tengo que irme. —Se dio la vuelta, humillada. «¿Cómo había podido ser tan tonta?». Las lágrimas le inundaron los ojos, tropezó por encima de los libros y maldijo con fuerza cuando estuvo a punto de caerse.

—Alice.

¿Dónde estaba su abrigo? ¿Lo había dejado colgado en algún sitio?

—Mi abrigo. ¿Dónde está mi abrigo?

—Alice.

—Por favor, déjame en paz. —Sintió la mano de él en su brazo y lo apartó y se lo llevó al pecho, como si le hubiese quemado—. No me toques.

—No te vayas.

Abochornada, sintió que iba a echarse a llorar. Arrugó la cara y se la cubrió con la mano.

—Alice. Por favor. Escúchame. —Fred tragó saliva, apretó la boca, como si le costase hablar—. No te vayas. Si supieses…, si supieses cuánto deseo que estés aquí, Alice, que la mayoría de las noches las paso despierto volviéndome loco con esa idea. —Su voz salía a borbotones apagados muy poco propios de él—. Te quiero. Te he querido desde el primer día que te vi. Cuando no estás cerca es como si estuviese perdiendo el tiempo. Cuando estás aquí es como… si el mundo entero se tiñera de un color un poco más luminoso. Quiero sentir tu piel sobre la mía. Quiero ver tu sonrisa y oír esas carcajadas que sueltas cuando te olvidas de ti misma y dejas que te salgan sin más… Quiero hacerte feliz… Quiero despertar cada mañana a tu lado y…, y… —Frunció un momento el entrecejo, como si hubiese ido demasiado lejos—. Y tú estás casada. Y yo me esfuerzo mucho por ser un buen hombre. Así que, hasta que pueda buscar una solución a eso, no puedo. Simplemente no puedo ponerte un dedo encima. No como me gustaría. —Respiró hondo y dejó salir el aire con una exhalación temblorosa—. Lo único que puedo darte, Alice, son… palabras.

Un torbellino había entrado en la habitación y lo había dejado todo del revés. Ahora se iba posando alrededor de Alice, soltando diminutas motas resplandecientes al hacerlo.

Pasaron unos años. Ella esperó hasta estar segura de que su voz había vuelto a la normalidad.

—Palabras.

Él asintió.

Ella se quedó pensando, se secó los ojos con la mano. Se llevó la mano brevemente al pecho, esperando a que los latidos se calmaran un poco, y, cuando él vio aquello, se estremeció, como si hubiese sido él quien le había causado ese dolor.

—Supongo que puedo quedarme un rato —dijo ella.

—Café —contestó él un momento después, y le pasó la taza. Tuvo cuidado de que sus dedos no tocaran los de ella.

—Gracias.

Intercambiaron una breve mirada. Ella soltó un largo suspiro y, entonces, sin decir nada más, se colocaron el uno junto al otro y empezaron a apilar de nuevo los libros.

Había dejado de llover. El señor y la señora Brady recogieron a su hija en el Ford grande del señor Brady y aceptaron, sin protestar, a los demás pasajeros, tres niñas pequeñas que serían sus invitadas, al menos, hasta la mañana. El señor Brady escuchó el relato de las niñas, y lo de la cuerda y lo del coche de la señora Brady, y mientras él no decía nada y asimilaba la pérdida del vehículo, su mujer se abalanzó y abrazó a su hija con fuerza, quedando en un silencio muy poco propio de ella durante un rato largo antes de soltarla, con los ojos rebosantes de lágrimas. Abrieron las puertas del coche en silencio y empezaron el corto trayecto a casa mientras Beth comenzaba a recorrer a pie el camino anegado hacia su casa, despidiéndose con la mano hasta que el coche desapareció de su vista.

Margery se despertó y sintió la mano cálida de Sven entrelazada con la suya. Tensó los dedos en un acto reflejo antes de ir recuperando la conciencia y recordar todos los motivos por los que no debía hacerlo. Estaba medio enterrada en mantas y edredones y el peso de todos ellos resultaba casi excesivo, apresándola. Entonces, empezó a mover con cuidado cada dedo del pie, tranquilizada al ver la obediencia con que su cuerpo respondía.

Abrió los ojos, parpadeando, y vio la oscuridad, la lámpara de aceite junto a la cama. Los ojos de Sven se movieron hacia ella y se quedaron mirándose, justo mientras los pensamientos de ella se ordenaban hasta formar algo que tuviera sentido. Su voz, cuando habló, sonó ronca.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Algo más de seis horas.

Se quedó pensativa asimilando la información.

—¿Sophia y William están bien?

—Están abajo. Sophia está preparando algo de comer.

—¿Y las chicas?

—Todas a salvo. Parece que en Baileyville se han perdido cuatro casas y esa colonia junto a Hoffman ha quedado completamente destruida, aunque supongo que cuando amanezca habrá aún más. El río sigue desbordado, pero ha dejado de llover hace una o dos horas, así que podemos esperar que ya ha pasado lo peor.

Mientras él hablaba, Margery recordó la fuerza del río contra su cuerpo, los remolinos que la arrastraban, y se estremeció sin querer.

—¿Charley?

—Perfectamente. Le he estado cepillando y le he dado como premio por su valentía un cubo de zanahorias y manzanas. Ha intentado darme una coz para quitármelo.

Ella lo miró con una pequeña sonrisa.

—No he conocido nunca a ningún mulo como él, Sven. Le he exigido demasiado.

—Dicen que has ayudado a mucha gente.

—Cualquiera lo habría hecho.

—Pero no lo han hecho.

Se quedó quieta, agotada, cediendo a la presión de las mantas, al calor soporífero. Su mano, hundida bajo los edredones, se deslizó hacia el bulto de su vientre y, un minuto después, notó la agitación de respuesta que hizo que algo dentro de ella se tranquilizara.

—Y bien —dijo Sven—. ¿Me lo vas a contar?

Ella levantó los ojos hacia él, hacia su rostro bondadoso y serio.

—He tenido que desnudarte para meterte en la cama. Por fin he visto por qué me has estado rechazando todas estas semanas.

—Lo siento, Sven. Yo no quería… No sabía qué hacer. —Parpadeó para controlar unas lágrimas inesperadas—. Supongo que tenía miedo. Nunca he querido tener hijos, ya lo sabes. Nunca he sido de las que están hechas para ser madres. —Sorbió por la nariz—. Ni siquiera pude proteger a mi propio perro, ¿no?

—Marge…

Se secó las lágrimas.

—Supongo que pensé que si no le hacía caso, que con mi edad y todo eso, quizá… —Se encogió de hombros—. Se iría… —Él hizo una mueca de dolor, un hombre que no podía soportar ver a un granjero ahogando a un gatito—. Pero…

—¿Pero?

Ella se quedó un momento en silencio. Después, bajó la voz hasta un susurro.

—Puedo sentirla. Me dice cosas. Y me di cuenta allí, en el agua. No es en realidad una posibilidad. Ya está aquí. Quiere estar aquí.

—¿Sentirla?

—Sé que es una niña.

Él sonrió y negó con la cabeza. La mano de Margery seguía manchada de negro y él dejó que su dedo pulgar se deslizara sobre ella. Después, se frotó la nuca.

—Entonces, vamos a hacerlo.

—Supongo que sí.

Se quedaron sentados un rato en la penumbra, cada uno acostumbrándose a la idea de un futuro nuevo e inesperado. Abajo, Margery pudo oír un leve murmullo de voces, el tintineo de cacerolas y platos.

—Sven.

Él la miró.

—¿Crees… que todo este jaleo de las inundaciones, con tanto levantar y tirar de cosas y el agua negra…, crees que habrá perjudicado al bebé? He sentido unos dolores. Sentí un frío espantoso. Aún estoy entumecida.

—¿Sientes algo ahora?

—Nada desde…, bueno, no recuerdo.

Sven pensó su respuesta con cuidado.

—No está en nuestra mano, Marge —dijo. Envolvió con sus dedos los de ella—. Pero forma parte de ti. Y si ella es una parte de Margery O’Hare, puedes apostar a que está hecha de hierro. Si algún bebé puede salir de una tormenta como esta, será el tuyo.

—El nuestro —le corrigió ella. Le agarró entonces la mano y la metió bajo las mantas para que pudiera apoyar su cálida palma sobre su vientre mientras él no apartaba los ojos de los de ella en ningún momento. Margery se quedó inmóvil un instante, disfrutando de una profundísima sensación de paz que notó cuando la piel de él tocó la suya, y entonces, obediente, el bebé se movió de nuevo, apenas un leve suspiro, y los ojos de los dos se abrieron a la vez de par en par, los de él buscando en ella la confirmación de lo que acababa de sentir.

Margery asintió.

Y Sven Gustavsson, un hombre que no era conocido por su gran emotividad, se llevó la mano que tenía libre a la cara y tuvo que girarse para que ella no le viera las lágrimas en los ojos.

Los Brady no estaban acostumbrados a usar palabras estridentes. Aunque su unión no podría describirse como una perfecta conjunción de formas de pensar, a ninguno de los dos les gustaban los conflictos dentro de la casa y cada uno de ellos sentía un respeto tan sano por el otro que rara vez se permitían mantener una discusión abiertamente airada y conocían lo suficientemente bien las respuestas del otro después de haber pasado casi treinta años evitándolas.

Así que la noche siguiente a las inundaciones trajo una especie de impacto sísmico en el hogar de los Brady. La señora Brady, tras supervisar que se les daba de comer y beber a las tres niñas en la habitación de invitados y haber mandado a Izzy a la cama, y tras esperar a que el servicio se hubiese retirado, anunció la intención de su hija de volver al proyecto de la Biblioteca Itinerante con un tono que indicaba que no iba a aceptar más discusiones al respecto.

El señor Brady, tras pedirle que repitiera de nuevo esas palabras para asegurarse de que la había oído bien, respondió con una firmeza poco normal en él —quizá estaba crispado por la pérdida del coche y las frecuentes llamadas de teléfono que había recibido en las que le informaban de que varias empresas de Louisville se habían visto perjudicadas por las inundaciones—. La señora Brady respondió con no menos énfasis e informó a su marido de que conocía a su hija como a sí misma y nunca había estado más orgullosa de ella que ese día. Él podía sentarse y dejar que terminara convirtiéndose en una mujer encerrada en casa insatisfecha e insegura como su hermana —y todos sabían en qué había terminado eso— o animar a esa audaz, emprendedora y hasta ahora inédita versión de la niña a la que conocían desde hacía veinte años y permitirle hacer lo que más le gustaba. Y añadió, con cierto tono agudo, que si él quería hacer caso de ese estúpido de Van Cleve sobre asuntos concernientes a su propia hija, ella ya no estaba segura de quién era la persona con la que había estado casada todos esos años.

Eso era una declaración de guerra. El señor Brady recibió aquellas palabras con igual fuerza y, aunque su casa era grande, sus voces resonaron por los pasillos revestidos de madera y continuaron durante toda la noche hasta que empezó a amanecer —sin que les oyeran las niñas comatosas ni Izzy, que había caído de repente por un acantilado de sueño—. Y en ese momento, tras haber llegado a una tregua incómoda, los dos agotados por ese inesperado giro en su unión, el señor Brady anunció abatido que necesitaba cerrar los ojos, al menos, una hora, porque tenían por delante un largo día de limpieza y Dios sabía cómo se suponía que iba a poder ahora con ello.

La señora Brady, algo aplacada con la victoria, sintió una repentina ternura por su marido y, un momento después, extendió una mano conciliadora. Y así fue como, justo cuando la luz amanecía, la criada los encontró una hora y media después, aún completamente vestidos y roncando sobre la enorme cama de caoba con las manos entrelazadas.

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