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Del cuerpo de piel delicada y dulcemente ruborizada del ser amado, que nuestros instintos animales nos instan a desear, brota no solo la maravilla de una nueva vida corpórea, sino también la ampliación del horizonte de la compasión humana y el fulgor de la comprensión espiritual, algo que nunca se podría alcanzar en solitario.

DRA. MARIE STOPES, Amor conyugal

Sven y Margery se casaron a finales de octubre, un día soleado y frío en que la niebla se había levantado de las «hondonadas» al alba, los pájaros cantaban a voz en grito sobre la trascendencia del cielo azul y se peleaban ruidosamente en las ramas. Margery le había dicho a Sven que accedería a hacerlo, muy a su pesar, porque no quería que Sophia la estuviera regañando hasta el fin de sus días. Pero no quería contárselo a nadie, ni que él le diera «demasiada importancia».

Sven, que casi siempre solía complacer a Margery, rechazó rotundamente la propuesta.

—Si nos casamos, lo haremos en público, delante de todo el pueblo, con nuestra hija y todos nuestros amigos —dijo el hombre, cruzándose de brazos—. O eso, o no nos casamos.

Así que se casaron en la pequeña iglesia episcopaliana de Salt Lick, cuyo pastor era un poco menos puntilloso que otros en relación con los niños nacidos fuera del matrimonio, en presencia de todas las bibliotecarias, del señor y la señora Brady, Fred y un buen número de familias a las que llevaban libros. Después, ofrecieron una recepción en la casa de Fred y la señora Brady agasajó a los novios con una colcha nupcial hecha de retales que su grupo de confección de colchas había bordado y con otra más pequeña, a juego, para la cuna de Virginia. Margery, a pesar de parecer un poco incómoda con su vestido de color blanco roto (que Alice le había prestado y al que Sophia había agrandado las costuras), lucía una expresión entre orgullosa y avergonzada, y consiguió no volver a ponerse los pantalones de montar hasta el día siguiente, a pesar de que era evidente que no le hacía ninguna gracia. Comieron las viandas que habían llevado los vecinos (Margery no pretendía que acudiera tanta gente y se había quedado un poco desconcertada por el goteo interminable de invitados), además del cerdo que alguien había asado fuera. Sven parecía realmente feliz y les enseñaba a todos a Virginia, y hubo violines y unos buenos bailes. A las seis, cuando empezaba a anochecer, Alice abandonó la fiesta y logró encontrar a la novia, que estaba sentada a solas en los escalones de la biblioteca, mirando hacia una montaña cada vez más oscura.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó, sentándose a su lado.

Margery no volvió la cabeza. Observó fijamente las copas de los árboles e inspiró con fuerza, antes de mirar a Alice.

—Se me hace un poco raro ser tan feliz —comentó Margery. Alice nunca la había visto tan perturbada.

La joven se quedó pensando y asintió.

—Te entiendo —dijo. Luego, le dio un codazo a su amiga—. Ya te acostumbrarás.

Al cabo de dos meses, después de que los Gustavsson adoptaran a un perro (un cachorrillo de ojos saltones que nadie quería, nada que ver con el sabueso de calidad que Sven había sugerido, aunque él estaba, por supuesto, encantado con él), Margery volvió a trabajar en la biblioteca. Dejaba a Virginia cuatro días por semana con Verna McCullough y su bebé, un niño bastante frágil y pecoso llamado Peter. Sven y Fred, con la ayuda de Jim Horner y un par de hombres más, habían levantado una cabañita cerca de la de Margery con dos habitaciones, una chimenea y un retrete exterior, y las hermanas McCullough se habían mudado a ella encantadas. Solo habían vuelto a su antigua casa a buscar una bolsa de yute con alguna ropa, dos sartenes y al perro feroz. «El resto apestaba a nuestro padre», había comentado Verna, y nunca más había vuelto a hablar del tema.

Verna había empezado a bajar al pueblo una vez por semana, sobre todo para comprar provisiones con su sueldo, pero también para echar un vistazo. La gente la saludaba llevándose la mano al sombrero o la dejaba en paz, y pronto su presencia dejó de llamar la atención. Neeta, su hermana, aún no salía mucho de casa, pero ambas mimaban a los bebés y disfrutaban socializando de vez en cuando. Con el tiempo, la gente que pasaba por Arnott’s Ridge (que no era mucha) empezó a comentar que la cabaña destartalada había empezado a derrumbarse: primero las tablillas del tejado, luego la chimenea y, después, a medida que el viento se ensañaba con el revestimiento suelto, la casa en sí, ventana rota a ventana rota, hasta que la naturaleza medio se adueñó de ella y la maleza y las zarzas volvieron a anclarla al suelo, como prácticamente habían hecho con su dueño.

Frederick Guisler y Alice se casaron un mes después de Margery y Sven y, si alguien había reparado en la cantidad de tiempo que pasaban juntos a solas en la casa de Fred antes de estar legalmente unidos, a nadie le apeteció comentarlo. El primer matrimonio de Alice se anuló con discreción y poco alboroto, una vez que Fred le hubo explicado los entresijos al señor Van Cleve. Este, por una vez, en lugar de ponerse a gritar contrató a un abogado especializado en facilitar y acelerar aquel tipo de trámites. Y puede que lo sobornara un poco para garantizar la confidencialidad. La posibilidad de que el nombre de su hijo se asociara públicamente a la palabra «anulación» pareció aplacar su mal genio habitual y, después de esa reunión, apenas volvió a mencionar en público la biblioteca.

Como habían acordado, primero dejaron que Bennett volviera a casarse. Las bibliotecarias se sentían en deuda con él por la ayuda que les había prestado, e Izzy incluso asistió al enlace con sus padres y dijo que había sido precioso, dentro de lo que cabía, y que Peggy era una novia muy guapa y parecía muy contenta.

Alice casi ni se enteró. Era tan tremendamente feliz que la mayoría de los días no era capaz de controlarlo. Cada mañana, antes del amanecer, desenredaba sus largas extremidades a regañadientes de las de su marido, se tomaba el café que él insistía en prepararle y bajaba a abrir la biblioteca y encender la estufa, para que todo estuviera preparado cuando las demás llegaran. A pesar del frío y de aquellas horas intempestivas, casi siempre se la encontraban sonriendo. Aunque las amigas de Peggy van Cleve comentaban que Alice Guisler se había abandonado muchísimo desde que había empezado a trabajar en la biblioteca, que siempre iba despeinada y con un atuendo demasiado masculino (¡con lo refinada que era y lo bien vestida que solía ir cuando llegó!), Fred no podía estar más en desacuerdo. Estaba casado con la mujer más guapa del mundo y, cada noche, cuando ambos acababan de trabajar y guardaban los platos en su sitio, uno al lado del otro, él se aseguraba de rendirle homenaje. No era raro que las personas que pasaban por Split Creek negaran con la cabeza, divertidas, al escuchar los sonidos joviales y los jadeos que salían de la casa de detrás de la biblioteca, en la quietud de la noche. Al fin y al cabo, en Baileyville, en invierno, no había muchas cosas que hacer después de ponerse el sol.

Sophia y William volvieron a mudarse a Louisville. Ella les dijo a las otras mujeres que le daba pena dejar la biblioteca, pero que le habían ofrecido otro trabajo en la Biblioteca Pública Gratuita de Louisville (en la sección para gente de color) y, dado que su cabaña no había vuelto a ser la misma desde las inundaciones, y que las posibilidades de que William pudiera trabajar eran limitadas, habían supuesto que les iría mejor en la ciudad, sobre todo en una en la que había una gran cantidad de personas como ellos. Profesionales. Izzy se echó a llorar y a las demás no les sentó mucho mejor, pero no había forma de oponerse al sentido común y mucho menos a Sophia. Al cabo de un tiempo, cuando empezaron a llegar cartas suyas desde la ciudad, recibieron también la fotografía de su ascenso y la enmarcaron para ponerla en la pared, al lado de aquella en la que estaban todas juntas, y se sintieron un poco mejor. Aunque, la verdad sea dicha, las estanterías nunca volvieron a estar tan bien organizadas.

Kathleen, fiel a su palabra, no volvió a casarse, aunque no le faltaron hombres con intención de cortejarla, tras un período decente de tiempo. Ella les decía a las otras bibliotecarias que no tenía tiempo para aquello, que ya le bastaba con tener que lavar, limpiar la casa y cuidar a los niños, además de trabajar. Por otra parte, no había ningún hombre que le llegara a la suela de los zapatos a Garrett Bligh en todo el estado. Aunque reconocía, cuando la presionaban, que le había sorprendido un poco el aspecto de Jim Horner en la boda de Alice, tras haber recibido las atenciones de un barbero profesional y haberse puesto su mejor traje. Tenía una cara bastante agradable, después de haberse liberado de todo aquel pelo, y su aspecto general era mucho mejor que cuando llevaba el mono de trabajo sucio. Ella insistía en que no pensaba volver a casarse, pero, al cabo de unos meses, empezó a ser habitual verlos paseando por el pueblo con los niños e incluso en alguna feria local, en primavera. A sus hijas les venía bien tener una referencia femenina, a fin de cuentas, y si alguien los miraba de soslayo furtivamente, alzando las cejas, pues era su problema. Y Beth podía hacer el favor de dejar de mirarla así, muchas gracias.

La vida de Beth apenas cambió después del juicio. Siguió en casa con su padre y sus hermanos, quejándose amargamente de ellos en cada turno, fumando a escondidas y bebiendo en público hasta que, seis meses después, sorprendió a todos al anunciar que había ahorrado hasta el último penique que había ganado y que iba a marcharse en un transatlántico a ver el continente de la India. Al principio, se rieron de ella —al fin y al cabo, Beth estaba provista de un sentido del humor de lo más peculiar—, pero la muchacha sacó el billete de la alforja y se lo enseñó.

—¿Cómo es posible que hayas ahorrado tanto dinero? —preguntó Izzy, desconcertada—. Me dijiste que tu padre se quedaba con la mitad para los gastos de la casa.

Beth permaneció inusitadamente callada y luego tartamudeó una respuesta que tenía algo que ver con un trabajo extra y unos ahorros que eran solo suyos, además de añadir que no sabía por qué todo el mundo en aquel maldito pueblo tenía que meterse donde no le llamaban. Y cuando, un mes después de su partida, el sheriff descubrió un alambique abandonado al lado del establo desmoronado de los Johnson, rodeado de colillas de cigarros, decidieron que ambas cosas no podían estar relacionadas. O, al menos, eso fue lo que le dijeron a su padre.

Su primera carta llegó de un lugar llamado Surat, tenía el sello más sofisticado jamás visto y contenía una foto suya con un vestido largo bordado, de colores muy vivos, llamado «sari», y un pavo real bajo el brazo. Kathleen exclamó que no le sorprendería en absoluto que Beth acabara casándose con el virrey de la India, porque aquella muchacha era una caja de sorpresas. A lo que Margery respondió, con sequedad, que aquello seguro que les sorprendería a todas.

Izzy grabó un disco, con el permiso de su padre. En dos años, se convirtió en una de las cantantes más famosas de Kentucky. Era conocida por la pureza de su voz y por su inclinación a actuar con vestidos largos y sueltos. Grabó una canción sobre un asesinato en las montañas que se hizo popular en tres estados, e hizo un dueto sobre el escenario con Tex Lafayette, en un auditorio de Knoxville, que la dejó abrumada durante casi una semana. Y no solo porque él la cogiera de la mano en las notas más altas. La señora Brady dijo que, cuando su hija llegó al número cuatro en las listas de los gramófonos, había sido el momento de mayor orgullo en toda su vida. El segundo, admitió en privado, había sido cuando había recibido una carta de la señora Lena C. Nofcier, dos meses después del final del juicio, dándole las gracias por sus extraordinarios esfuerzos por mantener abierta la Biblioteca Itinerante de la WPA de Baileyville en aquellos momentos de crisis.

Nosotras, las mujeres, nos enfrentamos a numerosos retos inesperados cuando decidimos salirnos de lo que se consideran nuestros límites habituales. Y usted, querida señora Brady, ha demostrado estar más que a la altura de cualquier reto que se le haya presentado. Espero poder hablar con usted de esto y de muchos otros temas de interés en persona, algún día.

La señora Nofcier aún no había llegado hasta Baileyville, pero la señora Brady estaba muy segura de que algún día lo haría.

La biblioteca abría cinco días por semana, su gestión corría a cargo de Alice y Margery y, durante esa época, las mujeres continuaron prestando todo tipo de novelas, manuales, libros de recetas y revistas. El recuerdo del juicio se desvaneció rápidamente, especialmente entre aquellos que se dieron cuenta de que, después de todo, les gustaría seguir pidiendo libros prestados, y la vida en Baileyville recuperó el ritmo habitual. Solo los hombres de la familia Van Cleve se esforzaban en evitar la biblioteca, iban a toda velocidad con sus coches por Split Creek y, la mayoría de las veces, daban un rodeo para no pasar por delante de ella.

Así que cuando, bien avanzado 1939, Peggy van Cleve se dejó caer por allí, fue toda una sorpresa. Margery la vio entretenerse delante de la biblioteca, como si estuviera rebuscando en el bolso algo de vital importancia, y luego la pilló mirando por la ventana para cerciorarse de que estaba ella sola. Y es que no era conocida por ser la más voraz de las lectoras.

Últimamente, entre Virginia, el perro, su marido y las múltiples distracciones que su casa parecía albergar, Margery O’Hare era una mujer muy ocupada. Pero esa noche dejaba de vez en cuando lo que estaba haciendo y sonreía para sus adentros, preguntándose si debía contarle a Alice Guisler que la nueva señora Van Cleve había entrado en la biblioteca y que, después de varias evasivas y mucho teatro fingiendo que miraba títulos al azar en las estanterías, le había preguntado si era cierto el rumor de que tenían un libro para asesorar a las damas sobre ciertos asuntos delicados de alcoba. Y que Margery le había respondido, sin inmutarse, que por supuesto que sí. Al fin y al cabo, aquello era lo que había sucedido, ni más ni menos.

Seguía pensando en ello, y haciendo esfuerzos para no sonreír, cuando todas llegaron a la biblioteca al día siguiente.

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