18

Un tendero emprendedor de Oklahoma vendió recientemente dos docenas de fustas en dos días. Tres clientes, sin embargo, dijeron que las suyas las iban a usar como caña de pescar mientras que una le fue vendida a una madre que quería «dar una tunda» a su hijo.

The Furrow, septiembre-octubre de 1937

Margery se estaba lavando el pelo el domingo por la mañana, con la cabeza agachada sobre un cubo de agua caliente, escurriéndolo y retorciéndolo hasta formar una gruesa cuerda brillante, cuando Alice entró. Alice murmuró una disculpa, medio adormilada y un poco atontada —no se había dado cuenta de que había alguien dentro— y se dispuso a salir de espaldas de la pequeña cocina cuando vio el vientre de Margery, brevemente visible entre su fino camisón de algodón, y volvió a mirar, incrédula. Margery la miró de reojo a la vez que se envolvía la cabeza con una sábana de algodón y se dio cuenta. Se enderezó y se colocó la mano sobre el ombligo.

—Sí, es verdad. Sí, estoy de más de seis meses. Y ya lo sé. No formaba parte del plan, precisamente.

Alice se llevó la mano a la boca. De repente, recordó cuando vio a Margery y a Sven en el Nice ’N’ Quick la noche anterior, ella sentada encima de él toda la noche, con las manos de Sven protegiéndole el vientre.

—Pero…

—Supongo que no presté a aquel librito azul la atención que debía.

—Pero…, pero ¿qué vas a hacer? —Alice no podía apartar los ojos de aquella redondez. Le parecía irreal. Los senos de Margery, por lo que veía ahora, eran de un tamaño casi obsceno, con las venas azules insinuadas que se le cruzaban por el pecho, donde la toalla se le había caído para mostrar un trozo de piel clara.

—¿Hacer? No hay mucho que pueda hacer.

—Pero ¡no estáis casados!

—¡Casados! ¿Es eso lo que te preocupa? —Margery soltó un silbido—. Alice, ¿crees que me importa un pimiento lo que la gente de aquí pueda pensar de mí? Sven y yo estamos prácticamente casados. Vamos a criar a nuestra hija y vamos a ser más cariñosos con ella y el uno con el otro que la mayoría de los matrimonios de por aquí. La voy a educar y le voy a enseñar a diferenciar el bien del mal y, mientras ella tenga a su madre y a su padre para quererla, no veo por qué debe importar a nadie lo que yo lleve en mi mano izquierda.

Alice no podía entender cómo una mujer podía estar embarazada de seis meses y no importarle que su bebé fuera un bastardo, que incluso pudiera ir al infierno. Y, sin embargo, al ver la seguridad y la alegría de Margery, su aspecto —sí, si le miraba la cara con atención, bien podría decirse que estaba radiante—, costaba afirmar que aquello era de verdad un desastre.

Soltó un largo suspiro.

—¿Lo… sabe… alguien?

—¿Aparte de Sven? —Margery se frotó el pelo con fuerza y, después, se detuvo para comprobar con los dedos lo mojado que lo tenía—. Bueno, no es que lo hayamos gritado a voces precisamente. Pero no podré ocultarlo mucho más tiempo. Al pobre Charley le van a flaquear las patas si sigo engordando.

Un bebé. Alice se vio invadida por una compleja mezcla de emociones: sorpresa, admiración, porque, una vez más, Margery había decidido vivir su vida según sus propias normas, pero, impregnando todo lo demás, tristeza porque todo tenía que cambiar, porque quizá no pudiera volver a galopar con su amiga por las laderas de las montañas, reírse con ella entre las acogedoras paredes de la biblioteca. Seguramente, Margery tendría que quedarse ahora en casa, ser una madre como cualquier otra. Se preguntó qué pasaría incluso con la biblioteca sin Margery: ella era su corazón y su columna vertebral. Y, entonces, le vino otro pensamiento más preocupante. ¿Cómo iba a seguir viviendo ahí una vez que naciera el bebé? No habría espacio. Apenas había suficiente ahora mismo para los tres.

—Casi puedo oír tu inquietud desde aquí, Alice —gritó Margery mientras se dirigía a su dormitorio—. Y te aseguro que nada tiene por qué cambiar. Ya nos preocuparemos por el bebé cuando llegue. No tiene sentido que le des más vueltas hasta entonces.

—Yo estoy bien —dijo Alice—. Solo estoy contenta por ti. —Y deseó con desesperación que fuera verdad.

Margery bajó con el mulo hasta Monarch Creek el sábado, saludando al pasar a las familias que se afanaban en la limpieza, barrían el cieno de sus puertas y formaban montones de muebles estropeados que ya solo iban a servir para secarlos y usarlos como leña. Las inundaciones habían devastado las zonas más bajas del pueblo, hogar de las familias más pobres, probablemente las que iban a hacer menos ruido. O, en todo caso, las que iban a pasar más inadvertidas. En las zonas más prósperas del pueblo, la vida ya había vuelto casi a la normalidad.

Detuvo a Charley en la puerta de la casa de Sophia y William y se le cayó el alma a los pies al ver los daños. Una cosa era que te contaran algo y otra tener que verlo con tus propios ojos. La casita estaba en pie, a duras penas, pero al encontrarse en la zona más baja de la carretera se había llevado la peor parte de la inundación. Los postes del porche estaban agrietados y rotos mientras que las macetas y la mecedora que había antes en él habían desaparecido junto con las dos ventanas delanteras.

Lo que antes era un pequeño y cuidado huerto era ahora un mar de barro negro, del que emergían trozos aleatorios de madera en lugar de plantas y el hedor era nauseabundo y sulfuroso. Una gruesa marca oscura recorría la parte superior de los marcos y las paredes de madera y Margery no necesitó entrar para suponer que sería igual por dentro. Se estremeció al recordar el frío del agua y puso la mano sobre el suave cuello de Charley, sintiendo un repentino deseo visceral de volver al calor y la seguridad de su casa.

Desmontó —ahora requería un esfuerzo algo mayor bajar de la silla— y ató las riendas en un árbol cercano. No había nada para que el mulo pudiera pastar. Solo fango oscuro hasta una buena altura de las laderas.

—¿William? —gritó mientras sus botas chapoteaban al dirigirse hacia la pequeña cabaña—. ¿William? Soy Margery.

Gritó un par de veces más y esperó hasta que quedó claro que no había nadie en la casa. A continuación, se giró de nuevo hacia el mulo al sentir el poco familiar estiramiento y peso de su vientre, como si el bebé hubiese decidido que ahora tenía libertad para hacer notar su presencia. Se detuvo junto al árbol y estaba cogiendo las riendas cuando algo llamó su atención. Inclinó la cabeza y vio la marca del agua a gran altura desde la base del tronco. Desde la biblioteca hacia abajo, las marcas que había dejado el río eran de un color marrón rojizo, variando de tono pero, principalmente, de barro y cieno. Aquí las marcas eran completamente negras. Recordó cómo el agua se había vuelto oscura de repente y el fuerte olor químico que había hecho que los ojos le escocieran y que se le había quedado atrapado en la parte posterior garganta.

Hacía tres días que nadie había visto a Van Cleve por el pueblo, desde la inundación.

Se agachó, pasó los dedos por la corteza del árbol y, después, se los olió. Se quedó allí, completamente inmóvil, pensando. Después, se limpió las manos en la chaqueta y, con un gruñido, volvió a subirse a la silla.

—Vamos, pequeño Charley —dijo dándole la vuelta—. Todavía no nos vamos a casa.

Margery subió con el mulo por el estrecho paso que daba a la parte noreste de Baileyville, una ruta que la mayoría de la gente consideraba intransitable, dada la inclinación del terreno y la densidad de los matorrales. Pero tanto ella como Charley, por haberse criado en un terreno hostil, podían ver un modo de atravesarlo de la misma manera instintiva en que un empresario veía el símbolo del dólar, y Margery dejó caer la hebilla de las riendas sobre el cuello del mulo y se inclinó hacia delante, confiando en que él supiera escoger qué camino tomar mientras ella levantaba las ramas por encima de su cabeza. El aire se volvió más frío a medida que fueron subiendo. Margery se caló bien el sombrero en la cabeza y escondió el mentón dentro del cuello de la chaqueta mientras veía cómo su aliento formaba nubes húmedas.

Los árboles se fueron concentrando a medida que iban subiendo y el suelo se volvió tan empinado y duro que Charley, pese a su paso firme, empezó a dar trompicones y a vacilar. Margery desmontó por fin junto a un saliente rocoso, enganchó las riendas a unos árboles retoños y recorrió a pie el resto del camino hasta la cima, resoplando un poco por el peso adicional de su nueva carga. De vez en cuando, se detenía con las manos sobre la parte baja de la espalda. Se había sentido inusualmente cansada desde las inundaciones y no quiso pensar en lo que diría Sven si supiera dónde estaba.

Pasó casi una hora subiendo por la cresta hasta que por fin pudo ver la parte posterior de Hoffman, el área de su emplazamiento de doscientas cuarenta hectáreas que no se veía desde las minas y que quedaba protegida por el arco que formaban las pendientes inclinadas y cubiertas de árboles que la rodeaban. Se agarró a un tronco para subir los últimos pasos y, después, se quedó allí un momento, dejando que la respiración se le calmara.

Y, entonces, bajó la mirada y maldijo.

Tres enormes presas de lodo tras la cima, solo accesibles por un túnel cercado que atravesaba la cumbre de la montaña. Dos estaban llenas de un agua opaca y oscura, aún con gran caudal por las lluvias. La tercera estaba vacía, con su base embarrada manchada de negro y su dique desmoronado por donde el lodo había salido con fuerza y había bajado al otro lado, dejando un reguero salobre a lo largo de los serpenteantes lechos del río hacia la zona más baja de Baileyville.

«De todos los días que Annie podía escoger para ponerse mal de las piernas, este era el menos oportuno», murmuraba Van Cleve mientras esperaba en el reservado a que la muchacha le trajera la comida. Enfrente de él estaba Bennett, sentado en silencio, deslizando la mirada hacia los demás clientes, como si todavía tratara de calibrar qué era lo que la gente decía de ellos. Van Cleve habría preferido permanecer más días alejado del pueblo, pero cuando tu sirvienta no aparece para preparar la comida y tu nuera sigue aún sin entrar en razón ni volver a casa, ¿qué otra cosa puede hacer un hombre? A menos que fuera con el coche hasta mitad de camino en dirección a Lexington, el Nice ’N’ Quick era el único lugar donde poder encontrar un plato caliente.

—Aquí tiene, señor Van Cleve —dijo Molly mientras colocaba el plato de pollo frito delante de él—. Con ración doble de verduras y puré de patatas, tal y como ha pedido. Ha tenido suerte de encargarlo en ese momento. La cocinera casi se ha quedado sin nada, entre los repartos que no han llegado y todo lo demás.

—¡Vaya, pues sí que tenemos suerte! —exclamó él. El ánimo de Van Cleve mejoró al ver el aspecto dorado y crujiente de su cena. Soltó un suspiro de satisfacción y se metió la servilleta por el cuello de la camisa. Estaba a punto de sugerir a Bennett que hiciera lo mismo en lugar de doblarse la suya en el regazo como cualquier maldito europeo, cuando un trozo de barro negro cayó por el aire por encima de su plato para aterrizar con un sonoro chof sobre su ración de pollo. Se quedó mirándolo mientras trataba de asimilar qué era lo que estaba viendo—. ¿Qué narices…?

—¿Se le ha perdido algo, señor Van Cleve?

Margery O’Hare estaba junto a su mesa, con la cara sonrojada y la voz temblorosa por la rabia. Tenía el brazo extendido y el puño ennegrecido y lleno de lodo.

—No han sido las inundaciones lo que ha destrozado esas casas de Monarch Creek. Ha sido su presa de lodo y usted lo sabía. ¡Debería avergonzarse!

El restaurante quedó en silencio. Detrás de ella, un par de personas se pusieron de pie para ver qué pasaba.

—¿Has tirado barro sobre mi cena? —Van Cleve se puso de pie retirando su silla con un chirrido—. ¿Entras aquí, después de todo lo que has hecho, y me echas barro en la comida?

Los ojos de Margery brillaban.

—No es barro. Es fango de carbón. Veneno. Su veneno. He subido hasta la cresta y he visto su dique roto. ¡Ha sido usted! No las lluvias. Ni el río Ohio. Las únicas casas destruidas han sido las que han quedado arrasadas por sus sucias aguas.

Un murmullo circuló por el restaurante. Van Cleve se arrancó la servilleta del cuello. Dio un paso hacia ella con el dedo levantado.

—Escúchame bien, O’Hare. Más vale que te andes con mucho cuidado antes de ir lanzando acusaciones por ahí. Ya has causado bastantes problemas…

Pero Margery se mantuvo firme ante él.

—¿Que yo he causado problemas? ¿Eso es lo que dice el hombre que le ha pegado un tiro a mi perro? ¿El que le rompió dos dientes a su nuera? ¡Su inundación casi termina ahogándome, igual que a Sophia y a William! ¡No tenían casi nada y ahora se han quedado con menos! ¡Habría ahogado a tres niñas si mis chicas no hubiesen llegado allí para salvarlas! ¿Y se pavonea por aquí fingiendo que no tiene nada que ver con usted? ¡Deberían detenerlo!

Sven apareció detrás de ella y le puso una mano en el hombro, pero ella estaba ya desatada y la apartó.

—¡Hay hombres que mueren porque usted valora más el dinero que la seguridad! ¡Engaña a la gente para que renuncien a sus casas antes de que sepan lo que han hecho! ¡Destruye vidas! ¡Su mina es una amenaza! ¡Usted es una amenaza!

—Ya basta. —Sven había rodeado ya con un brazo las clavículas de Margery y tiraba de ella hacia atrás, aunque ella apuntaba a Van Cleve sin dejar de gritar—. Vamos. Ha llegado el momento de irse.

—¡Sí! ¡Gracias, Gustavsson! ¡Sácala de aquí!

—¡Actúa usted como si fuera el maldito todopoderoso! ¡Como si la ley no contara nada para usted! Pero yo le estoy vigilando, Van Cleve. Mientras tenga aliento en mis pulmones, diré la verdad sobre usted y…

—He dicho que basta.

La sala parecía haberse quedado sin aire mientras Gustavsson la sacaba, todavía protestando, por la puerta del restaurante. A través del cristal, se la podía ver gritándole en la calle, agitando los brazos como si intentara soltarse.

Van Cleve miró a su alrededor y volvió a sentarse. Los demás clientes seguían con la vista fija en él.

—¡Esos O’Hare! —dijo en voz alta a la vez que volvía a colocarse la servilleta—. Nunca se sabe con qué va a salir esa familia.

Bennett mantenía los ojos en el plato.

—Gustavsson es un hombre sensato. Sabe lo que hay que hacer. Vaya que sí. Y esa chica de ahí fuera es la más loca de todos, ¿no es cierto…? ¿No es cierto? —La sonrisa de Van Cleve vaciló un poco hasta que la gente empezó a dirigir su atención a sus platos. Soltó un suspiro e hizo una señal a la camarera—. Molly, querida. ¿Podrías…, eh…, traerme otro plato de pollo, por favor? Muchísimas gracias.

Molly lo miró con una mueca.

—Lo siento mucho, señor Van Cleve. Acaba de salir el último. —Miró al plato e hizo un ligero gesto de desagrado—. Tengo un poco de sopa y un par de panecillos que podría calentarle.

—Toma. Cómete el mío. —Bennett empujó su plato intacto hacia su padre.

Van Cleve se arrancó la servilleta del cuello.

—He perdido el apetito. Voy a tomar una copa con Gustavsson y nos vamos a casa.

Miró por la puerta hacia el joven que aún seguía con la chica de los O’Hare.

—Entrará en cuanto la despache. —Era consciente de tener una vaga sensación de decepción por el hecho de que no hubiese sido su propio hijo quien se hubiese levantado para echar a esa muchacha.

Pero ocurrió algo extraño: O’Hare seguía gritando y gesticulando en la calle y Gustavsson, en lugar de sacudirse las manos y volver al restaurante, dio un paso hacia delante y bajó la frente para acercarla a la de Margery O’Hare.

Mientras Van Cleve miraba, con el ceño fruncido, Margery se cubrió la cara por un momento y los dos se quedaron inmóviles. Y entonces, con toda claridad, Sven Gustavsson colocó una mano protectora sobre el vientre hinchado de O’Hare y la dejó ahí hasta que ella levantó los ojos hacia él y la cubrió con ternura con la suya antes de que Gustavsson la besara.

—¿Exactamente en cuántos problemas quieres meterte?

Margery empujaba a Sven sin mirarlo, tratando de soltarse, pero él la sujetaba con fuerza en sus brazos.

—¡Tú no lo has visto, Sven! ¡Miles de litros de su veneno! Y él actuando como si solo fuera cosa del río y la casa de Sophia y William destrozada y todo el terreno y el agua que rodea Monarch Creek echados a perder durante no sé cuánto tiempo.

—No lo dudo, Marge, pero enfrentarse a él delante de un restaurante lleno de gente no va a servir de nada.

—¡Debería avergonzarse! ¡Cree que puede irse de rositas! ¡Y no te atrevas a sacarme de ahí a rastras como si fuera…, como si fuera un perro mal educado! —Le empujó con fuerza con las dos manos y por fin se soltó. Él levantó las manos en el aire.

—Yo solo…, no quería que él fuera a por ti. Ya viste lo que le hizo a Alice.

—¡No le tengo miedo!

—Pues quizá deberías. Tienes que ser lista con un hombre como Van Cleve. Es astuto. Ya lo sabes. Vamos, Margery. No te dejes llevar por tu temperamento. Nos ocuparemos de esto como se debe. No sé. Hablando con el capataz. Con los sindicatos. Escribiendo al gobernador. Hay varias formas de hacerlo.

Margery pareció tranquilizarse un poco.

—Vamos. —Él extendió una mano hacia ella—. No tienes por qué enfrentarte a cada maldita batalla tú sola.

En ese momento, algo en su interior cedió. Dio una patada al suelo, esperando a recuperar el aliento. Cuando levantó los ojos, los tenía llenos de lágrimas.

—Le odio, Sven. Le odio. Destruye todo lo que es hermoso.

Él la atrajo hacia sí.

—Todo no. —Colocó la mano sobre el vientre de ella y la dejó ahí hasta que sintió que Margery se ablandaba entre sus brazos—. Vamos —dijo antes de besarla—. Volvamos a casa.

Siendo como son las localidades pequeñas y siendo Margery como era, no pasó mucho tiempo antes de que se extendiera el rumor de que estaba embarazada y, al menos durante unos días, todo lugar donde la gente del pueblo pudiera reunirse —el mercado de alimentos, las iglesias, la tienda— quedó inundado con la noticia. Estaban aquellos para los que esto solo era una confirmación de lo que siempre habían pensado de la hija de Frank O’Hare. Otra descendiente de los O’Hare que no traía nada bueno y que estaba destinada, sin duda, a la desgracia y al desastre. Siempre había aquellos para los que un bebé nacido fuera del matrimonio era objeto de desaprobación expresa y rotunda. Pero estaban también los que aún tenían la mente llena de recuerdos de las inundaciones y de lo que ella había dicho sobre la implicación de Van Cleve. Por suerte para ella, parecían ser la mayor parte de los vecinos, que creían que, cuando habían ocurrido tantas desgracias, un nuevo bebé, cualesquiera que fueran las circunstancias, no era algo sobre lo que hubiera mucho que decir.

Aparte de Sophia, claro.

—¿Te vas a casar ahora con ese hombre? —preguntó cuando se enteró.

—No.

—¿Porque eres egoísta?

Margery estaba en ese momento escribiendo una carta al gobernador. Dejó la pluma y fulminó a Sophia con la mirada.

—No me mires así, Margery O’Hare. Sé lo que opinas sobre las uniones como Dios manda. Créeme, todos sabemos lo que piensas. Pero esto ya no se trata solo de ti, ¿estamos? ¿Quieres que se burlen de esa niña en el patio del colegio? ¿Quieres que se críe como alguien de segunda? ¿Quieres que pierda oportunidades porque los demás no quieran aceptar en su casa a alguien así?

Margery abrió la puerta para que Fred dejara otra pila de libros de nuevo en la biblioteca.

—¿Es que no podemos, al menos, esperar a que el bebé venga antes de que empieces a regañarme?

Sophia alzó las cejas.

—Yo solo te aviso. La vida ya es bastante difícil para alguien que se cría en este pueblo sin necesidad de ponerle a la pobre niña otro yugo en el cuello. Sabes muy bien cómo te ha juzgado la gente por lo que hicieron tus padres, por decisiones en las que tú no tuviste nada que ver.

—Ya basta, Sophia.

—Es así. Y es solo porque eres tan cabezona que has conseguido tener la vida que querías. ¿Y si ella no es como tú?

—Será como yo.

—Se nota lo mucho que sabes de niños —exclamó Sophia con un bufido—. Solo te lo voy a decir una vez. Esto ya no se trata de lo que tú quieras. —Dejó caer el libro de registros sobre el escritorio—. Y debes tenerlo en cuenta.

Con Sven no fue mejor. Estaba sentado en la tambaleante silla de la cocina sacando brillo a sus botas mientras ella estaba en un lado del banco y, aunque fue más parco en palabras y su voz era más calmada, su opinión era exactamente la misma.

—No voy a pedírtelo otra vez, Margery. Pero esto lo cambia todo. Quiero que se sepa que soy el padre de esta niña. Quiero hacer las cosas bien. No quiero que nuestra hija se críe como una bastarda.

La miró por encima de la mesa de madera y, de repente, ella se sintió terca y a la defensiva, igual que cuando tenía diez años, así que cogió una manta de lana sin prestar atención y no le devolvió la mirada.

—¿Crees que no tenemos nada más importante de lo que hablar ahora mismo?

—Es lo único que voy a decir.

Ella se apartó el pelo de la cara y se mordió el labio inferior. Él se cruzó de brazos con el ceño fruncido, preparado para que ella le gritara que la estaba volviendo loca, que le había prometido no seguir insistiendo, que ya estaba harta y que podía volverse a su casa.

Pero le sorprendió.

—Deja que me lo piense —contestó.

Se quedaron sentados en silencio un rato. Margery golpeteaba los dedos contra la mesa, extendió una pierna y giró el tobillo a un lado y a otro.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

Ella volvió a coger el extremo de la manta, lo estiró y, después, le miró de reojo.

—¿Qué? —insistió él.

—¿Alguna vez vas a volver a sentarte a mi lado, Sven Gustavsson? ¿O he perdido todo el atractivo para ti ahora que estoy hinchada como una vaca lechera?

Alice llegó tarde, con los pensamientos de Fred desplazando de su mente todo lo que había visto ese día, las disculpas de las familias que habían perdido los libros de la biblioteca en la inundación junto con el resto de sus pertenencias, las marcas de lodo negro en las bases de los árboles, los objetos tirados, zapatos sueltos, cartas, muebles, rotos o estropeados, que había a ambos lados de los senderos de los ahora tranquilos riachuelos.

«Lo único que puedo darte, Alice, son palabras».

Igual que cada mañana y cada noche desde entonces, sintió los dedos de Fred recorriendo su mejilla, vio sus ojos entrecerrados y serios y se preguntó qué se sentiría si esas manos fuertes recorrieran su cuerpo de la misma forma delicada y decidida. Su imaginación se encargaba de rellenar las lagunas de su conocimiento. Los recuerdos de su voz, la intensidad de su mirada, la dejaban casi sin aliento. Pensaba tanto en él que sospechaba que los demás podrían ver a través de ella, quizá vislumbrar trocitos del constante y agitado bullir dentro de su cabeza saliéndole por las orejas. Casi supuso un alivio llegar a la cabaña de Margery, con el cuello del abrigo subido para resguardarse del viento de abril, y ser consciente de que se vería obligada a pensar en otra cosa durante, al menos, un par de horas: tapas de libros, lodo o judías verdes.

Alice entró, cerró la mosquitera despacio (le horrorizaba el sonido de las puertas cerrándose de golpe desde que se había ido de la casa de los Van Cleve), se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero. La cabaña estaba en silencio, cosa que normalmente quería decir que Margery estaría en la parte de atrás, ocupándose de Charley o de las gallinas. Se acercó a la panera y miró en su interior mientras pensaba en lo vacía que seguía pareciendo la casa sin la alborotadora presencia de Bluey.

Estaba a punto de gritar que ya había llegado cuando oyó un sonido que llevaba sin oír varias semanas: gruñidos amortiguados, suaves gemidos de placer que procedían de detrás de la puerta cerrada de Margery. Se quedó inmóvil en medio de la habitación y, como si se tratara de una respuesta, las voces se elevaron, de repente, y cayeron al unísono, acompañadas de expresiones de cariño e impregnadas de emoción, mientras los muelles chirriaban y el cabecero de la cama golpeaba con fuerza contra la pared de madera amenazando con ir a más.

—Vaya, esto sí que es maravilloso —murmuró Alice. Mientras volvía a ponerse el abrigo, se metió un trozo de pan entre los dientes y salió al porche de delante para sentarse en la mecedora chirriante, comiendo con una mano y tapándose el oído bueno con la otra.

No era infrecuente que las nieves duraran un mes más sobre las cumbres de las montañas. Era como si, decididas a no hacer caso a lo que pasara más abajo, en el pueblo, se negaran a renunciar a su abrazo helado hasta el último momento, hasta que los brotes cerosos empezaran a asomar entre la alfombra cristalina cada vez más delgada, y hasta que, en los senderos más altos, los árboles ya no estuvieran marrones y desnudos, sino que centellearan con un leve tono verde.

Así que ya estaba avanzado el mes de abril cuando apareció el cuerpo de Clem McCullough, viéndose primero su nariz congelada cuando las nieves empezaron a derretirse en la cresta más alta y, después, el resto de su cara, comida por varias partes por alguna criatura hambrienta y ya sin ojos. Lo encontró un cazador de Berea al que habían mandado a las laderas que estaban por encima de Red Lick en busca de algún ciervo y que meses después aún tendría pesadillas con caras podridas con agujeros insondables en lugar de ojos.

El hecho de que encontraran el cuerpo de un conocido borracho no provocaba gran sorpresa en un pueblo, sobre todo en una zona donde abundaba el alcohol ilegal, y normalmente podría haber dado lugar a unos cuantos días de parloteo y expresiones de desaprobación a medida que se fuera extendiendo la noticia.

Pero esto era distinto.

Según anunció el sheriff poco después de que él y sus hombres bajaran de la montaña, la cabeza de Clem McCullough había quedado machacada por detrás con una piedra puntiaguda. Y sobre la parte superior del pecho, que quedó al aire cuando las últimas nieves se derritieron, había un ejemplar de Mujercitas lleno de manchas de sangre, con la cubierta forrada con tela y con el sello de la Biblioteca Itinerante de la WPA de Baileyville.

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