5

Cada mina o grupo de minas se convirtió en un centro social sin ninguna propiedad privada salvo la mina, y sin ningún lugar público ni carreteras públicas salvo el lecho del riachuelo, que fluía entre las paredes de la montaña. Estos grupos de pueblos salpican las laderas de la montaña bajando por los valles del río y solo necesitan castillos, puentes levadizos y torreones para reproducir el aspecto de la época feudal.

COMITÉ FEDERAL DEL CARBÓN DE ESTADOS UNIDOS, 1923

A Margery le costaba admitirlo, pero la pequeña biblioteca de Split Creek se estaba volviendo caótica, se enfrentaba a cada vez mayores peticiones de libros y ninguna de las cuatro tenía tiempo para hacer mucho más al respecto. A pesar del recelo inicial de algunos habitantes del condado de Lee, se corrió la voz de que existían estas señoras de los libros, como se las conocía ya, y en pocas semanas empezó a ser más común que las recibieran sonrisas entusiastas que puertas que se cerraban rápidamente en sus narices. Las familias reclamaban material de lectura, desde las revistas femeninas de Woman’s Home Companion hasta The Furrow para hombres. Todo, desde Charles Dickens hasta los ejemplares de Dime Mystery Magazine, se lo arrancaban de las manos nada más sacarlo de las alforjas. Los libros de historietas, muy populares entre los niños del condado, eran los que más sufrían, manoseados hasta el destrozo o con sus frágiles páginas arrancadas cuando los hermanos se peleaban por cogerlos. En ocasiones, las revistas se devolvían con alguna página arrancada discretamente. Y, aun así, seguían pidiendo: «Señorita, ¿tiene algún libro nuevo para nosotros?».

Cuando las bibliotecarias regresaban a su base en la cabaña de Frederick Guisler, en lugar de verlas cogiendo libros rigurosamente organizados de sus estantes hechos a mano, era más común encontrarlas en el suelo, rebuscando entre los innumerables montones los títulos que les habían pedido, gritándose unas a otras cuando resultaba que alguna se había sentado encima del que la otra necesitaba.

—Supongo que somos víctimas de nuestro éxito —dijo Margery, mirando a su alrededor los montones apilados en el suelo.

—¿No deberíamos empezar a clasificarlos? —Beth estaba fumando un cigarrillo. Su padre la habría azotado de haberla visto y Margery fingía no hacerlo.

—No tiene sentido. Apenas nos daría tiempo a nada esta mañana y seguirá igual de mal cuando volvamos. No, he estado pensando que necesitamos a alguien aquí a tiempo completo para organizarlo todo.

Beth miró a Izzy.

—Tú querías quedarte aquí, ¿no? Y ella no es la mejor de las jinetes.

Izzy se enfureció.

—No, gracias, Beth. Mis familias me conocen. No les gustaría que otra persona se quedara con mis rutas.

Tenía razón. A pesar de las maliciosas indirectas de Beth, Izzy Brady, en solo seis semanas, se había convertido en una jinete, como poco, competente, tras haber compensado el equilibrio sobre su pierna más débil y resultando ahora invisible esa diferencia bajo las botas de piel caoba que siempre limpiaba hasta hacerlas relucir. Se había acostumbrado a llevar su bastón en la parte posterior de la silla de montar para ayudarse cuando tenía que recorrer a pie los últimos escalones de una casa y le venía muy bien para golpear ramas, mantener alejados a los perros rabiosos y despachar a alguna que otra serpiente. La mayoría de las familias que vivían por Baileyville sentían cierta admiración por la señora Brady y, cuando Izzy se presentaba, era normalmente bien recibida.

—Además, Beth —añadió Izzy, jugando astutamente su mejor baza—, ya sabes que si me quedo aquí vas a tener a mi madre entrometiéndose todo el tiempo. Lo único que la mantiene alejada ahora es pensar que estoy fuera todo el día.

—Pues yo preferiría no quedarme —dijo Alice cuando Margery la miró—. A mis familias también les va bien. La hija mayor de Jim Horner se leyó entera La chica americana. Él estaba tan orgulloso que incluso se olvidó de gritarme.

—Supongo que, entonces, tendrá que ser Beth —dijo Izzy.

Beth apagó su cigarrillo en el suelo de madera con el tacón de su bota.

—A mí no me miréis. Odio tener que ordenar. Ya hago suficiente por mis malditos hermanos.

—¿Es necesario que maldigas? —preguntó Izzy con un resoplido.

—No se trata solo de ordenar —dijo Margery a la vez que cogía un ejemplar de Los papeles póstumos del Club Pickwick, cuyas entrañas salieron desparramadas sin fuerza—. Para empezar, estos ya estaban rotos y ahora se desarman. Necesitamos a alguien que cosa la encuadernación y quizá saque álbumes de recortes de estas páginas sueltas. Es lo que están haciendo en Hindman y son muy populares. Han incluido en ellos recetas, relatos y de todo.

—Yo coso de espanto —se apresuró a decir Alice y las demás coincidieron también en que se les daba muy mal.

Margery las miró con gesto de exasperación.

—Pues yo no lo voy a hacer. Más que manos, tengo garras. —Se quedó pensando un momento—. Pero tengo una idea. —Se levantó de detrás de la mesa y fue a coger su sombrero.

—¿Cuál? —preguntó Alice.

—¿Adónde vas? —quiso saber Beth.

—A Hoffman. Beth, ¿puedes hacer alguna de mis rondas? Os veo luego a todas.

Podían oírse los amenazantes sonidos de Minas Hoffman desde unos tres kilómetros antes de que se viera: el estruendo de los camiones con el carbón, el lejano zumbido de las explosiones que hacía que el suelo vibrara, el sonido metálico de la campana de la mina. Para Margery, Hoffman era una visión del infierno, con sus hoyos introduciéndose en el interior de las deformadas y vaciadas laderas que rodeaban Baileyville, como verdugones gigantes, llenos de hombres con resplandecientes ojos blancos en medio de sus rostros ennegrecidos saliendo de sus intestinos y el leve zumbido industrial de la naturaleza al ser despojada y devastada. Alrededor del asentamiento, el aire llevaba el sabor a polvo de carbón, con una sensación permanente de mal presagio, explosiones que cubrían el valle con un filtro gris. Incluso Charley retrocedía ante él. Cierto tipo de hombre miró esta tierra de Dios, pensó Margery cuando se iba acercando, y en lugar de un lugar bello y maravilloso, lo único que vio fueron signos del dólar.

Hoffman era una pequeña ciudad con sus propias normas. El precio a cambio de tener un sueldo y un techo sobre la cabeza era una deuda cada vez mayor con el economato, el miedo permanente a un error en la medida de la dinamita, una pierna perdida por una vagoneta desbocada o algo peor: el final de todo, varios cientos de metros por debajo del suelo con pocas posibilidades de que tus seres queridos pudieran recuperar un cadáver sobre el que llorar.

Y, desde hacía un año, todo esto había quedado impregnado por un ambiente de desconfianza cuando llegaron los antisindicalistas para contener a todos los que se atrevían a hacer campaña por unas condiciones mejores. A los jefes de la mina no les gustaban los cambios y no lo habían demostrado con argumentos y puños en alto, sino con mafias, armas y, ahora, familias de luto.

—¿Eres Margery O’Hare? —El guardia dio dos pasos hacia ella con una mano levantada para protegerse los ojos del sol mientras Margery se acercaba.

—Claro que sí, Bob.

—¿Sabes que Gustavsson anda por aquí?

—¿Ha pasado algo? —Ella notó en su boca el familiar sabor metálico cada vez que escuchaba el nombre de Sven.

—Va todo bien. Creo que han ido a comer algo antes de marcharse. La última vez que los vi fue por el Bloque B.

Ella desmontó del mulo y lo ató y, a continuación, atravesó la valla sin hacer caso de las miradas de los mineros que salían. Caminó con paso enérgico junto al economato, cuyas ventanas anunciaban varias ofertas que todos sabían que no eran ninguna ganga. Estaba en la ladera al mismo nivel que el enorme depósito de almacenamiento y carga. Por encima, se encontraban las casas grandes y en buen estado de los jefes de la mina y sus capataces, la mayoría con jardines traseros bien cuidados. Ahí era donde Van Cleve habría vivido si Dolores no se hubiese negado a irse de su casa familiar de Baileyville. No era uno de los asentamientos de carbón más grandes, como el de Lynch, donde había unas diez mil casas esparcidas por las laderas. Aquí, un par de cientos de casuchas de mineros se extendían por los senderos, con sus tejados cubiertos con tela asfáltica, apenas revisados en sus casi cuarenta años de existencia. Unos niños, la mayoría sin calzar, jugaban en la tierra junto a un cerdo que escarbaba en el suelo con el hocico. Había piezas de coche y cubos para lavar tirados junto a las puertas y entre ellas unos perros callejeros trotaban sin ningún rumbo. Margery giró a la derecha, alejándose de las calles residenciales, y atravesó con paso brioso el puente que llevaba a las minas.

Primero, vio su espalda. Estaba sentado en un cajón dado la vuelta, con el casco apoyado entre los pies mientras se comía un trozo de pan. Le habría reconocido en cualquier lugar, pensó. La forma de su cuello al juntarse con los hombros, su cabeza inclinada un poco a la izquierda cuando hablaba. Tenía la camisa cubierta de hollín y el tabardo con las palabras «BRIGADA DE INCENDIOS» en la espalda estaba ligeramente torcido.

—Hola.

Él se giró al oír su voz, se puso de pie y levantó las manos cuando sus compañeros de trabajo empezaron a soltar una serie de silbidos, como si tratara de aplacar un fuego.

—¡Marge! ¿Qué haces aquí? —La agarró del brazo para alejarla de los silbidos y dobló con ella la esquina.

Ella miró las manos ennegrecidas de Sven.

—¿Están todos bien?

Él levantó las cejas.

—Esta vez sí. —Lanzó una mirada hacia las oficinas de administración lo bastante elocuente como para que ella no necesitara más explicaciones.

Margery levantó una mano y le limpió una mancha de la cara con el dedo pulgar. Sven la detuvo y se llevó la mano a los labios. Siempre conseguía que algo se pusiera del revés dentro de ella, aunque no dejaba que se le notara en la cara.

—Entonces, ¿me has echado de menos?

—No.

—Mentirosa.

Los dos se sonrieron.

—He venido en busca de William Kenworth. Necesito hablar con su hermana.

—¿El negro William? Ya no está aquí, Marge. Resultó herido y le dieron de baja hace tiempo, nueve meses.

Ella pareció sorprenderse.

—Creía que te lo había contado. A uno de los dinamiteros se le enredaron los cables y él estaba en medio cuando hicieron estallar el túnel por Feller’s Top. Una roca le cortó la pierna de cuajo.

—¿Y dónde está ahora?

—Ni idea. Pero lo puedo averiguar.

Ella esperó en la puerta de las oficinas de administración mientras Sven entraba y engatusaba a la señora Pfeiffer, cuya palabra preferida era «no», pero rara vez la usaba con Sven. En los cinco asentamientos de minas de carbón del condado de Lee, todo el mundo quería a Sven. Además de unos hombros fuertes y unos puños del tamaño de un jamón, tenía un aire de serena autoridad, un brillo en la mirada que transmitía a los hombres que era uno de ellos y a las mujeres que podían contar con su aprecio, y no solo en ese sentido. Era bueno en su trabajo, amable cuando consideraba que había que serlo, y le hablaba a todo el mundo con la misma cortesía tan poco común, ya fuera un chico de pantalones raídos de la «hondonada» de al lado o los jefes más importantes de la mina. La mayoría de los días, ella podía recitar de un tirón toda una lista de cosas que le gustaban de Sven Gustavsson. Pero eso no se lo diría nunca.

Sven bajó los escalones de la oficina con un papel en la mano.

—Está junto a Monarch Creek, en la casa de su difunta madre. Dicen que lo ha estado pasando bastante mal. Resulta que solo le trataron durante el primer par de meses en el hospital de aquí y, después, le echaron.

—Qué amables.

Sven ya sabía la mala opinión que ella tenía de Hoffman.

—¿Y para qué lo quieres?

—Quería buscar a su hermana. Pero, si está enfermo, no sé si debo molestarlo. Lo último que supe de ella es que estaba trabajando en Louisville.

—Ah, no. La señora Pfeiffer acaba de decirme que es su hermana la que le está cuidando. Lo más seguro es que si vas hasta allí te la encuentres también.

Cogió el papel y levantó la mirada hacia él. Sven tenía los ojos fijos en ella y su rostro se enterneció por debajo de la capa negra que lo cubría.

—¿Y cuándo te voy a ver?

—Eso depende de que dejes de insistir en que nos casemos.

Él miró hacia atrás por encima de su hombro y, a continuación, la llevó al otro lado de la esquina, la puso de espaldas a la pared y se colocó cerca de ella, todo lo cerca que pudo.

—Muy bien. ¿Qué te parece esto, Margery O’Hare? Te prometo solemnemente que nunca me casaré contigo.

—¿Y?

—Y que no hablaré de casarme contigo. Ni entonaré canciones sobre ello. Y ni tan siquiera pensaré en casarme contigo.

—Eso está mejor.

Él miró a su alrededor y, después, bajó la voz tras poner la boca junto a su oído de tal forma que ella se retorció un poco.

—Pero pasaré por tu casa y le haré cosas pecaminosas a ese bonito cuerpo que tienes. Si me lo permites.

—¿Cómo de pecaminosas? —susurró ella.

—Ah, pues malas. Escandalosas.

Ella deslizó la mano por dentro del mono de él y sintió el leve brillo de sudor sobre su cálida piel. Por un momento, no hubo nada más que ellos dos. Los sonidos y los olores de la mina se desvanecieron y lo único que ella podía sentir eran los latidos de su corazón y el pulso de la piel de él contra la de ella, el permanente redoble de tambor de su necesidad de él.

—A Dios le encantan los pecadores, Sven. —Levantó la cabeza y le besó y, después, le dio un breve mordisco en el labio inferior—. Pero no tanto como a mí.

Él soltó una carcajada y, para sorpresa de ella, mientras volvía hacia el mulo y la brigada de seguridad seguía con sus silbidos, sus mejillas se habían vuelto más que sonrosadas.

Había sido un día largo y cuando llegó a la pequeña cabaña de Monarch Creek, tanto ella como el mulo estaban agotados. Desmontó y echó las riendas por encima del poste.

—¿Hola?

No salió nadie. Había un pequeño huerto de verduras a la izquierda de la cabaña y un minúsculo cobertizo al lado con dos cestos colgados en el porche. Al contrario que la mayoría de las casas que había por esa «hondonada», esta estaba recién pintada, con la hierba recortada y la maleza mantenida a raya. Había una mecedora roja junto a la puerta mirando hacia la ribera.

—¿Hola?

Apareció el rostro de una mujer en la mosquitera de la puerta. Miró hacia fuera, como si comprobara algo, y, después, se dio la vuelta para hablar con alguien de dentro.

—¿Es usted, señorita Margery?

—Hola, Sophia. ¿Cómo estás?

La mosquitera se abrió y la mujer se hizo a un lado para dejar pasar a Margery, con las manos en la cintura y gruesas trenzas de pelo oscuro sujetas a la cabeza. Levantó el rostro como si la examinara con atención.

—Vaya, llevo sin verla desde hace… ¿cuánto? ¿Ocho años?

—Algo así. Pero tú no has cambiado nada.

—Pase por aquí.

Su cara, tan delgada y seria en reposo, mostró una encantadora sonrisa y Margery respondió con otra igual. Durante varios años, Margery había acompañado a su padre en sus viajes de contrabando de alcohol hasta Hoffman, una de sus rutas más lucrativas. Frank O’Hare suponía que nadie prestaría mucha atención a una niña que iba con su padre realizando entregas en el asentamiento y suponía bien. Pero mientras él recorría la zona residencial, vendiendo frascos y sobornando a los guardias de seguridad, ella se dirigía en secreto a la sección de los negros, donde la señorita Sophia le prestaba sus libros de la pequeña colección familiar.

A Margery no le habían dejado asistir a la escuela. Frank se había encargado de ello. No creía que los libros enseñaran nada, por mucho que su madre se lo suplicara. Pero la señorita Sophia y la madre de esta, la señorita Ada, le habían inculcado un amor por la lectura que, muchas noches, la había transportado a millones de kilómetros de la oscuridad y violencia de su hogar. Y no eran solo los libros: la señorita Sophia y la señorita Ada siempre tenían un aspecto inmaculado, con las uñas perfectamente limadas y el pelo recogido en trenzas con una precisión quirúrgica. La señorita Sophia era solo un año mayor que Margery, pero su familia representaba para ella una especie de orden, una idea de que la vida podía vivirse de una forma muy distinta al ruido, al caos y al temor que había en la suya.

—¿Sabe? Siempre pensé que se iba a comer esos libros de tanto como los ansiaba. Nunca he conocido a una niña que leyera tantos y tan rápido.

Se sonrieron. Y entonces, Margery miró a William. Estaba sentado en una silla junto a la ventana y la pierna izquierda de sus pantalones estaba bien recogida por debajo del muñón. Intentó que no se le notara en lo más mínimo en la cara el impacto al ver aquello.

—Buenas tardes, señorita Margery.

—Lamento mucho lo de tu accidente, William. ¿Te duele mucho?

—Es soportable —respondió él—. Pero no me gusta estar sin trabajar, eso es todo.

—Está de lo más irascible —dijo Sophia poniendo los ojos en blanco—. Odia más estar en casa que el hecho de haber perdido la pierna. Siéntese y le traigo algo para beber.

—Me dice que hago que la casa parezca sucia. —William se encogió de hombros.

Margery pensó que la cabaña de los Kenworth era la más limpia en treinta kilómetros. No había ni una mota de polvo ni una cosa fuera de su sitio, testimonio de las temibles aptitudes organizativas de Sophia. Margery se sentó a beber un vaso de zarzaparrilla y escuchó cómo William le contaba que la mina le había despedido después de su accidente.

—El sindicato ha tratado de defenderme pero desde los tiroteos… En fin, ya nadie quiere jugarse el pellejo, mucho menos por un negro. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Dispararon a dos sindicalistas más el mes pasado.

—Eso he oído. —William meneó la cabeza.

—Los hermanos Stiller destrozaron a tiros las ruedas de tres camiones que salían del depósito. La siguiente vez que entraron en el economato de Friars para organizar a algunos hombres, una panda de matones les atrapó allí dentro y tuvieron que venir muchos otros de Hoffman para sacarlos. Les está lanzando una advertencia.

—¿Quién?

—Van Cleve. Ya se sabe que él está detrás de casi todo esto.

—Todos lo saben —confirmó Sophia—. Todos saben lo que está pasando en ese lugar, pero nadie quiere hacer nada.

Los tres se quedaron sentados en silencio tanto rato que Margery casi se olvidó del motivo por el que había ido. Por fin, dejó el vaso en la mesa.

—Esto no es solo una visita de cortesía —comentó.

—No me diga —respondió Sophia.

—No sé si te has enterado, pero he abierto una biblioteca en Baileyville. Tenemos cuatro bibliotecarias, muchachas del pueblo, y un montón de libros y revistas que nos han donado, algunos en mal estado. En fin, necesitamos que alguien nos organice y arregle los libros porque no se puede pasar una quince horas al día montada en el caballo y encargarse también del resto.

Sophia y William se miraron.

—No estoy segura de qué tiene eso que ver con nosotros —dijo Sophia.

—Bueno, me preguntaba si podrías venir a ayudarnos con la organización. Tenemos presupuesto para cinco bibliotecarias y el sueldo es decente. Lo paga la WPA y hay dinero para, al menos, un año.

Sophia apoyó la espalda en su silla.

Margery insistió:

—Sé que te encantaba trabajar en la biblioteca de Louisville. Y podrías estar aquí de vuelta cada día en una hora. Sería un placer contar contigo.

—Es una biblioteca para negros. —La voz de Sophia se endureció. Cruzó las manos sobre su regazo—. La biblioteca de Louisville. Es para gente de color. Eso ya lo debe de saber, señorita Margery. No puedo trabajar en una biblioteca de blancos. A menos que me esté pidiendo que vaya a caballo con usted y le aseguro que no pienso hacer eso.

—Es una biblioteca itinerante. La gente no va allí a pedir libros prestados. Somos nosotras las que se los llevamos.

—¿Y?

—Y nadie tiene por qué saber siquiera que vas a estar allí. Mira, Sophia, necesitamos tu ayuda con desesperación. Necesito que alguien de confianza arregle los libros y nos organice y tú eres, se mire por donde se mire, la mejor bibliotecaria de los tres condados.

—Se lo voy a repetir. Es una biblioteca para blancos.

—Las cosas están cambiando.

—Dígaselo a los hombres con capucha que llaman a nuestra puerta.

—¿Y qué haces aquí?

—Cuido de mi hermano.

—Eso ya lo sé. Te pregunto qué haces para ganar dinero.

Los dos hermanos intercambiaron una mirada.

—Esa es una pregunta muy personal. Incluso viniendo de usted.

William soltó un suspiro.

—No nos va muy bien. Vivimos de lo que tenemos ahorrado y de lo que nuestra madre nos dejó. Pero no es mucho.

—¡William! —le reprendió Sophia.

—Bueno, es la verdad. Conocemos a la señorita Margery. Ella nos conoce.

—¿Y quieres que vaya a que me rompan la cabeza por trabajar en una biblioteca para blancos?

—No voy a permitir que eso pase —dijo Margery con voz calmada.

Fue la primera vez que Sophia no respondió. Ser hija de Frank O’Hare tenía pocas ventajas, pero la gente que le había conocido sabía que, si Margery prometía algo, era del todo probable que así se hiciera. Si había sobrevivido a una infancia con Frank O’Hare, no había muchas cosas más que pudieran suponer un obstáculo.

—Ah, y son veintiocho dólares al mes —dijo Margery—. El mismo sueldo que tenemos las demás.

Sophia miró a su hermano y, después, bajó los ojos a su regazo. Por fin, levantó la cabeza.

—Vamos a tener que pensarlo.

—De acuerdo.

Sophia apretó los labios.

—¿Sigue usted siendo tan desordenada como antes?

—Probablemente, un poco más.

Sophia se puso de pie y se alisó la falda.

—Como he dicho, lo vamos a pensar.

William la acompañó a la puerta. Había insistido, tras levantarse con esfuerzo de la silla mientras Sophia le pasaba su muleta. Hizo una mueca de dolor por el esfuerzo de arrastrarse hasta la puerta y Margery intentó que no se le notara que lo había visto. Se quedaron en la puerta y miraron hacia la relativa paz del riachuelo.

—¿Sabe que están pensando quitar un trozo de la parte norte de la cumbre?

—¿Qué?

—Me lo contó Big Cole. Van a volar seis agujeros en su interior. Creen que ahí dentro hay buenas vetas.

—Pero esa parte de la montaña está ocupada. Hay unas catorce o quince familias un poco más abajo del lado norte.

—Lo sabemos nosotros y lo saben ellos. Pero ¿cree que eso les va a detener cuando huelan el dinero?

—Pero… ¿qué va a pasar con esas familias?

—Lo mismo que pasa siempre. —Se rascó la frente—. Kentucky, ¿eh? El lugar más hermoso de la tierra, y el más cruel. A veces, creo que Dios ha querido enseñarnos todos sus caminos a la vez.

William se echó sobre el marco de la puerta y se colocó bien la muleta bajo la axila mientras Margery digería todo eso.

—Me alegro de verla, señorita Margery. Cuídese.

—Y tú también, William. Y dile a tu hermana que venga a trabajar a la biblioteca.

Él levantó una ceja.

—¿Cómo? Ella es como usted. Ningún hombre le va a decir lo que tiene que hacer.

Margery oyó cómo se reía mientras cerraba la mosquitera.

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