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Una institución de lo más repugnante en la que están confinados hombres y mujeres que cumplen condena por faltas y delitos, o que no han sido condenados y que solo están allí a la espera de juicio […] que suele estar plagada de chinches, cucarachas, piojos y otros bichos; huele a desinfectante y a suciedad.

JOSEPH F. FISHMAN, Crucibles of Crime, 1923

Las prisiones de Kentucky, como la mayoría de las de Estados Unidos, se gestionaban sobre la marcha, y sus reglas y laxitud variaba de forma considerable dependiendo de la rigidez del sheriff y, en el caso de Baileyville, de la afición de su ayudante por los productos horneados. A Margery y Virginia les permitían recibir un flujo constante de visitas y, a pesar de lo desagradable que resultaba la celda, Virginia vivió sus primeras semanas prácticamente como todos los bebés mimados: vestida con ropa limpia y suave, admirada por las visitas, recibiendo regalitos y pasando buena parte del día acurrucada sobre el pecho de su madre. Era una niña muy despierta. Recorría la celda con sus ojos oscuros, en busca de movimiento, y acariciaba el aire con sus deditos de estrella de mar, o apretaba los puñitos, contenta, mientras tomaba el pecho.

Margery, por su parte, se había transformado en otra mujer: la expresión de su rostro se había suavizado y estaba centrada por completo en la niñita, a la que manejaba con la naturalidad de una persona que llevara años haciéndolo. A pesar de las dudas que había tenido, parecía que la maternidad era algo instintivo en ella. Hasta cuando Alice cogía en brazos al bebé para que la dejara comer, o para cambiarla de ropa, Margery seguía mirándola y tocando a Virginia con una mano, como si no pudiera soportar separarse de ella ni un solo instante.

Alice se dio cuenta, aliviada, de que parecía menos deprimida que antes, como si el bebé le hubiera dado algo más en que centrarse que no fuera lo que se estaba perdiendo por estar entre aquellas cuatro paredes. Margery comía mejor («Sophia dice que tengo que comer para seguir teniendo leche»), sonreía a menudo, sobre todo a la niña, y se movía por la celda rebotando sobre los talones, para calmar al bebé, cuando antes parecía estar clavada al suelo. El agente Dulles les había dejado un cubo y una fregona para que todo fuera un poco más higiénico y, cuando las chicas les habían llevado un colchoncillo nuevo, quejándose de que no había derecho a que hicieran dormir a un bebé en una colchoneta vieja y sucia, llena de ácaros, este no había puesto ninguna objeción. Las muchachas habían quemado el viejo en el jardín, arrugando la nariz por lo sucio que estaba.

La señora Brady visitó a Margery el sexto día tras el alumbramiento, acompañada por un médico de fuera del pueblo que comprobó que se estaba recuperando como era debido y que el bebé tenía todo lo que necesitaba. Cuando el ayudante del sheriff Dulles había intentado protestar, dada la ausencia de permisos o de cualquier tipo de aviso previo, la señora Brady le había interrumpido con una mirada capaz de congelar un plato de sopa caliente y le había informado con altivez de que, como le impidiera por cualquier medio atender a una madre lactante, el sheriff Archer sería el primero en enterarse y el gobernador Hatch el segundo, que no le cupiera la menor duda. El doctor examinó a la madre y al bebé mientras la señora Brady se quedaba en un rincón de la celda —tras haber echado un vistazo a la habitación con los ojos entornados y haber decidido no sentarse— y, aunque las condiciones estaban lejos de ser las ideales, el médico anunció que ambas gozaban de buena salud y del mejor ánimo que cabía esperar. Los hombres de las celdas cercanas se quejaron del hedor de los pañales sucios del bebé, pero la señora Brady les ordenó que cerraran la boca y les dijo que, a decir verdad, a ellos tampoco les vendría mal frotarse de vez en cuando con agua y jabón, así que a lo mejor deberían solucionar lo suyo antes de quejarse de lo de los demás.

Las bibliotecarias no se enteraron de aquella visita hasta después, cuando la señora Brady apareció en la biblioteca y declaró que, tras haber estado hablando largo y tendido con la señorita O’Hare, habían decidido que ella se hiciera cargo de la gestión diaria de la biblioteca, y que esperaba de todo corazón que aquello no incomodara a la señora Van Cleve, teniendo en cuenta lo duro que había trabajado para que todo siguiera en marcha mientras Margery estaba «inhabilitada».

Alice, aunque se sorprendió un poco, no tuvo el menor inconveniente. Había sacado fuerzas de flaqueza durante las últimas semanas para intentar visitar a Margery a diario, mantener en orden la cabaña y gestionar la biblioteca, todo ello mientras se enfrentaba a unos sentimientos de lo más complejos y abrumadores. El hecho de que otra persona se hiciera cargo al menos de una de esas cosas era un alivio. Sobre todo porque pronto se marcharía de Kentucky, pensó para sus adentros. Aunque eso aún no se lo había contado a las demás; por el momento, ya tenían bastante de lo que ocuparse.

La señora Brady se quitó el abrigo y les pidió que le enseñaran todos los libros de registros. Se sentó a la mesa de Sophia y revisó todos los informes de pago, las facturas del herrero, comprobó las nóminas y los gastos menores, y se declaró satisfecha. Volvió después de la cena y estuvo una hora con Sophia por la noche, verificando dónde se encontraban los libros perdidos y estropeados, y reprendió al señor Gill en cuanto cruzó la puerta por devolver con retraso un libro sobre la cría de cabras. Tan solo llevaba allí unas horas y parecía que hubiera estado toda la vida. Era como volver a tener a una adulta al mando.

Así iba avanzando poco a poco el verano, bajo un manto de intenso calor e insectos voladores, de humedad y caballos sudorosos, cubiertos de moscas. Alice intentaba vivirlo día a día, enfrentándose a las pequeñas contrariedades, sin pensar en las contrariedades mucho más importantes e infinitamente más desagradables que la esperaban, alineadas como bolos, en el futuro.

Sven dejó el trabajo porque, con los turnos que tenía, no podía ver a Margery y al bebé durante la semana y, como le dijo a Alice, de todos modos parte de su corazón estaba siempre en aquella maldita celda. Los bomberos de Hoffman se colocaron en formación, con el pico sobre el hombro y el casco sobre el pecho, cuando les informó de su marcha, y el capataz se enfadó y se tomó la renuncia de Sven como algo personal.

Van Cleve, que aún seguía presumiendo por haber sacado a la luz la larga relación de Sven con Margery O’Hare, dijo que se alegraba de librarse de él, que era un espía y un traidor, a pesar de no tener pruebas de ninguna de las dos cosas. Además, juró que, si volvía a ver a esa víbora de Gustavsson entrando por la puerta de Hoffman, le dispararía sin avisar, igual que a la impía de su concubina.

Alice sabía que a Sven le habría gustado mudarse a la cabaña de Margery para sentirse más cerca de ella pero, como el caballero que era, declinó su oferta. Así, Alice evitaría la censura de la gente del pueblo, que habría considerado sospechoso que un hombre y una mujer durmieran bajo el mismo techo, aunque todos tuvieran claro que ambos amaban a la misma mujer pero de formas distintas.

Por otra parte, a Alice ya no le daba miedo quedarse a solas en la cabañita. Se iba a dormir temprano y lo hacía profundamente, se levantaba a las cuatro y media de la madrugada, a la salida del sol, se mojaba con un poco de agua helada del arroyo, alimentaba a los animales, se ponía la ropa que había dejado a secar, se hacía huevos con pan para desayunar y echaba las migajas que sobraban a las gallinas y a los cardenales rojos que se reunían en el alféizar de la ventana. Comía leyendo uno de los libros de Margery y, cada dos días, horneaba una nueva hogaza de pan de maíz para llevar a la prisión. A su alrededor, la montaña matutina se agitaba con el canto de los pájaros, con las hojas de los árboles de color naranja intenso, que luego eran azules y luego verde esmeralda, y con la hierba larga salpicada de lirios y salvia. Y, al cerrar la mosquitera de la puerta, una bandada de pavos salvajes alzaban el vuelo con un torpe aleteo, o un pequeño ciervo la observaba entre los árboles, como si ella fuera la intrusa.

Alice sacaba a Charley del establo para meterlo en el pequeño cercado que había detrás de la cabaña e iba al gallinero, a ver si había huevos. Si tenía tiempo, preparaba algo de comida para la noche, consciente de que estaría cansada al volver a casa. Luego ensillaba a Spirit, guardaba en las alforjas todo lo necesario para ese día, se calaba el sombrero de ala ancha y cabalgaba montaña abajo, hasta la biblioteca. Mientras recorría el sendero polvoriento, soltaba las riendas sobre el pescuezo de Spirit y se ataba un pañuelo de algodón alrededor del cuello, con ambas manos. Apenas volvía a usar las riendas: Spirit sabía a dónde iban en cuanto empezaban cada ruta y avanzaba con las orejas levantadas, como cualquier otra criatura conocedora —y amante— de su trabajo.

La mayoría de las noches, Alice se quedaba una hora más en la biblioteca con Sophia, solo por sentirse acompañada, y a veces Fred se unía a ellas y les llevaba comida de casa. En dos ocasiones, había subido por el camino de la casa de Fred para cenar con él. Total, ¿a quién iba a sorprenderle ya lo que ella hiciera? Además, el trayecto era tan corto que era difícil que alguien la viera. Le encantaba la casa de Fred, con su olor a cera de abejas y sus ajadas comodidades, menos básica y funcional que la de Margery y con alfombras y muebles que hablaban de una fortuna familiar que se remontaba a más de una generación.

Su falta de adornos le resultaba reconfortante.

Comían la comida que Fred preparaba y hablaban de todo y de nada, mientras se sonreían como tontos. Algunas noches, Alice volvía cabalgando por el sendero a casa de Margery sin tener ni idea de lo que habían comentado, ya que el zumbido de deseo y de necesidad que sentía en los oídos solía empañar todas sus conversaciones. A veces, lo deseaba hasta tal punto que tenía que pellizcarse la mano por debajo de la mesa para evitar extenderla hacia él. Después, volvía a la cabaña vacía y se tumbaba bajo las mantas, intentando imaginar lo que pasaría si una vez, solo una, lo invitara a ir con ella.

El abogado de Sven iba a verlo cada quince días. Este le había preguntado a Fred si podían reunirse en su casa, y si a él y Alice no les importaría acompañarlo. Alice se dio cuenta de que la razón era que Sven se ponía nerviosísimo, empezaba a mover la pierna con una ansiedad nada habitual en él y tamborileaba con los dedos en la mesa, y luego nunca se acordaba ni de la mitad de lo que le habían dicho. El abogado no podía ser menos claro: usaba un lenguaje rimbombante y retorcido, y le daba vueltas y más vueltas a lo que quería decir, en lugar de ir al grano.

Este comentó que, a pesar de la inesperada desaparición del registro pertinente (momento en que el hombre hizo una pausa significativa), el estado de Kentucky consideraba fiables las pruebas contra Margery O’Hare. En la primera entrevista, la anciana había dicho que la señorita O’Hare estaba en aquel lugar, dijera lo que dijera después. El libro de la biblioteca, salpicado de sangre, parecía ser la única arma homicida posible, dada la ausencia de disparos y de heridas por arma blanca. Ninguna de las otras bibliotecarias cabalgaba hasta lugares tan lejanos como la señorita O’Hare, a juzgar por el resto de registros, así que era poco probable que alguien más utilizara allí un libro de la biblioteca como arma. Y luego estaba el problema del carácter de Margery, la cantidad de gente que hablaría con gusto sobre la vieja enemistad entre su familia y los McCullough, y el hábito de la mujer de decir cosas poco agradables, sin considerar el impacto que tendrían sus palabras en los que la rodeaban.

—Deberá tener cuidado con eso cuando vayamos a juicio —dijo el abogado, reuniendo los papeles—. Es importante que el jurado la considere… una acusada afable.

Sven sacudió la cabeza, en silencio.

—No conseguirá transformar a Marge en otra persona —comentó Fred.

—No estoy diciendo que tenga que ser otra persona. Pero, si no se gana el favor del juez y del jurado, las posibilidades de conseguir la libertad se reducirán considerablemente. —El abogado se recostó en la silla y puso ambas manos sobre la mesa—. Esto no es solo una cuestión de veracidad, señor Gustavsson. Es un tema de estrategia. Y sea cual sea la verdad sobre este asunto, puede estar seguro de que la otra parte se empleará a fondo para elaborar la suya.

—Entonces, ¿te gusta?

—¿El qué? —Margery levantó la vista.

—Ser madre.

—Los sentimientos me inundan de tal forma que la mitad del tiempo no sé ni por dónde ando —susurró Margery, mientras le abrochaba el cuello del pelele a Virginia—. Madre mía, hasta aquí hace calor. Ojalá pudiéramos tomar un poco el aire.

Desde el nacimiento de Virginia, el ayudante del sheriff Dulles les permitía recibir visitas en la celda del piso de arriba, que estaba vacía. Era más luminosa y limpia que las del sótano —y sospechaban que más aceptable para la temible señora Brady—, pero en un día como aquel, en que el aire era tórrido y pesado por la humedad, no había gran diferencia. De pronto, a Alice le vino a la cabeza lo horrible que debía de ser la prisión en invierno, con las ventanas sin cristales y el frío suelo de cemento. ¿El centro penitenciario estatal sería mucho peor? «Para entonces, ya estará libre», se dijo con firmeza. No había que adelantar acontecimientos. Había que pensar en ese día, en la próxima hora.

—Nunca creí que fuera capaz de amar así a nadie —continuó Margery—. Es como si ella me hubiera quitado una capa de piel.

—Sven está perdidamente enamorado.

—¿Verdad que sí? —Margery sonrió para sí misma, mientras recordaba algo—. Va a ser un padre maravilloso para ti, pequeña. —Entonces, su rostro se ensombreció, como si hubiera algo que no quisiera aceptar. Pero se le pasó y Margery levantó al bebé, señaló su cabeza y volvió a sonreír—. ¿Crees que tendrá el pelo tan oscuro como el mío? Al fin y al cabo, tiene un poquito de sangre cheroqui. ¿O se le aclarará, como el de su padre? Cuando Sven era un bebé, tenía el pelo blanco como la tiza.

Margery no quiso hablar del juicio. Negó con la cabeza un par de veces, con movimientos leves, como insinuando que no tenía sentido hacerlo. Y, a pesar de aquella placidez recién adquirida, aquel movimiento fue lo suficientemente duro como para que Alice no intentara contradecirla. Les había hecho lo mismo a Beth y a la señora Brady, cuando habían ido a verla, y la señora Brady había regresado a la biblioteca roja de frustración.

—He estado hablando con mi marido sobre el juicio y sobre lo que pasará después… si las cosas no van como esperamos. Él tiene amigos en el ámbito jurídico y, al parecer, fuera de este estado hay algunos sitios donde permiten a los niños estar con sus madres y a las matronas atender adecuadamente a las mujeres. Algunos tienen muy buenas instalaciones.

Margery actuó como si no hubiera oído ni una palabra.

—Todos estamos rezando por vosotras en la iglesia. Por ti y por Virginia. Es una monada de niña. Me preguntaba si te gustaría que intentáramos…

—Gracias por pensar en nosotras, señora Brady, pero todo irá bien.

Y eso había sido todo, según les comentó la señora Brady, agitando las manos en el aire.

—Es como si estuviera enterrando la cabeza en la arena. Sinceramente, no creo que pueda confiar en que la absuelvan y punto. Necesita un plan.

Pero Alice no creía que la razón del comportamiento de Margery fuera su optimismo. Una de las muchas razones era que, a medida que se acercaba el juicio, se ponía cada vez más nerviosa.

Justo una semana antes de que comenzara el juicio, los periódicos empezaron a especular sobre la sospechosa. Uno de ellos consiguió la fotografía de las bibliotecarias del Nice ’N’ Quick y la recortó para que solo se viera la cara de Margery. El titular decía:

LA BIBLIOTECARIA ASESINA:

¿HA MATADO A UN HOMBRE INOCENTE?

En el hotel más cercano, que estaba en Danvers Creek, pronto se quedaron sin habitaciones, y se comentaba que algunos vecinos habían limpiado los cuartos traseros y habían puesto camas en ellos para alojar a los periodistas que también iban a ir al pueblo. Parecía que Margery y McCullough estaban en boca de todos, salvo dentro de la biblioteca, donde nadie hablaba de ellos.

Sven se encaminó hacia la prisión, en plena tarde. Era un día excesivamente caluroso y el hombre andaba con lentitud, abanicándose con el sombrero y saludando con la mano a la gente con la que se cruzaba, sin que su aspecto exterior revelara lo que sentía por dentro. Le entregó el molde con el pan de maíz de Alice al ayudante del sheriff Dulles y se palpó los bolsillos para comprobar que llevaba el pelele y el babero limpios que esta había doblado con pulcritud, para que se los diera a Margery. Ella estaba en la celda de arriba, dándole el pecho al bebé, sentada con las piernas cruzadas sobre el catre, y Sven esperó para besarla, consciente de la facilidad con la que se distraía la niña. Normalmente, ella levantaba una mejilla para que pudiera darle un beso, pero esa vez siguió mirando al bebé, así que, al cabo de un rato, él se sentó en el taburete que había allí al lado.

—¿Sigue tomando el pecho por la noche?

—Todo lo que puede.

—La señora Brady dice que tal vez sea uno de esos bebés que necesitan pasar a la comida sólida pronto. Las chicas me han dejado un libro sobre eso, para informarme un poco.

—¿Desde cuándo hablas de bebés con la señora Brady?

Sven bajó la vista.

—Desde que dejé el trabajo.

Cuando ella por fin lo miró, Sven añadió:

—Tranquila. No he estado de brazos cruzados desde los catorce años. Ya he empezado a trabajar en el almacén de madera. Y Fred me está dejando quedarme en el cuarto que tiene libre, así que estoy bien. Todo se arreglará.

Margery no abrió la boca. Había días en los que estaba así. Apenas decía una palabra, mientras él estaba allí. Esos días eran cada vez más escasos desde que Virginia había llegado; era como si Margery no pudiera evitar hablar con el bebé, aunque se sintiera triste, pero Sven seguía pasándolo mal al verla así. El hombre se frotó la cabeza.

—Alice me ha pedido que te diga que las gallinas están bien. Winnie ha puesto un huevo con dos yemas. Charley ha engordado. Está disfrutando del descanso, creo yo. Esta semana, lo hemos llevado con los potros de Fred y les está enseñando quién manda.

Ella bajó la vista hacia Virginia, para comprobar si había acabado, luego se colocó el vestido y se puso al bebé sobre el hombro para que eructara.

¿Sabes? He estado pensando —continuó Sven—. A lo mejor, cuando vuelvas a casa, podríamos hacernos con otro perro. Hay un granjero en Shelbyville que tiene una perra de caza a la que hace tiempo que le he echado el ojo y quiere que tenga cachorros. Es de naturaleza bondadosa. A los niños les viene bien criarse con algún perro. Si nos quedáramos con un cachorro, él y Virginia podrían crecer juntos. ¿Qué te parece?

—Sven…

—Aunque no tenemos por qué tener un perro. Podríamos esperar hasta que sea un poco mayor. Era solo una idea…

—¿Recuerdas que una vez te dije que nunca te pediría que te fueras? —Margery siguió mirando al bebé.

—Pues claro. Estuve a punto de obligarte a escribirlo en un trozo de papel, para que quedara constancia. —Sven esbozó una sonrisa burlona.

—Bueno… Pues fue un error. Necesito que te vayas.

Él se inclinó hacia delante, con la cabeza ladeada.

—¿Perdona?

—Y que te lleves a Virginia. —Cuando por fin levantó la vista hacia él, Margery tenía los ojos muy abiertos y lo miraba con seriedad—. He sido una arrogante, Sven. Creía que podía vivir como quisiera, siempre y cuando no hiciera daño a nadie. Pero aquí he tenido tiempo para pensar… y he llegado a una conclusión. No se puede hacer eso en el condado de Lee, puede que en ningún lugar de Kentucky. Al menos, siendo mujer. O juegas según sus reglas, o… Bueno, o te aplastan como a un bicho.

Su voz era tranquila y serena, como si hubiera ensayado aquellas palabras durante sus innumerables horas de silencio.

—Necesito que te la lleves lejos, al estado de Nueva York o a Chicago, o incluso a la costa oeste, si hay trabajo allí. Llévala a algún lugar bonito, donde pueda tener oportunidades y una buena educación, donde no tenga que preocuparse por las asquerosas cicatrices con las que su familia ha marcado su futuro, antes incluso de su nacimiento. Aléjala de la gente que la juzgará por su apellido, mucho antes de que ella sea capaz de deletrearlo.

Sven estaba desconcertado.

—No digas tonterías, Marge. No pienso abandonarte.

—¿En veinte años? Sabes que eso es lo que me caerá, aunque me condenen por homicidio involuntario. Y peor aún si la condena es por asesinato.

—Pero ¡tú no has hecho nada malo!

—¿Y crees que les importa un comino? Ya sabes cómo funciona este pueblo. Sabes que me la tienen jurada.

Él la miró como si se hubiera vuelto loca.

—No pienso irme. Ya puedes olvidarlo.

—Pues no voy a volver a verte. Así que no te queda otra.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando ahora?

—Esta es la última vez que te veré. Es uno de los pocos derechos que tengo aquí, el de renunciar a las visitas. Sven, sé que eres un buen hombre y que harías cualquier cosa para ayudarme. Y Dios sabe que te quiero por ello. Pero ahora Virginia es la prioridad. Así que necesito que me prometas que harás lo que te pido y que nunca volverás a traer a nuestra hija a este lugar. —Margery se recostó contra la pared.

—Pero… ¿y el juicio?

—No quiero que vayas.

Sven se levantó.

—Esta conversación es una locura. No pienso escucharte. No…

Margery alzó la voz. Se lanzó hacia delante y lo agarró de la mano, para detenerlo.

—Sven, ya no me queda nada. No tengo libertad, dignidad, ni futuro. La única puñetera cosa que me queda es la esperanza de que esta niña, mi corazón, lo que más amo en el mundo, tenga una vida diferente. Así que, si me quieres tanto como dices, haz lo que te pido. No quiero que la infancia de mi bebé esté marcada por las visitas a la cárcel. No quiero que me veáis consumirme, semana tras semana, año tras año, en la prisión estatal, con piojos en el pelo y el hedor de los cubos de excrementos, derrotada por los fanáticos que gobiernan este pueblo y volviéndome loca poco a poco. No permitiré que ella vea eso. Harás que sea feliz, sé que puedes hacerlo, y, cuando le hables de mí, no le cuentes esto, sino cómo cabalgaba por las montañas a lomos de Charley, haciendo lo que más me gustaba.

Él la cogió de la mano. La voz le temblaba y no paraba de negar con la cabeza, como si no se diera cuenta de que lo estaba haciendo.

—No puedo dejarte, Marge.

Margery apartó la mano. Cogió al bebé dormido y se lo puso suavemente en los brazos a Sven. Luego, se inclinó y besó la cabeza de la niña. Mantuvo allí los labios unos instantes, mientras apretaba con fuerza los ojos. Luego los abrió y la miró fijamente, como si estuviera grabando su recuerdo en lo más hondo de su ser.

—Adiós, cariño. Mamá te quiere muchísimo.

Rozó la parte posterior de los nudillos de Sven con la punta de los dedos, como si se tratara de una consigna. Después, mientras él seguía allí sentado, atónito, Margery O’Hare se levantó, apoyando una mano en la mesa, y llamó al guarda para que la llevara a su celda.

Y se fue sin mirar atrás.

Fiel a su palabra, fue la última visita que recibió. Alice llegó esa misma tarde con un bizcocho y el ayudante del sheriff Dulles le dijo con pesar (porque adoraba los pasteles de Alice) que lo sentía mucho, pero que la señorita O’Hare le había indicado claramente que no quería ver a nadie.

—¿Hay algún problema con el bebé?

—El bebé ya no está aquí. Se lo ha llevado su padre esta mañana.

Dijo que lo lamentaba, pero que las reglas eran las reglas y que no podía obligar a la señorita O’Hare a que la recibiera. Sin embargo, aceptó el bizcocho y le prometió que se lo bajaría a Margery más tarde. Cuando Kathleen Bligh se presentó allí, dos días después, recibió la misma respuesta, al igual que les sucedería posteriormente a Sophia y a la señora Brady.

Alice volvió cabalgando a casa, dándole vueltas a la cabeza, y se encontró a Sven en el porche, con el bebé apoyado en el hombro. La niña tenía los ojitos abiertos de par en par por la luz del sol, tan poco familiar para ella, y por las sombras en movimiento de los árboles.

—¿Sven? —Alice se bajó de la yegua y enganchó al poste las riendas de Spirit—. ¿Sven? ¿Qué diablos está pasando? —El hombre no fue capaz de mirarla. Tenía los ojos enrojecidos y miraba hacia otro lado—. ¿Sven?

—Es la puñetera mujer más testaruda de todo Kentucky.

En ese preciso instante, el bebé se echó a llorar con el llanto primario y quebrado de un bebé que había tenido que enfrentarse a demasiados cambios en un solo día y que se sentía, de pronto, excesivamente abrumado. Sven le dio unas palmaditas en la espalda que resultaron inútiles y, al cabo de un rato, Alice fue hacia él y cogió al bebé en brazos. Sven hundió la cara entre sus manos grandes, llenas de cicatrices. La niña se acurrucó en el hombro de Alice y luego echó la cabeza hacia atrás, dibujando una «O» con la boquita, como si le sorprendiera darse cuenta de que aquella no era su madre.

—Lo solucionaremos, Sven. Haremos que entre en razón.

Él negó con la cabeza.

—¿Por qué íbamos a conseguirlo? —Sus manos ásperas ahogaron su voz—. Está en lo cierto. Eso es lo peor, Alice. Que está en lo cierto.

Por medio de Kathleen, que todo lo sabía y conocía a todo el mundo, Alice encontró a una mujer en el pueblo de al lado dispuesta a amamantar al bebé a cambio de una pequeña cantidad de dinero, ya que acababa de destetar al suyo. Cada mañana, Sven llevaba a la niña a aquella granja recubierta de tablones blancos y dejaba allí a la pequeña Virginia para que la alimentaran y la cuidaran. A todos les causaba cierto desasosiego ver aquello, ya que con quien debería estar la niña era con su madre, y la propia Virginia pronto se volvió recelosa y empezó a observarlo todo con la mirada atenta y el pulgar metido con cautela en la boca, como si ya no tuviera tan claro que el mundo fuera un lugar benévolo y fiable. Pero ¿qué otra cosa podían hacer? La niña estaba alimentada y Sven tenía tiempo para buscar trabajo. Alice y las chicas se las arreglaban para salir adelante lo mejor que podían y, si estaban tristes o les dolía la tripa por los nervios, pues aquello era lo que había.

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