19

Los hombres esperaban que las mujeres se mostraran calmadas, serenas, serviciales y castas. La conducta excéntrica estaba mal vista y cualquier mujer que se pasara de la raya podía verse en serios apuros.

VIRGINIA CULIN ROBERTS, «The Women Was Too Tough»

Van Cleve, con el estómago lleno de cortezas de cerdo y una fina capa de excitación reluciendo en su rostro, se dirigió a la oficina del sheriff. Llevaba con él una caja de madera llena de puros y una resplandeciente sonrisa, aunque no estaba dispuesto a dar ninguna razón en particular para ninguna de las dos cosas. No, pero el hallazgo del cadáver de McCullough implicaba que la rotura de la presa y la limpieza del lodo quedarían, de repente, en segundo plano. Van Cleve y su hijo podrían volver a pasear por la calle y, por primera vez en varias semanas, al salir del coche sintió cierta elasticidad en su forma de andar.

—Bueno, Bob, no voy a decir que me sorprende. Ya sabes que esa mujer ha estado dando problemas todo el año, desestabilizando nuestra comunidad y propagando su perversidad. —Se inclinó hacia delante y encendió el puro del sheriff con un chasquido de su encendedor de metal.

El sheriff apoyó la espalda en su silla.

—No estoy seguro de entenderte del todo, Geoff.

—Pues que vas a detener a esa O’Hare, ¿no?

—¿Qué te hace pensar que esto tiene algo que ver con ella?

—Bob… Bob… Somos amigos desde hace mucho tiempo. Conoces tan bien como yo las disputas de los McCullough con los O’Hare. Vienen de antes de lo que ninguno de nosotros podamos recordar. ¿Y quién más habría estado por allí arriba con su caballo?

El sheriff no dijo nada.

—Y lo que es más importante, un pajarito me ha contado que había un libro de la biblioteca junto al cadáver. Yo diría que eso lo deja todo claro. Caso cerrado. —Dio una larga calada a su puro.

—Ojalá mis muchachos fueran tan eficaces como tú a la hora de resolver un crimen, Geoff. —El sheriff arrugó los ojos con expresión divertida.

—Bueno, ya sabes que ella es la responsable de haber convencido a la mujer de mi Bennett de que se separara de él, aunque hemos intentado ser discretos al respecto para evitarle el bochorno. ¡Estaban felizmente casados hasta que apareció ella! No, esa mujer mete ideas malvadas en las cabezas de las muchachas y va provocando el caos allá por donde va. Por mi parte, voy a dormir mejor sabiendo que esta noche va a estar encerrada.

—¿Eso es verdad? —preguntó el sheriff, que llevaba meses siendo consciente de los movimientos de la chica de los Van Cleve. Pocas cosas que ocurrieran en ese condado se le escapaban.

—Esa familia, Bob —dijo Van Cleve soltando el humo hacia el techo—. Ha habido hostilidad en todo el linaje de los O’Hare. ¿Te acuerdas de su tío Vincent? Ese sí que era un granuja…

—No puedo decir que las pruebas sean concluyentes, Geoff. Entre nosotros, tal y como están las cosas, no podemos demostrar sin ningún tipo de duda que ella estuviese allí y nuestra única testigo dice ahora que no está segura de a quién pertenecía la voz que oyó.

—¡Desde luego que fue ella! Sabes muy bien que la pobre chica con la polio no lo haría ni tampoco Alice. Eso nos deja a la muchacha de la granja y a la de color. Y apostaría a que esta no sabe montar a caballo.

El sheriff curvó hacia abajo la boca con un gesto que indicaba que no estaba convencido.

Van Cleve hincó un dedo en la mesa.

—Es una mala influencia, Bob. Pregúntale al gobernador Hatch. Él lo sabe. La forma en que ha estado difundiendo material indecente bajo el disfraz de una biblioteca para familias. Ah, ¿es que no lo sabías? Ha estado metiendo cizaña por North Ridge para que no permitieran que la mina llevara a cabo la labor que legítimamente le corresponde. Puedes seguirle la pista a todos los problemas que ha habido por aquí durante el último año y te llevará hasta Margery O’Hare. Esta biblioteca le ha dado alas. Cuanto más tiempo pase encerrada, mejor.

—¿Sabes que está embarazada?

—¡Pues ahí lo tienes! No tiene moralidad alguna. ¿Es ese el comportamiento de una mujer decente? ¿De verdad quieres que alguien así entre en casas donde hay personas jóvenes e influenciables?

—Supongo que no.

Van Cleve movió los dedos en el aire con la mirada puesta en un lejano horizonte.

—Salió a hacer su ruta, se cruzó con ese pobre McCullough cuando volvía a casa y, al ver que estaba borracho, vio la oportunidad de vengar al inútil de su padre y le mató con lo primero que tenía a mano, sabiendo muy bien que quedaría oculto bajo la nieve. Probablemente pensó que los animales se lo comerían y que nadie encontraría jamás el cadáver. Pero por suerte y gracias a Dios Todopoderoso, alguien lo ha encontrado. ¡Una desalmada, eso es! Incumpliendo las leyes de la naturaleza de todas las maneras posibles.

Dio una fuerte calada a su puro y meneó la cabeza.

—Te digo una cosa, Bob. No me sorprendería que lo volviera a hacer. —Esperó un momento y, después, añadió—: Por eso me alegra ver que hay un hombre como tú al frente de este pueblo. Un hombre que impedirá que se difunda la ilegalidad. Un hombre que no tiene miedo a hacer valer la ley.

Van Cleve extendió la mano hacia su caja de puros.

—¿Por qué no te llevas un par de estos a tu casa para fumártelos luego? O mejor aún, llévate la caja entera.

—Es muy generoso por tu parte, Geoff.

El sheriff no dijo nada más. Pero dio una larga chupada a su puro como muestra de agradecimiento.

Margery O’Hare fue arrestada en la biblioteca la noche en que devolvieron los últimos libros a sus estantes. El sheriff llegó con su ayudante y, al principio, Fred los saludó con tono cordial, pensando que habían ido a ver el nuevo suelo de madera y las estanterías revestidas, como habían estado haciendo las gentes del pueblo durante toda la semana. Ir a ver los avances en las reparaciones de todo el mundo había dado una nueva dimensión a la rutina diaria de Baileyville. Pero la expresión del sheriff era seria y fría como una tumba. Cuando plantó sus botas en el centro de la sala y miró a su alrededor, algo se desplomó dentro de Margery, como una pesada piedra en un pozo sin fondo.

—¿Quién de ustedes se ocupa de la ruta hasta las montañas por encima de Red Lick?

Se miraron unas a otras.

—¿Qué ocurre, sheriff? ¿Alguien se ha retrasado en la devolución de sus libros? —dijo Beth, pero nadie se rio.

—Encontraron hace dos días el cadáver de Clem McCullough en Arnott’s Ridge. Parece que el arma homicida venía de esta biblioteca.

—¿El arma homicida? —preguntó Beth—. Aquí no tenemos ningún arma homicida. Lo que sí tenemos son novelas de homicidios.

Margery se quedó pálida. Pestañeó con fuerza y extendió una mano para no perder el equilibrio. El sheriff se dio cuenta.

—Está esperando un bebé —dijo Alice agarrándola de un brazo—. Se marea un poco.

—Y es una noticia demasiado dramática como para contarla de una forma tan directa delante de una mujer que se encuentra en estado —añadió Izzy.

Pero el sheriff miraba directamente a Margery.

—¿Se encarga usted de esa ruta, señorita O’Hare?

—Compartimos rutas, sheriff —intervino Kathleen—. Lo cierto es que depende de quién esté trabajando ese día y cómo se encuentre el caballo de cada una. Algunos no son buenos para esas rutas más largas y escabrosas.

—¿Tenéis registros de adónde va cada una? —le preguntó a Sophia, que estaba de pie detrás de su escritorio, con los nudillos tensos sobre el borde.

—Sí, señor.

—Quiero ver cada ruta que haya hecho cada una de las bibliotecarias durante los últimos seis meses.

—¿Seis meses?

—El cadáver del señor McCullough está en un estado de… cierta descomposición. No se sabe bien cuánto tiempo ha estado allí. Y no parece que su familia haya denunciado su desaparición, según nuestros registros, así que vamos a necesitar toda la información que podamos reunir.

—Eso…, eso son muchos registros, señor. Y aún estamos un poco desorganizadas aquí por culpa de las inundaciones. Puedo tardar un poco en localizarlos entre todos estos libros. —Solo Alice estaba situada de tal forma que podía ver cómo Sophia empujaba con el pie el libro de registros por el suelo hasta dejarlo debajo de la mesa.

—Lo cierto, señor sheriff, es que hemos perdido buena parte de ellos —añadió Alice—. Es muy posible que las anotaciones pertinentes hayan quedado seriamente deterioradas por culpa del agua. Algunas hasta se han borrado. —Lo dijo con un acento británico muy entrecortado, que había servido para convencer a hombres más duros que él, pero el sheriff no pareció oírla.

Se había acercado a Margery y estaba delante de ella, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—Los O’Hare llevan enemistados con los McCullough desde hace mucho tiempo, ¿me equivoco?

Margery se miraba un rasguño de la bota.

—Supongo que sí.

—Mi propio padre se acuerda de que el de usted iba detrás del hermano de Clem McCullough. ¿Tom? ¿Tam? Le pegó un tiro en el estómago la Navidad de 1913…, 1914, si no recuerdo mal. Apuesto a que si pregunto por ahí habrá más gente que recuerde más peleas entre las dos familias.

—Por lo que a mí respecta, sheriff, cualquier disputa desapareció con el último de mis hermanos.

—Sería la primera disputa de sangre entre familias de por aquí que se desvaneciera con las nieves —dijo él a la vez que se ponía una cerilla entre los dientes y la movía arriba y abajo—. De lo más inusual.

—Bueno, nunca he sido lo que podría considerarse una persona convencional. —Margery pareció recuperar la compostura.

—Entonces, ¿no sabe nada de cómo han acabado con la vida de Clem McCullough?

—No, señor.

—Lo malo para usted es que es la única persona viva que pudiera tenerle rencor.

—Venga ya, sheriff Archer —protestó Beth—. Sabe tan bien como yo que en esa familia son unos palurdos de la peor calaña. Probablemente tengan enemigos desde aquí hasta Nashville, Tennessee.

Todos estuvieron de acuerdo en que eso era cierto. Incluso Sophia se sintió suficientemente segura como para asentir.

Fue en ese momento cuando oyeron el motor. Un coche se detuvo y el sheriff se acercó con paso lento y rígido a la puerta, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Apareció otro ayudante y le murmuró algo al oído. El sheriff levantó los ojos y miró a Margery que estaba detrás y, después, volvió a inclinar la cabeza para seguir escuchando la información.

El ayudante entró en la biblioteca y ya eran tres. Alice cruzó una mirada con Fred y vio que estaba tan desconcertado como ella. El sheriff se giró y, cuando volvió a hablar, lo hizo, según pensó Alice, con una especie de lúgubre satisfacción.

—El agente Dalton aquí presente acaba de hablar con la vieja Nancy Stone. Ella le ha contado que usted iba a su casa en diciembre cuando oyó un disparo y cierto alboroto. Dice que usted nunca llegó a ir y que, llueva o haga sol, nunca había faltado a ninguna entrega de libros hasta ese día. Dice que usted es famosa por eso mismo.

—Recuerdo que no pude atravesar la cumbre. La nieve era muy profunda. —Alice notó que la voz de Margery había adquirido un ligero temblor.

—No es eso lo que dice Nancy. Ha dicho que la nieve había aflojado dos días antes y que usted estaba por la zona más alta del arroyo y que le oyó hablar hasta unos minutos antes del disparo. Dice que durante un rato estuvo muy preocupada por usted.

—No era yo —dijo Margery negando con la cabeza.

—¿No? —Se quedó pensativo, con el labio inferior hacia fuera con exagerado gesto de reflexión—. Ella parece bastante segura de que había alguien de la biblioteca itinerante allí arriba. Entonces, ¿me está diciendo que ese día fue una de estas otras señoras, señorita O’Hare?

Ella miró en ese momento a su alrededor, como un animal atrapado.

—¿Cree que quizá debería hablar con alguna de estas muchachas en lugar de con usted? ¿Cree que es posible que una de ellas sea capaz de cometer un asesinato? ¿Usted, por ejemplo, Kathleen Bligh? ¿O quizá esta encantadora señora inglesa? Es la esposa del hijo de Van Cleve, ¿no?

Alice levantó el mentón.

—O tú…, ¿cómo te llamas, chica?

—Sophia Kenworth.

—So-phi-a Ken-worth. —No hizo referencia al color de su piel, pero pronunció las sílabas muy despacio, en un tono cargado de implicaciones.

La sala se había quedado en silencio. Sophia tenía la mirada fija en el borde de su escritorio, con la boca cerrada, sin pestañear.

—No —dijo Margery en medio del silencio—. Tengo la certeza de que no fue ninguna de estas mujeres. Quizá pudo ser un ladrón. O algún vendedor de alcohol ilegal. Ya sabe lo que pasa en las montañas. Todo tipo de cosas.

—Todo tipo de cosas. Eso es verdad. Pero ¿sabe? Me parece muy extraño que en un condado plagado de navajas y pistolas, hachas y porras, el arma elegida por su ladrón de la montaña fuera… —hizo una pausa como si quisiera recordar bien las palabras— una primera edición de Mujercitas encuadernada en tela.

Al ver la consternación incontrolada que atravesó por un momento el rostro de Margery, algo en el sheriff se relajó, como si fuese un hombre que suelta un suspiro de placer después de una gran comilona. Cuadró los hombros y se ajustó el cuello de la camisa.

—Margery O’Hare, queda arrestada como sospechosa del asesinato de Clem McCullough. Muchachos, lleváosla.

Después de aquello, según Sophia le contó a William esa noche, se desató un infierno. Alice se abalanzó contra el hombre como una posesa, lanzando gritos y alaridos, tirándole libros hasta que el agente amenazó con arrestarla a ella también, y Frederick Guisler tuvo que rodearla con sus brazos para que dejara de atacar. Beth les gritaba que se estaban equivocando, que no sabían de lo que hablaban. Kathleen se limitó a quedarse callada y estupefacta, negando con la cabeza, y la pequeña Izzy rompió a llorar sin dejar de gritar: «Pero ¡no puede hacer eso! ¡Va a tener un bebé!». Fred salió corriendo a por su coche y condujo todo lo deprisa que pudo para contárselo a Sven Gustavsson y Sven llegó blanco como una sábana para que le contaran qué diablos estaba pasando. Y, mientras tanto, Margery O’Hare permaneció en silencio, como un fantasma, dejando que la llevaran entre la multitud de curiosos, para meterla en la parte de atrás del Buick de la policía, con la cabeza agachada y una mano sobre el vientre.

William negaba con la cabeza mientras lo escuchaba. Tenía el peto lleno de barro negro porque seguía tratando de limpiar la casa y, cuando se pasó la mano por detrás de la cabeza, se dejó una mancha negra y grasienta sobre la piel.

—¿Qué crees tú? —le preguntó a su hermana—. ¿Crees que ha asesinado a alguien?

—No lo sé —respondió ella meneando la cabeza—. Sé que Margery no es una asesina, pero… había algo más, algo que no estaba diciendo. —Levantó los ojos para mirarle—. Pero una cosa sí sé. Si Van Cleve tiene alguna influencia en esto, va a conseguir que las posibilidades de que pueda salir de esta sean mucho menores.

Sven se sentó esa noche en la cocina de Margery y les contó a Alice y Fred toda la historia. El incidente en la cumbre, cómo ella había creído que McCullough la seguiría para vengarse y que él había pasado dos largas y frías noches sentado en el porche con el rifle apoyado en las rodillas y Bluey a sus pies hasta que los dos se tranquilizaron con la idea de que seguramente McCullough había vuelto a su destartalada cabaña, probablemente con dolor de cabeza y demasiado borracho como para recordar qué narices había hecho.

—Pero ¡tienes que contárselo al sheriff! —dijo Alice—. ¡Eso significa que fue en defensa propia!

—¿Crees que eso la va a ayudar? —preguntó Fred—. En el momento en que diga que le golpeó con ese libro lo tomarán como una confesión. En el mejor de los casos, la acusarán de homicidio involuntario. Lo más inteligente que puede hacer ahora mismo es quedarse callada y esperar que no tengan suficientes pruebas para mantenerla en la cárcel.

Habían fijado una fianza de veinticinco mil dólares, una cantidad que nadie de por allí podría pagar ni de lejos.

—Es la misma fianza que fijaron para Henry H. Denhardt, y él había disparado a su prometida a quemarropa.

—Sí, pero al ser un hombre, tenía amigos en puestos importantes que pudieron pagárselo.

Al parecer, Nancy Stone se había echado a llorar al enterarse de lo que los hombres del sheriff habían hecho con su declaración. Esa noche había bajado de la montaña, la primera vez que hacía algo así desde hacía dos años, y había llamado a la puerta de la oficina del sheriff para exigir que le dejaran contar de nuevo su versión.

—¡No lo he contado bien! —dijo mientras maldecía entre los dientes que le faltaban—. ¡Yo no sabía que ibais a arrestar a Margery! Esa muchacha no ha hecho más que cosas buenas por mí y mi hermana…, por este pueblo, maldita sea. ¿Y así es como se lo pagáis?

De hecho, sí que hubo murmullos de malestar por el pueblo ante la noticia del arresto. Pero un asesinato era un asesinato y los McCullough y los O’Hare se habían llevado a matar durante tantas generaciones que nadie podía recordar siquiera por qué había empezado todo, igual que con los Cahill y los Rogerson y con las dos ramas de la familia Campbell. No, Margery O’Hare siempre había sido una persona rara, terca desde que aprendió a andar y, a veces, así era como terminaban estas cosas. No había duda de que también podía ser desalmada. ¿Es que acaso no se había quedado sentada e impertérrita durante el funeral de su padre sin derramar ni una lágrima? No pasó mucho tiempo hasta que el eterno vaivén de la opinión pública empezara a preguntarse si no había algo malvado en ella después de todo.

Bajo las montañas, en la pequeña localidad de Baileyville, en los confines del sureste de Kentucky, la luz desaparecía lentamente tras las crestas, y, no mucho después, en las pequeñas casas que había a lo largo de la calle principal y en las que salpicaban las montañas y «hondonadas», las lámparas de aceite parpadeaban y se iban apagando, una a una. Los perros se ladraban unos a otros, con sus aullidos rebotando entre las laderas para, después, ser reprendidos por sus agotados dueños. Se oían llantos de bebés que, a veces, eran consolados. Los ancianos se perdían en recuerdos de tiempos mejores y los jóvenes en los placeres de otros cuerpos, acompañados por el canturreo de la radio o el sonido lejano de un violín.

Kathleen Bligh, arriba en su cabaña, se arrimaba a sus hijos dormidos, con sus suaves y esponjosas cabezas como marcapáginas a ambos lados de ella, y pensó en un marido con espaldas grandes como las de un búfalo y un tacto tan delicado que podía hacerla llorar de alegría.

Cinco kilómetros al noroeste, en una casa grande con un césped cuidado, la señora Brady trataba de leer otro capítulo de su libro mientras se oía el sonido amortiguado de su hija al entonar escalas en su dormitorio. Dejó el libro con un suspiro, entristecida por cómo la vida nunca resultaba ser como una había esperado, y se preguntó cómo iba a explicarle esto a la señora Nofcier.

Al otro lado de la iglesia, Beth Pinker estaba leyendo un atlas en el porche de atrás de la casa de su familia, fumando la pipa de su abuela y pensando en toda la gente a la que le gustaría hacer daño, y en esa lista Geoffrey van Cleve ocupaba uno de los primeros puestos.

En una cabaña cuyo corazón debía estar ocupado por Margery O’Hare, dos personas estaban sentadas sin poder dormir a ambos lados de una puerta tosca, tratando de buscar el camino hacia un resultado distinto, con sus pensamientos formando un rompecabezas y un fuerte nudo de ansiedad demasiado grande y pesado presionando sobre sus cabezas.

Y, a unos kilómetros de distancia, Margery estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la celda mientras trataba de controlar el creciente pánico que no dejaba de abrirse paso en su pecho, como una marea que la ahogaba. Al otro lado del pasillo, dos hombres —un borracho de fuera del estado y un delincuente habitual cuya cara recordaba pero no su nombre— le gritaban obscenidades, y el ayudante del sheriff, un hombre justo al que le preocupaba que no hubiese instalaciones separadas para mujeres (apenas recordaba la última vez que una mujer había pasado la noche en la cárcel de Baileyville, y, mucho menos, una que estuviese embarazada), había colocado una sábana sobre los barrotes para proporcionarle algo de protección. Pero Margery aún podía oírlos y sentir el olor acre a orina y sudor, y, durante todo el tiempo, ellos sabían que ella estaba allí y eso daba a los confines de la pequeña cárcel una intimidad que resultaba molesta y turbadora hasta el punto de que, por muy agotada que estuviera, sabía que no podría conciliar el sueño.

Habría estado más cómoda en el colchón, sobre todo ahora que el bebé era de cierto tamaño y parecía presionar partes inesperadas de sus entrañas, pero el colchón estaba lleno de manchas y ácaros y había estado sentada en él cinco minutos antes de empezar a sentir picores.

«¿Quieres apartar esa cortina, muchacha? Te voy a enseñar una cosa que te hará dormir».

«Calla ya, Dwayne Froggatt».

«Solo me estoy divirtiendo un poco, agente. Sabe que a ella le gusta. Lo lleva escrito en su cintura, ¿no?».

Al final, McCullough sí que había ido a por ella, con su arma cargada y su cuerpo ensangrentado y el libro de la biblioteca como una confesión escrita en su pecho. La había seguido por aquella montaña abajo igual que si lo hubiera hecho con una pistola cargada en la mano.

Margery trataba de pensar en lo que podría decir como atenuante. No sabía que le había herido. Había sentido miedo. Simplemente trataba de hacer su trabajo. Era una mujer que solo quería ocuparse de sus asuntos. Pero no era tonta. Sabía lo que aquello parecía. Nancy, sin saberlo, había sellado su destino al haberla situado allí arriba, con el libro en la mano.

Margery O’Hare se apretó la parte inferior de las palmas de las manos contra los ojos y soltó un largo y tembloroso suspiro a la vez que volvía a sentir la oleada de pánico. Entre los barrotes podía ver el color malva azulado de la noche según iba creciendo, oír los lejanos reclamos de los pájaros que anunciaban los últimos rescoldos del día. Y, a medida que iba oscureciendo, sintió que las paredes se iban cerniendo sobre ella y el techo descendía, mientras apretaba los ojos.

—No puedo quedarme aquí. No puedo —dijo en voz baja—. No puedo estar aquí dentro.

«¿Me estás susurrando algo, chica? ¿Quieres que te cante una nana?».

«Aparta esa cortina. Vamos. Hazlo por papá».

Un estallido de carcajadas de borracho.

—No puedo quedarme aquí dentro. —La respiración se le agolpaba en el pecho, apretó los puños y la celda empezó a moverse, con el suelo levantándose a la vez que el pánico aumentaba.

Y, entonces, el bebé se movió dentro de ella, una, dos veces, como si le dijera que no estaba sola, que no iban a conseguir nada, y Margery dejó escapar un leve sollozo, se puso las manos sobre el vientre y cerró los ojos a la vez que soltaba un largo y lento suspiro mientras esperaba a que el terror pasara.

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