21
Eran las tres menos cuarto de la madrugada cuando llamaron a la puerta. La noche era tan calurosa que Alice, más que dormir, llevaba ya varias horas sudando y peleándose de forma intermitente con las sábanas. Oyó el golpeteo rápido en la puerta y se irguió para sentarse de inmediato, con el corazón en un puño, aguzando el oído en busca de pistas. Posó con sigilo los pies descalzos sobre las tablas de madera del suelo, se puso la bata de algodón, cogió el arma que tenía al lado de la cama y fue de puntillas hacia la puerta. Allí esperó, aguantando la respiración, hasta que el sonido volvió a repetirse.
—¿Quién anda ahí? ¡Voy a disparar!
—¿Señora Van Cleve? ¿Es usted?
Alice parpadeó y miró por la ventana. El ayudante del sheriff Dulles estaba allí fuera, completamente uniformado, frotándose con nerviosismo la nuca. La joven fue hacia la puerta y la abrió.
—¿Agente?
—Es la señorita O’Hare. Creo que le ha llegado la hora. No puedo despertar al doctor Garnett y no quiero que dé a luz allí abajo, sola.
En cuestión de minutos, Alice ya estaba vestida. Ensilló a una Spirit soñolienta y siguió el rastro de las ruedas del coche del ayudante del sheriff Dulles, anulando con su determinación cualquier tipo de recelo natural que pudiera tener Spirit por atravesar los tenebrosos bosques en plena noche. La poni trotaba en la oscuridad con las orejas levantadas, cautelosa pero diligente, y a Alice le entraron ganas de darle un beso por ello. Cuando llegó al sendero cubierto de musgo que discurría a lo largo del arroyo, la joven pudo empezar a galopar y presionó a la yegua todo lo que pudo, agradecida porque la luz de la luna iluminara el camino.
Cuando llegó a la carretera, no fue directamente a la prisión, sino que giró e hizo que Spirit bajara hacia la casa de William y Sophia, en Monarch Creek. Había cambiado durante su estancia en Kentucky, sí, y era cierto que no había muchas cosas que la asustaran. Pero hasta Alice sabía cuándo había dejado de hacer pie.
Cuando Sophia llegó a la prisión, Margery, empapada en sudor, estaba empujando apoyada en Alice, como si fuera una melé de rugby, doblada sobre sí misma y gimiendo de dolor. Alice no podía llevar allí más de veinte minutos, pero se sentía como si fueran horas. Oía su propia voz como de lejos, pidiéndole a Margery que fuera valiente, insistiendo en que lo estaba haciendo muy bien y diciéndole que el bebé llegaría antes de que se diera cuenta, aunque sabía que solo era posible que una de esas cosas fuera cierta. El ayudante del sheriff les había dejado una lámpara de aceite y la luz parpadeaba, proyectando sombras inciertas sobre las paredes de la celda. El olor a sangre, orina y a algo primario e innombrable saturaba el aire denso y viciado. Alice nunca se había parado a pensar que un nacimiento pudiera ser tan desagradable.
Sophia había ido todo el camino corriendo, con la vieja bolsa de partera de su madre debajo del brazo, y el ayudante del sheriff Dulles, ablandado por dos meses de regalos horneados y confiando en la buena voluntad de las bibliotecarias, había abierto la puerta de la celda con estrépito y había dejado entrar a Sophia.
—Gracias a Dios —dijo Alice en la penumbra, mientras el hombre volvía a cerrar la puerta a sus espaldas con un tintineo de llaves—. Me daba pánico que no llegaras a tiempo.
—¿Cuánto lleva de parto?
Alice se encogió de hombros y Sophia le pasó la mano por la frente a Margery. Esta tenía los ojos apretados y la mente muy lejos de ellas, mientras otra oleada de dolor se apoderaba de su cuerpo.
Sophia esperó, con mirada atenta y vigilante, hasta que esta pasó.
—¿Margery? Margery, muchacha, ¿cada cuánto tiene dolores?
—No lo sé —murmuró Margery, con los labios resecos—. ¿Dónde está Sven? Por favor. Necesito a Sven.
—Ahora tienes que ser fuerte y centrarte. Alice, ¿has traído el reloj de pulsera? Empieza a contar cuando yo te diga, ¿de acuerdo?
La madre de Sophia había sido la partera de la gente de color de Baileyville. De niña, Sophia la acompañaba en las visitas, le llevaba la enorme bolsa de cuero, le pasaba el instrumental y las hierbas a medida que los necesitaba y la ayudaba a esterilizar todo y a volver a guardarlo para que estuviera listo para la siguiente mujer. Según ella, no lo había aprendido todo, pero probablemente era lo mejor que Margery iba a conseguir.
—¿Va todo bien ahí dentro, señoras? —El ayudante del sheriff Dulles se mantenía respetuosamente al otro lado de la sábana. Margery empezó a gemir de nuevo, primero en voz baja y luego cada vez más alta. El hombre se había asegurado de estar muy lejos cuando su propia mujer había dado a luz a todos sus hijos, y aquellos sonidos y olores tan poco delicados le hacían sentirse un poco mareado.
—Señor, ¿podría traernos un poco de agua caliente? —Sophia hizo que Alice abriera la bolsa y le señaló un retazo de tela de algodón, limpia y doblada.
—Le pediré a Frank que hierva una poca. Suele estar despierto a estas horas. Ahora vuelvo.
—No puedo hacerlo —dijo Margery, abriendo los ojos para mirar fijamente algo que ninguna de las otras mujeres podía ver.
—Claro que puedes —replicó Sophia, con firmeza—. Solo es la forma que tiene la naturaleza de decirnos que ya casi está.
—No puedo —repitió Margery exhausta, casi sin aliento—. Estoy agotada… —Alice cogió un pañuelo y le enjugó la frente. Margery estaba muy pálida y escuálida, a pesar de su tripa hinchada. Sin los rigores diarios de su vida en el exterior, sus extremidades habían perdido masa muscular y se habían vuelto flácidas y blancas. Alice se sintió incómoda al ver cómo su vestido de algodón ceñía su figura y se pegaba a su piel húmeda.
—Un minuto y medio —dijo la joven, mientras Margery empezaba a gemir de nuevo.
—Sí. El bebé ya viene. Vale, Margery. Voy a recostarte un momento, mientras pongo una sábana sobre este viejo colchón. ¿De acuerdo? Agárrate a Alice.
—Sven… —Alice observó cómo los labios de Margery dibujaban su nombre, mientras sus nudillos se volvían de un color blanco amarillento al apretarle la manga como un tornillo de banco. Oyó la voz de Sophia, que la consolaba en voz baja mientras se movía, con paso seguro, por la oscuridad circundante. Las celdas de enfrente estaban inusitadamente silenciosas.
—Muy bien, cielo. Ahora que viene el bebé, tenemos que ponerte en una postura adecuada para que pueda salir. ¿Me oyes? —Sophia fue hacia Alice y la ayudó a girar a Margery, que apenas pareció darse cuenta—. Sigue escuchándome, ¿me oyes?
—Tengo miedo, Sophia.
—No es verdad, en realidad no lo tienes. Solo tienes esa sensación por el parto.
—No quiero que nazca aquí —dijo Margery, abriendo los ojos y mirando de modo suplicante a Sophia—. Aquí no. Por favor…
Sophia posó una mano en la nuca húmeda de Margery y apoyó la mejilla sobre la suya.
—Lo sé, cariño, pero es lo que va a suceder. Así que vamos a hacer que sea lo más fácil posible para los dos. ¿De acuerdo? Pues venga, ponte a cuatro patas. Sí, a cuatro patas. Y agárrate a ese catre. Alice, tú ponte delante de ella y sujétala con fuerza. Pronto la cosa se pondrá un poco fea y te necesitará para poder agarrarse a ti. Eso es, deja que descanse en tu regazo.
A Alice no le dio tiempo a tener miedo. Casi en cuanto Sophia acabó de hablar, Margery se aferró a ella y apretó la cara sobre sus muslos, gimiendo, para intentar ahogar el sonido en los pantalones de montar de la joven. La apretaba con tal ímpetu que parecía poseída por una fuerza sobrehumana. Alice vio cómo temblaba y se estremeció, intentando ignorar su propia incomodidad y oyendo las palabras instintivas de ánimo que fluían de su propia boca, aun cuando se estaba dejando llevar por la corriente. Detrás de ella, Sophia había levantado el vestido de algodón de Margery y había colocado la lámpara de aceite para poder ver sus partes más íntimas, pero a Margery no pareció importarle. Seguía gimiendo y balanceándose de un lado a otro, como si pudiera sacudirse de encima el dolor, mientras sus manos se aferraban a las de Alice.
—Ya está aquí el agua —dijo el agente Dulles. Y, cuando Margery empezó a gritar, añadió—: Voy a abrir la puerta para meter dentro la jarra. ¿De acuerdo? He mandado llamar al doctor, por si acaso. Pero, por el amor de Dios, ¿qué diablos…? ¿Saben qué? Voy a… La dejaré fuera. Yo… Santo cielo…
—Señor, ¿puede traernos también un poco de agua fría, por favor? Para beber.
—La dejaré delante de la puerta. Confiaré en que no huyan a ninguna parte.
—No tiene de qué preocuparse, señor, créame.
Sophia parecía un torbellino, ordenando el instrumental de acero de su madre y colocándolo con cuidado sobre el retazo de algodón doblado y limpio. Con la otra mano, mantenía el contacto con Margery en todo momento, como si fuera un caballo, tranquilizándola, apaciguándola y animándola. Miró por debajo de ella y se colocó en posición.
—Vale, creo que ya viene. Alice, aguanta.
A partir de aquel momento, todo se volvió borroso. Mientras el sol salía e introducía sus luminosos dedos azulados entre los estrechos barrotes, Alice percibía los hechos como si estuviera en un barco en alta mar: el vaivén del suelo bajo sus pies, el cuerpo de Margery, que se balanceaba de un lado al otro por la fuerza que estaba haciendo para dar a luz, el olor a sangre, sudor y a cuerpos apretujados, y el ruido. Aquel ruido. Margery aferrándose a ella, con expresión suplicante, asustada, rogándoles que la ayudaran, cada vez más aterrorizada. Y, entre todo aquello, Sophia, por momentos serena y tranquilizadora, y por momentos retadora y feroz. «Puedes hacerlo, Margery. Vamos, muchacha. ¡Ahora tienes que empujar! ¡Empuja más fuerte!».
Por un instante aterrador, entre el calor, la oscuridad, los sonidos animales y aquella sensación de estar las tres solas atrapadas en esa travesía, Alice creyó que iba a desmayarse. Le daban miedo las profundidades inexploradas del dolor de Margery, le espantaba ver a aquella mujer, que siempre había sido tan fuerte, tan capaz, convertida en un mísero animal herido. Había mujeres que morían haciendo aquello, ¿no? ¿Cómo no iba a estar sucediéndole a Margery, con semejante agonía? Pero, mientras la habitación flotaba, vio la feroz expresión de Sophia, la frente arrugada de Margery, sus ojos anegados en lágrimas de desesperación —«¡No puedo!»— y, apretando los dientes, se inclinó hacia delante para apoyar la frente en la de Margery.
—Sí que puedes, Marge. Ya falta poco. Hazle caso a Sophia. Puedes hacerlo.
Y, entonces, de repente, el gemido de Margery adquirió un tono insoportable —un sonido como el fin del mundo y todas sus agonías juntas, un chillido agudo, prolongado e insufrible—, se oyó un grito y un ruido como de un pez aterrizando sobre una losa y, de pronto, Sophia se encontró con una criaturita húmeda y amoratada en los brazos y el delantal lleno de sangre. El bebé levantaba las manos a ciegas, luchando contra el aire, buscando algo a lo que agarrarse.
—¡Ya está aquí!
Margery giró la cabeza, con algunos mechones rizados de pelo pegados a las mejillas, como una superviviente de una batalla terrible y solitaria, y una expresión en la cara que Alice nunca había visto antes.
—Hola, bebé. Mi bebé —susurró con voz tierna, como cuando el ganado del establo acariciaba con el hocico a un ternero.
Y, cuando la niñita rompió a llorar con un llanto agudo y vigoroso, el mundo cambió y las tres empezaron de repente a reírse, a llorar y a agarrarse las unas a las otras. Y los hombres de las celdas, de cuya presencia Alice se había olvidado por completo, se pusieron a exclamar, en tono sincero: «¡Gracias a Dios! ¡Alabado sea el Señor!». Y, en la oscuridad, entre la suciedad, la sangre y el caos, mientras Sophia limpiaba al bebé, lo envolvía en la sábana limpia de algodón y se lo entregaba a la temblorosa Margery, Alice se relajó y se limpió los ojos con las manos sudorosas y ensangrentadas, mientras pensaba que nunca en su vida había vivido algo tan magnífico.
El bebé era, como dijo Sven por la noche, mientras brindaban con él en la biblioteca, la niña más bonita que había nacido jamás. Sus ojos eran los más oscuros, su pelo el más espeso, y su naricilla y sus extremidades perfectas no tenían parangón en la historia. Algo con lo que nadie discrepó. Fred había llevado un tarro de licor y una caja de cervezas, y las bibliotecarias brindaron por el bebé y le dieron gracias a Dios por su misericordia, decidiendo, al menos por aquella noche, limitarse a pensar en la alegría de aquel alumbramiento con final feliz, y en que Margery no dejaba de acunar a la niñita con feroz orgullo de madre, cautivada por su cara perfecta y por sus uñitas que parecían conchas marinas, ajena por unos instantes a su propio dolor y circunstancias. Hasta el ayudante del sheriff Dulles y el resto de los presos habían acudido a admirarla y a felicitarles.
Ningún hombre había estado jamás tan orgulloso como Sven. No paraba de hablar: sobre lo valiente y hábil que Margery había sido al dar a luz a aquella criatura, sobre lo despierta que era la niña, sobre la fuerza con que le agarraba el dedo.
—Es toda una O’Hare —dijo el hombre, y todos le dieron la razón.
Los acontecimientos de la noche anterior estaban empezando a pasarles factura a Alice y a Sophia. Alice estaba agotada y se le cerraban los ojos. Miró a Sophia, que parecía cansada pero aliviada. Se sentía como si acabara de salir de un túnel, como si hubiera perdido cierta inocencia que desconocía tener.
—Le he hecho una canastilla —le dijo Sophia a Sven—. Puedes llevársela mañana a Margery, para que pueda ponerle algo decente al bebé. Hay una manta, algunos patucos, un gorrito y un jersey fino de algodón.
—Eres muy amable, Sophia —dijo Sven. El hombre estaba sin afeitar y seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas.
—Y yo tengo algunas cosas de mis bebés que le puedo dar —dijo Kathleen—. Algunos peleles de repuesto, pañales de algodón y cosas así. Ya no voy a volver a necesitarlos.
—Nunca se sabe —dijo Beth.
Pero Kathleen negó con la cabeza, con energía.
—Yo sí lo sé. —La mujer se inclinó para sacudirse algo de los pantalones de montar—. Para mí, solo ha habido un hombre.
Fred miró a Alice quien, tras la euforia inicial del día, empezaba a sentirse de pronto triste y cansada. La joven lo disimuló con un brindis.
—Por Marge —dijo, levantando la taza esmaltada.
—Y por Virginia —dijo Sven, y todos le miraron—. Era la hermana de Margery —explicó, emocionado—. Así quiere ella que se llame. Virginia Alice O’Hare.
—Es un nombre precioso —aprobó Sophia, asintiendo.
—Por Virginia Alice —dijeron todos, alzando las tazas. Entonces, Izzy se levantó de sopetón y comentó que estaba segura de que había un libro de nombres en algún sitio y que le encantaría saber de dónde venía ese. Y todos los demás, igual de emocionados y más que agradecidos por la distracción, la apoyaron para no tener que mirar a Alice, que había empezado a sollozar en silencio, en un rincón.