27

Allá arriba, el aire era fácil de respirar y me aportaba serenidad y alegría. En las montañas, me despertaba por las mañanas y pensaba: «Por fin he encontrado mi lugar».

KAREN BLIXEN, Memorias de África

Para decepción de los comerciantes y los dueños de los bares, Baileyville tardó menos de un día en vaciarse. Cuando los periódicos con titulares de «INOCENTE: VEREDICTO INESPERADO» acabaron usándose para encender el fuego y tapar las corrientes de aire, la última de las casas móviles cruzó traqueteando la frontera del condado y el abogado de la acusación, que se había encontrado misteriosamente con tres neumáticos rajados, consiguió que le mandaran otro juego desde Lexington, Baileyville regresó de inmediato a la normalidad. Solo las marcas de las ruedas en el barro y los envases vacíos de comida que salpicaban las orillas de los caminos revelaban que allí se había celebrado un juicio.

Kathleen, Beth e Izzy acompañaron a Verna de vuelta a su cabaña, turnándose para caminar mientras esta iba a lomos del robusto Patch. El viaje les llevó la mayor parte del día y regresaron con la promesa de que Neeta, la hermana de Verna, iría a buscarlas si esta necesitaba ayuda con el parto. Nadie sacó el tema de la paternidad del bebé y, cuando llegaron a la puerta, Verna ya no hablaba, como si estuviera agotada por haber estado con tanta gente desconocida.

No esperaban volver a saber nada de ella.

Aquella primera noche, Margery O’Hare yacía de lado en su propia cama, frente a Sven Gustavsson, en la penumbra. Tenía el pelo suave y limpio, después del baño que se había dado, y el estómago lleno. Por la ventana abierta, oía a los búhos y a los grillos cantando en la oscuridad, en la ladera de la montaña, un sonido que hacía que la sangre fluyera lenta por sus venas y que su corazón latiera con un ritmo sosegado. Estaban observando a la niñita que dormía tumbada entre ellos, con los brazos echados hacia atrás y haciendo gestitos con la boca mientras soñaba. La mano de Sven descansaba sobre la curva de la cadera de Margery y esta disfrutaba de su peso y de la perspectiva de las noches que estaban por llegar.

—Aún podemos irnos, si quieres —susurró Sven.

Margery levantó la manta de algodón del bebé y se la subió hasta la barbilla.

—¿Adónde?

—De aquí. Me refiero a lo que dijiste sobre la advertencia de tu madre y volver a empezar de nuevo. He leído que hay varios lugares en el norte de California donde buscan granjeros y colonos. He pensado que podría gustarte la zona. Podríamos llevar una buena vida. —Al ver que ella no decía nada, Sven añadió—: No tiene por qué ser en una ciudad. Es un estado grande y desarrollado. La gente llega a California desde todas partes, así que nadie se fija en las personas que no son de allí. Tengo un amigo con una granja de melones que se ha ofrecido a darme trabajo mientras nos asentamos.

Margery se apartó el pelo de la cara.

—No me apetece mucho.

—Bueno, pues podríamos irnos a Montana, si te gusta más cómo suena.

—Sven, quiero quedarme aquí.

Sven se irguió y se apoyó sobre un codo. Analizó la expresión de Margery lo mejor que pudo, en la penumbra.

—Dijiste que querías que Virginia fuera libre. Que viviera como quisiera.

—Lo sé —reconoció Margery—. Y quiero que sea así. Pero lo cierto es que aquí tenemos amigos de verdad, Sven. Gente que nos apoya. Lo he estado pensando y, mientras estén ahí para ella, estará bien. Todos estaremos bien. —Como Sven no respondió, añadió—: ¿Te parece bien que… nos quedemos?

—Cualquier sitio en el que estéis tú y Virginia me parece bien.

Se produjo un largo silencio.

—Te quiero, Sven Gustavsson —dijo Margery.

Él se volvió hacia ella, en la oscuridad.

—¿No irás a ponerte sentimental conmigo, verdad, Marge?

—Nadie ha dicho que vaya a repetirlo.

Él sonrió y se recostó sobre el cabecero. Al cabo de un rato, extendió la mano, ella la agarró y la estrechó con fuerza, y así durmieron, al menos durante un par de horas, hasta que el bebé volvió a despertarse.

A Alice le sorprendió lo rápido que los sentimientos de entusiasmo y euforia por la vuelta a casa de Margery se disiparon cuando cayó en la cuenta de que aquello significaba que ya no le quedaba ningún impedimento para partir de inmediato. Todo había acabado. El juicio había llegado a su fin, al igual que su estancia en Kentucky.

Mientras observaba con las bibliotecarias cómo Sven se llevaba a Margery y a Virginia carretera arriba, hacia la vieja cabaña, se había dado cuenta de lo que aquello suponía y había empezado a derrumbarse poco a poco. Logró mantener la sonrisa mientras todas se iban, gritándose las unas a las otras, abrazándose y besándose, y les había prometido que las vería más tarde en el Nice ’N’ Quick, para celebrarlo. Pero el esfuerzo era demasiado grande y, cuando Beth le dio un puntapié a la colilla del cigarro en la carretera y se despidió de Alice agitando la mano con alegría, esta empezó a notar un gran peso en el pecho. Solo Fred se había dado cuenta y su cara era un reflejo de lo que ella sentía.

—¿Te apetece un bourbon? —le propuso el hombre, mientras cerraban con llave la puerta de la biblioteca y caminaban lentamente hacia su casa. Alice asintió. Ya solo le quedaban unas horas en el pueblo.

Él sirvió dos vasos y le ofreció uno, mientras ella se sentaba en el sillón bueno con los cojines de botones y la colcha de retales que había hecho su madre sobre el respaldo. Fuera había oscurecido y el clima templado había dado paso a un viento frío y punzante, y a una fuerte lluvia. Alice empezaba a temer el momento de irse.

Fred recalentó los restos de sopa, pero ella no tenía apetito y se dio cuenta de que tampoco tenía nada que decir. Alice intentó no mirar las manos de Fred, ambos eran conscientes del tictac del reloj sobre la repisa de la chimenea y de lo que este implicaba. Hablaron del juicio pero, aunque lo pintaron de vivos colores, Alice sabía que Van Cleve se habría enfadado todavía más y que, sin duda, redoblaría sus esfuerzos para acabar con la biblioteca, o para asegurarse de que su vida fuera lo más incómoda posible. Además, por mucho que dijera Margery, ella no podía quedarse más tiempo en la cabaña. Todos sabían que ella y Sven necesitaban pasar tiempo a solas y, cuando Alice les dijo que Izzy la había invitado a quedarse en su casa esa noche, las protestas habían sido poco convincentes.

—¿A qué hora sale el tren? —preguntó Fred.

—A las diez y cuarto.

—¿Quieres que te lleve en coche a la estación?

—Te lo agradecería mucho, Fred. Si no es molestia.

Él asintió con torpeza e intentó esbozar una sonrisa, que se desvaneció tan rápido como había llegado. Alice sintió el mismo dolor impreciso de siempre ante el malestar de él, consciente de que ella era la causa. ¿Qué derecho tenía ella a reclamar a ese hombre, a sabiendas de que era imposible? Había sido una egoísta al permitir que los sentimientos de él se acercaran a los suyos. Hundidos en una tristeza que ninguno de los dos era capaz de expresar, su conversación pronto se volvió tensa. Alice, mientras bebía a sorbitos una bebida que apenas podía saborear, se preguntó por un instante si había sido buena idea ir hasta allí. Tal vez debería haberse ido directamente a casa de Izzy. ¿Qué sentido tenía prolongar aquel sufrimiento?

—Ah, esta mañana ha llegado otra carta a la biblioteca. Con tanto alboroto, había olvidado decírtelo. —Fred sacó el sobre del bolsillo y se lo entregó. Ella reconoció la letra de inmediato y la dejó caer sobre la mesa.

—¿No vas a leerla?

—Será sobre mi vuelta. Para hacer planes y esas cosas.

—Léela. No pasa nada.

Mientras él lavaba los platos, Alice abrió el sobre, consciente de que Fred la estaba observando. Le echó un vistazo rápido y volvió a guardarla.

—¿Qué? —preguntó el hombre. Ella levantó la vista—. ¿Por qué pones esa cara?

Alice suspiró.

—Es solo… por la forma de hablar de mi madre.

Él rodeó la mesa y se sentó, antes de sacar la carta del sobre.

—No…

Él le apartó la mano.

—Déjame.

Ella volvió la cara mientras Fred leía, frunciendo el ceño.

—¿Qué es esto? «Intentaremos olvidar tu empeño en avergonzar a esta familia». ¿Qué quiere decir con eso?

—Ella es así.

—¿Le has contado que Van Cleve te pegó?

—No. —Alice se pasó la mano por la cara—. Seguramente, habrían dado por hecho que fue culpa mía.

—¿Cómo iba a ser culpa tuya? Que un hombre hecho y derecho se ponga así por un par de muñecas. Por favor. Nunca había oído nada igual.

—No fue solo por las muñecas.

Fred levantó la vista.

—Él creía… Creía que yo había intentado corromper a su hijo.

—¿Que creía… qué?

Alice se arrepintió de haber abierto la boca.

—Vamos, Alice. Podemos contarnos lo que sea.

—No puedo. —La joven se ruborizó—. No puedo contártelo. —Alice bebió un trago más, mientras Fred la miraba, como intentando descubrir algo. Pero ¿qué sentido tenía ocultárselo? Después de ese día, nunca más volvería a verlo. Finalmente, lo soltó—. Llevé a casa un libro que Margery me dejó. Sobre el amor conyugal.

Fred apretó un poco la mandíbula, como si no quisiera imaginarse a Alice y a Bennett en ningún tipo de situación íntima. No habló hasta pasados unos instantes.

—¿Y por qué iba a importarle eso?

—Él… Ellos dos… creían que no debía leerlo.

—Bueno, tal vez pensaba que, como estabais aún en el período de la luna de miel…

—Esa es la cuestión. Que no hubo período de luna de miel. Quería ver si…

—¿Si qué?

—Ver… —Alice tragó saliva—. Si habíamos…

—¿Si habíais qué?

—Si lo habíamos hecho —susurró la joven.

—¿Ver si habíais hecho qué?

Ella se llevó las manos a la cara y emitió un gemido.

—¿Por qué me haces contarte esto?

—Solo intento entender lo que estás diciendo, Alice.

—Si lo habíamos hecho. El amor conyugal.

Fred posó el vaso. Pasó un largo y doloroso lapso de tiempo antes de que volviera a hablar.

—¿No… lo sabes?

—No —repuso ella, desolada.

—Vaya. Vaya. Un momento. ¿No sabes si Bennett y tú… habéis consumado el matrimonio?

—No. Y él nunca ha querido hablar del tema. Así que no tengo forma de saberlo. El libro me dio algunas pistas pero, a decir verdad, sigo sin tenerlo claro. Ponía un montón de cosas sobre flotar y extasiarse. Y luego todo estalló y nunca hablamos de ello, así que aún no estoy segura.

Fred se pasó la mano por la nuca.

—Bueno, Alice, a ver… Es que… Es un poco difícil pasarlo por alto.

—¿El qué?

—Pues… Olvídalo. —Fred se inclinó hacia delante—. ¿De verdad cabe la posibilidad de que no lo hayáis hecho?

Alice estaba angustiada y se arrepentía de que aquello fuera lo último que él recordara de ella.

—Yo diría que no… Dios, piensas que soy una mojigata, ¿verdad? No puedo creer que te esté contando esto. Debes de pensar que…

Fred se levantó bruscamente de la mesa.

—No… No, Alice. ¡Es una gran noticia!

Ella lo miró fijamente.

—¿Qué?

—¡Eso es maravilloso! —Fred la cogió de la mano y empezó a bailar un vals con ella por la habitación.

—¿Fred? ¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo?

—Ponte el abrigo. Vamos a la biblioteca.

Cinco minutos después, estaban en la cabañita con dos lámparas de aceite encendidas, mientras Fred inspeccionaba las estanterías. No tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando y le pidió a Alice que sostuviera la lámpara mientras él hojeaba un pesado libro encuadernado en piel.

¿Lo ves? —dijo, señalando una página con el dedo—. Si no habéis consumado el matrimonio, no estáis casados a los ojos de Dios.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues que puedes conseguir que anulen el matrimonio. Y casarte con quien te dé la gana. Y Van Cleve no puede hacer nada al respecto.

Ella se quedó mirando el libro y leyó las palabras que sus dedos señalaban. Luego levantó la vista hacia él, incrédula.

—¿En serio? Entonces, ¿no cuenta?

—¡No! Espera: vamos a buscar otro de esos libros de Derecho para cerciorarnos. Ya verás. ¡Mira! Mira, ahí está. ¡Puedes quedarte, Alice! ¿Lo ves? ¡No tienes que irte a ninguna parte! ¡Mira! Ese pobre idiota de Bennett… Tengo ganas de darle un beso.

Alice dejó el libro y miró a Fred fijamente.

—Preferiría que me besaras a mí.

Y eso fue lo que él hizo.

Cuarenta minutos después, yacían tumbados sobre el suelo de la biblioteca, encima de la chaqueta de Fred, jadeando y un tanto sorprendidos por lo que acababa de ocurrir. Él la miró, escudriñando su rostro, antes de coger su mano y llevársela a los labios.

—¿Fred?

—¿Sí, querida?

Alice esbozó lentamente una dulce sonrisa.

—Definitivamente, nunca había hecho esto —aseguró, con una voz melosa y rebosante de felicidad.

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