4
… el matrimonio, dicen, reduce a la mitad tus derechos y duplica tus obligaciones.
LOUISA MAY ALCOTT, Mujercitas
El primer recuerdo que tenía Margery O’Hare era el de estar sentada bajo la mesa de la cocina de su madre y ver entre sus dedos cómo su padre aporreaba a su hermano Jack, de catorce años, por toda la habitación, partiéndole dos dientes de la boca cuando este trató de evitar que pegara a su madre. La madre, que había recibido un buen número de palizas pero que no toleraba ese destino para sus hijos, se apresuró a lanzar una silla de la cocina sobre la cabeza de su marido, dejándole con una dentada cicatriz en la frente que siguió luciendo hasta su muerte. Él le respondió con la pata rota de la silla, claro, una vez que fue capaz de ponerse de pie, y la pelea no terminó hasta que el abuelo O’Hare fue tambaleándose desde la casa de al lado con el rifle al hombro y ojos de asesino y amenazó con volarle la maldita tapa de los sesos a Frank O’Hare si no paraba. No es que el abuelo pensara que el hecho de que su hijo pegara a su esposa estuviese mal, según supo Margery un tiempo después, sino que la abuela había estado tratando de escuchar la radio y media «hondonada» no podía oír nada por los gritos. Durante el resto de su infancia, hubo un agujero en la pared de madera de pino en el que Margery podía meter el puño entero.
Jack se fue para siempre ese día, con una bola de algodón ensangrentado en la boca y su única camisa buena en el petate, y la siguiente vez que Margery supo de él (el abandono estaba considerado como un acto de deslealtad a la familia tan grave que desapareció de hecho del historial familiar) fue ocho años después, cuando recibió un telegrama que decía que Jack había muerto atropellado por una vagoneta de ferrocarril en Misuri. Su madre derramó lágrimas saladas de desconsuelo sobre su delantal, pero su padre le lanzó un libro y le dijo que se tranquilizara de una maldita vez o que le daría un buen motivo para llorar y se fue a su alambique. El libro era Azabache y Margery nunca le perdonó que le hubiese arrancado la cubierta posterior al tirárselo y, en cierto modo, su amor por su hermano fallecido y su deseo de escapar al interior de un mundo de libros se mezclaron para convertirse en algo violento y obstinado en ese ejemplar con la contraportada rota.
«No os caséis con un tonto de estos», les susurraba su madre a ella y a su hermana cuando las acostaba en la gran cama de heno de la habitación de atrás. «Aseguraos de alejaros todo lo que podáis de esta maldita montaña. En cuanto os sea posible. Prometédmelo».
Las niñas habían asentido con solemnidad.
Virginia sí que se había ido, había llegado hasta Lewisburg, pero para casarse con un hombre que resultó ser igual de diestro con los puños que su padre. Su madre, gracias a Dios, no vivió para verlo, pues había contraído una neumonía seis meses después de la boda y había muerto a los tres días. El mismo destino habían corrido tres de los hermanos de Margery. Sus tumbas estaban marcadas con pequeñas piedras sobre una colina que daba a la «hondonada».
Cuando su padre murió, asesinado en una pelea a tiros con Bill McCullough —el más reciente de los lamentables episodios de una disputa entre clanes que había durado varias generaciones—, los habitantes de Baileyville vieron que Margery O’Hare no derramaba ni una sola lágrima. «¿Por qué iba a hacerlo?», dijo ella cuando el pastor McIntosh le preguntó si estaba bien. «Me alegro de que se haya muerto. Ya no podrá hacer más daño a nadie». El hecho de que Frank O’Hare fuese denostado en el pueblo y de que todos supieran que ella tenía razón no evitó que decidieran que la hija superviviente de los O’Hare era tan rara como los otros y que, francamente, cuanta menos simiente hubiera de ellos, mejor.
—¿Puedo preguntarte por tu familia? —le había dicho Alice mientras ensillaban los caballos poco después del amanecer.
Margery, con sus pensamientos perdidos en algún lugar entre el cuerpo fuerte y duro de Sven, necesitó que se lo repitiera dos veces antes de darse cuenta de lo que Alice le estaba diciendo.
—Pregúntame lo que quieras. —Levantó los ojos—. Deja que adivine. ¿Alguien te ha dicho que no deberías estar cerca de mí por lo de mi padre?
—Pues sí —respondió Alice después de una pausa. El señor Van Cleve le había dado un sermón sobre ese mismo asunto la noche anterior, acompañado de mucho farfullar y señalar con el dedo. Alice había enarbolado el buen nombre de la señora Brady como escudo, pero la conversación había resultado incómoda.
Margery asintió, como si no le sorprendiera. Colgó la silla de montar sobre la barandilla y pasó los dedos por el lomo de Charley, buscándole algún bulto o úlcera.
—Frank O’Hare abastecía de alcohol casero a medio condado. Le pegaba un tiro a cualquiera que tratara de pisarle el terreno. Les disparaba si creía siquiera que pensaban hacerlo. Mató a más gente de la que me pueda imaginar y dejó cicatrices en todo aquel que se acercaba a él.
—¿En todos?
Margery vaciló un momento y, después, dio un par de pasos hacia Alice. Se levantó la manga de la camisa por encima del codo y le enseñó una cicatriz cerosa con forma de moneda en la parte superior del brazo.
—Me disparó con su rifle de caza cuando tenía once años porque le respondí. Si mi hermano no me llega a apartar, me habría matado.
Alice tardó un momento en hablar.
—¿No hizo nada la policía?
—¿La policía? —Lo pronunció acentuando cada sílaba—. Aquí arriba la gente soluciona las cosas a su modo. Cuando mi abuela descubrió lo que había hecho, le dio con una fusta. Solo había dos personas a las que él tuviese miedo: su madre y su padre.
Margery agachó la cabeza de tal modo que su espeso pelo negro le cayó por delante. Se pasó ágilmente los dedos por la cabeza hasta que encontró lo que buscaba y se apartó el pelo a un lado para dejar al aire un hueco de dos centímetros de piel desnuda.
—Esto es de cuando me subió dos tramos de escaleras tirándome del pelo tres días después de que mi abuela muriera. Me arrancó un puñado de pelos. Dicen que aún tenía un trozo de cuero cabelludo pegado cuando lo tiró al suelo.
—¿Tú no te acuerdas?
—No. Me dejó inconsciente antes de hacerlo.
Alice se quedó en silencio, estupefacta. La voz de Margery sonaba tan normal como siempre.
—Lo siento mucho —dijo titubeando.
—No lo sientas. Cuando murió hubo dos personas en todo el pueblo que acudieron a su funeral y una de ellas lo hizo solamente porque sentía pena por mí. Ya sabes lo mucho que a este pueblo le gustan las reuniones. Imagina lo mucho que le odiaban para ni siquiera aparecer en el funeral de alguien.
—Entonces… no le echas de menos.
—¡Ja! Alice, por aquí hay muchas criaturas nocturnas. Son chicos buenos de día pero, cuando llega la noche, se ponen a beber y prácticamente se convierten en un par de puños buscando pelea.
Alice pensó en las diatribas del señor Van Cleve provocadas por el bourbon y sintió un escalofrío, a pesar del calor.
—En fin, mi padre ni siquiera era de esos. No necesitaba beber. Era frío como un témpano. No tengo un solo recuerdo bueno de él.
—¿Ni uno solo?
Margery se quedó pensando un momento.
—No, tienes razón. Sí que hay uno.
Alice esperó.
—Sí. El día en que el sheriff se pasó por casa para decirme que estaba muerto.
Margery se dio la vuelta y las dos mujeres terminaron su tarea en silencio.
Alice no sabía qué sentir. De cualquier otro, se habría compadecido. Margery parecía necesitar menos compasión que nadie que hubiese conocido nunca.
Quizá Margery detectara alguno de estos pensamientos o puede que creyera que había sido un poco dura, porque miró a Alice y, de repente, le sonrió. Alice se sorprendió al ver que era, en realidad, bastante guapa.
—Hace un tiempo me preguntaste si alguna vez sentía miedo allí arriba, en las montañas, estando sola.
La mano de Alice se quedó inmóvil sobre la hebilla de la cincha del caballo.
—Pues te voy a decir una cosa. No he sentido miedo por nada desde el día en que mi padre murió. ¿Ves eso de allí? —Apuntó hacia las montañas que se cernían a lo lejos—. Con eso era con lo que soñaba de niña. Charley y yo allí arriba, ese es mi paraíso, Alice. Yo puedo vivir en mi paraíso todos los días.
Soltó una larga exhalación y, mientras Alice seguía asimilando la forma en que su rostro se había enternecido, la extraña luminosidad de su sonrisa, ella se giró y dio una palmada sobre la parte posterior de su silla de montar.
—Muy bien. ¿Lo tienes todo listo? Es un gran día para ti. Un gran día para todas.
Era la primera semana que las cuatro mujeres se habían separado para hacer sus propias rutas. Planearon verse en la biblioteca al principio y al final de cada semana para emitir sus informes, tratar de mantener en orden los libros y comprobar el estado de los que se devolvían. Margery y Beth hacían las rutas más largas, dejando a menudo sus libros en una segunda base, una escuela a quince kilómetros de distancia, y trayéndolos de vuelta cada quince días, mientras Izzy y Alice hacían las rutas más cercanas al pueblo. Izzy se mostraba ya más confiada y, en varias ocasiones, Alice había llegado cuando ella ya estaba saliendo, con sus relucientes botas nuevas y pulidas de Lexington, y su tarareo pudiéndose oír por toda la calle principal.
—Buenos días, Alice —decía con un tímido movimiento de mano, como si aún no estuviese muy segura de la respuesta que iba a recibir.
Alice no quería admitir lo nerviosa que se sentía. No era solo por su miedo a perderse o a quedar como una tonta, sino por la conversación que había oído a escondidas entre Beth y la señora Brady la semana anterior, mientras quitaba a Spirit la silla de montar.
—Sois todas maravillosas. Pero confieso que la muchacha inglesa me inquieta.
—Lo está haciendo bien, señora Brady. Marge dice que se conoce bastante bien la mayoría de las rutas.
—No es por las rutas, querida Beth. La razón de servirnos de chicas del pueblo para esta tarea es que la gente a la que visitan las conoce. Confían en que no se les va a mirar con menosprecio ni a dar a sus familias algo que no sea conveniente que lean. Si tenemos a una chica que va hablando con acento extraño y que actúa como la reina de Inglaterra, en fin, van a ponerse en guardia. Me da miedo que perjudique todo el programa.
Spirit había soltado un resoplido y las dos se habían quedado de pronto en silencio, como si se hubieran dado cuenta de que podía haber alguien ahí fuera. Alice, agachada tras la ventana, había sentido un espasmo de ansiedad. Comprendió que, si la gente de allí no aceptaba sus libros, no le dejarían seguir con el trabajo. De repente, se imaginó de nuevo dentro de la casa de los Van Cleve, con su silencio abrumador, con la mirada taimada y recelosa de Annie sobre ella y una década que se extendería ante ella a cada hora. Pensó en Bennett y en el muro de su espalda al dormir, su negativa a tratar de hablar sobre lo que estaba pasando. Pensó en el enfado del señor Van Cleve por el hecho de que aún no le hubiesen dado un «nietecito».
«Si pierdo este trabajo», pensó a la vez que algo sólido y pesado se asentaba en su estómago, «me quedaré sin nada».
—¡Buenos días!
Durante todo el camino montaña arriba Alice había estado ensayando. Había murmurado una y otra vez a Spirit: «¡Eh, buenos días! ¿Qué tal se encuentra en este día tan bonito?», redondeando la boca en cada vocal para no sonar tan entrecortada e inglesa.
Una mujer joven, probablemente no mucho mayor que Alice, salió de una cabaña y la miró protegiéndose los ojos con una mano. Bajo la luz del sol, en un trozo de césped delante de la casa, dos niños levantaron la vista hacia ella. Reanudaron su desganada pelea por un palo mientras un perro les observaba atentamente. Había un cuenco de maíz dulce sin desenvainar, como si esperara a que se lo llevaran, y un montón de colada dispuesta sobre una sábana en el suelo. También un cúmulo de hierbas arrancadas tiradas junto al pequeño huerto, aún con tierra en las raíces. La casa parecía rodeada de tareas a medio terminar. En el interior, Alice pudo oír un bebé que lloraba con un lamento furioso y desconsolado.
—¿Señora Bligh?
—¿Qué desea?
Alice respiró hondo.
—¡Muy buenos días! Soy de la biblioteca itinerante —dijo cuidando el acento de forma exagerada—. Y me preguntaba si querría algún libro para usted y sus niños. Para que aprendan un poco.
La sonrisa de la mujer se desvaneció.
—No se preocupe. No cuesta nada —añadió Alice con una sonrisa. Sacó un libro de la alforja—. Puede quedarse con cuatro y vendré a recogerlos la semana que viene.
La mujer se quedó en silencio. Entrecerró los ojos, apretó los labios y bajó la mirada a sus zapatos. Entonces, se limpió las manos en el delantal y volvió a levantar la vista.
—Señorita, ¿se está burlando de mí?
Alice la miró con los ojos abiertos de par en par.
—Usted es la inglesa, ¿verdad? ¿La que está casada con el hijo de Van Cleve? Porque si quiere burlarse de mí puede largarse ahora mismo por esa montaña abajo.
—No me estoy burlando —se apresuró a decir.
—Entonces, ¿le pasa algo en la boca?
Alice tragó saliva. La mujer la miraba con el ceño fruncido.
—Lo siento mucho —contestó—. Me han dicho que la gente no se iba a fiar de mí lo suficiente como para aceptar mis libros si mi acento le parecía demasiado inglés. Yo solo… —Fue bajando la voz.
—¿Estaba intentando parecer como si fuese de aquí? —preguntó la mujer bajando el mentón.
—Ya lo sé. Dicho así parece un poco…, yo… —Alice cerró los ojos y gimió por dentro.
La mujer estalló en carcajadas. Alice abrió los ojos de repente. La mujer empezó a reírse de nuevo, doblada sobre su delantal.
—Quería parecer como si fuese de aquí. Garrett, ¿la has oído?
—La he oído —se escuchó la voz de un hombre seguido de un golpe de tos.
La señora Bligh se agarró los costados y estuvo riendo hasta que tuvo que secarse los ojos. Los niños, al verla, empezaron también a reír, con las expresiones animadas y desconcertadas de quienes no saben bien de qué se ríen.
—Ay, Dios mío. Ay, señorita, no sé ni cuánto tiempo llevaba sin reírme así. Venga aquí. Le aceptaría esos libros aunque viniera del otro lado del mundo. Soy Kathleen. Pase. ¿Quiere agua? Aquí fuera hace un calor como para freír a una serpiente.
Alice ató a Spirit al árbol más cercano y sacó unos cuantos libros de la alforja. Siguió a la joven a la cabaña tras fijarse en que no había cristales en las ventanas, solo cierres de madera, y se preguntó distraída cómo sería eso en invierno. Esperó en la puerta mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y, poco a poco, se fue revelando el interior. La cabaña parecía estar dividida en dos habitaciones. Las paredes de la de delante estaban cubiertas de papel de periódico y en el otro extremo había un gran horno de leña, al lado del cual había una pila de troncos. Por encima de la chimenea colgaba una cuerda con velas atadas y un gran rifle de caza sobre la pared. En el rincón había una mesa con cuatro sillas y un bebé en un cajón grande a su lado, golpeando el aire con sus pequeños puños mientras lloraba. La mujer se detuvo, lo recogió con cierto aire de agotamiento y el llanto cesó.
Fue entonces cuando Alice vio al hombre en la cama que había al otro lado de la habitación. Con la colcha subida hasta el pecho, era joven y atractivo, pero su piel tenía la palidez cerosa de los enfermos crónicos. El aire no se movía a su alrededor y olía a rancio, a pesar de estar las ventanas abiertas, y casi cada treinta segundos tosía.
—Buenos días —dijo ella cuando vio que él la miraba.
—Buenas —respondió él con voz débil y áspera—, Garrett Bligh. Siento no poder levantarme para…
Ella negó con la cabeza como si no tuviera importancia.
—¿Tiene alguna de esas revistas femeninas de Woman’s Home Companion? —preguntó la mujer—. Este bebé es un demonio y cuesta tranquilizarlo y no sé si tendrían algo que me pudiera servir. Sé leer bastante bien, ¿verdad, Garrett? La señorita O’Hare me trajo algunas hace un tiempo y venían consejos de todo tipo. Creo que son los dientes, pero no quiere morder nada.
Alice dio un respingo y volvió a ponerse en acción. Empezó a buscar entre los libros y revistas y, por fin, sacó dos que le entregó a la mujer—. ¿Querrán algo los niños?
—¿Tiene de esos libros de dibujos? Pauly sabe el alfabeto pero su hermana solo mira los dibujos. Le encantan.
—Claro. —Alice encontró dos cartillas y se las dio.
Kathleen sonrió mientras las colocaba con reverencia sobre la mesa y le pasó a Alice una taza de agua.
—Tengo algunas recetas. Tengo una de pastel de manzana y miel que me pasó mi madre. Si la quiere, estaré encantada de escribírsela.
Por lo que le había advertido Margery, la gente de las montañas era orgullosa. Muchas personas no se sentían cómodas recibiendo sin dar algo a cambio.
—Me encantaría. Muchas gracias. —Alice se bebió el agua y le devolvió la taza. Se dispuso a marcharse mientras murmuraba que se le hacía tarde cuando se dio cuenta de que Kathleen y su marido intercambiaban una mirada. Se puso de pie, preguntándose si se había perdido algo. Ellos la miraban y la mujer le sonrió alegre. Ninguno dijo nada. Alice esperó un momento hasta que la situación se volvió incómoda.
—Bueno, me ha encantado conocerles. Les veré dentro de una semana y me aseguraré de buscar más artículos sobre los dientes de los bebés. Estaré encantada de buscarle cualquier cosa que quiera. Cada semana llegan libros y revistas nuevas. —Recogió el resto de los libros.
—Entonces, hasta la semana que viene.
—Le estamos muy agradecidos —se oyó la voz susurrante desde la cama y, a continuación, las palabras se perdieron con otro golpe de tos.
El exterior parecía increíblemente luminoso tras la penumbra de la cabaña. Alice entrecerró los ojos mientras se despedía de los niños con un movimiento de la mano y recorría el camino de vuelta por la hierba hasta Spirit. No se había dado cuenta de lo alta que era esa parte en la que estaban: podía ver hasta medio condado. Se detuvo un momento para deleitarse con las vistas.
—¿Señorita?
Se giró. Kathleen Bligh corría hacia ella. Se detuvo a pocos metros de Alice y, a continuación, apretó brevemente los labios, como si tuviera miedo de hablar.
—¿Necesita algo más?
—Señorita, a mi marido le encanta leer, pero no ve muy bien en la oscuridad y, para ser sinceros, le cuesta concentrarse por culpa de la enfermedad del pulmón. La mayoría de los días sufre dolor. ¿Podría leerle usted un poco?
—¿Leerle?
—Así se distrae. Yo no puedo porque tengo que ocuparme de la casa y el bebé y tengo que cortar la leña. No se lo pediría, pero Margery lo hizo la otra semana y, si usted tuviera media hora apenas para leerle un capítulo de algo…, bueno, para los dos significaría mucho.
El rostro de Kathleen, fuera de la vista de su marido, había cedido al agotamiento y el estrés, como si no se atreviera a mostrar delante de él cómo se sentía. Los ojos le brillaban. Levantó de repente el mentón, como si le avergonzara pedir nada.
—Por supuesto, si está muy ocupada…
Alice extendió una mano y la colocó sobre su brazo.
—¿Por qué no me cuenta un poco qué le gusta? Tengo aquí un libro nuevo de relatos cortos que quizá pueda ser justo lo que le convenga. ¿Qué le parece?
Cuarenta minutos después, Alice reanudó su camino montaña abajo. Garrett Bligh había cerrado los ojos mientras le leía y, efectivamente, cuando llevaba veinte minutos de lectura —un emocionante relato de un marinero que ha naufragado en alta mar—, ella le miró desde su banqueta junto a la cama y observó que los músculos de su cara, que habían estado tensos por las molestias, se habían relajado, como si se hubiese ido a otro lugar completamente distinto. Ella mantenía la voz baja, en un murmullo, e incluso el bebé pareció tranquilizarse por su sonido. Fuera, Kathleen era una pálida e imprecisa ráfaga de actividad, cortando leña, recogiéndola, organizándola y transportándola, mientras ponía fin a discusiones y regañaba de forma alterna. Cuando terminó el relato, Garrett estaba dormido y su respiración sonaba áspera en su pecho.
—Gracias —dijo Kathleen mientras Alice cargaba sus alforjas. Sacó dos manzanas grandes y un papel en el que había escrito con cuidado una receta—. Es la que le he dicho antes. Estas manzanas son buenas para asar porque no se hacen papilla. Pero no las cueza de más. —Su rostro se había vuelto a iluminar y parecía que había recuperado su expresión resuelta.
—Es muy amable. Gracias —respondió Alice antes de meterlas cuidadosamente en sus bolsillos. Kathleen asintió, como si hubiese saldado una deuda, y Alice montó en su caballo. Le dio las gracias de nuevo y se fue.
—¿Señora Van Cleve? —gritó Kathleen cuando Alice había recorrido unos veinte metros por el sendero.
Alice se giró en su silla.
—¿Sí?
Kathleen cruzó los brazos sobre su pecho y levantó el mentón.
—Creo que su voz suena muy bonita tal cual es.
El sol brillaba con fuerza y las beatillas picaban sin parar. A lo largo de la tarde, Alice, entre cachetadas en el cuello y maldiciones, agradeció llevar el sombrero de lona que Margery le había prestado. Había conseguido dejarles un libro de iniciación al bordado a unas hermanas gemelas que vivían arroyo abajo y que hasta eso parecían verlo con recelo, desde una casa grande la había perseguido un perro de aspecto malvado y había dejado un libro sobre la Biblia a una familia de once miembros que vivían en la casa más pequeña que había visto jamás y en cuyo suelo del porche yacían varios colchones de heno.
—Mis niños no leen otra cosa que no sea la Biblia —había dicho la madre desde detrás de una puerta medio cerrada y con gesto resuelto, como preparándose a ser rebatida.
—Entonces, le buscaré más historias de la Biblia para traérselas la semana que viene —había respondido Alice a la vez que sonreía con más alegría de la que sentía cuando la puerta se cerró.
Tras la pequeña victoria en la casa de los Bligh, había empezado a desanimarse. No estaba segura de si era a los libros o a ella a lo que la gente miraba con recelo. No dejaba de oír la voz de la señora Brady, sus dudas sobre si podría hacer bien el trabajo, dada su condición de foránea. Estaba tan distraída por este pensamiento que pasó un rato hasta que se dio cuenta de que había dejado de ver los cordeles rojos de Margery en los árboles y se había perdido. Se detuvo en un claro para tratar de calcular en sus mapas dónde se suponía que estaba, esforzándose por ver la posición del sol a través de las oscuras copas verdes de los árboles. Spirit se quedó petrificada, con la cabeza caída bajo el calor de media tarde que se las arreglaba para atravesar las ramas.
—¿No se supone que tenías que buscar el camino a casa? —preguntó Alice con tono gruñón. Se vio obligada a reconocer que no tenía ni idea de dónde estaba. Tendría que volver sobre sus pasos hasta encontrar el camino de vuelta a algún punto de referencia. Hizo girar al caballo y, con desaliento, empezó a subir por la ladera de la montaña.
Pasó media hora hasta que reconoció algo. Había tratado de ignorar su creciente sensación de pánico al ir dándose cuenta de que fácilmente podía terminar haciéndosele de noche en la montaña, a oscuras, con serpientes y pumas y Dios sabía qué más peligros a su alrededor o, lo que resultaba igual de preocupante, llegando a alguna casa en la que bajo ningún concepto debía detenerse: «la de Beever, en Frog Creek (loco como una cabra); la casa de los McCullough (contrabandistas de alcohol, casi siempre borrachos, y no se sabe mucho de las muchachas, pues nunca las ve nadie); los hermanos Garside (borrachos que se ponen irascibles con el alcohol)». No estaba segura de si le daba más miedo la posibilidad de que le pegaran un tiro por entrar en una propiedad privada o la reacción de la señora Brady cuando se supiera que, al final, la inglesa no tenía ni idea de qué narices estaba haciendo.
A su alrededor, el paisaje parecía haberse ampliado, mostrando su enormidad y su propia ignorancia del lugar que ocupaba dentro de él. ¿Por qué no había prestado más atención a las instrucciones de Margery? Miraba hacia las sombras con los ojos entrecerrados, tratando de averiguar dónde podría estar según su dirección y, después, maldecía cuando las nubes o el movimiento de las ramas las hacían desaparecer. Se sintió tan aliviada al ver el nudo rojo sobre el tronco del árbol que tardó un momento en identificar la casa a la que se acercaba ahora.
Alice pasó con el caballo por la valla delantera con la mirada en el suelo y la cabeza agachada. La casa de maderas desgastadas estaba en silencio. La cafetera de hierro estaba fuera sobre un montón de cenizas frías y había un hacha grande abandonada en un tocón de árbol. Dos ventanas de cristales sucios la miraban impasibles. Y ahí estaban, cuatro libros en un montón ordenado junto al poste, exactamente donde Margery le había dicho a Jim Horner que los dejara si decidía que, al final, no quería libros en su casa. Detuvo a Spirit y desmontó, con un ojo atento a la ventana mientras recordaba el agujero del tamaño de una bala en el sombrero de Margery. No parecía que los libros se hubiesen tocado. Se los llevó bajo un brazo, los metió con cuidado en las alforjas y, a continuación, comprobó la cincha de la yegua. Tenía un pie en el estribo y el corazón le latía con incómoda rapidez cuando oyó la voz del hombre resonar por toda la «hondonada».
—¡Eh!
Se quedó quieta.
—¡Eh! ¡Usted!
Alice cerró los ojos.
—¿Es la muchacha de la biblioteca que vino hace unos días?
—No quería molestarle, señor Horner —gritó—. Solo… Solo he venido a recoger los libros. Me iré en un santiamén. Nadie más vendrá por aquí.
—¿Nos mintió?
—¿Qué?
—Dijo que nos iba a traer más.
Alice parpadeó. El hombre no sonreía, pero tampoco llevaba un arma en la mano. Estaba en la puerta, con las manos caídas a ambos lados del cuerpo, y levantó una de ellas para apuntar hacia el poste.
—¿Quiere más libros?
—Eso he dicho, ¿no?
—Ay, Dios mío. Claro. Eh… —Los nervios la habían vuelto torpe. Buscó dentro de la alforja, sacando y rechazando lo que su mano cogía—. Sí. Bien. He traído algo de Mark Twain y un libro de recetas. Ah, y esta revista trae consejos para conservas. Ustedes se dedican todos a hacer conservas, ¿verdad? Puedo dejársela si quiere.
—Quiero un libro de ortografía. —Movió la mano ligeramente, como si así lo evocara—. Para las niñas. Quiero uno solo con palabras y un dibujo en cada página. Nada muy elaborado.
—Creo que tengo algo así… Un momento. —Alice rebuscó en su alforja y, por fin, sacó un libro de lectura infantil—. ¿Como este? Tiene mucha popularidad entre…
—Déjelos junto al poste.
—¡Hecho! ¡Ahí los tiene! ¡Qué bien! —Alice se detuvo para colocar los libros en un montón ordenado y, a continuación, retrocedió para subir a su caballo de un salto—. Bueno. Me…, me voy ya. Asegúrese de decirme si hay algo en particular que quiera que le traiga la semana que viene.
Levantó una mano. Jim Horner estaba de pie en la puerta, dos niñas detrás de él, mirándola. Aunque el corazón seguía latiéndole con fuerza, cuando llegó al final del camino de tierra notó que estaba sonriendo.