15
Los banqueros, tenderos, editores y abogados de la pequeña ciudad, la policía, el sheriff, si no el gobierno, estaban al parecer al servicio del dinero y los empresarios de la zona. Era su obligación, aunque no siempre su deseo, estar a buenas con los que tenían el poder de causarles complicaciones materiales o personales.
THEODORE DREISER, Introducción de Harlan Miners Speak
Tres familias no me han dejado que les preste ningún libro a menos que leyéramos historias de la Biblia, una persona me ha cerrado la puerta de golpe en una de esas casas nuevas que hay cerca de Hoffman, pero parece que hemos recuperado a la señora Cotter ahora que ha entendido que no vamos a tratar de tentarla con asuntos de la carne y Doreen Abney dice que si puedo llevarle la revista con la receta de pastel de conejo, que se le olvidó escribirla hace dos semanas. —La alforja de Kathleen aterrizó con un golpe sordo sobre la mesa. Se giró para mirar a Alice y se frotó las manos para quitarse la mugre—. Ah, y el señor Van Cleve me ha parado por la calle para decirme que somos abominables y que cuanto antes nos vayamos de este pueblo, mejor.
—Ya le enseñaré yo lo que es ser abominable —dijo Beth con tono amenazante.
A mediados de marzo, Beth había vuelto a trabajar a jornada completa, pero nadie había tenido el valor de decirle a Kathleen que ya no la necesitaban. La señora Brady, que era una mujer justa aunque un poco estricta, había rehusado retirar el sueldo de Izzy desde que se había ido y Margery se limitó a pasarle a Kathleen el pequeño paquete envuelto en papel de estraza. Fue una especie de alivio, pues le había estado pagando de su propio bolsillo con los pocos ahorros que había estado escondiendo desde la muerte de su padre. La suegra de Kathleen había ido dos veces a la biblioteca para llevar a sus hijos y enseñarles en qué andaba metida su madre, con la voz llena de orgullo. Los niños eran muy bien recibidos por las mujeres, que les enseñaban los libros más nuevos y les dejaban sentarse en el mulo, y había algo en la suave sonrisa de Kathleen y en el cariño auténtico con que su suegra se dirigía a ella que hacía que todas se sintieran un poco mejor.
Al ver que Alice no iba a ceder en el asunto de su regreso a la casa, el señor Van Cleve había tomado una nueva dirección, insistiéndole en que se marchara del pueblo, que su presencia no era deseada, colocándose a su lado en su coche cuando ella salía a hacer sus rondas a primera hora de la mañana, de tal forma que Spirit ponía los ojos en blanco y hacía una cabriola de lado para apartarse del hombre que gritaba desde la ventanilla del conductor.
«No vas a poder mantenerte tú sola. Y esa biblioteca va a cerrar en cuestión de semanas. Me lo han dicho en persona en la oficina del gobernador. Si no vas a volver a la casa, más vale que te busques otro sitio. Vuélvete a Inglaterra».
Ella había aprendido a seguir cabalgando con la cara mirando al frente, como si no le oyera, y esto le ponía más furioso y siempre terminaba gritándole desde mitad de la calle, mientras Bennett se hundía en el asiento del pasajero.
«¡Ni siquiera eres ya tan guapa!».
—¿Cree que Margery está de verdad conforme con que yo me quede en la cabaña? —le preguntó después a Fred—. No quiero ser un estorbo. Pero él tiene razón. No tengo ningún sitio a donde ir.
Fred se mordió el labio, como si quisiera decir algo que no podía.
—Yo creo que a Margery le gusta tenerla cerca. Como a todos nosotros —respondió con cautela.
Alice había empezado a notar cosas nuevas en Fred: la seguridad con la que apoyaba las manos en los caballos, la fluidez de sus movimientos, no como Bennett que, a pesar de su físico, parecía siempre incómodo, controlado por sus propios músculos, como si en él el movimiento encontrara salida solo de forma esporádica. Alice buscaba excusas para quedarse en la cabaña hasta tarde, ayudando a Sophia, que mantenía los labios fruncidos. Lo sabía. Ay, todos lo sabían.
—Te gusta, ¿verdad? —preguntó Sophia con descaro una noche.
—¿A mí? ¿Fred? Dios mío, yo… —balbuceó Alice.
—Es un buen hombre —dijo Sophia haciendo énfasis en la palabra «buen», como si le estuviese comparando con otra persona.
—¿Alguna vez te has casado, Sophia?
—¿Yo? No. —Sophia se llevó un hilo a los dientes y lo cortó. Y justo en el momento en que Alice se preguntaba, una vez más, si habría sido demasiado directa, añadió—: Estuve enamorada de un hombre una vez. Benjamin. Un minero. Era el mejor amigo de William. Nos conocíamos desde niños. —Levantó la costura hacia la lámpara—. Pero está muerto.
—¿Es que… murió en las minas?
—No. Unos hombres le pegaron un tiro. No se estaba metiendo con nadie, simplemente volvía a casa desde el trabajo.
—Vaya, Sophia. Lo siento mucho.
La expresión de Sophia era impenetrable, como si llevase años de práctica ocultando sus sentimientos.
—No pude quedarme aquí mucho tiempo. Me fui a Louisville y me dediqué de lleno a trabajar en la biblioteca para gente de color de allí. Me hice una especie de vida allí, aunque le echaba de menos todos los días. Cuando me enteré de que William había sufrido un accidente, recé a Dios para no tener que regresar. Pero, ya se sabe, los caminos del Señor son inescrutables.
—¿Sigue resultándote difícil?
—Lo fue al principio. Pero… las cosas cambian. Ben murió hace ya catorce años. El mundo sigue girando.
—¿Crees que… algún día conocerás a otro?
—No. Ese tren ya ha pasado. Además, no me integro en ningún sitio. Demasiado educada para la mayoría de los hombres de por aquí. Mi hermano diría que soy demasiado testaruda. —Sophia se rio.
—Eso me suena de algo —dijo Alice con un suspiro.
—Ya tengo a William para hacerme compañía. Nos llevamos bien. Y tengo esperanzas. Las cosas van bien. —Sonrió—. Hay que saber agradecer lo que uno tiene. Me gusta mi trabajo. Ahora tengo amigos aquí.
—Es un poco como me siento yo también.
Casi de forma impulsiva, Sophia extendió una delgada mano y apretó la de Alice. Esta respondió apretando la suya, sorprendida por el inesperado consuelo que le producía la caricia de un ser humano. Se quedaron agarradas con fuerza y, después, casi con desgana, se soltaron.
—Sí que pienso que es bueno —comentó Alice un momento después—. Y… bastante atractivo.
—Pues lo único que tienes que hacer es decirlo, muchacha. Ese hombre va detrás de ti como un perro detrás de un hueso desde el día en que yo llegué.
—Pero no puedo, ¿no?
Sophia levantó los ojos.
—La mitad del pueblo piensa que esta biblioteca es un hervidero de inmoralidad y que yo estoy en todo el centro. ¿Te imaginas lo que dirían de nosotras si me juntara con un hombre? ¿Un hombre que no fuese mi marido?
Tenía razón, le dijo Sophia a William después. Pero era una verdadera pena tratándose de dos personas buenas que se sentían felices cuando estaban juntas.
—Bueno —respondió William—. Nadie ha dicho nunca que este mundo fuera justo.
—Eso es verdad —dijo Sophia volviendo a su costura, perdida por un breve momento en el recuerdo de un hombre de risa fácil que nunca había dejado de hacerla sonreír y del añorado peso de su brazo alrededor de su cintura.
—Es una maestra, la vieja Spirit —dijo Fred mientras volvían a casa bajo el creciente crepúsculo. Llevaba puesta una pesada chaqueta impermeable para protegerse de la fina lluvia y, envuelta en el cuello, la bufanda verde que las bibliotecarias le habían regalado por Navidad, como solía hacer cada día desde que se la habían dado—. ¿Lo ha visto hoy? Cada vez que este se espantaba, ella le miraba como diciendo: «Contrólate». Y, si él no la escuchaba, ella echaba las orejas hacia atrás. Le estaba diciendo: «Muy bien».
Alice miró a los dos caballos caminando uno junto al otro y se asombró ante las diminutas diferencias que Fred sabía distinguir. Sabía examinar la estructura de un caballo, chasqueando los dientes al verle unos hombros caídos, los corvejones deformados o la parte superior poco desarrollada, cuando lo único que Alice veía era un «bonito corcel». También sabía distinguir el carácter de los equinos. Solían ser tal y como eran desde que nacían, siempre que los hombres no los echaran a perder, según decía. «Por supuesto, la mayoría no lo podrían evitar». A menudo, ella tenía la impresión de que cuando Fred decía estas cosas hablaba de otra completamente distinta.
Fred había empezado a acompañarla durante sus rutas montado en un purasangre con una oreja herida: Pirata. Decía que al joven caballo le venía bien el temperamento calmado de Spirit, pero ella sospechaba que tenía otros motivos para estar allí, cosa que no le importaba. Le resultaba bastante difícil pasar la mayor parte del día a solas con sus pensamientos.
—¿Ha terminado el libro de Hardy?
Fred torció el gesto.
—Sí. Pero no me ha resultado agradable el personaje de Angel.
—¿No?
—La mitad del tiempo he tenido ganas de darle una patada. Ahí estaba ella, esa pobre chica, con el único deseo de quererle. Y él comportándose como un predicador, juzgándola. Aunque ella no tenía culpa de nada. ¡Y, al final, él va y se casa con su hermana!
Alice contuvo una carcajada.
—Esa parte se me había olvidado.
Hablaron de libros que se habían recomendado el uno al otro. A ella le había gustado el de Mark Twain y los poemas de George Herbert le habían parecido sorprendentemente conmovedores. En los últimos tiempos les resultaba más fácil hablar de libros que de cualquier otra cosa de la vida real.
—Bueno…, ¿la llevo a casa? —Habían llegado a la biblioteca y habían metido a los caballos en el establo de Fred para pasar la noche—. Hay demasiada humedad para ir andando hasta la casa de Marge. Puedo llevarla yo hasta el roble grande.
Eso resultaba tentador. La larga caminata a oscuras era lo peor del día, un momento en que se sentía hambrienta y dolorida y la mente no se posaba en nada bueno. Durante un tiempo ella podría haber ido con Spirit y haberla dejado allí durante la noche, pero tenían el acuerdo tácito de no tener en la cabaña por ahora animales de otras personas.
Fred había cerrado el establo y la miraba expectante. Ella pensó en el placer tranquilo de estar sentada a su lado, de ver sus fuertes manos al volante, su sonrisa mientras le contaba cosas en pequeñas ráfagas, secretos que le ofrecía como si fuesen caracolas en la palma de su mano.
—No sé, Fred. La verdad es que no puedo ser vista…
—Bueno, se me había ocurrido… —Él cambiaba el peso de un pie a otro—. Sé que le gusta dejar a Margery y Sven un poco de espacio para que estén juntos… y ahora mismo más que nada…
Algo raro estaba pasando con Margery y Sven. Había tardado una semana o dos en notarlo, pero la pequeña cabaña ya no estaba invadida por gritos ahogados al hacer el amor. A menudo, Sven ya se había ido antes de que Alice se levantara por la mañana y, cuando estaba allí, no había bromas entre susurros ni comentarios íntimos y despreocupados, sino silencios incómodos y miradas intensas. Margery parecía preocupada. Mantenía el gesto serio y un comportamiento seco. Pero la noche anterior, cuando Alice le había preguntado si prefería que se fuera, la expresión de ella se había suavizado. Después, le había respondido de forma casi inesperada, no diciéndole con desdén que no pasaba nada y que no se preocupara, sino susurrándole: «No. Por favor, no te vayas». ¿Una riña de amantes? No iba a traicionar a su amiga contando sus intimidades, pero se sentía completamente perdida.
—… así que me preguntaba si le gustaría cenar conmigo. Me encantaría cocinar algo. Y podría…
Ella devolvió su atención al hombre que tenía delante.
—… llevarla de vuelta a la cabaña sobre las ocho y media, más o menos.
—Fred, no puedo.
Él cerró la boca de forma abrupta.
—Yo… No es que no quiera. Es solo que… si me vieran… En fin, ya resulta todo bastante complicado. Ya sabe cómo corren los rumores en este pueblo.
Él la miró casi como si ya se lo esperara.
—No puedo arriesgarme a empeorar las cosas para la biblioteca. Ni… para mí. Quizá cuando todo se haya calmado un poco.
Incluso mientras pronunciaba esas palabras, se daba cuenta de que no estaba segura de si eso podría funcionar. Ese pueblo podía pulir un cotilleo y conservarlo como un insecto fosilizado. Aún seguiría dando vueltas varios siglos después.
—Claro —contestó él—. Bueno, solo quería que supiera que la oferta sigue en pie. Por si se cansa de la comida de Margery.
Trató de reírse y se quedaron uno frente al otro, sintiéndose un poco incómodos. Él rompió el silencio, se levantó el sombrero como despedida y se fue por el camino mojado que llevaba hasta su casa. Alice se quedó mirándolo, pensando en el calor del interior, en la alfombra de jarapa, en el dulce olor de la madera pulida. Y, a continuación, soltó un suspiro, se subió la bufanda sobre la nariz y empezó a recorrer el largo camino por la fría montaña hasta la casa de Margery.
Sven sabía que Margery no era una mujer a la que se pudiera presionar. Pero cuando ella le dijo que era mejor que se quedara en su casa por tercera vez en la misma semana, ya no pudo seguir ignorando lo que sentía. Al verla desensillar a Charley, se cruzó de brazos y la observó con ojos más fríos y atentos hasta que, por fin, pronunció las palabras que había estado rumiando durante semanas.
—¿He hecho algo, Marge?
—¿Qué?
Y ahí estaba de nuevo. Esa forma que ella tenía de no mirarle casi al hablar.
—Las últimas semanas es como si no me quisieras cerca.
—No digas tonterías.
—No logro decir nada que te guste. Cuando nos vamos a la cama, te arropas como un gusano de seda. No quieres que te toque… —balbuceó, vacilando de una forma que no era propia de él—. Nunca hemos sido fríos el uno con el otro, ni siquiera cuando estábamos separados. Nunca en diez años. Yo solo… quiero saber si te he ofendido en algo.
Ella dejó caer los hombros un poco. Buscó la cincha por debajo del caballo y la pasó por encima de la silla, con la hebilla tintineando al caer. Sven notó un cierto agotamiento en su forma de moverse que le recordó a una madre que se enfrentara a unos hijos traviesos. Ella guardó un corto silencio antes de hablar.
—No has hecho nada que me haya ofendido, Sven. Es solo que… estoy cansada.
—¿Y por qué no quieres siquiera que te abrace?
—Pues porque no siempre quiero que me abracen.
—Antes no te importaba.
Como no le gustó el tono de su propia voz, Sven cogió la silla de sus manos y la llevó hasta la casa. Ella metió a Charley en su establo, le acarició, echó el cerrojo de la puerta de la cuadra y le siguió en silencio. Últimamente, echaban el cerrojo a todo, con los ojos atentos a cualquier cambio y los oídos pendientes de cualquier sonido extraño que oyeran por la «hondonada». El sendero que subía desde el camino estaba salpicado con una serie de cordeles con campanillas y latas que les sirvieran de aviso y dos escopetas cargadas flanqueaban la cama.
Él dejó la silla de montar en su sitio y permaneció de pie, pensativo. Después, dio un paso hacia ella, levantó una mano y le acarició la cara con suavidad. Una rama de olivo. Ella no le miró. Antes, Margery le habría apretado la mano contra su piel y la habría besado. Sintió que algo se hundía dentro de él.
—Siempre hemos sido sinceros el uno con el otro, ¿no?
—Sven…
—Respeto tu forma de querer vivir. He aceptado que no quieras estar atada. Ni siquiera lo he mencionado desde que…
Ella se frotó la frente.
—¿Podemos no hablar de esto ahora?
—Lo que quiero decir es que… llegamos a un acuerdo. Acordamos que…, si decidías que ya no me deseabas, lo dirías.
—¿Otra vez estamos con esto? —El tono de Margery era de tristeza y exasperación. Apartó los ojos de él—. No eres tú. No quiero que te vayas a ningún sitio. Es solo… que tengo muchas cosas en las que pensar.
—Todos tenemos muchas cosas en las que pensar.
Ella negó con la cabeza.
—Margery.
Y allí se quedó ella, terca como Charley. Sin darle nada.
Sven Gustavsson no era un hombre de temperamento difícil, pero sí que era orgulloso y tenía sus límites.
—No puedo continuar así. No voy a seguir molestándote. —Ella levantó la cabeza cuando él se giró—. Ya sabes dónde encontrarme cuando estés lista para verme de nuevo. —Levantó en el aire una mano mientras empezaba a bajar por la montaña. No miró atrás.
Sophia libraba el viernes porque era el cumpleaños de William y, dado que estaban al día con los arreglos (posiblemente debido a que Alice pasaba en la biblioteca mucho más tiempo), Margery le había insistido en que se quedara con su hermano. Alice subía por Split Creek cuando estaba atardeciendo y, al ver que la luz seguía encendida, se preguntó, puesto que Sophia no estaba, cuál de las bibliotecarias permanecía aún allí. Beth siempre acababa rápido; dejaba sus libros y salía a toda prisa hacia la granja (si no llegaba rápido, sus hermanos habrían engullido la comida que le hubieran dejado). Kathleen se daba la misma prisa en volver a casa para poder estar con sus hijos durante sus últimas horas de vigilia antes de acostarlos. Solo eran ella e Izzy las que guardaban los caballos en el establo de Fred y, al parecer, Izzy había dejado la biblioteca para siempre.
Alice desensilló a Spirit y se quedó un momento al calor del establo. Después, besó a la yegua e inhaló el dulce olor de sus orejas apretando la cara contra su cuello caliente y buscándole alguna golosina cuando arrimó a sus bolsillos su suave y curioso hocico. Quería ya a ese animal y conocía sus rasgos y sus puntos fuertes igual que conocía los suyos. Se dio cuenta de que aquella pequeña yegua era la relación más constante que había tenido en su vida. Cuando se aseguró de que el animal estaba bien acomodado, se dirigió a la puerta trasera de la biblioteca, de la que aún podía ver que se escapaba un haz de luz entre los huecos sin forrar de la madera.
—¿Marge? —gritó.
—Vaya, sí que se ha tomado usted su tiempo.
Alice empezó a parpadear al ver a Fred, sentado en una pequeña mesa en el centro de la sala, vestido con una camisa de franela limpia y unos vaqueros azules.
—Tomé nota de que no quería que la vieran conmigo en público. Pero he pensado que quizá podríamos cenar juntos de todos modos.
Alice cerró la puerta al entrar, miró la mesa bien preparada, con un pequeño jarrón con flores de tusilago, un adelanto de la primavera, en el centro, dos sillas y lámparas de aceite titilando sobre los escritorios de al lado, proyectando sombras sobre los lomos de los libros que les rodeaban.
Él pareció entender el asombrado silencio como desconfianza
—No es más que un guiso de cerdo con alubias. Nada demasiado lujoso. No estaba seguro de a qué hora estaría de vuelta. Puede que las verduras se hayan enfriado un poco. No sabía que usted sería tan meticulosa a la hora de guardar a esa yegua mía. —Levantó la tapa de la pesada cacerola de hierro y, de repente, la habitación quedó inundada por el aroma de la carne cocinada a fuego lento. Al lado de ella, en la mesa, había una pesada sartén con pan de maíz y un cuenco de judías verdes.
El estómago de Alice borboteó de manera inesperada y ruidosa y ella se apretó una mano contra el vientre a la vez que trataba de no sonrojarse.
—Bueno, parece que alguien ha dado su aprobación —dijo Fred con tono sereno. Se puso de pie y se acercó para retirar una silla para ella.
Alice dejó su sombrero en el escritorio y se quitó la bufanda.
—Fred, yo…
—Lo sé. Pero me gusta su compañía, Alice. Y por estos lares no es fácil que un hombre pueda disfrutar de alguien como usted muy a menudo. —Se inclinó hacia ella para servirle un vaso de vino—. Así que me sentiría muy agradecido si… me concediera el capricho.
Alice abrió la boca para protestar pero, entonces, se dio cuenta de que no estaba segura de cuál iba a ser su protesta. Cuando levantó los ojos, él la estaba mirando, esperando una señal.
—Tiene todo una pinta maravillosa —dijo.
Él soltó entonces un pequeño suspiro, como si ni siquiera en ese momento hubiese estado seguro de que ella no iba a salir corriendo. Y entonces, mientras empezaba a servir la comida, la miró con una sonrisa lenta y amplia tan llena de satisfacción que ella no pudo evitar responderle con otra sonrisa.
La Biblioteca Itinerante se había convertido en los meses de su existencia en un símbolo de muchas cosas y en un foco de otras, algunas que resultaban controvertidas y otras que provocaban desasosiego en ciertas personas, por mucho tiempo que llevaran ya allí. Pero esa noche heladora y húmeda de marzo se convirtió en un diminuto y reluciente refugio. Dos personas encerradas y a salvo en su interior, liberadas por un momento de sus complicados pasados y las pesadas expectativas del pueblo que les rodeaba, disfrutaron de una buena comida y risas mientras hablaban de poesía, historias, caballos y errores que habían cometido y, aunque apenas hubo un leve contacto físico entre ellas, aparte del accidental roce de una piel contra otra al pasarse el pan o rellenar un vaso, Alice descubrió de nuevo una pequeña parte de sí misma que no sabía que había estado echando de menos: la joven coqueta a la que le gustaba hablar de cosas que había leído, visto o pensado tanto como le gustaba montar a caballo por una senda de la montaña. A cambio, Fred disfrutó de la atención completa de una mujer, la risa fácil ante sus bromas y el desafío de una idea que podría diferir de la suya. El tiempo pasó volando y los dos terminaron la noche satisfechos y felices, con el raro resplandor que aparece cuando se sabe que lo más hondo de tu ser se ha mostrado ante otra persona y que quizá pueda haber alguien ahí que solo esté dispuesta a ver lo mejor de ti.
Fred bajó la mesa sin dificultad por los últimos escalones, listo para meterla de nuevo en su casa y, después, se dio la vuelta para echar el doble cerrojo de la puerta. Alice estaba a su lado, envolviéndose la bufanda alrededor de la cara, con el estómago lleno y una sonrisa en los labios. Los dos quedaban ocultos a la vista de los demás por el edificio de la biblioteca y, de algún modo, se encontraron a solo unos centímetros de distancia.
—¿Seguro que no me vas a dejar que te lleve montaña arriba? Hace frío, está oscuro y es un largo camino.
Ella negó con la cabeza.
—Esta noche me parecerán cinco minutos.
Él se quedó mirándola bajo la media luz.
—Últimamente no hay muchas cosas que te asusten, ¿no?
—No.
—Debe de ser la influencia de Margery.
Se sonrieron el uno al otro y él pareció pensativo por un momento.
—Espera aquí.
Entró corriendo en la casa y regresó, un minuto después, con una escopeta que le tendió.
—Por si acaso —dijo—. Quizá no tengas miedo, pero así podré descansar tranquilo. Devuélvemela mañana.
Ella la cogió de sus manos sin protestar y, a continuación, hubo un extraño y largo momento, de esos en los que dos personas saben que tienen que separarse pero no quieren y, aunque ninguno de los dos lo reconozca, cada uno cree que el otro siente lo mismo.
—Bueno —dijo ella por fin—. Se está haciendo tarde.
Él pasó el dedo pulgar por la tabla de la mesa, pensativo, con la boca cerrada para que no le salieran las palabras que no podía pronunciar.
—Gracias, Fred. La verdad es que ha sido la velada más bonita que he tenido. Probablemente, desde que llegué aquí. Yo… te lo agradezco de verdad.
Intercambiaron una mirada que fue una complicada mezcla de cosas. Un reconocimiento, de esos que normalmente podrían hacer que un corazón se ponga a cantar, pero interrumpido por el hecho de saber que hay cosas imposibles y que, al ser consciente de ello, el corazón se te puede romper.
Y, de repente, parte de la magia de esa noche se desvaneció.
—Buenas noches, Alice.
—Buenas noches, Fred —contestó ella. A continuación, tras echarse la escopeta al hombro, se dio la vuelta y empezó a subir por el camino antes de que él pudiera decir nada que hiciera que las cosas se complicaran más de lo que ya estaban.