20

—¿Y dices que las estrellas son planetas, Tess?

—Sí.

—¿Y son todos como el nuestro?

—No lo sé, pero supongo que sí. Aunque a veces me los imagino como las manzanas tabardillas de nuestro manzano. La mayoría son hermosas y perfectas, pero siempre hay alguna picada.

—Y en el que nosotros vivimos, ¿es de los hermosos o de los picados?

—De los picados.

THOMAS HARDY, Tess de los D’Urberville

Por la mañana ya se había corrido la voz y unos cuantos lugareños se habían tomado la molestia de acercarse a la biblioteca para comentar que aquello no tenía sentido, que no creían que Margery hubiera hecho nada malo y que era lamentable que la policía sí lo creyera. Pero fueron muchos más los que no se acercaron y Alice no dejó de oír a gente murmurando desde que salió de la pequeña cabaña de Split Creek. Decidió aliviar su propia ansiedad manteniéndose ocupada. Envió a Sven a casa, prometiéndole que ella se ocuparía de las gallinas y del mulo, y el hombre, que tenía el suficiente sentido común para saber que no les convenía que los vieran durmiendo bajo el mismo techo, accedió. Aunque ambos sabían que, probablemente, regresaría al anochecer, incapaz de estar a solas con sus miedos.

—Sé cómo funciona esto —dijo Alice, mientras le servía a Sven un huevo y cuatro lonchas de beicon que quedarían intactos en su plato—. Ya llevo mucho tiempo aquí. Soltarán a Margery en un abrir y cerrar de ojos. Y, mientras tanto, yo le llevaré ropa limpia a la prisión.

—Esa prisión no es lugar para una mujer —susurró Sven.

—Bueno, volverá a estar fuera en menos de nada.

Alice hizo que las bibliotecarias realizaran sus rutas habituales por la mañana, comprobó el registro y las ayudó a cargar las alforjas. Nadie cuestionó su autoridad, como si agradecieran que alguien tomara las riendas. Beth y Kathleen le pidieron que saludara a Margery de su parte. Luego, ella misma cerró la biblioteca, se subió a lomos de Spirit con la bolsa de la ropa limpia de Margery y cabalgó hacia la prisión, bajo un cielo despejado y fresco.

—Buenos días —le dijo al responsable de la cárcel, un hombre delgado con aspecto cansado, cuyo enorme manojo de llaves amenazaba con bajarle los pantalones—. He venido a traerle una muda a Margery O’Hare.

Él la miró de arriba abajo y resopló, arrugando la nariz.

—¿Trae el permiso?

—¿Qué permiso?

—El del sheriff. Para poder ver a la reclusa.

—No tengo ningún permiso.

—Pues entonces no puede entrar. —El hombre se sonó ruidosamente con un pañuelo.

Alice se quedó allí de pie unos instantes, mientras el rubor le teñía las mejillas. Luego enderezó los hombros.

—Señor, está reteniendo a una mujer encinta en unas circunstancias de lo más insalubres. Lo mínimo que cabría esperar de usted es que le permitiera cambiarse de ropa. ¿Qué tipo de caballero es? —El hombre tuvo la decencia de parecer un poco turbado—. ¿Qué pasa? ¿Cree que voy a meter una lima de contrabando? ¿Una pistola, tal vez? Es una mujer embarazada. Mire, señor guarda. Deje que le muestre lo que vengo a traerle a la pobre muchacha. Esto es una blusa limpia de algodón. Y esto, unas medias de lana. ¿Quiere revisar la bolsa? Mire, una muda limpia de ropa interior…

—Vale, vale —dijo el responsable de la cárcel, levantando una mano—. Vuelva a meter eso en la bolsa. Le doy diez minutos, ¿de acuerdo? Y la próxima vez traiga el permiso.

—Por supuesto. Muchas gracias, agente. Es usted muy amable.

Alice intentó no perder ese aire de seguridad mientras lo seguía escaleras abajo, hasta la zona de confinamiento. El responsable de la cárcel abrió una pesada reja de metal, mientras el manojo de llaves tintineaba. Luego buscó otra llave y, cuando la encontró, abrió una reja que daba a un pasillito en el que había cuatro celdas alineadas. Allá abajo, el aire estaba viciado y había un olor nauseabundo, y la única luz que entraba era la que se filtraba por los estrechos ventanucos horizontales que había en la parte superior de cada celda. Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, Alice captó cierto movimiento entre las sombras de las celdas que estaban a su izquierda.

—La de ella es la de la derecha, la de la sábana —dijo el hombre. Luego dio media vuelta y, antes de marcharse, cerró la reja y la comprobó zarandeándola con un traqueteo que hizo que el corazón de Alice traqueteara a su vez contra sus costillas.

—Caray. Hola, guapa —dijo una voz de hombre, emergiendo de entre las sombras.

Alice ni le miró.

—¿Margery? —susurró, acercándose a los barrotes. Nadie respondió, pero la sábana se abrió unos centímetros y Margery apareció al otro lado. Estaba pálida y ojerosa. Detrás de ella, había un catre estrecho con un colchón infecto lleno de manchas, y una vasija metálica en un rincón de la habitación. Mientras Alice seguía allí de pie, algo se escabulló por el suelo del recinto—. ¿Estás… bien? —La joven intentó que su cara no revelara su turbación.

—Sí, estoy bien.

—Te he traído algunas cosas. He pensado que querrías cambiarte de ropa. Mañana volveré con más. Toma. —Alice empezó a sacar las cosas de la bolsa, una a una, y a pasárselas a través de los barrotes—. Hay una pastilla de jabón, un cepillo de dientes y…, bueno, te he traído mi frasco de perfume. Creí que te gustaría oler… — Alice titubeó. En ese momento, aquella idea le parecía ridícula.

—¿Tienes algo para mí, guapa? Aquí me siento muy solo.

Alice le dio la espalda al hombre.

—En fin. —La joven bajó la voz—. Hay un poco de pan de maíz y una manzana en la pierna de tus calzones. No sabía si te daban de comer. En casa todo va bien. He alimentado a Charley y a las gallinas, no tienes que preocuparte por nada. Cuando vuelvas, seguirá todo como a ti te gusta.

—¿Dónde está Sven?

—Ha tenido que ir a trabajar. Pero se pasará por aquí más tarde.

—¿Está bien?

—La verdad es que está un poco abatido. Todos lo estamos.

—¡Oye! ¡Oye, ven aquí! ¡Quiero enseñarte algo!

Alice se inclinó hacia delante y apoyó la frente en los barrotes de la celda de Margery.

—Nos ha contado lo que pasó. Lo de McCullough.

Su amiga cerró los ojos un momento. Enroscó los dedos alrededor de un barrote y los apretó un instante.

—Nunca he pretendido hacer daño a nadie, Alice —le aseguró Margery, con voz quebrada.

—Por supuesto que no. Solo hiciste lo que cualquiera habría hecho —dijo Alice con firmeza—. Cualquiera con dos dedos de frente. Se llama «defensa propia».

—¡Oye! ¡Oye! Déjate de cháchara y ven aquí, guapa. Tienes algo para mí, ¿verdad? Porque yo tengo algo para ti.

Alice se volvió, hecha una furia, y puso los brazos en jarras.

—¡Cállate de una vez! ¡Intento hablar con mi amiga! ¡Por el amor de Dios!

Se hizo el silencio durante unos instantes y luego se oyó una risilla procedente de otra celda.

—¡Eso, cállate! ¡Está intentando hablar con su amiga!

Los dos hombres se enzarzaron de inmediato en una discusión, alzando cada vez más la voz, mientras el ambiente se teñía de melancolía.

—No puedo quedarme aquí —dijo Margery, en voz baja.

Alice estaba impresionada por el aspecto que tenía Margery después de haber pasado una sola noche en aquel sitio. Era como si toda su rebeldía se hubiera esfumado.

—Tranquila, lo solucionaremos. No estás sola y no permitiremos que te pase nada. —Margery la miró con cansancio y apretó la boca con fuerza, como si prefiriera no decir nada. Alice posó sus dedos sobre los de Margery e intentó estrechar su mano—. Todo se solucionará. Tú intenta descansar y comer algo, yo volveré mañana.

A Margery pareció llevarle un rato procesar lo que Alice estaba diciendo. Luego asintió, la miró y, con una mano sobre la barriga, se apoyó en la pared, se deslizó por ella lentamente y se sentó en el suelo.

Alice golpeó el cerrojo metálico, hasta que llamó la atención del guarda. El hombre se levantó cansinamente de la silla y la dejó salir. Luego, cerró la reja y echó un vistazo a la sábana que había detrás de Alice, a través de la que solo se veía un hombro de Margery.

—Bien —dijo Alice—. Mañana voy a volver. No sé si me dará tiempo a conseguir un permiso, pero estoy segura de que no pondrá objeciones a que una mujer le proporcione cuidados de higiene y asistencia básica a una embarazada. Es cuestión de decencia. Y puede que no lleve aquí demasiado tiempo, pero sé que la gente de Kentucky es muy decente. —El guarda la miró, como si no supiera qué responder—. De todos modos, le he traído un pedazo de pan de maíz para darle las gracias por ser tan… flexible —continuó la joven, antes de que él pudiera pensárselo dos veces—. Esta es una situación complicada, pero esperamos que se resuelva muy pronto. Mientras tanto, le agradezco mucho su amabilidad, señor…

El guarda parpadeó varias veces seguidas.

—Dulles.

—Señor Dulles. Aquí tiene.

—Agente.

—Agente Dulles. Le ruego que me disculpe. —Alice le entregó el pan de maíz, envuelto en una servilleta—. Ah, y necesito que me devuelva la servilleta —dijo la joven, mientras él la abría—. Si pudiera dármela mañana, cuando traiga la siguiente remesa, se lo agradecería. Dóblela y listo. Muchas gracias. —Y, antes de que el hombre pudiera responder, Alice dio media vuelta y abandonó rápidamente la prisión.

Sven contrató a un abogado de Louisville y, para reunir el dinero necesario, tuvo que vender el reloj de plata de bolsillo de su abuelo. El hombre intentó pedir una fianza más razonable, pero se la negaron categóricamente. Le respondieron que la joven era una asesina, que procedía de una conocida familia de criminales y que al Estado no le satisfaría saber que la habían soltado para que pudiera volver a hacer lo mismo. Incluso cuando una pequeña multitud se reunió delante de la oficina del sheriff para protestar, este fue inflexible y les dijo que podían gritar todo lo que quisieran, pero que su trabajo era defender la ley y que eso era lo que iba a hacer. Y que si hubiera sido su padre al que hubieran asesinado mientras se dedicaba a sus legítimos asuntos, se lo pensarían dos veces.

—En fin, la buena noticia es que, en el estado de Kentucky, no se ejecuta a una mujer desde 1868. Y mucho menos a una embarazada. —Aquello no hizo que Sven se sintiera mucho mejor.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó este, mientras Alice y él volvían de la prisión.

—Seguir adelante —dijo Alice—. Seguiremos haciendo todo como de costumbre y esperaremos a que alguien entre en razón.

Pero pasaron seis semanas y nadie entró en razón. Margery seguía en prisión, mientras otros malhechores iban y venían (y, en algunos casos, regresaban). También rechazaron la solicitud de transferirla a una cárcel de mujeres, aunque Alice creía que, si Margery tenía que seguir encerrada, probablemente lo mejor para ella era estar donde pudieran ir a visitarla, no en cualquier lugar de la ciudad, donde nadie la conocía y donde estaría rodeada del ruido y el humo de un mundo totalmente ajeno a ella.

Así que Alice cabalgaba hasta la prisión a diario, con un molde de pan de maíz todavía tibio (había encontrado la receta en uno de los libros de la biblioteca y ya era capaz de hacerlo sin mirar), o de bizcocho, o de cualquier otra cosa que tuviera a mano, y se había convertido en una de las favoritas de los guardas. Ya nadie mencionaba los permisos, sino que se limitaban a entregarle la servilleta del día anterior y la dejaban entrar, apenas sin mediar palabra. Con Sven la cosa era un poco más complicada, porque su tamaño solía poner nerviosos a otros hombres. Junto con la comida, Alice llevaba una muda de ropa interior, jerséis de lana, si eran necesarios, y un libro, aunque el sótano de la prisión era tan oscuro que Margery solo tenía suficiente luz para leer unas cuantas horas al día. Y, casi todas las noches, cuando Alice salía de la biblioteca, regresaba a la cabaña del bosque que ahora era su casa, se sentaba a la mesa con Sven y se decían el uno al otro que al final aquello acabaría resolviéndose, sin duda, y que Margery volvería a ser la misma cuando respirara de nuevo aire puro, aunque ninguno de los dos creía ni una palabra de lo que decía el otro. Luego, Sven se marchaba y Alice se iba a la cama para quedarse despierta, mirando al techo, hasta el amanecer.

Ese año, fue como si no hubiera primavera. Aún estaba haciendo frío y, de repente, las lluvias parecieron llevarse por delante dos meses enteros y el condado de Lee se sumió de golpe en una ola de calor tremenda. Las mariposas monarca regresaron, las malas hierbas crecían en los arcenes hasta la altura de la cintura, bajo los cornejos en flor, y Alice tuvo que tomar prestado uno de los sombreros de ala ancha de cuero de Margery y ponerse un pañuelo alrededor del cuello para evitar quemarse, mientras espantaba con la hebilla de las riendas los bichos que le picaban al caballo en el pescuezo.

Alice y Fred pasaban juntos todo el tiempo que podían, pero no hablaban demasiado sobre Margery. Después de haber hecho todo lo que estaba en su mano para satisfacer sus necesidades prácticas, nadie sabía qué decir.

La investigación forense había determinado que Clem McCullough había fallecido a causa de una herida mortal en la parte posterior del cráneo, probablemente causada por un golpe en la nuca, o por una caída sobre una piedra. Desgraciadamente, el avanzado estado de descomposición del cadáver no había permitido llegar a una conclusión más precisa. Margery tenía que testificar en el tribunal del juez de instrucción, pero se había congregado una multitud furiosa frente a él y, dada su condición, se decretó que no sería prudente que ella entrara.

Cuanto más se acercaba la fecha en la que salía de cuentas, más frustrado se sentía Sven. Le había gritado al ayudante del sheriff de la cárcel hasta que le habían prohibido las visitas durante una semana. Habría sido más, pero Sven era muy querido en el pueblo y todos sabían que los nervios le estaban pasando factura. Margery estaba blanca como la leche y tenía el pelo recogido en una trenza sucia, comía lo que Alice le ofrecía como si estuviera ausente, pero sin rechistar, como si prefiriera no hacerlo, pero entendiera que no le quedaba más remedio. No había día que Alice no visitara a Margery y no pensara que era un crimen contra la naturaleza tenerla encerrada en una celda, justo lo contrario a como debería ser. Nada tenía sentido mientras ella seguía encerrada, las montañas parecían vacías y a la biblioteca le faltaba una pieza fundamental. Hasta Charley estaba apático y le daba por pasear a lo largo de la barandilla, o por quedarse inmóvil, con las orejas a media asta y el pálido hocico a medio camino del suelo.

A veces, Alice esperaba a estar sola durante el largo camino de vuelta a la cabaña y, al amparo de los árboles y el silencio, lloraba desconsolada de miedo y frustración. Eran unas lágrimas que ella sabía que Margery nunca derramaría por sí misma. Nadie hablaba de lo que sucedería cuando llegara el bebé. Nadie hablaba de lo que le pasaría a Margery después. Aquella situación era demasiado surrealista y el bebé era todavía una abstracción, algo que pocos de ellos podían imaginar que llegara a existir.

Alice se levantaba a las cuatro y media de la madrugada todos los días, se subía a lomos de Spirit y desaparecía entre los densos bosques de la ladera de la montaña, cargada con sus alforjas, recorriendo el primer kilómetro sin haberse despertado del todo. Saludaba por su nombre a todos aquellos que se encontraba y solía intercambiar algún tipo de información concreta con cada uno: «¿Has conseguido ese manual para reparar tractores, Jim? ¿A tu mujer le han gustado los cuentos?». Cuando veía a Van Cleve, ponía el caballo delante de su coche, de manera que este se veía obligado a parar y a poner el motor al ralentí en la carretera, mientras ella lo intimidaba con la mirada. «Dormirá bien por las noches, ¿no?», le gritaba, perforando el aire inmóvil con su voz. «¿Está orgulloso de sí mismo?». Con las mejillas moradas y a punto de estallar, el hombre maniobraba con el coche para esquivarla.

A Alice no le daba miedo estar sola en la cabaña, pero Fred la había ayudado a poner más trampas para alertarla si alguien se acercaba. Una noche, mientras leía, oyó el tintineo del cordón de campanillas que habían colgado entre los árboles. A la velocidad del rayo, extendió el brazo hacia la chimenea, descolgó el rifle, se puso de pie y lo amartilló sobre el hombro en un movimiento fluido, antes de colocar los dos cañones delante del estrecho hueco de la puerta.

Alice entornó los ojos, intentando discernir si algo se movía allá fuera. Inmóvil como una estatua, escrutó la oscuridad durante un par de minutos, antes de dejar caer los hombros.

—Solo ha sido un ciervo —murmuró para sí misma, mientras bajaba el rifle.

Pero, a la mañana siguiente, descubrió una nota que alguien había metido por debajo de la puerta durante la noche, escrita con una tosca caligrafía negra.

Aquí no eres bienvenida. Vete a tu casa.

No era la primera nota que Alice recibía y la joven reprimió con todas sus fuerzas las emociones que estas solían despertar en ella. Margery se habría reído, así que eso fue lo que ella hizo. Arrugó el papel en una bola, la tiró al fuego y maldijo en voz baja. E intentó no pensar en dónde podría estar «su casa» en aquellos momentos.

Fred estaba al lado del granero, en la penumbra, cortando leña: una de las pocas tareas que aún superaban a Alice. No lograba levantar aquel hacha tan pesada y raras veces conseguía partir los leños a lo largo de la veta. Normalmente, dejaba la hoja clavada en algún ángulo extraño, firmemente atascada, hasta que Fred regresaba. Él, sin embargo, golpeaba cada leño con un movimiento limpio y rítmico, trazando un gran círculo con los brazos, para cortar con el hacha cada tronco en dos y luego en cuatro. Después, cada tres golpes, se detenía para sostenerla suavemente con una mano, mientras con la otra lanzaba los leños nuevos al montón. Alice lo observó durante un rato, hasta que este volvió a hacer una pausa para pasarse el dorso de la mano por la frente y levantó la vista hacia ella, que estaba de pie en la puerta, con un vaso en la mano.

—¿Es para mí?

Ella avanzó hacia él y le dio el vaso.

—Gracias. Es más de lo que creía.

—Gracias por hacerlo.

El hombre bebió un gran trago de agua y suspiró, antes de devolverle el vaso.

—Bueno, no puedo dejaros pasar frío en invierno. Y fuera se secan antes si se cortan pequeños. ¿Seguro que no quieres volver a intentarlo? —Algo en su expresión le hizo detenerse—. ¿Te encuentras bien, Alice?

Ella sonrió y asintió, pero se dio cuenta de que apenas era capaz de convencerse a sí misma. Así que le contó lo que llevaba postergando una semana.

—Me han escrito mis padres. Para decirme que puedo volver a casa. —La sonrisa de Fred se esfumó—. No les hace mucha gracia, pero dicen que no puedo quedarme aquí sola y están dispuestos a considerar mi matrimonio como un error de juventud. Mi tía Jean me ha invitado a quedarme con ella en Lowestoft. Necesita ayuda con los niños y todos están de acuerdo en que sería una buena forma de…, bueno…, de que volviera a Inglaterra sin desatar demasiado escándalo. Al parecer, podemos hacer todos los trámites legales a distancia, más tranquilamente.

—¿Dónde está Lowestoft?

—Es un pueblecito en la costa del mar del Norte. No es precisamente mi sitio favorito, pero…, bueno, supongo que al menos tendré cierta independencia.«Y estaré lejos de mis padres», añadió para sí. Tragó saliva—. Me van a enviar dinero para el pasaje. Les dije que necesitaba quedarme hasta el final del juicio de Margery. —La joven dejó escapar una risa seca—. No creo que el hecho de ser amiga de una mujer acusada de asesinato haya mejorado su opinión sobre mí.

Se hizo un largo silencio.

—Así que de verdad te vas a ir.

Ella asintió. No fue capaz de decir nada más. Era como si, con aquella carta, de pronto le hubieran recordado que toda su vida allí, hasta el momento, había sido un delirio febril. Se imaginó de vuelta en Mortlake, o en la casa de falso estilo Tudor de Lowestoft, a su tía preguntándole cortésmente si había dormido bien, si le apetecía desayunar algo, o si le gustaría pasear hasta el parque municipal por la tarde. Bajó la vista hacia sus manos entrelazadas y observó sus uñas rotas, y el jersey que llevaba poniéndose catorce días seguidos sobre las otras capas y que tenía pequeños restos de heno y semillas de hierba enredados en el punto. Se miró las botas, llenas de rasguños, que hablaban de travesías por senderos de montaña remotos, cruzando arroyos, o teniendo que bajarse del caballo para subir por pasos estrechos cubiertos de barro, bajo un sol abrasador o una lluvia que nunca, nunca paraba. ¿Cómo sería volver a ser esa otra muchacha? La de los zapatos relucientes, las medias y una existencia monótona y disciplinada. Con las uñas limadas pulcramente y dos visitas semanales a la peluquería para rizarse el pelo. Sin volver a bajarse de un caballo para aliviarse detrás de los árboles, coger manzanas para comer mientras trabajaba o inhalar el olor del humo de la madera y la tierra húmeda y, en lugar de ello, intercambiar unas cuantas palabras amables con el conductor del autobús acerca de si estaba seguro de que el 238 paraba delante de la estación de tren.

Fred la observó. Su expresión era tan triste y descarnada que hizo que Alice se sintiera vacía. Él disimuló, cogiendo el hacha.

—Bueno, supongo que será mejor que acabe de hacer esto, ya que estoy aquí.

—A Margery le vendrá bien. Cuando vuelva a casa.

Él asintió, mirando fijamente el filo.

—Sí.

Alice esperó unos instantes.

—Te prepararé algo de comer… Si aún te apetece quedarte.

Él asintió con la cabeza, todavía mirando al suelo.

—Estaría bien.

La joven siguió allí un rato más, antes de dar media vuelta y entrar de nuevo en la cabaña de Margery con el vaso vacío. El sonido de los golpes del hacha partiendo la madera a sus espaldas hizo que se encogiera, como si no fuera solo la madera la que se estaba partiendo en dos.

La comida era pésima, como toda comida cocinada sin ganas, pero Fred era demasiado educado como para comentarlo y Alice tampoco tenía muchas ganas de hablar, así que el almuerzo transcurrió en medio de un silencio poco habitual, acompañado únicamente por el canto de los grillos y las ranas en el exterior. Él le dio las gracias por cocinar y mintió diciendo que la comida estaba deliciosa, y ella recogió los platos sucios y observó cómo Fred se levantaba y se estiraba con rigidez, como si el hecho de haber estado cortando madera le hubiera arrebatado algo más de lo que él pretendía dar. El hombre vaciló y luego salió a la escalera de entrada, donde Alice podía ver su sombra a través de la red de la puerta mosquitera mirando hacia la ladera de la montaña.

«Lo siento mucho, Fred», dijo Alice para sus adentros. «Yo tampoco quiero dejarte».

Luego se giró hacia los platos y empezó a frotarlos con fuerza, reprimiendo las lágrimas.

—¿Alice? —Fred se asomó a la puerta.

—¿Hum?

—Ven aquí —le pidió.

—Tengo que lavar los pla…

—Ven. Quiero enseñarte algo.

La noche estaba dominada por la densa negrura que sobreviene cuando las nubes engullen por completo la luna y las estrellas, y Alice apenas era capaz de ver a Fred, mientras este se dirigía hacia el balancín del porche. El hombre apagó la luz y se quedaron sentados a escasos centímetros el uno del otro, sin tocarse, pero unidos por unos pensamientos que se enredaban dentro de ellos como la hiedra.

—¿Qué estamos mirando? —preguntó Alice, intentando enjugarse las lágrimas disimuladamente.

—Espera un momento —respondió Fred, a su lado.

Alice se quedó sentada en la oscuridad, dándole vueltas al futuro, mientras el balancín crujía bajo el peso de ambos. ¿Qué iba a hacer, si decidía no volver a casa? Tenía poco dinero, desde luego no el suficiente como para buscarse una cabaña. Ni siquiera tenía claro si tendría trabajo: ¿quién sabía si la biblioteca continuaría existiendo, sin la férrea gestión de Margery? Y lo peor era que no podía quedarse para siempre en aquel pueblo, con la nube amenazadora de Van Cleve, su ira y su matrimonio malogrado cerniéndose sobre ella. Ya había atrapado a Margery y, sin duda, acabaría atrapándola también a ella, de una forma u otra.

Y, sin embargo…

Y, sin embargo, pensar en abandonar ese lugar, en no volver a cabalgar por esas montañas acompañada únicamente por el sonido de los cascos de Spirit y la luz brillante y moteada del bosque, pensar en no volver a reírse con las otras bibliotecarias, en no volver a coser en silencio al lado de Sophia, o en no dar golpecitos con el pie mientras la voz de Izzy se elevaba hasta las vigas del techo, le dolía en el alma. Aquello le encantaba. Adoraba las montañas, la gente y el infinito cielo azul. Le encantaba sentir que hacía un trabajo que valía para algo, ponerse a prueba cada día, cambiar las vidas de la gente palabra por palabra. Se había ganado a pulso cada uno de sus cardenales y ampollas, había construido una nueva Alice sobre el armazón de otra, con la que nunca se había sentido del todo cómoda. Sencillamente, regresar sería como retroceder, y sabía que lo haría a gran velocidad. Baileyville se transformaría en un pequeño interludio, se difuminaría hasta convertirse en otro episodio del que sus padres, con los labios apretados, preferirían no hablar. Añoraría Kentucky durante un tiempo, pero se le pasaría. Luego, al cabo de un año o dos, tal vez, le permitirían divorciarse y acabaría encontrando a un hombre tolerable al que no le importara su complicado pasado, y sentaría la cabeza. En algún lugar tolerable de Lowestoft.

Y luego estaba Fred. El mero hecho de pensar en separarse de él hacía que le doliera el estómago. ¿Cómo iba a soportar la idea de no volver a verlo nunca más? ¿De no volver a ver cómo se le iluminaba la cara solo porque ella había entrado en la habitación? ¿De no volver a atraer su mirada entre la multitud, sintiendo el calor sutil que le causaba estar con un hombre que ella sabía que la deseaba más que a cualquier otra? Últimamente, tenía esa sensación siempre que estaban juntos, aunque no hablaran. Era como una conversación velada que fluía, como una corriente subterránea, bajo la superficie de todo lo que hacían. Nunca se había sentido tan unida a alguien, tan segura de nada, nunca había deseado tanto hacer feliz a otra persona. ¿Cómo iba a renunciar a eso?

—Alice.

—¿Sí?

—Mira hacia arriba.

Alice se quedó de una pieza. La ladera de la montaña de enfrente había cobrado vida, iluminada por innumerables lucecitas que brillaban en tres dimensiones entre los árboles, vibrando y titilando, mientras se movían e iluminaban las sombras de la noche cerrada. La joven observó aquel espectáculo parpadeando, boquiabierta, sin dar crédito a lo que veía.

—Luciérnagas —dijo Fred.

—¿Luciérnagas?

—Gusanos de luz, o como quieras llamarlas. Vienen todos los años.

Alice apenas podía creer lo que estaba viendo. Las nubes se abrieron y las luciérnagas centellearon, se enredaron entre sí y ascendieron desde las sombras iluminadas de los árboles. Aquel millón de cuerpos blancos luminosos se fusionó completamente con el cielo de la noche estrellada y, por un instante, fue como si el mundo entero estuviera cubierto de lucecillas doradas. Era una imagen tan deslumbrante, inconcebible e increíblemente bella que Alice se echó a reír, llevándose las manos a las mejillas.

—¿Hacen esto a menudo? —preguntó. Vio que Fred sonreía.

—No. Puede que una semana al año. Dos, como mucho. Aunque nunca las había visto tan hermosas.

Un gran gemido brotó del pecho de Alice, relacionado con la emoción que la abrumaba y, tal vez, con la pérdida que se avecinaba; con la persona que faltaba en el interior de la cabaña y con el hombre que estaba a su lado y que no podía tener. Sin pensarlo, extendió la mano en la oscuridad hasta encontrar la de Fred. Los dedos de él, cálidos, fuertes y envolventes, se cerraron alrededor de los suyos, como si estuvieran hechos los unos para los otros. Se quedaron así sentados durante un rato, observando el titilante espectáculo.

—Entiendo… Entiendo por qué tienes que irte —dijo Fred, rompiendo el silencio, antes de hacer una pausa para elegir las palabras con prudencia—. Solo quiero que sepas que me va a resultar muy duro que te vayas.

—No puedo hacer otra cosa, Fred.

—Lo sé.

Alice respiró hondo, de forma entrecortada.

—Menudo desastre, ¿no?

Se hizo un largo silencio. En algún lugar, en la distancia, un búho ululó. Fred estrechó la mano de Alice y, durante un rato, ambos se quedaron allí sentados, sintiendo la suave brisa nocturna que los envolvía.

—¿Sabes por qué son tan maravillosas esas luciérnagas? —dijo Fred, finalmente, como si hubieran estado teniendo otra conversación—. Por supuesto, solo viven unas cuantas semanas. Son insignificantes en el orden global de las cosas. Pero, mientras están ahí, su belleza es arrebatadora. —El hombre acarició con el pulgar los nudillos de Alice—. Te hacen ver el mundo de una forma totalmente nueva. Y esa imagen tan hermosa se te quedará grabada en la mente. Y te acompañará allá donde vayas. Y nunca la olvidarás —comentó el hombre. Antes de que Fred pudiera seguir hablando, una lágrima rodó por la mejilla de Alice—. Me he dado cuenta de ello mientras estaba aquí sentado. Tal vez eso es lo que tenemos que entender, Alice. Que hay cosas que son un regalo, aunque sean efímeras. —El hombre se quedó en silencio, antes de volver a hablar—. Quizá el hecho de saber que existe algo así de bello es todo lo que podemos pedir.

Alice escribió a sus padres para confirmarles su regreso a Inglaterra y Fred llevó en coche la carta a la estafeta, de paso que iba a entregar un potro joven a Booneville. Ella vio cómo él apretaba la mandíbula mientras leía la dirección y se odió por ello. Se quedó allí de pie, cruzada de brazos, con su camisa blanca de lino sin mangas, mientras él saltaba a la cabina de la polvorienta camioneta, con el remolque traqueteante enganchado atrás y el caballo dando coces, impaciente por irse. Contempló cómo subían por Split Creek, hasta que la camioneta se perdió de vista.

Alice observó la carretera vacía, las montañas que se elevaban a ambos lados de esta y que desaparecían entre la neblina veraniega, y a los buitres que volaban en círculos perezosamente en las alturas, por encima de su cabeza, durante un rato, protegiéndose los ojos del sol con una mano. Emitió un suspiro largo y tembloroso. Finalmente, se sacudió las manos en los pantalones de montar y volvió a entrar en la biblioteca.

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