24

Amaba algo que me había inventado. Hice un traje y me enamoré de él, y cuando Ashley apareció, hice que se pusiera ese traje y que lo llevara, tanto si le iba bien como si no. No quería ver lo que Ashley era realmente y seguía amando al bonito traje y no a él.

MARGARET MITCHELL, Lo que el viento se llevó

Por consenso, el día que empezó el juicio, la Biblioteca Itinerante de la WPA de Baileyville (Kentucky) permaneció cerrada. Igual que la oficina de correos, las iglesias Pentecostal y Episcopaliana, la Primera Iglesia Presbiteriana y la Baptista, así como la tienda de ultramarinos, que abrió solo durante una hora, a las siete de la mañana, y luego a la hora de comer para alimentar a todos los forasteros que habían llegado a Baileyville. Había coches de desconocidos mal aparcados a lo largo de la calle del tribunal, los terrenos cercanos estaban salpicados de casas móviles, y hombres con trajes elegantes y sombreros de fieltro recorrían las calles con cuadernos de notas a la luz del alba, reuniendo información general, fotografías o cualquier otro tipo de dato sobre la bibliotecaria asesina, Margery O’Hare.

Cuando llegaron a la biblioteca, la señora Brady empuñó una escoba y dijo que le arrancaría la cabeza a cualquiera que osara invadir su espacio sin invitación, que podían poner eso en su puñetero periódico e imprimirlo. No parecía importarle demasiado lo que la señora Nofcier pudiera pensar de aquello.

Los policías estatales charlaban en parejas en las esquinas de las calles y se habían instalado puestos de refrigerios alrededor del juzgado, un encantador de serpientes invitaba al gentío a acercarse para poner a prueba sus nervios y las tabernas hacían ofertas especiales de dos por una en cervezas de barril, al finalizar cada día de juicio.

La señora Brady decidió que no tenía mucho sentido que las muchachas intentaran hacer sus rondas ese día. Los caminos estaban colapsados, ellas tenían la mente dispersa y, además, querían estar apoyando a Margery en el tribunal. De hecho, mucho antes de las siete de la mañana había ya una cola de gente para intentar entrar en la tribuna del público, encabezada por Alice. Mientras esta esperaba y se le unían Kathleen y las demás, la cola fue aumentando rápidamente detrás de ellas: vecinos con cestas de comida, sombríos receptores de libros de la biblioteca, personas que Alice no conocía y a las que parecía que aquello les resultaba divertido, que charlaban alegremente, hacían bromas y se daban codazos unos a otros. A la joven le entraron ganas de gritarles que aquello no era ninguna fiesta, que Margery era inocente y que no debería estar allí.

Van Cleve llegó y aparcó el coche en la plaza reservada para el sheriff, como para demostrarles a todos lo involucrado que estaba en el proceso judicial. No saludó a Alice y se limitó a entrar directamente en el tribunal, con la mandíbula hacia fuera, convencido de que ya le habrían reservado un sitio. Alice no vio a Bennett; puede que se estuviera ocupando de los negocios en Hoffman. Nunca había sido un metomentodo, al contrario que su padre.

Alice esperaba en silencio, con la boca seca y un nudo en la garganta, como si fuera ella, y no Margery, la que iba a ser juzgada. Suponía que las demás se sentirían igual. Apenas habían hablado entre ellas, solo se habían saludado y se habían estrechado con fuerza la mano, fugazmente.

A las ocho y media, las puertas se abrieron y la multitud entró. Sophia se sentó en la parte de atrás, con el resto de gente de color. Alice la saludó. No le parecía bien que no estuviera sentada con ellas: otro ejemplo de las desigualdades de aquel mundo.

Alice se sentó en la parte delantera de la tribuna del público, en un banco de madera, flanqueada por el resto de sus amigas, y se preguntó cómo iban a ser capaces de soportar aquello durante días.

Llamaron al jurado. Eran todos hombres, la mayoría productores de tabaco, a juzgar por su indumentaria, pensó Alice, y ninguno tenía aspecto de compadecerse de una mujer soltera, mordaz y con mala reputación. El alguacil anunció que permitirían que las mujeres se fueran unos minutos antes que los hombres a la hora del almuerzo y al final del día para preparar la comida, lo que hizo que Beth pusiera los ojos en blanco. Acto seguido, condujeron a Margery al banquillo de los acusados con las manos esposadas, como si fuera un peligro para los presentes, y una serie de susurros y gritos ahogados procedentes de la galería acompañaron su aparición en el tribunal. Ella se sentó, pálida y silenciosa, al parecer ajena a lo que la rodeaba, sin apenas mirar a Alice. Tenía el pelo lacio y sucio, unas profundas ojeras grises y parecía exhausta. Llevaba los brazos caídos y los codos separados, como si aún estuviera sosteniendo a Virginia. Su aspecto era desaliñado e indolente.

Alice pensó, consternada, que parecía una delincuente.

Fred había dicho que se sentaría una fila por detrás de Alice, para guardar las apariencias, y la joven se volvió hacia él, angustiada. Él apretó la boca, como para hacerle ver que la entendía, pero que no se podía hacer nada.

Entonces, entró el juez Arthur D. Arthurs, mascando pensativo un poco de tabaco, y todos se levantaron a petición del alguacil. Cuando el juez se sentó, le pidieron a Margery que confirmara que era, en efecto, Margery O’Hare, de la Vieja Cabaña, Thompson’s Pass, y el alguacil leyó los cargos de los que se le acusaba. ¿Cómo se declaraba?

Margery se tambaleó un poco y miró hacia la tribuna del público.

—Inocente —respondió en voz baja. Alguien tosió con fuerza en el lado derecho de la sala y el juez golpeó el mazo con energía. No iba a tolerar de ninguna manera, repetía, de ninguna manera, que hubiera revuelo en la sala, así que no quería que nadie se atreviera siquiera a respirar sin su permiso. ¿Lo habían entendido bien?

La multitud se calmó, aunque reprimiendo vagamente un aire de amotinamiento. Margery miró al juez y, al cabo de un rato, él le hizo un gesto con la cabeza para que volviera a sentarse, y esa fue toda su actividad hasta que le permitieron abandonar la sala.

La mañana avanzó poco a poco a ritmo legal, con las mujeres abanicándose y los niños revolviéndose en sus asientos, mientras el fiscal hacía un resumen del caso contra Margery O’Hare. El hombre anunció, con una voz un tanto nasal, como si fuera un artista, que iba a quedarles claro que, ante ellos, estaba una mujer criada sin valores morales, sin preocupación por la forma decente y legítima de hacer las cosas y sin fe. Que hasta su proyecto más visible —la denominada «Biblioteca Itinerante»— había resultado ser una tapadera de inquietudes menos decorosas y que el Estado lo demostraría por medio de los testimonios de testigos afectados por algunos ejemplos de su laxitud moral. Tales deficiencias, tanto de carácter como de comportamiento, habían alcanzado su punto culminante una tarde en Arnott’s Ridge, cuando la acusada se había topado con el enemigo declarado de su difunto padre y había aprovechado aquel lugar aislado y la ebriedad del señor Clem McCullough para terminar lo que sus pendencieros antepasados habían empezado.

Mientras aquello seguía adelante —y vaya si siguió, porque el fiscal adoraba el sonido de su propia voz—, los periodistas de Lexington y Louisville tomaban notas frenéticamente en pequeños cuadernos rayados, ocultándose su trabajo los unos a los otros y levantando la vista con atención ante cada nuevo dato. Cuando llegó la parte de la «laxitud moral», Beth gritó: «¡Y una mierda!», lo que le hizo ganarse un coscorrón de su padre, que estaba sentado detrás de ella, y una severa reprimenda del juez, que le aseguró que, si decía una palabra más, se pasaría el resto del juicio fuera, sentada en el barro. La muchacha escuchó el resto del alegato con los brazos cruzados y el tipo de expresión que hacía que Alice temiera por los neumáticos del abogado de la acusación.

—Ya verás. Esos periodistas escribirán que por estas montañas corren ríos de sangre por las reyertas familiares y otras sandeces por el estilo —susurró la señora Brady, detrás de ella—. Siempre hacen lo mismo. Nos hacen quedar como un hatajo de salvajes. No leerás ni una palabra sobre todo el bien que esta biblioteca, o Margery, han hecho.

Kathleen estaba sentada en silencio a un lado de Alice e Izzy al otro. Escuchaban atentamente, muy serias e inmóviles, y, cuando el hombre terminó, se miraron como diciéndose que ahora entendían a lo que se enfrentaba Margery. Reyertas familiares aparte, la Margery a la que el fiscal había descrito era tan falsa y monstruosa que, si no la conocieran, les habría dado miedo estar sentadas a escasos metros de ella.

Y parecía que Margery se había dado cuenta. Estaba marchita, como si le hubieran arrancado aquello que le hacía ser ella misma y hubieran dejado solo una carcasa vacía.

Alice deseó por enésima vez que Sven no se hubiera ido. Claramente, por mucho que Margery dijera, le habría tranquilizado tenerlo allí. Alice no dejaba de imaginarse cómo sería estar sentada en el banquillo de los acusados, enfrentándose al fin de todo lo que apreciaba y quería. Cayó en la cuenta de que Margery, que amaba la soledad por encima de todo, que adoraba estar a su aire, sin que nadie la controlara, y que disfrutaba del aire libre como una mula, un árbol o un gavilán, iba a pasarse encerrada en una de esas pequeñas celdas oscuras diez o veinte años, si no el resto de su vida.

Y, entonces, tuvo que levantarse y salir precipitadamente de la tribuna, porque sintió que iba a vomitar de miedo.

—¿Estás bien? —Kathleen apareció detrás de ella mientras escupía en el barro.

—Lo siento —se excusó Alice, irguiéndose—. No sé qué me ha pasado.

Kathleen le dio un pañuelo y ella se limpió la boca.

—Izzy nos está guardando los sitios. Pero será mejor que no tardemos mucho. La gente ya los está mirando.

—Es que… No puedo soportarlo, Kathleen. No puedo verla así. No puedo ver a la gente del pueblo así. Es como si quisieran tener la más mínima excusa para pensar mal de ella. En vez de estar juzgando los hechos, parece que están juzgando que ella no se comporte como a ellos les gustaría.

—Es muy desagradable, eso está claro.

Alice se quedó parada unos instantes.

—¿Qué has dicho?

Kathleen frunció el ceño.

—He dicho que es muy desagradable. Ver cómo el pueblo se le echa encima así. —La mujer miró a Alice—. ¿Qué? ¿Qué he dicho?

«Desagradable». Alice empezó a patear una piedra que había en el suelo, insistiendo con la punta del pie hasta que la desenterró. «Siempre hay una solución para cualquier problema. Puede que sea desagradable. Puede que te haga sentir como si la tierra hubiera desaparecido bajo tus pies». Cuando levantó la vista, tenía mejor cara.

—Nada. Es por algo que Marge me dijo una vez. Que… —Alice negó con la cabeza—. Nada.

Kathleen le ofreció el brazo y volvieron a entrar.

Los abogados se enzarzaron en largos debates entre bastidores que se diluyeron en un descanso a la hora del almuerzo y, cuando las mujeres salieron de la sala, como no sabían muy bien qué hacer, acabaron regresando lentamente a la biblioteca en grupo, seguidas de Fred y la señora Brady, que estaban enfrascados en su conversación.

—No tienes por qué volver por la tarde, si es demasiado para ti —dijo Izzy, que seguía un tanto impactada por que Alice hubiera vomitado en público.

—Ha sido por los nervios —se justificó Alice—. Me pasaba lo mismo de niña. Debería haber desayunado algo.

Siguieron andando, en silencio.

—Seguro que la cosa mejora cuando les toque hablar a los nuestros —dijo Izzy.

—Sí. El elegante abogado de Sven los pondrá a todos en su sitio —comentó Beth.

—Pues claro que sí —confirmó Alice.

Pero ninguna de ellas parecía convencida.

El segundo día no fue mucho mejor. La fiscalía hizo un resumen del informe de la autopsia de Clem McCullough. La víctima, un hombre de cincuenta y siete años de edad, había muerto a causa de un traumatismo craneal causado por un golpe contundente en la nuca. También tenía hematomas en la cara.

—¿Podría tratarse de un golpe como el asestado con un libro de tapa dura?

—Podría ser, sí —dijo el médico que había realizado la autopsia.

—¿O podría haber sido fruto de una pelea en un bar? —sugirió el señor Turner, abogado de la defensa. El médico se quedó pensando un momento.

—Bueno, sí, también. Pero estaba bastante lejos de cualquier bar.

La zona en la que estaba el cadáver no se había examinado a conciencia, dado lo alejado que se encontraba el camino. Dos de los hombres del sheriff lo habían bajado por el sendero de la montaña, un viaje que les había llevado varias horas, y una nevada tardía había cubierto el terreno donde había yacido el cuerpo, pero sí había pruebas fotográficas de sangre y posibles huellas de cascos.

El señor McCullough no era propietario de ningún caballo o mula.

Después, la fiscalía interpeló a sus testigos. Estaba la vieja Nancy, a quien presionaron una y otra vez para que confirmara que, en su primera declaración, había dicho claramente que había oído a Margery arriba, en la cima, y luego el ruido de un altercado.

—Pero yo no lo dije como usted ha hecho que suene —protestó la mujer, mesándose los cabellos, antes de mirar al juez—. No hacen más que enmarañar lo que digo. Conozco a Margery. Sería tan incapaz de matar a un hombre a sangre fría como… No sé… De hornear un bizcocho.

Aquello suscitó las risas de los presentes en la sala y la ira del juez, y Nancy se llevó ambas manos a la cara suponiendo, probablemente con razón, que hasta aquella comparación iba a contribuir a la idea de que Marge era, de alguna forma, una transgresora, de que el no saber hornear iba en contra de las leyes de la naturaleza.

El fiscal le tiró aún más de la lengua, para que dijera lo aislada que estaba la ruta (mucho), lo a menudo que veía a alguien por allí (raras veces) y cuántas personas solían hacer aquel recorrido de forma regular (solo Margery, o algún que otro cazador).

—No hay más preguntas, señoría.

—Pues a mí me gustaría añadir una cosa —anunció Nancy, mientras el alguacil la hacía bajar del estrado. La mujer se volvió para señalar el banquillo de los acusados—. Esa de ahí es una muchacha buena y amable. Nos traía libros para leer, lloviera o hiciera sol, a mí y a mi hermana, que lleva en la cama desde 1933, y todos ustedes, que se dicen cristianos y la están juzgando, deberían pensar en lo que hacen por sus semejantes. Porque ninguno de ustedes es tan importante y poderoso como para no poder ser juzgado. ¡Ella es una buena chica y lo que le están haciendo está muy mal! Ah, señor juez, mi hermana también tiene un mensaje para usted.

—Debe de referirse a Phyllis Stone, hermana mayor de la testigo. Al parecer, está postrada en cama y le resultaría imposible bajar de la montaña —le susurró el alguacil al juez.

El juez Arthurs se recostó en la silla. Dio la sensación de que ponía fugazmente los ojos en blanco.

—Adelante, señora Stone.

—Esto es lo que ella quería que les dijera: «Váyanse todos al infierno, ¿quién nos va a traer ahora los libros de Mack Maguire?» —exclamó la mujer. Luego, asintió—. Pues eso, que se vayan todos al infierno. Ya está.

Y mientras el juez empezaba de nuevo a dar golpes con el mazo, Beth y Kathleen, una a cada lado de Alice, no pudieron evitar esbozar una sonrisa.

A pesar de aquel momento de regocijo, las bibliotecarias abandonaron el edificio por la tarde sin ganas de hablar y con cara de circunstancias, como si consideraran que el veredicto era un mero formalismo. Alice y Fred iban juntos atrás del todo, enfrascados en sus pensamientos, con sus codos rozándose de vez en cuando.

—Puede que la cosa mejore cuando le toque hablar al señor Turner —dijo Fred, al llegar a la biblioteca.

—Tal vez.

El hombre se quedó fuera, mientras los demás entraban.

—¿Te gustaría cenar algo antes de irte?

Alice se volvió para comprobar que la gente aún seguía saliendo del piso de arriba del juzgado y, de pronto, se sintió invadida por un espíritu de rebeldía. ¿Por qué no iba a cenar donde quisiera? ¿Por qué aquello iba a ser un pecado, teniendo en cuenta todo lo demás que estaba sucediendo?

—Me encantaría, Fred. Gracias.

Alice fue con Fred hasta su casa, con la espalda recta, desafiando a cualquiera que osara comentar algo al respecto. Una vez allí, se pusieron a deambular por la cocina para preparar la cena, en un extraño simulacro de vida doméstica que ninguno de los dos se atrevió a comentar.

No hablaron de Margery, de Sven, ni del bebé, aunque aquellas tres almas estaban alojadas casi de forma permanente en sus mentes. No hablaron de cómo Alice se había deshecho de casi todas las pertenencias que había adquirido desde su llegada a Kentucky, ni de que ahora, en la cabaña de Margery, solo había un pequeño baúl, etiquetado con pulcritud, esperando para volver a casa. Hablaron de lo deliciosa que estaba la comida, de la sorprendente cosecha de manzanas de ese año, del comportamiento errático de uno de los nuevos caballos de Fred y de un libro que este había leído, De ratones y hombres, aunque deseaba no haberlo hecho, a pesar de la calidad de la escritura, ya que era demasiado deprimente para aquellos momentos. Dos horas después, Alice se fue a su cabaña, sonriéndole a Fred mientras partía (porque le resultaba casi imposible no sonreír a Fred) y, al cabo de unos minutos de haberse marchado, descubrió que, detrás de aquella fachada bondadosa, últimamente sentía una furia casi permanente. Se encontraba en un mundo en el que solo podría seguir sentándose con el hombre al que amaba durante unos días más, en un pueblecito donde tres vidas estaban a punto de echarse a perder para siempre, por culpa de un crimen que una mujer no había cometido.

La semana fue avanzando a trompicones, de forma exasperante. Cada día, las bibliotecarias se sentaban en la primera fila de la tribuna del público, y cada día escuchaban a varios testigos expertos que exponían y diseccionaban los elementos del caso: que la sangre del ejemplar de Mujercitas coincidía con la de Clem McCullough, que el hematoma que tenía en la cara y en la frente encajaba con un golpe asestado con el mismo. Mientras la semana proseguía, el tribunal escuchó los supuestos «testimonios de moralidad»: una esposa remilgada que aseguró que Margery O’Hare había insistido en dejarles un libro que ella y su marido solo podían calificar de «obsceno». El hecho de que Margery acabara de tener un bebé fuera del matrimonio y que no se sintiera en absoluto avergonzada. Había varios ancianos —entre ellos, Henry Porteous— que se prestaron para testificar sobre la larga enemistad de los O’Hare con los McCullough, y sobre lo mezquinas y vengativas que eran ambas familias. El abogado defensor intentó desacreditar esos testimonios, para equilibrar:

—Sheriff, ¿es cierto que la señorita O’Hare no ha sido detenida ni una sola vez en sus treinta y ocho años de vida, por ningún tipo de delito?

—Lo es —reconoció el sheriff—. También es cierto que muchos fabricantes de alcohol ilegal de la zona tampoco han visto nunca el interior de una celda.

—¡Protesto!

—Solo estoy diciendo, señoría, que el hecho de que una persona no haya sido detenida no significa que sea un ángel. Ya sabe cómo funcionan las cosas por aquí.

El juez ordenó que la declaración no constara en acta. Pero el sheriff consiguió su objetivo: mancillar el nombre de Margery de una forma vaga e imprecisa. Alice vio que los integrantes del jurado fruncían el ceño y tomaban algunas notas en los cuadernos, y también vio que Van Cleve esbozaba una lenta sonrisa de satisfacción, desde el banco en el que estaba sentado. Fred reparó en que el sheriff estaba fumando la misma marca de puros caros importados de Francia que fumaba Van Cleve.

¿Sería una coincidencia?

El viernes por la tarde, las bibliotecarias estaban desmoralizadas. Los titulares sensacionalistas se sucedían; la multitud, aunque había disminuido un poco, al menos hasta el punto de que ya no había que subir y bajar las cestas de comida y bebida al segundo piso, seguía fascinada con la «bibliotecaria sedienta de sangre de las montañas» y, cuando Fred fue a ver a Sven el viernes por la tarde, cuando el tribunal decretó el descanso del fin de semana, para informarle de lo que estaba pasando en el juzgado, Sven había enterrado la cara entre las manos y no había dicho ni una palabra durante cinco minutos.

Ese día, las mujeres volvieron a la biblioteca andando y se sentaron en silencio, sin nada que decir, aunque tampoco querían irse a casa. Por fin, Alice, a la que aquel silencio empezaba a resultarle opresivo, dijo que iba a ir a la tienda a buscar algo de beber.

—Creo que nos lo hemos ganado.

—¿No te importa que te vean comprando alcohol? —preguntó Beth—. Porque puedo traer un poco de licor de Bert, el primo de mi padre, si lo prefieres. Sé que es fuerte para ti, por…

Pero Alice ya estaba en la puerta.

—Que se vayan todos al infierno. Probablemente, ya no esté aquí dentro de una semana —dijo—. Entonces podrán chismorrear todo lo que quieran sobre mí.

Bajó por la calle polvorienta, esquivando a los desconocidos que, tras haber finalizado el espectáculo diario en el tribunal, zigzagueaban para entrar en las tabernas o en el Nice ’N’ Quick, donde les estaría costando sentirse mal por lo de Margery O’Hare, dada la rentabilidad que le estaban sacando al asunto. Alice caminaba a paso ligero, con la cabeza gacha y los codos un poco hacia fuera, sin ganas de hablar de nimiedades con la gente, ni de saludar a los vecinos a los que ella y Margery habían llevado libros durante el último año y que tenían pinta de ser lo suficientemente traidores como para disfrutar de los acontecimientos de la semana. Que se fueran al infierno ellos también.

Entró en la tienda y se detuvo en seco, suspirando para sus adentros, al darse cuenta de que había, al menos, quince personas en la cola delante de ella. Miró hacia atrás, preguntándose si merecería la pena ir a uno de los bares, a ver si le vendían algo. ¿Qué tipo de gente habría dentro? Últimamente, estaba tan llena de rabia que se sentía como una lata de yesca, como si solo hiciera falta un comentario equivocado de uno de aquellos imbéciles para que ella…

Notó unos golpecitos en el hombro.

—¿Alice?

Se dio la vuelta. Y allí, al lado de las conservas y los productos enlatados, en mangas de camisa y con sus pantalones azules buenos, sin una mota de carbonilla encima, se encontró a Bennett. Seguramente acababa de salir de trabajar aunque, como siempre, parecía tan fresco como recién salido de las páginas de un catálogo de Sears.

—Bennett —contestó, parpadeando, antes de mirar para otro lado. Se dio cuenta de que, físicamente, ya no sentía nada por él, mientras buscaba la razón de su repentino malestar. Solo quedaba un vago sentimiento de afecto residual. Sobre todo, le parecía imposible que alguna vez hubiera abrazado a aquel hombre piel con piel, que lo hubiera besado y que le hubiera suplicado que la tocara. Una intimidad extraña y desequilibrada por la que ahora se sentía ligeramente avergonzada.

—He… He oído que te vas del pueblo.

Alice cogió una lata de tomates, solo por tener algo que hacer con las manos.

—Sí. Al parecer, el juicio acaba el martes. Me voy el miércoles. Tú y tu padre ya no tendréis que volver a preocuparos por mí.

Bennett miró hacia atrás, tal vez consciente de que podía haber gente mirando, pero todos los clientes eran forasteros y nadie consideró digno de chismorreo que un hombre y una mujer intercambiaran unas palabras en un rincón de la tienda.

—Alice…

—No tienes por qué decir nada, Bennett. Creo que ya nos hemos dicho lo suficiente. Mis padres han contratado a un abogado y…

Él le tocó la manga.

—Papá dice que nadie consiguió hablar con sus hijas.

Ella apartó la mano.

—¿Perdona? ¿Qué?

Bennett miró hacia atrás y bajó la voz.

—Papá dice que el sheriff no pudo hablar con las hijas de McCullough. No le abrieron la puerta. Les gritaron a sus hombres que no tenían nada que decir sobre el tema y que no pensaban hablar con nadie. Él dice que están las dos locas, como el resto de la familia. Asegura que, de todos modos, el argumento del fiscal es ya muy sólido y que no las necesitan. —Bennett la miró fijamente.

—¿Por qué me estás contando esto?

Él se mordió el labio.

—Creía… Creía… que podría ayudarte.

Ella se quedó mirándole, observó su hermoso rostro, ligeramente aniñado, sus manos suaves como las de un bebé y sus ojos inquietos. Y, por un instante, Alice sintió que ella misma se venía un poco abajo.

—Lo siento —dijo él, en voz baja.

—Yo también lo siento, Bennett.

Él dio un paso atrás y se pasó una mano por la cara.

Se quedaron allí unos instantes más, sin saber qué hacer.

—Bueno —dijo Bennett, finalmente—. Si no te veo antes de irte…, buen viaje.

Ella asintió. Él fue hacia la puerta. Antes de salir, se volvió y levantó un poco la voz, para que pudiera oírlo.

—Por cierto. He pensado que te gustaría saber que estoy haciendo las gestiones necesarias para arreglar las presas de lodo. Les pondré una cubierta adecuada y una base de cemento. Para que no vuelvan a romperse.

—¿Tu padre ha accedido?

—Lo hará. —Bennett esbozó una débil sonrisa, un destello de aquel a quien una vez Alice había conocido.

—Me alegro, Bennett. Me alegro mucho.

—Sí. Bueno. —Él bajó la vista—. Por algo se empieza.

Acto seguido, su marido se llevó la mano al sombrero, abrió la puerta y fue engullido por la muchedumbre que seguía dando vueltas allá fuera.

—¿Que el sheriff no ha hablado con sus hijas? ¿Por qué? —Sophia negó con la cabeza—. No tiene ningún sentido.

—Pues yo creo que sí —dijo Kathleen, desde el rincón en el que estaba cosiendo un estribo roto, haciendo una mueca mientras intentaba atravesar el cuero con la enorme aguja—. Subieron hasta Arnott’s Ridge para ver a una familia problemática. Suponían que las muchachas no sabrían nada de su padre, ya que era un borracho reconocido que solía desaparecer durante varios días seguidos. Así que llamaron a la puerta unas cuantas veces, estas les dijeron que se largaran, ellos no insistieron y bajaron, y para eso necesitaron medio día de ida y otro medio de vuelta.

—McCullough era un borracho y un malvado —señaló Beth—. Puede que el sheriff no quisiera tirarles demasiado de la lengua, por si le contaban algo que no quería oír. Necesitan que parezca que era un buen hombre para demonizar a Marge.

—¿Creéis que nuestro abogado habrá ido a interrogarlas?

—¿El señor Pantalones Caros de Lexington? ¿Crees que se va a pasar medio día montado en una mula para llegar a Arnott’s Ridge y hablar con un puñado de montañeses malhumorados?

—Pues no sé en qué puede ayudarnos eso —comentó Beth—. Si no quieren hablar con los hombres del sheriff, tampoco querrán hablar con nosotras.

—Puede que hablen con nosotras precisamente por eso —opinó Kathleen.

Izzy señaló la pared.

—Margery puso la casa de los McCullough en la lista de lugares a los que no debíamos ir. «Bajo ningún concepto». Mirad, lo pone ahí.

—Bueno, a lo mejor solo estaba haciendo lo que todo el mundo ha hecho con ella —sugirió Alice—. Guiarse por las habladurías sin pararse a analizar los hechos.

—Hace casi diez años que nadie ve a esas muchachas por el pueblo —susurró Kathleen—. Dicen que su padre no les dejaba salir de casa, desde que su madre desapareció. Son una de esas familias que viven en la sombra.

Alice pensó en las palabras de Margery, unas palabras a las que llevaba días dándoles vueltas: «Siempre hay una solución para cualquier problema. Puede que sea desagradable. Puede que te haga sentir como si la tierra hubiera desaparecido bajo tus pies… Siempre hay una forma de salir».

—Voy a subir allí —anunció Alice—. No creo que tengamos nada que perder.

—¿La cabeza? —dijo Sophia.

—Ahora mismo, tal y como la tengo, no supondría mucha diferencia.

—¿Sabes las historias que cuentan de esa familia? ¿Y sabes cuánto deben odiarnos en estos momentos? ¿Quieres que te maten?

—Pues dime qué otra opción le queda a Margery en esta situación —replicó Alice. Sophia la miró muy seria, pero no respondió—. Bien. ¿Alguien tiene el mapa de esa ruta? —Sophia se quedó inmóvil unos instantes. Luego, abrió el cajón sin pronunciar palabra y rebuscó entre los papeles, hasta que lo encontró y se lo entregó.

—Gracias, Sophia.

—Yo iré contigo —le comunicó Beth.

—Entonces, yo también voy —dijo Izzy.

Kathleen cogió el sombrero.

—Parece que tenemos una excursión. ¿Mañana a las ocho, aquí?

—Que sea a las siete —propuso Beth.

Por primera vez en muchos días, Alice sonrió.

—Que Dios os ayude —dijo Sophia, negando con la cabeza.

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