8


Dada la rapidez con que se propagaban las noticias en Baileyville, donde los chismes empezaban como un goteo y acababan extendiéndose entre sus habitantes como un torrente incontenible, los comentarios sobre el puesto de Sophia Kenworth en la Biblioteca Itinerante y los destrozos que habían causado en ella tres hombres del lugar se consideraron de inmediato suficientemente serios como para justificar la celebración de una reunión en el pueblo.

Alice estaba de pie al fondo, en una esquina, con Margery, Beth e Izzy, mientras la señora Brady se dirigía a la concurrencia. Bennett estaba sentado en la segunda fila, al lado de su padre.

—¿No te sientas, muchacha? —le había preguntado el señor Van Cleve, mirándola de arriba abajo al entrar.

—Estoy bien aquí, gracias —había respondido ella, viendo cómo el hombre se volvía hacia su hijo con cara de desaprobación.

—Siempre nos hemos enorgullecido de ser un pueblo amable y pacífico —estaba diciendo la señora Brady—. No queremos convertirnos en el tipo de lugar donde los camorristas campan a sus anchas. He hablado con los padres de los jóvenes involucrados y les he dejado claro que no podemos tolerar esto. Una biblioteca es un lugar sagrado. Un templo del aprendizaje. Y no debería convertirse en una diana solo porque sus empleadas sean mujeres.

—Me gustaría añadir algo, señora Brady. —Fred dio un paso al frente. Alice recordó la forma en que la había mirado la noche del espectáculo de Tex Lafayette, la extraña intimidad de su baño, y notó que su piel se enrojecía, como si hubiera hecho algo de lo que avergonzarse. Le había dicho a Annie que el vestido verde era de Beth. Y esta había elevado la ceja izquierda hacia el cielo—. La biblioteca está en mi viejo establo —dijo Fred—. Eso significa, en caso de que alguien tenga alguna duda, que se encuentra dentro de mi propiedad. Así que no me hago responsable de lo que les pueda pasar a los intrusos. —El hombre recorrió la sala con la mirada, lentamente—. Todo aquel que crea que puede entrar ahí dentro sin mi permiso o sin el de estas damas, tendrá que responder ante mí.

Fred miró a Alice mientras volvía a sentarse y la joven notó que volvía a ruborizarse.

—Entiendo que quiera defender su propiedad, Fred —dijo Henry Porteous, poniéndose en pie—. Pero hay problemas más importantes que tratar aquí. Muchos de nuestros vecinos, yo entre ellos, estamos preocupados por el impacto que esta biblioteca está teniendo en nuestro pueblo. Hay rumores de que las mujeres ya no se hacen cargo de la casa porque están demasiado ocupadas leyendo revistas de moda o novelitas baratas. Hay niños que aprenden conceptos perturbadores en los libros de historietas. Nos resulta difícil controlar el tipo de influencias que entran en nuestras casas.

—¡Solo son libros, Henry Porteous! ¿Cómo cree que aprendieron los grandes eruditos de antaño? —La señora Brady cruzó los brazos sobre el pecho formando una repisa sólida e infranqueable.

—Apostaría un dólar contra diez centavos a que esos grandes eruditos no leían El apasionado jeque de Arabia, o con lo que fuera que mi hija estuviera perdiendo el tiempo el otro día. ¿De verdad queremos que sus mentes se contaminen con esas cosas? A mí no me hace ninguna gracia que mi hija crea que puede fugarse con un egipcio.

—Su hija tiene tantas posibilidades de volverse loca por un jeque de Arabia como yo de convertirme en Cleopatra.

—Nunca se sabe.

—¿Quiere que revise todos los libros de la biblioteca en busca de cosas que le puedan resultar folletinescas, Henry Porteous? Hay más historias controvertidas en la Biblia que en una revista como el Pictorial Review, y lo sabe.

—Vaya, empieza usted ya a sonar igual de sacrílega.

La señora Beidecker se levantó.

—¿Puedo hablar? Me gustaría dar las gracias a las señoras de los libros. Nuestros alumnos disfrutan mucho de los nuevos libros y del material didáctico, y los libros de texto han demostrado ser muy útiles para ayudarles a progresar. Yo hojeo todos los libros de historietas antes de dárselos, solo para conocer su contenido, y no he descubierto absolutamente nada que pueda preocupar ni siquiera a las mentes más sensibles.

—Pero ¡usted es extranjera! —la interrumpió el señor Porteous.

—La señora Beidecker ha entrado a formar parte de nuestra escuela con unas referencias inmejorables —exclamó la señora Brady—. Y lo sabe perfectamente, Henry Porteous. ¿O es que su propia sobrina no asiste a sus clases?

—Bueno, tal vez no debería.

—¡Calma! ¡Calma! —El pastor McIntosh se puso en pie—. Nos estamos alterando. Y sí, señora Brady, es cierto que algunos de nosotros tenemos nuestras reservas sobre el impacto de esta biblioteca sobre las mentes en desarrollo, pero…

—Pero ¿qué?

—Obviamente, aquí hay otro problema subyacente… Que es el hecho de emplear a una persona de color.

—¿Y por qué iba a ser eso un problema, pastor?

—Puede que usted esté a favor de los aires progresistas, señora Brady, pero mucha gente de este pueblo no cree que las personas de color deban entrar en nuestras bibliotecas.

—Eso es verdad —dijo el señor Van Cleve, levantándose y escrutando aquel mar de rostros blancos—. La Ley de Vivienda Pública de 1933 autoriza, y cito textualmente: «La creación de bibliotecas segregadas para las diferentes razas». La chica de color no debería estar en nuestra biblioteca. ¿Cree estar por encima de la ley, Margery O’Hare?

A Alice le dio un vuelco el corazón, pero Margery dio un paso hacia delante, sumamente tranquila.

—No.

—¿No?

—No. Porque la señorita Sophia no está usando la biblioteca. Solo trabaja allí. —Margery le sonrió con dulzura a Van Cleve—. Le hemos dejado muy claro que bajo ningún concepto puede abrir nuestros libros para leerlos.

Se oyeron unas risas ahogadas.

El rostro del señor Van Cleve se ensombreció.

—No puede dar trabajo a una mujer de color en una biblioteca para blancos. Va contra la ley y va contra natura.

—Así que no cree que debamos darles trabajo.

—No lo digo yo. Lo dice la ley.

—Me sorprenden enormemente sus quejas, señor Van Cleve —replicó Margery.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Pues que dado el número de empleados de color que tiene en su mina…

La concurrencia contuvo el aliento.

—Eso no es cierto.

—Conozco a la mayoría de ellos personalmente, como la mitad de la gente de bien de este pueblo. Que los registre como mulatos en sus libros no cambia los hechos.

—Vaya —dijo Fred entre dientes—. Le ha dado donde más le duele.

Margery se inclinó hacia atrás contra la mesa.

—Los tiempos están cambiando y las personas de color están empezando a trabajar en todo tipo de ámbitos. La señorita Sophia está plenamente capacitada y hace que cierto material publicado, que de otra forma no podría estar en las estanterías, pueda seguir usándose. ¿Les suena La Gaceta de Baileyville? ¿A todos les gusta, verdad? Con sus recetas, sus historias y todo eso. —Se oyó un murmullo de aprobación—. Pues todo eso es trabajo de la señorita Sophia. Coge libros y revistas estropeados y cose todo aquello que puede salvar, para crear libros nuevos para ustedes. —Margery se inclinó hacia delante para sacudirse algo de la chaqueta—. Yo no sé coser así y mis chicas tampoco y, como bien saben, apenas tenemos voluntarios. La señorita Sophia no sale a caballo, no visita a las familias y ni siquiera elige los libros. Simplemente hace las tareas del hogar para nosotras, por así decirlo. Así que, hasta que no haya una norma para todos, señor Van Cleve, para usted y sus minas y para mí y mi biblioteca, seguirá siendo mi empleada. Espero que esto les resulte aceptable a todos.

Margery asintió y cruzó el centro de la sala camino de la salida con paso tranquilo y la cabeza bien alta.

La puerta mosquitera se cerró de golpe tras ellos, con un fuerte ruido. Alice no había abierto la boca en todo el viaje de vuelta de la sala de reuniones. Iba caminando bastante por detrás de ambos hombres y podía oír el tipo de improperios ahogados que sugerían una explosión volcánica inminente. No tuvo que esperar mucho.

—¿Quién diablos se cree que es esa mujer, intentando avergonzarme delante de todo el pueblo?

—No creo que nadie pensara que tú… —empezó a decir Bennett, pero su padre lanzó el sombrero sobre la mesa y lo interrumpió.

—¡No ha dado más que problemas durante toda su vida! Y antes que ella, el delincuente de su padre. ¿Y ahora se planta ahí, intentando hacerme quedar como un idiota delante de mi propia gente?

Alice se detuvo en la puerta de entrada, preguntándose si podría escabullirse arriba sin que nadie se diera cuenta. Sabía por experiencia que las rabietas del señor Van Cleve raras veces se consumían rápido: las alimentaba con bourbon y continuaba gritando y vociferando hasta bien entrada la noche.

—A nadie le importa lo que diga esa mujer, papá —insistió Bennett.

—¡Esos negros están registrados como mulatos en mi mina porque tienen la piel clara! ¡Clara! ¡Es así!

Alice pensó en la piel oscura de Sophia y se preguntó cómo era posible que, siendo hermana de un minero, tuvieran cada uno un color de piel totalmente distinto. Pero no dijo nada.

—Creo que me voy arriba —dijo en voz baja.

—No puedes quedarte ahí, Alice.

«Por Dios, que no me haga sentarme con él en el porche», pensó la joven.

—Pues me iré…

—Me refiero a esa biblioteca. No trabajarás más allí, con esa chica.

—¿Qué?

Alice sintió como si aquellas palabras se enroscaran alrededor de ella, asfixiándola.

—Presentarás tu renuncia. No quiero que mi familia esté en contacto con la de Margery O’Hare. Me da igual lo que piense Patricia Brady: ella ha perdido la cabeza, como el resto. —Van Cleve fue hacia el mueble bar y se sirvió un gran vaso de bourbon—. Además, ¿cómo diablos ha visto esa chica lo que pone en los libros de la mina? No me extrañaría que se hubiera colado a hurtadillas. Le prohibiré acercarse a Hoffman.

Se hizo el silencio. Y, entonces, Alice escuchó su propia voz.

—No.

Van Cleve levantó la vista.

—¿Qué?

—Que no. No pienso dejar la biblioteca. No estoy casada con usted, no puede decirme lo que tengo que hacer.

—¡Harás lo que yo te diga! ¡Estás viviendo bajo mi techo, jovencita!

Alice ni pestañeó.

El señor Van Cleve la miró fijamente, luego se volvió hacia Bennett y le hizo un gesto con la mano.

—¿Bennett? Mete en vereda a tu mujer.

—No voy a dejar la biblioteca.

El señor Van Cleve se puso lívido.

—¿Necesitas un bofetón, muchacha?

Fue como si el aire de la habitación desapareciera. Alice miró a su marido. «No te atrevas a ponerme la mano encima», le dijo con la mirada. La cara del señor Van Cleve estaba tensa y respiraba entrecortadamente. «Ni se te ocurra». La mente de Alice se aceleró, mientras se preguntaba, de pronto, qué haría si él le levantaba la mano. ¿Devolvérsela? ¿Había por allí algo que pudiera usar para protegerse? «¿Qué haría Margery?», pensó. Se fijó en el cuchillo que había sobre la tabla de cortar pan y en al atizador que estaba al lado de la estufa. Pero Bennett bajó la mirada y tragó saliva.

—Debería seguir en la biblioteca, papá.

—¿Qué?

—Le gusta estar allí. Está haciendo… un buen trabajo. Ayudando a la gente y todo eso.

Van Cleve miró fijamente a su hijo. Los ojos se le salían de las órbitas en aquella cara roja como un tomate, como si alguien le estuviera apretando el cuello.

—¿Tú también has perdido la maldita cabeza? —Los miró a los dos con las mejillas en llamas y los nudillos blancos, como preparándose para una explosión que nunca llegó. Finalmente, se bebió el resto del bourbon de un trago, posó el vaso de golpe y se fue de la casa, dejando la puerta mosquitera oscilando sobre las bisagras a su paso.

Bennett y Alice se quedaron de pie en la silenciosa cocina, escuchando cómo el señor Van Cleve ponía en marcha el Ford Sedan y este se alejaba, rugiendo.

—Gracias —dijo Alice. Bennett exhaló un largo suspiro y le dio la espalda. La joven se preguntó si habría cambiado algo. Si el hecho de enfrentarse a su padre podría alterar lo que fuera que iba tan mal entre ellos. Pensó en Kathleen Bligh y en su marido, en cómo Kathleen le acariciaba la cabeza al pasar, o ponía las manos sobre las de él, incluso mientras Alice le leía. La forma en que Garrett, aun enfermo y frágil como estaba, extendía la mano hacia ella y su rostro vacío encontraba siempre aunque fuera la más leve de las sonrisas para su esposa. Alice dio un paso hacia Bennett, preguntándose si podría cogerle la mano. Pero, como si le leyera la mente, él se guardó las dos en los bolsillos—. Bueno, te lo agradezco —susurró la joven, volviendo a retroceder. Y entonces, como él no decía nada, le sirvió una copa y se fue arriba.

Garrett Bligh murió dos días después, tras semanas vagando por un territorio extraño y recóndito, mientras sus seres queridos intentaban adivinar si le fallarían antes los pulmones o el corazón. La noticia se extendió por la montaña y la campana dobló treinta y cuatro veces, para que todos los vecinos supieran quién se había ido. Al finalizar la jornada laboral, los hombres del vecindario se reunieron en casa de los Bligh con varias prendas de ropa buena, por si Kathleen no tenía ninguna, dispuestos a preparar, lavar y vestir al cadáver, como era costumbre en el lugar. Otros empezaron a construir el ataúd, que iría forrado de algodón y seda.

La noticia llegó a la Biblioteca Itinerante con un día de retraso. Margery y Alice, por acuerdo tácito, repartieron sus rutas entre Beth e Izzy lo mejor que pudieron, y luego salieron juntas hacia la casa. Las montañas, en lugar de impedir el paso del viento cortante, hacían las veces de embudo, y Alice recorrió todo el camino a caballo con la barbilla pegada al cuello, preguntándose qué diría al llegar a la pequeña casa y deseando haber tenido una postal adecuada que ofrecerles o, tal vez, un ramillete de flores. En Inglaterra, una casa en duelo era un lugar silencioso, de conversaciones veladas, oscurecido por un manto de tristeza, o de incomodidad, dependiendo de cuánto se conocía o se quería al difunto. A Alice, que siempre se las arreglaba para decir algo equivocado, aquellos momentos de silencio le resultaban opresivos, como una trampa en la que sin duda acabaría cayendo.

Sin embargo, cuando llegaron a lo alto de Hellmouth Ridge, no encontraron nada que sugiriera silencio: empezaron a dejar atrás coches y carros que habían tenido que ser abandonados al borde del camino porque ya era imposible pasar y, cuando llegaron a la casa, vieron asomar en el granero las cabezas de varios caballos de desconocidos resoplándose entre ellos, mientras un cántico amortiguado llegaba del interior. Alice se fijó en una pequeña ladera de pinos donde había tres hombres cavando, vestidos con abrigos gruesos, mientras sus picos llenaban el aire de sonidos metálicos al golpear la roca. Tenían los rostros amoratados y exhalaban pálidas nubes grises.

—¿Lo va a enterrar aquí? —le preguntó a Margery.

—Sí. Toda su familia está ahí arriba.

Alice se fijó entonces en una serie de losas de piedra, unas grandes y otras desgarradoramente pequeñas, que contaban la historia familiar de los Bligh en la montaña desde hacía generaciones.

El interior de la cabaña estaba lleno hasta la bandera. Habían puesto la cama de Garrett Bligh a un lado y la habían cubierto con una colcha, para que la gente pudiera sentarse. No había ni un centímetro que no estuviera lleno de niños pequeños, bandejas de comida o matriarcas cantando. Estas saludaron con la cabeza a Alice y Margery cuando entraron, para no interrumpir su canción. Las ventanas que, por lo que Alice recordaba, carecían de cristales, tenían los postigos echados y solo las lámparas de carburo y las velas iluminaban la penumbra, así que era difícil saber desde dentro si era de día o de noche. Uno de los niños de los Bligh estaba sentado en el regazo de una mujer de barbilla prominente y mirada amable, y los otros estaban acurrucados con Kathleen, que tenía los ojos cerrados y también estaba cantando, aunque era la única del grupo que se encontraba muy lejos de allí. Habían puesto una mesa de borriquetas sobre la que se hallaba un ataúd de pino y Alice vio el cuerpo de Garrett Bligh en su interior, con la cara relajada de la muerte. Por un instante, se preguntó si realmente era él. Sus pómulos se habían suavizado en cierto modo y tenía la frente lisa y el cabello suave y negro. Solo se le veía la cara, ya que el resto estaba tapado con una intrincada colcha de retales y cubierto de flores y hierbas que aromatizaban el aire. Alice nunca había visto un cadáver, pero lo cierto era que allí, rodeada por las canciones y por la calidez de la gente, era difícil sentirse impactada o incómoda por su proximidad.

—Lamento muchísimo su pérdida —dijo Alice. Era la única frase que había conseguido ensayar para decirle a la viuda y allí parecía hueca e inútil. Kathleen abrió los ojos y, tras tomarse unos segundos para reconocerla, esbozó una ligera sonrisa. Tenía los ojos con los bordes rosáceos y oscurecidos por el cansancio.

—Era un buen hombre y un buen padre —dijo Margery, apartándola para darle un fuerte abrazo a la mujer. Alice no estaba segura de haber visto a Margery abrazar a nadie nunca.

—Ya había sufrido lo suficiente —murmuró Kathleen, y los niños que tenía en los brazos la miraron, impasibles, con los pulgares metidos en la boca—. No podía desear que se quedara más tiempo. Ahora está con el Señor.

Su mandíbula floja y sus ojos tristes no reflejaban la convicción de sus palabras.

—¿Conocía a Garrett? —Una anciana con dos chales de ganchillo puestos sobre los hombros dio un par de golpecitos a los diez centímetros de cama libres que había a su lado, de manera que Alice se sintió obligada a apretujarse allí también.

—Bueno, un poco. Yo… solo soy la bibliotecaria. —La anciana la observó, frunciendo el ceño—. Solo lo conocía de mis visitas —añadió la joven, a modo de disculpa, como si en realidad supiera que no debería estar allí.

—¿Es la mujer que leía para él?

—Sí.

—¡Ay, niña! Era un gran consuelo para mi hijo. —La mujer extendió los brazos para atraer a Alice hacia ella. La joven se puso rígida y luego se dejó llevar—. Kathleen me comentaba a menudo lo mucho que Garrett anhelaba sus visitas. Le hacían olvidarse de sí mismo.

—¿Era su hijo? Dios mío. Lo siento muchísimo —dijo Alice, con sinceridad—. Parecía un hombre maravilloso, de verdad. Y él y Kathleen se querían muchísimo.

—Le estoy muy agradecida, señorita…

—Señora Van Cleve.

—Mi Garrett era un gran muchacho. Claro, usted no lo había conocido antes. Tenía los hombros más anchos de este lado de Cumberland Gap, ¿verdad, Kathleen? Cuando Kathleen se casó con él, debía de haber cien chicas llorando de aquí a Berea. —La joven viuda sonrió al recordarlo—. Yo solía decirle que no tenía ni idea de cómo lograba meterse en esa mina, con un cuerpo como el suyo. Por supuesto, ahora deseo que no lo hubiera hecho. Aun así… —La anciana tragó saliva y levantó la barbilla—. Aun así no somos dignos de cuestionar el plan divino. Ahora está con su propio padre y con el Padre Dios. Y nosotros debemos acostumbrarnos a estar aquí abajo sin él, ¿verdad, cielo? —La mujer extendió una mano para estrechar la de su nuera.

—Amén —dijo alguien.

Alice había dado por hecho que presentarían sus respetos y se irían, pero, cuando la mañana se convirtió en tarde y la tarde rápidamente dio paso al crepúsculo, la cabañita empezó a llenarse cada vez más. Los mineros habían acabado sus turnos, sus mujeres traían pasteles, escabeches y mermeladas de frutas y, a medida que el tiempo pasaba y se estancaba bajo la tenue luz, cada vez se iba amontonando más gente sin que nadie se fuera. Delante de Alice apareció un pollo, luego bizcochos y salsa de carne, patatas fritas y más pollo. Alguien compartió un poco de bourbon y se oyeron algunas carcajadas, lágrimas y canciones, y el aire en la pequeña cabaña se volvió cada vez más cálido y denso por los aromas de las carnes asadas y el licor dulce. Alguien sacó un violín y empezó a tocar melodías escocesas que hicieron que Alice se sintiera ligeramente nostálgica. Margery la miraba de vez en cuando, como para comprobar que estaba bien, pero Alice, rodeada de gente que le daba palmadas en la espalda y le agradecía sus servicios, como si fuera un militar y no una simple mujer inglesa que repartía libros, estaba extrañamente feliz allí sentada, asimilándolo todo.

Así que Alice van Cleve se abandonó a los extraños ritmos de la noche. Permaneció sentada a escasos metros de un hombre muerto, se comió la comida, bebió un traguito de licor, cantó himnos que apenas conocía y estrechó las manos de desconocidos que ya no parecían desconocidos. Y, cuando la noche cayó y Margery le susurró al oído que ya era hora de irse, porque iba a caer una buena helada, Alice se sorprendió al descubrir que se sentía como si estuviera abandonando su hogar, no como si se dirigiera hacia él, y aquel pensamiento le resultó tan desconcertante que eclipsó a todos los demás a lo largo del lento y frío camino de vuelta montaña abajo iluminado por el farol.

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