25


Al cabo de un par de horas, quedó claro por qué Margery y Charley eran los únicos que habían hecho alguna vez la ruta de Arnott’s Ridge. Incluso en las condiciones benignas de principios de septiembre, la ruta era remota y ardua, había que salvar grietas profundas, cornisas estrechas y otra serie de obstáculos para poder bajar o subir: desde zanjas hasta cercas, pasando por árboles caídos. Alice se había llevado a Charley, con la esperanza de que reconociera la ruta, y así fue. Este avanzaba con perseverancia, moviendo las enormes orejas adelante y atrás, siguiendo sus propias huellas a lo largo del lecho del arroyo y subiendo por el lateral de la cresta, mientras el resto de los caballos lo seguían. Allí no había muescas en los árboles ni lazos rojos: simplemente, Margery no esperaba que nadie más que ella fuera nunca por esa ruta, y Alice volvía la cabeza de vez en cuando para mirar a las otras mujeres, esperando poder confiar en Charley como guía.

El aire denso y húmedo las envolvía, y los bosques, con unos tonos ambarinos recién adquiridos, estaban llenos de hojas caídas que amortiguaban el ruido mientras ellas pasaban por los senderos ocultos. Cabalgaban en silencio, concentradas en aquel territorio desconocido, hablando solo de vez en cuando para animar a los caballos en voz baja, o para advertirles que se acercaba algún obstáculo.

Mientras recorrían el camino hacia el pico de la montaña, Alice cayó en la cuenta de que nunca habían cabalgado así, todas juntas. Y también de que lo más probable era que aquella fuera la última vez que ella se internaba en los bosques a caballo.

En una semana, aproximadamente, estaría en el tren, camino de Nueva York, donde cogería el enorme transatlántico que la llevaría a Inglaterra y a un tipo de vida muy diferente. Alice se dio la vuelta en la silla, observó al grupo de mujeres que la seguían y pensó en cuánto las quería y en que dejarlas a todas ellas, no solo a Fred, iba a ser la mayor tortura que había soportado hasta entonces. No creía que volviera a encontrar unas mujeres tan afines a ella y tan cercanas en su siguiente vida, entre parloteos cordiales y tazas de té.

Las otras bibliotecarias la olvidarían poco a poco y se entregarían a sus ajetreadas vidas: al trabajo, a la familia y a los retos siempre cambiantes de las estaciones. Por supuesto, prometerían escribirle, pero no sería lo mismo. Ya no habría más experiencias compartidas, más viento frío azotando sus rostros, más advertencias de que había serpientes en los caminos, ni más compasión cuando alguna de ellas se cayera del caballo. Alice iría convirtiéndose, poco a poco, en la posdata de una historia: «¿Te acuerdas de aquella muchacha inglesa que cabalgó con nosotras un tiempo? ¿La mujer de Bennett van Cleve?».

—¿Crees que ya estamos cerca? —Kathleen irrumpió en sus pensamientos, poniendo su caballo a la par del suyo.

Alice hizo parar a Charley y abrió el mapa que tenía en el bolsillo.

—Pues, según esto, no está mucho más allá de aquella cresta —dijo Alice, observando con los ojos entornados las imágenes dibujadas a mano—. Margery decía que las hermanas vivían a unos siete kilómetros en esa dirección, y que Nancy siempre hacía andando el último tramo por culpa del puente colgante, así que supongo que la casa de los McCullough debe de estar por allí.

Beth se burló de ella.

—¿Estás leyendo ese mapa del revés? Sé sin lugar a dudas que el puñetero puente está hacia el otro lado.

Alice tenía un nudo en el estómago, de los nervios.

—Si lo tienes tan claro, podrías adelantarte tú sola y avisarnos cuando llegues.

—No hace falta que te enfades. Lo digo porque tú no eres de aquí, eso es todo. Creía que…

—Claro, como si no lo supiera. Como si todo el pueblo no llevara un año recordándomelo.

—No te pongas así, Alice. Caray. Solo quería decir que tal vez algunas de nosotras conozcamos mejor las montañas que…

—Cállate, Beth. —Hasta Izzy estaba molesta—. No habríamos llegado hasta aquí de no ser por Alice.

—Esperad —dijo Kathleen—. Mirad.

Fue el humo lo que las alertó, un fino hilillo gris que no habrían avistado si los árboles cercanos no hubieran perdido las hojas de las copas, dejando brevemente a la vista aquel penacho ondulante sobre el cielo plomizo. Las mujeres se detuvieron en el claro y vieron la choza agazapada en la cresta de la montaña, el tejado al que le faltaban un par de tejas y el jardín descuidado. Era la única casa en varios kilómetros a la redonda y rezumaba abandono y recelo hacia las visitas inesperadas. Un perro de aspecto cruel, atado a una cadena, empezó a emitir unos ladridos feroces y sordos, al percatarse de su presencia entre los árboles.

—¿Creéis que nos dispararán? —preguntó Beth, y escupió ruidosamente.

Fred le había dicho a Alice que cogiera el rifle y esta lo llevaba colgado al hombro, por la cinta. No tenía muy claro si era bueno o malo que la familia McCullough viera que iba armada.

—Me pregunto cuántos habrá ahí dentro. A mi hermano mayor le dijeron que ninguno de los McCullough de fuera del pueblo había venido hasta aquí.

—Ya. Como dijo la señora Brady, lo más probable es que solo hayan acudido por el espectáculo —comentó Kathleen, entornando los ojos para ver mejor.

—Pues no iban a venir por las riquezas de los McCullough, ¿no? ¿Qué te dijo tu madre cuando se enteró de que ibas a subir aquí, por cierto? —le preguntó Beth a Izzy—. Me sorprende que te lo haya permitido —añadió. Izzy hizo avanzar a Patch hacia una pequeña zanja, que el caballo salvó con un resoplido—. ¿Izzy?

—Ella no tiene ni idea.

—¡Izzy! —Alice se giró en la silla.

—Ay, Alice, cállate. Sabes tan bien como yo que no me habría dejado venir. —Izzy se frotó la bota.

Se quedaron todas mirando la casa. Alice se estremeció.

—Si te pasa algo, tu madre me pondrá en el banquillo de los acusados con Margery. Izzy, esto es peligroso. Si lo hubiera sabido, no te habría dejado venir. —Alice negó con la cabeza.

—¿Y por qué has venido, Izzy? —preguntó Beth.

—Porque somos un equipo. Y los equipos permanecen unidos —repuso Izzy, levantando la barbilla—. Somos las bibliotecarias itinerantes de Baileyville y permanecemos unidas.

Beth le dio un pequeño puñetazo en el brazo, mientras su caballo avanzaba.

—Bien dicho, maldita sea.

—Caray, ¿es que nunca vas a dejar de maldecir, Beth Pinker?

Izzy le devolvió el puñetazo y chilló cuando sus caballos chocaron entre ellos.

Al final, fue Alice la que tomó la delantera. Subieron hasta donde el perro gruñón de la cadena se lo permitió, y luego la joven se bajó del caballo y le pasó las riendas a Kathleen. Avanzó unos pasos hacia la puerta, alejándose del perro, que le enseñaba los dientes y tenía el pelo del cogote erizado. Alice miró la cadena, nerviosa, esperando que el otro extremo estuviera bien sujeto.

—¿Hola? —Las dos ventanas de la parte delantera, llenas de mugre, las observaban de forma inexpresiva. De no haber sido por el hilillo de humo, habría jurado que no había nadie en casa. Alice avanzó un paso más y alzó la voz—. ¿Señorita McCullough? Usted no me conoce, pero trabajo en la Biblioteca Itinerante, abajo, en el pueblo. Sé que no han querido hablar con los hombres del sheriff, pero les estaría muy agradecida si pudieran ayudarnos.

Su voz rebotó en la ladera de la montaña. Dentro de la casa, no hubo ningún movimiento.

Alice se volvió y miró a las demás, vacilante. Los caballos pateaban con impaciencia y observaban al perro, que no paraba de gruñir, con las fosas nasales dilatadas.

—¡Solo sería un momento!

El perro se giró y se quedó callado. Por un instante, en la montaña reinó un silencio mortal. No se movía nada: ni los caballos, ni los pájaros en los árboles. A Alice se le puso la piel de gallina, como si aquello fuera el presagio de algo terrible. Pensó en la descripción del cadáver de McCullough, al que le habían arrancado los ojos a picotazos. Había yacido no muy lejos de allí, durante meses.

«No quiero estar aquí», pensó, mientras un pánico visceral le recorría la espina dorsal. Levantó la vista y vio a Beth, que asentía como diciendo: «Vamos, inténtalo otra vez».

—¿Hola? ¿Señorita McCullough? ¿Hay alguien? —Todo siguió inmóvil—. ¿Hola?

Una voz rompió el silencio.

—¡Fuera de aquí, déjennos en paz!

Alice se volvió y se topó con los dos cañones de un rifle, que asomaban por un hueco de la puerta.

Tragó saliva y ya estaba a punto de volver a hablar, cuando Kathleen apareció andando a su lado y le puso una mano en el brazo a Alice.

—¿Verna? ¿Eres tú? No sé si te acuerdas de mí, pero soy Kathleen Hannigan, ahora Bligh. A veces jugaba con tu hermana, abajo, en Split Creek. Una vez, hicimos muñecas de maíz con mi madre, durante una cosecha, y creo que ella te hizo una a ti. Con un lazo de lunares. ¿Te acuerdas?

Ahora el perro miraba fijamente a Kathleen, con los labios retraídos sobre los dientes.

—No estamos aquí para causaros problemas —continuó la mujer, levantando las manos—. Una buena amiga está en apuros y estaríamos muy agradecidas si nos dejarais hablar con vosotras un momento.

—¡No tenemos nada que deciros!

Nadie se movió. El perro dejó de ladrar un instante y volvió el morro hacia la puerta. Los dos cañones seguían allí.

—No pienso bajar al pueblo —añadió la voz, desde el interior—. No… No voy a bajar. Ya le dije al sheriff qué día había desaparecido nuestro padre y listo. No vais a sacarme nada más.

Kathleen se acercó otro poco.

—Lo entendemos, Verna. Solo queremos que nos dediques un par de minutos para poder hablar. Para ayudar a nuestra amiga. Por favor.

Se hizo un largo silencio.

—¿Qué le ha pasado?

Se miraron las unas a las otras.

—¿No lo sabes? —preguntó Kathleen.

—El sheriff solo dijo que habían encontrado el cadáver de mi padre. Y al asesino que lo había matado.

Alice tomó la palabra.

—Más o menos, fue así. Salvo que es a nuestra amiga a la que están juzgando, señorita Verna, y podemos jurar sobre la Biblia que ella no es ninguna asesina.

—Verna, puede que conozcas a Margery O’Hare. Como sabrás, la fama de su padre la precede. —Kathleen bajó la voz, como si aquello fuera una conversación informal—. Pero ella es una buena mujer. Un poco… particular, pero no es ninguna despiadada asesina. Y su bebé se arriesga a crecer sin una madre por culpa de los chismorreos y los rumores.

—¿Margery O’Hare ha tenido un bebé? —El arma descendió un poco—. ¿Con quién se ha casado?

Las mujeres intercambiaron miradas incómodas.

—Bueno, no está casada, exactamente.

—Pero eso no significa nada —se apresuró a gritar Izzy—. No significa que no sea una buena persona.

Beth acercó el caballo un poco más a la casa y levantó una alforja.

—¿Quiere unos libros, señorita McCullough? ¿Para usted o para su hermana? Tenemos libros de recetas, libros de cuentos, todo tipo de libros. Muchas familias de las montañas se alegran de recibirlos. No tiene que pagar nada y le traeremos otros nuevos cuando quiera.

Kathleen negó con la cabeza, mirando a Beth.

—No creo que sepa leer —susurró.

Alice, nerviosa, intentó hablar por encima de ellas.

—Señorita McCullough, lamentamos mucho, muchísimo, lo de su padre. Debían de quererlo mucho. Y sentimos mucho molestarlas con este asunto. No habríamos venido si no estuviéramos desesperadas por ayudar a nuestra amiga…

—Me da igual —dijo la muchacha.

Alice se tragó el resto de la frase y encorvó un poco los hombros. Beth cerró la boca, consternada.

—Bueno, me parece natural que albergue sentimientos negativos hacia Margery, pero le ruego que escuche…

—No digo lo de ella. —La voz de Verna se endureció—. Me da igual lo que le ha pasado a mi padre.

Las mujeres se miraron, confusas. El rifle descendió otro poco más y luego desapareció.

—¿Eres la Kathleen que llevaba las trenzas sujetas encima de la cabeza?

—La misma.

—¿Habéis cabalgado hasta aquí desde Baileyville?

—Así es —dijo Kathleen.

Hubo una breve pausa.

—Entonces, será mejor que entréis.

Ante la atenta mirada de las bibliotecarias, la tosca puerta de madera se entornó y, al cabo de un rato, se abrió un poco más, chirriando. Y allí, por primera vez, en la penumbra, vieron la figura de la veinteañera Verna McCullough. Llevaba puesto un vestido de color azul descolorido, con parches en los bolsillos, y una pañoleta en la cabeza. Su hermana se movía entre las sombras, detrás de ella.

Se quedaron un momento en silencio, mientras todas asimilaban lo que tenían delante.

—Mierda —dijo Izzy, en voz baja.

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