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… y lo mejor de todo era que el sinfín de libros entre los cuales podía elegir a su gusto hacía de la biblioteca un verdadero paraíso para ella.
LOUISA MAY ALCOTT, Mujercitas
Dos magulladuras púrpura en sus rodillas, otra en el tobillo izquierdo y ampollas en sitios donde no sabía que pudiera haber ampollas, un racimo de picaduras infectadas tras la oreja izquierda, uñas rotas (tenía que admitir que ligeramente sucias) y cuello y nariz quemados por el sol. Un rasguño de cinco centímetros de largo en el hombro derecho por haberse raspado con un árbol y una marca en el codo izquierdo donde Spirit la había mordido cuando ella había tratado de golpear a un tábano. Alice miró su rostro mugriento en el espejo y se preguntó qué pensaría la gente de esa vaquera llena de costras que le devolvía la mirada.
Habían pasado más de quince días y nadie había dicho nada de que Isabelle Brady aún no hubiese ido para unirse al pequeño equipo de bibliotecarias itinerantes, así que Alice no se atrevió a preguntar. Frederick no hablaba mucho, aparte de para ofrecerle café y su ayuda con Spirit; Beth —la mediana de ocho hermanos varones— entraba y salía con briosa energía masculina, saludando con un alegre movimiento de cabeza mientras tiraba su silla de montar al suelo y soltaba exclamaciones cuando no podía encontrar sus «malditas alforjas»; y el nombre de Isabelle simplemente no aparecía en las pequeñas tarjetas de la pared con las que registraban el comienzo y el final de sus jornadas. En algunas ocasiones, un automóvil grande de color verde oscuro pasaba con la señora Brady en el asiento delantero y Margery saludaba con un movimiento de cabeza, pero sin que se cruzara palabra alguna entre ellas. Alice empezaba a pensar que haber sacado a relucir el nombre de su hija había sido una estratagema de la señora Brady para animar a otras jóvenes a dar un paso al frente.
Así que le provocó cierta sorpresa que el coche aparcara un jueves por la tarde, con sus enormes ruedas salpicando arena y gravilla sobre los escalones al detenerse. La señora Brady era una conductora entusiasta, aunque se despistaba fácilmente y era dada a conseguir que la gente del pueblo se apartara cuando ella volvía la cabeza para saludar a algún peatón o hacía un giro exagerado para no atropellar a un gato por la calle.
—¿Quién es? —Margery no levantó la vista. Estaba ocupándose de dos montones de libros devueltos y trataba de decidir cuáles estaban demasiado estropeados para volver a sacarlos. Tenía poco sentido prestar un libro al que le faltaba la última página, como ya había ocurrido una vez. «Una pérdida de tiempo», había sido la respuesta del aparcero al que habían dejado La buena tierra, de Pearl S. Buck. «No pienso volver a leer un libro».
—Creo que es la señora Brady. —Alice, que había estado curándose una ampolla del talón, miró por la ventana, tratando de parecer discreta. Vio cómo la señora Brady cerraba la puerta del conductor y se detenía a saludar con la mano a alguien que estaba al otro lado de la calle. Y, entonces, observó que otra mujer más joven salía del asiento del pasajero, con su pelo rojo echado hacia atrás y recogido en unos rizos bien peinados. Isabelle Brady—. Vienen las dos —añadió Alice en voz baja. Se volvió a poner el calcetín con una mueca de dolor.
—Me sorprende.
—¿Por qué? —preguntó Alice.
Isabelle rodeó el lateral del coche hasta ponerse al lado de su madre. Fue entonces cuando Alice vio que caminaba con una fuerte cojera y que la parte inferior de la pierna izquierda la llevaba sujeta con un aparato ortopédico de cuero y metal, con el extremo del zapato ensanchado de forma que parecía un pequeño ladrillo negro. No usaba muleta, pero se giraba un poco al andar y la concentración —o posiblemente la incomodidad— podía verse claramente en su rostro lleno de pecas.
Alice se apartó, pues no quería que la vieran mirando mientras subían despacio los escalones. Oyó el murmullo de una conversación y, a continuación, la puerta al abrirse.
—¡Señorita O’Hare!
—Buenas tardes, señora Brady. Isabelle.
—Siento mucho el retraso con el que empieza Izzy. Ha tenido… otros asuntos que atender antes.
—Me alegra que hayan venido. Estamos casi listas para enviar a la señora Van Cleve sola, así que, cuantas más, mejor. Aunque tendré que buscarte un caballo, señorita Brady. No estaba segura de cuándo vendrías.
—No se me da bien montar a caballo —respondió Izzy en voz baja.
—Eso me preguntaba. Nunca te he visto encima de un caballo. Así que el señor Guisler te prestará su viejo caballo, Patch. Es un poco pesado pero dulce como ningún otro, no te asustará. Sabe lo que hace e irá a tu ritmo.
—No sé montar —insistió Izzy con cierto tono de nerviosismo en la voz. Miró a su madre con expresión de rebeldía.
—Eso es solo porque no lo has probado, querida —dijo su madre sin mirarla. Dio una palmada con las manos—. Entonces, ¿a qué hora venimos mañana? Izzy, tendremos que llevarte a Lexington para comprarte unos pantalones de montar nuevos. Los viejos están muy desgastados.
—Bueno, Alice prepara su caballo a las siete, así que ¿por qué no vienes entonces? Podríamos empezar un poco antes a dividirnos las rutas.
—No me estás escuchando —empezó a protestar Izzy.
—Nos vemos mañana. —La señora Brady miró a su alrededor por la pequeña cabaña—. Me alegra ver cómo han avanzado. Me ha dicho el pastor Willoughby que las hijas de McArthur leyeron el domingo pasado sus ejemplares de la Biblia sin que él tuviera que hacer otra cosa que animarlas un poco, gracias a los libros que les han llevado. Maravilloso. Buenas tardes, señora Van Cleve, señorita O’Hare. Les estoy muy agradecida a las dos.
La señora Brady se despidió con un movimiento de la cabeza y las dos mujeres se giraron para salir de la biblioteca. Oyeron el rugido del motor del automóvil cuando se puso en marcha y, después, un derrape y un grito de sobresalto cuando la señora Brady se incorporó a la calle.
Alice miró a Margery, que se encogió de hombros. Se quedaron sentadas en silencio hasta que el sonido del motor desapareció.
—Bennett. —Alice subió de un salto al porche donde su marido estaba sentado con un vaso de té helado. Echó un vistazo a la mecedora, que se encontraba inusualmente vacía—. ¿Dónde está tu padre?
—Cenando con los Lowe.
—¿Es esa que nunca deja de hablar? Dios mío, se pasará allí toda la noche. ¡Me sorprende que la señora Lowe pueda tomar aire el tiempo suficiente para poder comer! —Se apartó el pelo de la frente—. He pasado un día estupendo. Hemos ido a una casa en mitad de la nada más absoluta y te juro que ese hombre quería pegarnos un tiro. No lo ha hecho, claro…
Fue dejando de hablar al ver que él había ido bajando los ojos hasta sus botas sucias. Alice dirigió la mirada hacia ellas y el barro de sus pantalones de montar.
—Ah. Eso. Sí. He calculado mal el sitio por donde debía atravesar un riachuelo y mi caballo ha tropezado y me ha tirado por encima de su cabeza. En realidad, ha sido muy divertido. Ha habido un momento en que he pensado que Margery iba a desmayarse de tanto reír. Por suerte, me he secado enseguida, aunque espera a ver mis moretones. Soy literalmente de color púrpura. —Subió corriendo los escalones hasta donde él estaba y se agachó para darle un beso, pero él apartó la cara.
—Últimamente apestas a caballo —dijo—. Quizá deberías lavarte. Si no, se te puede… quedar.
Ella estaba segura de que no había tenido intención de ofenderla, pero lo había hecho. Se olió el hombro.
—Tienes razón —dijo forzando una sonrisa—. ¡Huelo como un vaquero! Te diré qué vamos a hacer. ¿Qué te parece si me refresco y me pongo algo bonito? Después, quizá podríamos ir en coche hasta el río. Puedo preparar una pequeña cesta con cosas ricas. ¿No había dejado Annie un poco de ese pastel de melaza? Y sé que aún tenemos lonchas de jamón. Di que sí, cariño. Solos tú y yo. Llevamos varias semanas sin salir de verdad a ningún sitio.
Bennett se levantó de su asiento.
—La verdad es que…, eh…, voy a juntarme con algunos amigos para jugar un partido. Solo estaba esperando a que llegaras a casa para decírtelo. —Estaba de pie delante de ella y se dio cuenta de que llevaba los pantalones blancos que se ponía para hacer deporte—. Vamos al campo de juegos que hay en Johnson.
—Ah. Muy bien. Iré a veros. Prometo que no tardaré en lavarme.
Él se pasó la palma de la mano por la cabeza.
—Es una cosa de hombres. Lo cierto es que no va ninguna esposa.
—No voy a decir nada, cariño, ni tampoco voy a molestarte.
—La cuestión no es esa…
—Es que me encantaría verte jugar. Te pones tan… contento cuando juegas.
Por su forma de mirarla y, después, apartar los ojos, Alice supo que había hablado demasiado. Se quedaron un momento en silencio.
—Como te he dicho, es una cosa de hombres.
Alice tragó saliva.
—Entiendo. Entonces, en otra ocasión.
—¡Claro! —Al verse liberado parecía, de repente, feliz—. Una merienda en el campo estaría muy bien. Quizá podríamos decírselo a alguno de los otros para que venga también. Como Pete Schrager. Su mujer te gusta, ¿verdad? Patsy es divertida. Las dos os vais a hacer buenas amigas, lo sé.
—Ah, sí. Supongo que sí.
Se quedaron incómodos uno delante del otro un momento más. A continuación, Bennett extendió una mano y se inclinó hacia delante como si fuera a besarla. Pero esta vez fue ella la que dio un paso atrás.
—No pasa nada. No tienes por qué hacerlo. ¡Dios mío, sí que apesto! ¡Qué desagradable! ¿Cómo puedes soportarlo?
Se alejó caminando hacia atrás y, después, se giró y subió corriendo los escalones de dos en dos para que él no viera que los ojos se le habían llenado de lágrimas.
Las jornadas de Alice habían entrado en una especie de rutina desde que había empezado a trabajar. Se levantaba a las cinco y media de la mañana, se lavaba y se vestía en el pequeño baño que había al otro lado del pasillo (se sintió agradecida por ello cuando no tardó en ver que la mitad de las casas de Baileyville aún tenían los retretes fuera… o algo peor). Bennett dormía como un muerto, sin apenas removerse mientras ella se ponía las botas y se inclinaba sobre él para darle un pequeño beso en la mejilla para, después, bajar de puntillas. En la cocina, recogía los bocadillos que había preparado la noche anterior, cogía un par de «galletas» que Annie dejaba en el aparador, las envolvía en una servilleta y se las comía mientras recorría a pie la distancia de menos de un kilómetro hasta la biblioteca. Algunos de los rostros con los que se cruzaba en su paseo habían empezado a resultarle conocidos: granjeros en sus carros tirados por caballos, camiones de troncos que se dirigían a los enormes depósitos de madera y algún que otro minero que se había quedado dormido y que iba con el balde del almuerzo en la mano. Había empezado a saludar a las personas a las que reconocía. La gente de Kentucky era mucho más educada que en Inglaterra, donde lo más probable era que te miraran con recelo si saludabas a algún desconocido con demasiada simpatía. Un par de personas habían empezado a hablarle desde el otro lado de la calle: «¿Qué tal va esa biblioteca?». A lo que ella respondía: «Ah, muy bien, gracias». Siempre sonreían aunque, a veces, ella sospechaba que le hablaban porque su acento les hacía gracia. En cualquier caso, resultaba agradable sentir que estaba empezando a formar parte de algo.
En ocasiones se cruzaba con Annie, que caminaba con paso enérgico y la cabeza agachada de camino a la casa —para su vergüenza, no estaba segura de dónde vivía su sirvienta— y la saludaba con un alegre movimiento de la mano, pero Annie se limitaba a saludar con la cabeza, sin sonreír, como si Alice hubiese traspasado alguna norma tácita del reglamento de patrona y empleada. Sabía que Bennett no se levantaría hasta que Annie llegara a la casa, que lo despertaría con un café en una bandeja después de haberle llevado otro al señor Van Cleve. Para cuando los dos hombres estuviesen vestidos, les estarían esperando el beicon, los huevos y las gachas en la mesa del comedor, con la cubertería ya dispuesta poco antes. A las ocho menos cuarto se marcharían en el Ford descapotable de color burdeos del señor Van Cleve en dirección a Minas Hoffman.
Alice trataba de no pensar demasiado en la noche anterior. Su tía preferida le había dicho una vez que la mejor forma de pasar por la vida era no obsesionarse con las cosas, así que había almacenado esos sucesos en una maleta y la había guardado en el fondo de un armario de la mente, como había hecho con muchas otras maletas antes. No tenía sentido darle más vueltas al hecho de que Bennett simplemente se había ido a tomar unas copas mucho después de que terminara su partido de béisbol y, al regresar, se había quedado dormido en el sofá del vestidor desde donde le habían llegado sus convulsivos ronquidos hasta el amanecer. No tenía sentido darle muchas vueltas al hecho de que ya habían pasado más de seis meses, tiempo suficiente para que ella reconociera que quizá no fuera este el comportamiento normal en un recién casado. Como tampoco tenía sentido darle muchas vueltas al hecho de que resultaba evidente que ninguno de los dos tenía ni idea de cómo hablar de lo que estaba pasando. Sobre todo, porque ella no estaba segura de qué era lo que estaba pasando. Hasta entonces, nada en su vida le había aportado las palabras o la experiencia que habría necesitado. Y no había nadie a quien se lo pudiera confiar. Su madre consideraba que hablar de cualquier asunto del cuerpo —aunque fuera sobre limarse las uñas— resultaba vulgar.
Alice respiró hondo. No. Sería mejor concentrarse en el camino que la esperaba, en la larga y ardua jornada, con sus libros y sus anotaciones en el registro de la biblioteca, sus caballos y sus frondosos y verdes bosques. Sería mejor no darle muchas vueltas a nada que no fuera el largo y duro viaje a caballo, centrarse diligentemente en su nueva tarea, en la memorización de las rutas, en tomar nota de direcciones y nombres y en la clasificación de los libros para que a la hora de regresar a casa lo único que pudiese hacer fuera permanecer despierta el tiempo suficiente hasta la cena, darse un largo baño en la bañera y, por fin, caer dormida rápidamente.
Sabía que era una rutina que parecía venirles bien a los dos.
—Ha venido —dijo Frederick Guisler al pasar junto a ella cuando entró. Se alzó el sombrero en un gesto de saludo y arrugó los ojos.
—¿Quién? —preguntó ella mientras dejaba el balde con el almuerzo y miraba hacia la ventana de atrás.
—La señorita Isabelle. —Cogió su chaqueta y se dirigió hacia la puerta—. Dios sabe que dudo mucho de que vaya a participar en el derby de hípica de Kentucky próximamente. Hay café haciéndose ahí atrás, señora Van Cleve. He traído nata, pues he visto que es así como a usted le gusta.
—Es todo un detalle, señor Guisler. Tengo que decirle que no puedo tomarlo tan espeso como Margery. En el suyo casi puede quedarse clavada la cuchara.
—Llámeme Fred. Y, bueno, Margery hace las cosas a su modo, como ya sabe. —Se despidió con un gesto de la cabeza y cerró la puerta.
Alice se ató un pañuelo alrededor del cuello para protegérselo del sol, se sirvió una taza de café y, a continuación, dio la vuelta hasta la parte trasera, donde estaban atados los caballos en un pequeño cercado. Allí pudo ver a Margery doblada por la cintura, sujetando la rodilla de Isabelle Brady mientras la muchacha se agarraba a la silla de montar de un caballo zaino de apariencia robusta. Estaba quieto, moviendo la quijada de forma pausada alrededor de una mata de hierba, como si ya llevara un rato allí.
—Tienes que dar un pequeño brinco, Isabelle —decía Margery con los dientes apretados—. Si no puedes meter el zapato en el estribo, vas a tener que saltar hacia arriba. ¡Uno, dos, tres y arriba!
Nada se movió.
—¡Salta!
—Yo no doy brincos —respondió Isabelle con tono airado—. No estoy hecha de goma.
—Échate hacia mí y, después, uno, dos, tres y lanzas la pierna por encima. Vamos. Yo te agarro.
Margery tenía bien sujeta la pierna rígida de Isabelle. Pero la muchacha parecía incapaz de saltar. Margery levantó los ojos y vio a Alice. Su gesto era deliberadamente inexpresivo.
—No me sale —dijo la muchacha enderezándose—. No puedo hacerlo y no tiene sentido seguir intentándolo.
—Pues es una larguísima caminata por esas montañas, así que vas a tener que buscar la forma de subirte a él. —Disimuladamente, Margery se frotó la rabadilla.
—Le he dicho a mi madre que era una mala idea. Pero no me hace caso. —Isabelle vio a Alice y eso pareció enfadarla aún más. Se sonrojó y el caballo se movió. La muchacha soltó un grito al ver que casi le pisaba un pie y tropezó al tratar de apartarse—. ¡Qué animal más estúpido!
—Vaya, eso ha sido un poco grosero —dijo Margery—. No le hagas caso, Patch.
—No puedo subirme. No tengo fuerzas. Todo esto es ridículo. No sé por qué no me hace caso mi madre. ¿Por qué no puedo quedarme en la cabaña?
—Porque necesitamos que salgas a repartir libros.
Fue entonces cuando Alice vio las lágrimas en los ojos de Isabelle Brady, como si aquello no fuese solo una pataleta, sino algo que surgía de una angustia real. La muchacha se dio la vuelta y se secó la cara con una mano pálida. Margery también las había visto. Las dos intercambiaron una breve e incómoda mirada. Margery se frotó los codos para quitarse el polvo de la camisa. Alice dio un sorbo a su café. El sonido de la boca de Patch al masticar, sin parar y ajeno a lo demás, fue lo único que rompió el silencio.
—Isabelle, ¿puedo hacerte una pregunta? —preguntó Alice un momento después—. Si estás sentada o si caminas solo distancias cortas, ¿tienes que llevar la prótesis?
Hubo un repentino silencio, como si esa palabra estuviese prohibida.
—¿Qué quiere decir?
«Vaya, lo he vuelto a hacer», pensó Alice. Pero ya no había marcha atrás.
—Ese aparato ortopédico. Me refiero a que, si te lo quitamos, y las botas también, podrías ponerte… unas botas de montar normales. Podrías subirte desde el otro lado de Patch usando la otra pierna. Y quizá dejar caer los libros junto a las puertas en lugar de estar montando y desmontando, como nosotras. ¿O tal vez da igual si no tienes que caminar mucho?
Isabelle frunció el ceño.
—Pero nunca me quito la prótesis. Se supone que debo llevarla todo el día.
Margery la miró con gesto reflexivo.
—Pero no vas a tener que estar de pie, ¿no?
—Pues… no —respondió Isabelle.
—¿Quieres que mire si tenemos otras botas? —preguntó Margery.
—¿Quiere que me ponga las botas de otra persona? —contestó Isabelle, recelosa.
—Solo hasta que tu madre te compre un buen par en Lexington.
—¿Qué número tienes? Yo tengo un par de sobra —dijo Alice.
—Pero, aunque me las ponga, mi… En fin, una pierna es… más corta. No voy a estar bien equilibrada —dijo Isabelle.
Margery sonrió.
—Para eso tienen los estribos unas tiras de cuero ajustables. La mayoría de las personas de por aquí montan medio torcidas de todos modos, vayan borrachas o no.
Quizá fuera porque Alice era británica y se había dirigido a Isabelle con el mismo acento entrecortado con el que hablaba a los Van Cleve cuando quería conseguir algo, o quizá fuese por la novedad de que le dijeran que no tenía por qué llevar la prótesis, pero, una hora después, Isabelle Brady estaba sentada a lomos de Patch, con los nudillos blancos de apretar las riendas y el cuerpo rígido por el miedo.
—No va a ir rápido, ¿verdad? —preguntó con voz temblorosa—. De verdad que no quiero ir rápido.
—¿Vienes tú, Alice? Creo que es un buen día para que demos una vuelta por el pueblo, incluida la escuela. Mientras podamos evitar que nuestro Patch se nos quede dormido nos irá bien. ¿Estáis listas, chicas? Vámonos.
Isabelle no dijo apenas nada durante la primera hora de trayecto a caballo. Alice, que iba detrás de ella, oía algún que otro chillido cuando Patch tosía o movía la cabeza. Margery se echaba hacia atrás en su silla y le gritaba algo para animarla. Pero hicieron falta más de seis kilómetros para que Alice pudiera ver que Isabelle se permitía respirar con normalidad y, aun en esos momentos, parecía furiosa y triste, con lágrimas brillándole en los ojos, aunque apenas dejaron de avanzar a un ritmo adormecedor.
A pesar de haber conseguido subirla a un caballo, Alice no terminaba de ver cómo narices iba a funcionar aquello. Esa muchacha no quería estar ahí. No podía caminar sin la prótesis ortopédica. Estaba claro que no le gustaban los caballos. Por lo que sabían, ni siquiera le gustaban los libros. Alice se preguntaba si aparecería al día siguiente y, cuando alguna vez cruzó la mirada con Margery, supo que ella se preguntaba lo mismo. Echaba de menos cuando cabalgaban juntas, los cómodos silencios, la forma de sentir como si estuviese aprendiendo algo con cualquier cosa que dijera Margery. Echaba de menos los estimulantes galopes por los senderos más llanos, lanzándose gritos de ánimo la una a la otra sobre sus caballos, mientras buscaban la forma de cruzar ríos y vallas y también la satisfacción que producía saltar un hoyo lleno de piedras. Quizá sería más fácil si la chica no se mostrara tan huraña: su mal humor parecía empañar la mañana y ni la espléndida luz del sol ni la suave brisa podían aliviarla. «Lo más probable es que mañana volvamos a la normalidad», se dijo Alice, tranquilizada con esa idea.
Eran casi las nueve y media cuando se detuvieron en la escuela, un pequeño edificio de madera con una sola habitación, no muy diferente de la biblioteca. Fuera tenía una pequeña zona de césped casi pelado por el uso constante y un banco debajo de un árbol. Había unos niños sentados en la puerta con las piernas cruzadas y agachados sobre unas pizarras mientras en el interior otros repetían las tablas de multiplicar en un coro exaltado.
—Yo espero aquí fuera —dijo Isabelle.
—No —respondió Margery—. Entra en el patio. No tienes que bajarte del caballo si no quieres. ¿Señora Beidecker? ¿Está ahí?
Apareció una mujer en la puerta abierta seguida por un clamor de niños.
Mientras Isabelle, con expresión de fastidio, las seguía al interior del patio, Margery desmontó de su caballo y presentó a las dos a la maestra, una mujer joven con un cuidado cabello rubio rizado y con acento alemán que, según explicó después Margery, era la hija de uno de los capataces de la mina.
—Allí tienen a gente de todo el mundo —dijo—. De todos los idiomas que os podáis imaginar. La señora Beidecker habla cuatro idiomas.
La maestra, que se mostró encantada de verlas, sacó a los casi cuarenta niños de la clase para que saludaran a las mujeres, acariciaran los caballos y les hicieran preguntas. Margery extrajo de su alforja varios libros infantiles que habían llegado esa misma semana y les fue explicando el argumento de cada uno de ellos mientras se los iba entregando. Los niños se daban empujones para cogerlos, y agachaban las cabezas mientras se sentaban para examinarlos en grupos sobre la hierba. Uno de ellos, aparentemente sin miedo ante el mulo, metió el pie en el estribo de Margery y miró en el interior de la alforja vacía por si se había dejado alguno.
—¿Señorita? ¿Señorita? ¿Tiene más libros? —preguntó una niña de dientes mellados y el pelo recogido en dos trenzas con la mirada levantada hacia Alice.
—Esta semana no —respondió—. Pero te prometo que os traeremos más la semana que viene.
—¿Me puede traer un libro de historietas? Mi hermana leyó uno y era muy bueno. Tenía piratas, princesas y de todo.
—Haré lo que pueda —contestó Alice.
—Usted habla como una princesa —dijo la niña con timidez.
—Pues tú pareces una princesa —respondió Alice y la niña se rio y se alejó corriendo.
Dos niños de unos ocho años pasaron junto a Alice en dirección a Isabelle, que esperaba junto a la valla. Le preguntaron su nombre y ella se lo dijo, sin sonreír y sin añadir nada más.
—¿Es suyo el caballo, señorita?
—No —contestó Isabelle.
—¿No tiene caballo?
—No. No me gustan mucho. —Frunció el ceño, pero no pareció que los niños se dieran cuenta.
—¿Cómo se llama?
Isabelle vaciló.
—Patch —respondió por fin antes de mirar hacia atrás, como si se preparara para que le dijeran que se había equivocado.
Un niño empezó a hablarle animadamente al otro sobre el caballo de su tío que, al parecer, podía saltar por encima de un camión de bomberos sin esfuerzo y el otro le dijo que una vez había montado en un unicornio de verdad en la feria del condado y que tenía cuerno y todo. Después, tras acariciar el hocico lleno de pelos de Patch durante un rato, parecieron perder el interés y, tras despedirse de Isabelle con un movimiento de la mano, se fueron a mirar los libros con sus compañeros de clase.
—¿No os parece estupendo, niños? —gritó la señora Beidecker—. ¡Estas buenas señoras nos van a traer libros nuevos cada semana! Así que tendremos que asegurarnos de cuidarlos, de no doblarles los lomos y, William Bryant, de no tirárselos a nuestras hermanas. Aunque nos pinchen en el ojo. ¡Hasta la semana que viene, señoras! ¡Os estamos muy agradecidos!
Los niños se despidieron alegres, levantando las voces en un crescendo de adioses y, cuando Alice miró hacia atrás un rato después, aún había algunas caras blancas mirando desde las ventanas y moviendo las manos con entusiasmo. Alice vio que Isabelle les miraba y notó que tenía una media sonrisa en la cara. Era algo lenta y melancólica, casi sin alegría, pero una sonrisa al fin y al cabo.
Se alejaron en silencio hacia el interior de las montañas, siguiendo los estrechos senderos que bordeaban el arroyo y permaneciendo en fila india, Margery al frente y manteniendo un ritmo deliberadamente constante. De vez en cuando, decía algo y señalaba hacia los puntos de interés, quizá con la esperanza de que Isabelle se distrajera o, por fin, expresara un poco de entusiasmo.
—Sí, sí —dijo Isabelle con desdén—. Es la Roca de la Doncella, ya lo sé.
Margery se giró sobre su silla de montar.
—¿Conoces la Roca de la Doncella?
—Mi padre me obligaba a pasear con él por las montañas cuando empecé a recuperarme de la polio. Varias horas al día. Decía que si usaba mis piernas lo suficiente se igualarían.
Se detuvieron en un claro. Margery desmontó y sacó de su silla una botella de agua y unas manzanas, se las pasó y, después, dio un trago a la botella.
—Y no funcionó —dijo señalando con la cabeza la pierna de Isabelle—. Lo de los paseos.
Isabelle la miró con los ojos bien abiertos.
—Nada va a funcionar —contestó—. Soy una lisiada.
—Qué va. No eres eso. —Margery se frotó una manzana en la chaqueta—. Si lo fueras no podrías andar ni montar a caballo. Es evidente que puedes hacer las dos cosas, aunque eres un poco terca. —Margery le ofreció el agua a Alice, que bebió con ansia y, después, se la pasó a Isabelle, que negó con la cabeza.
—Debes de estar sedienta —señaló Alice.
Isabelle apretó la boca. Margery se quedó mirándola fijamente. Al final, sacó un pañuelo, limpió el cuello de la botella de agua y, después, se la pasó a Isabelle, a la vez que miraba brevemente a Alice con los ojos ligeramente en blanco.
Isabelle se la llevó a los labios y cerró los ojos mientras bebía. Le devolvió la botella, se sacó un pequeño pañuelo de encaje del bolsillo y se limpió la frente.
—Hoy hace un calor espantoso —admitió.
—Sí. Y no hay mejor lugar en el mundo que el frescor de las montañas. —Margery bajó hasta el arroyo para rellenar la botella y volvió a apretarle bien el tapón—. Concédenos a mí y a Patch dos semanas, señorita Brady, y te prometo que, con piernas o sin ellas, no vas a querer estar en ningún otro sitio de Kentucky.
Isabelle no parecía convencida. Las mujeres se comieron las manzanas en silencio, dieron a los caballos y a Charley los corazones y, después, volvieron a montar. Esta vez, advirtió Alice, Isabelle subió sola y sin quejarse. Estuvo un rato cabalgando detrás de ella, observándola.
—Te han gustado los niños. —Alice avanzó para colocarse a su lado cuando volvieron a ponerse en camino junto a un largo campo de hierba. Margery iba a cierta distancia por delante, cantando en voz baja para sí o quizá para el mulo. A menudo, costaba saberlo.
—¿Cómo dice?
—Parecías más contenta. En la escuela. —Alice sonrió, vacilante—. He pensado que a lo mejor te ha gustado esa parte del día.
El rostro de Isabelle se nubló. Cogió las riendas y se giró un poco.
—Perdona —añadió Alice un momento después—. Mi marido siempre me reprocha que digo las cosas sin pensar. Está claro que he vuelto a hacerlo. No quería parecer… entrometida ni grosera. Perdóname.
Tiró del caballo hacia atrás hasta quedar, de nuevo, por detrás de Isabelle Brady. Se maldijo en silencio y se preguntó si alguna vez iba a conseguir alcanzar un buen equilibrio con estas personas. Era evidente que Isabelle no quería comunicarse. Pensó en la pandilla de Peggy compuesta por mujeres jóvenes, a la mayoría de las cuales solo las reconocía en el pueblo por su forma de mirarla con el ceño fruncido. Pensó en Annie, quien la mitad de las veces la miraba como si hubiese robado algo. Margery era la única que no le hacía sentir como una extraña. Y eso que, a decir verdad, ella misma ya era un poco rara.
Habían recorrido menos de un kilómetro cuando Isabelle giró la cabeza por encima del hombro.
—Es Izzy —dijo.
—¿Izzy?
—Mi nombre. La gente que me gusta me llama Izzy.
Alice apenas había tenido tiempo de asimilar aquello cuando la muchacha volvió a hablar.
—Y he sonreído porque… ha sido la primera vez.
Alice se inclinó hacia delante mientras trataba de distinguir sus palabras. La muchacha hablaba con voz muy baja.
—¿La primera vez de qué? ¿De ir a caballo por las montañas?
—No. —Izzy enderezó un poco la espalda—. La primera vez que voy a una escuela y nadie se ríe de mí por mi pierna.
—¿Crees que va a volver?
Margery y Alice estaban sentadas en el escalón más alto de la puerta, espantando moscas y viendo cómo el calor se elevaba sobre el centelleante camino. Habían lavado a los caballos y les habían dejado sueltos en el pasto y las dos mujeres estaban tomando café a la vez que estiraban las piernas y los brazos haciéndolos crujir y trataban de recuperar energías para comprobar y anotar los libros del día en el registro.
—Es difícil de saber. No parece que le guste mucho.
Alice hubo de admitir que probablemente tenía razón. Vio cómo un perro jadeante caminaba por la calle y, después, se tumbaba cansado a la sombra de una leñera.
—Al contrario que tú.
—¿Yo?
—La mayoría de las mañanas eres como una prisionera que ha salido de la cárcel. —Margery le dio un sorbo a su café y miró hacia la calle—. A veces, pienso que amas estas montañas tanto como yo.
Alice dio una patada a una piedrecita con el tacón.
—Creo que me gustan más que ningún otro sitio del mundo. Me siento… más yo aquí arriba.
Margery la miró con una sonrisa cómplice.
—Es lo que la gente no ve, encerrada en sus ciudades, con el ruido y el humo y las diminutas cajas que tienen por casas. Allí arriba se puede respirar. No se oyen las continuas conversaciones de las ciudades. No hay ojos mirándote, salvo los de Dios. Solo estás tú, los árboles, los pájaros, el río, el cielo y la libertad… Lo que hay allí arriba es bueno para el alma.
«Una prisionera que ha salido de la cárcel». A veces, Alice se preguntaba si Margery sabía más sobre su vida con los Van Cleve de lo que parecía. Un estridente pitido la sacó de sus pensamientos. Bennett conducía el coche de su padre en dirección a la biblioteca. Se detuvo con una sacudida, de tal forma que el perro dio un salto, con el rabo entre las piernas. Le estaba haciendo señas con las manos, con una sonrisa ancha y relajada. Ella no pudo evitar devolverle la sonrisa: era tan atractivo como una estrella de cine en un anuncio de cigarrillos.
—¡Alice! Señorita O’Hare —dijo al verla.
—Señor Van Cleve —respondió Margery.
—He venido para llevarte a casa. Se me ha ocurrido que podríamos ir a esa excursión de la que hablabas.
Alice parpadeó.
—¿En serio?
—Ha habido un par de problemas con el volquete de carbón y no va a estar arreglado hasta mañana y papá está en el despacho tratando de organizarlo. Así que he ido corriendo a casa y le he dicho a Annie que nos prepare una merienda. He pensado que puedo llevarte rápidamente a casa en el coche para que te cambies y así salir directamente mientras aún sea de día. Papá dice que podemos quedarnos toda la noche con esta vieja señora que tiene por coche.
Alice se puso de pie, encantada. Entonces, su expresión se nubló.
—Ay, Bennett, no puedo. No hemos apuntado los libros ni los hemos ordenado y vamos muy retrasadas. Acabamos de terminar con los caballos.
—Vete —dijo Margery.
—Pero eso no es justo para ti. No después de que Beth se haya ido y luego Izzy haya desaparecido nada más volver.
Margery movió una mano en el aire.
—Pero…
—Vete ya. Nos vemos mañana.
Alice la miró para comprobar que lo decía en serio y, a continuación, recogió sus cosas y soltó un aullido mientras bajaba los escalones a toda velocidad.
—Es probable que huela otra vez como un vaquero —le advirtió mientras subía al asiento del pasajero y daba un beso en la mejilla a su marido.
Él sonrió.
—¿Por qué crees que llevo abierta la capota? —Dio marcha atrás a toda velocidad para hacer un cambio de sentido provocando que el polvo de la calle se levantara en el aire y Alice lanzó un chillido cuando el motor rugió de camino a casa.
No era un mulo dado a exageradas muestras de mal genio o mucha emotividad, pero Margery llevó a Charley a casa a paso lento. Él había trabajado duro y ella no tenía prisa. Margery suspiró al pensar en el día que había tenido. Una inglesa caprichosa que no conocía la zona, de la que quizá no fuera a fiarse la gente de la montaña y que probablemente fuese apartada por ese rebuznador fanfarrón que era el señor Van Cleve, y una niña que apenas podía andar, que no sabía montar a caballo y que no quería estar allí. Beth trabajaba cuando podía, pero su familia la necesitaría para la cosecha durante buena parte de septiembre. No era el comienzo más favorable para una biblioteca itinerante. No estaba segura de cuánto tiempo duraría ninguna de ellas.
Llegaron al destartalado establo donde el camino se dividía y dejó caer las riendas sobre el estrecho cuello del mulo, consciente de que este encontraría sin ayuda el camino a casa. Al hacerlo, su perro, un joven ejemplar de caza con manchas y ojos azules, salió corriendo hacia ella, con la cola entre las patas y la lengua colgando por el placer de verla.
—¿Qué narices haces aquí afuera, Bluey? ¿Eh? ¿Por qué no estás en el patio?
Llegó a la pequeña valla del cercado y bajó del mulo, notando un dolor en la parte inferior de la espalda y en los hombros, probablemente debido más a subir y bajar a Izzy Brady del caballo que a la distancia que había recorrido. El perro daba brincos alrededor de ella y no se calmó hasta que ella le arrugó el cuello entre las manos y le confirmó que sí, que era un buen chico, que sí, que lo era, momento en el cual volvió a entrar corriendo en la casa. Dejó suelto a Charley y vio cómo este caía al suelo doblando las patas por debajo de él y después se balanceaba hacia delante y hacia atrás sobre la tierra con un gruñido de satisfacción.
No le culpó: ella también sentía que le pesaban los pies mientras subía los escalones. Llegó a la puerta y, entonces, se detuvo. El pestillo no estaba echado. Se quedó mirándolo un momento, pensando, y, a continuación, se acercó despacio al barril vacío que había junto al establo y donde guardaba su otro rifle bajo un trozo de arpillera. Alerta, levantó el seguro y se lo llevó al hombro. Luego volvió a subir de puntillas los escalones, respiró hondo y, en silencio, abrió la puerta con la punta de la bota.
—¿Quién anda ahí?
Justo al otro lado de la habitación, Sven Gustavsson estaba sentado en su mecedora, con los pies apoyados en una mesita y un ejemplar de Robinson Crusoe en las manos. No se estremeció, sino que esperó un momento a que ella bajara el arma. Colocó el libro con cuidado sobre la mesita y se puso de pie despacio, colocándose las manos con una cortesía casi exagerada detrás de la espalda. Ella se quedó mirándolo un momento y, después, apoyó el rifle en la mesa.
—Me preguntaba por qué no había ladrado el perro.
—Sí, bueno. Él y yo… ya sabes cómo somos.
Bluey, ese traidor rastrero, estaba acurrucado ahora bajo el brazo de Sven, empujándole con su largo hocico, suplicándole que le acariciara.
Margery se quitó el sombrero y lo colgó en el perchero y, a continuación, se apartó el pelo sudado de la frente.
—No esperaba verte.
—Porque no estabas atenta.
Sin mirarle a los ojos, pasó junto a él hasta la mesa, donde quitó el pañito de encaje de una jarra de agua y se sirvió una taza.
—¿No vas a ofrecerme un poco?
—No sabía que bebieras agua.
—¿Y no me ofreces algo más fuerte?
Ella dejó la taza.
—¿Qué haces aquí, Sven?
Él la miró a los ojos. Llevaba puesta una camisa limpia de cuadros y desprendía un olor a jabón de alquitrán de hulla y a algo más que era característico en él, algo que evocaba el olor sulfuroso de la mina, humo y masculinidad.
—Te he echado de menos.
Sintió que algo se soltaba dentro de ella y se llevó la taza a los labios para disimularlo. Tragó saliva.
—A mí me parece que te va bastante bien sin mí.
—Los dos sabemos que me puede ir bien sin ti. Pero la cuestión es que no quiero.
—Ya hemos pasado por esto.
—Y sigo sin comprenderlo. Te dije que si nos casábamos no iba a intentar acorralarte. No voy a controlarte. Te permitiré vivir tal y como vives ahora, salvo que tú y yo…
—Que me lo vas a permitir, ¿no?
—Maldita sea, Marge, ya sabes qué quiero decir. —Tensó el mentón—. Te dejaré a tu aire. Podemos estar exactamente como estamos ahora.
—Entonces, ¿qué sentido tiene que pasemos por una boda?
—Que estaremos casados a los ojos de Dios, no escondiéndonos como un par de puñeteros niños. ¿Crees que esto me gusta? ¿Crees que quiero esconderme de mi propio hermano, del resto del pueblo, porque estoy colado por tus huesos?
—No voy a casarme contigo, Sven. Siempre te he dicho que no voy a casarme con nadie. Y cada vez que vuelves a insistir te juro que siento como si la cabeza me fuera a explotar igual que la dinamita de alguno de tus túneles. No quiero hablar contigo si vas a seguir viniendo aquí para repetirme lo mismo una y otra vez.
—No vas a hablar conmigo de todos modos. Así que ¿qué demonios se supone que debo hacer?
—Dejarme en paz. Como habíamos decidido.
—Como habías decidido tú.
Ella se dio la vuelta y se acercó al cuenco del rincón, donde había tapado unas judías que había recogido esa misma mañana. Empezó a pelarlas, una a una, cortándoles los extremos y lanzándolas a una sartén, mientras esperaba a que la sangre dejara de zumbarle en los oídos.
Sintió su presencia antes de verle. Él atravesó en silencio la habitación y se puso justo detrás de ella para que pudiese notar su aliento sobre el cuello desnudo. Margery supo sin mirar que la piel se le había ruborizado en los sitios donde le acariciaba su aliento.
—No soy como tu padre, Margery —murmuró—. Si no sabes ya eso de mí, de nada sirve que te lo diga.
Ella mantenía las manos ocupadas. Crac. Crac. Crac. «Guarda las judías. Tira la hebra». Los tablones del suelo crujieron bajo sus pies.
—Dime que no me echas de menos.
«Van diez. Quítale esa hoja. Crac. Y otra». Estaba ya tan cerca que ella podía notar su pecho contra ella al hablar.
Él bajó la voz.
—Dime que no me echas de menos y saldré de aquí ahora mismo. No volveré a molestarte. Te lo prometo.
Ella cerró los ojos. Dejó caer el cuchillo y colocó las manos en la superficie de trabajo, con las palmas hacia abajo, echando la cabeza hacia delante. Él esperó un momento y, a continuación, puso las suyas sobre las de ella con suavidad, de forma que quedaron cubiertas por completo. Ella abrió los ojos y las miró: manos fuertes, nudillos cubiertos de quemaduras en relieve. Unas manos que ella había amado durante casi una década.
—Dímelo —le susurró él al oído.
Entonces, ella se giró, tomó su cara rápidamente entre las manos y le besó, con fuerza. Ah, sí que había echado de menos la sensación de sus labios sobre los suyos, su piel contra la de ella. El calor aumentó entre los dos, la respiración se le aceleró y todo lo que ella se había dicho a sí misma, la lógica, los argumentos que había ensayado en su cabeza durante las largas horas de oscuridad, se derritieron cuando él deslizó el brazo alrededor de ella, atrayéndola hacia su cuerpo. Ella le besó una vez y otra y otra. El cuerpo de él le resultaba familiar y también desconocido, y la conciencia se le escapó con los dolores, sufrimientos y frustraciones de ese día. Oyó un estrépito cuando el cuenco cayó al suelo y, después, no había otra cosa que la respiración de él, sus labios, su piel sobre la de ella, y Margery O’Hare, que no iba a ser propiedad de nadie ni permitir que nadie le diera órdenes, se dejó enternecer y se entregó, con su cuerpo bajando centímetro a centímetro hasta que quedó clavado contra el aparador de madera por el peso de él.
—¿Qué tipo de pájaro es? Mira su color. Es precioso.
Bennett estaba tumbado boca arriba sobre la manta mientras Alice apuntaba por encima de ellos hacia las ramas del árbol. Alrededor, estaban los restos de su merienda.
—Cariño, ¿sabes qué pájaro es? Nunca he visto nada tan rojo. ¡Mira! Incluso el pico es rojo.
—No he leído mucho sobre pájaros y cosas de esas, cielo. —Ella vio que Bennett tenía los ojos cerrados. Él se dio un cachete sobre un insecto que tenía en la mejilla y extendió la mano para coger otra cerveza de jengibre.
Margery sí conocía todos los tipos de aves, pensó Alice mientras movía la mano hacia el cesto. Decidió preguntarle a la mañana siguiente. Mientras iban a caballo, Margery le hablaba a Alice sobre el algodoncillo y la vara de oro, apuntando hacia una arisema y las diminutas y frágiles flores de las mimosas, de modo que donde Alice había visto antes un mar de color verde, ella había retirado un velo para mostrarle una dimensión completamente nueva.
Por debajo de ellos, el arroyo fluía tranquilamente; el mismo arroyo que, según le había advertido Margery, se convertiría en un torrente destructivo durante la primavera. Parecía imposible. Ahora, la tierra estaba seca, la hierba era una suave paja bajo sus cabezas, los grillos un constante zumbido por el prado. Alice le pasó a su marido la botella y aguardó mientras él se apoyaba sobre un codo para darle un sorbo, casi esperando a que él se inclinara hacia ella y la abrazara. Cuando se tumbó, ella se acomodó en su brazo y colocó la mano sobre la camisa de él.
—Podría quedarme así todo el día —dijo Bennett con tono apacible.
Ella le echó el brazo por encima. Su marido olía mejor que ningún hombre que hubiera conocido antes. Era como si llevara en él el dulzor de la hierba de Kentucky. Otros hombres sudaban y se ponían rancios y mugrientos. Bennett siempre regresaba de la mina como si acabara de salir de un anuncio de revista. Miró su cara, el fuerte contorno de su mentón, la forma en que su pelo de color miel se le quedaba sujeto justo alrededor de las orejas.
—¿Crees que soy guapa, Bennett?
—Ya sabes que creo que lo eres. —Su voz sonaba adormilada.
—¿Te alegra que nos hayamos casado?
—Claro que sí.
Alice pasó un dedo alrededor de un botón de su camisa.
—Entonces, ¿por qué…?
—No nos pongamos serios, Alice, ¿eh? No hace falta hablar todo el tiempo de algunas cosas, ¿verdad? ¿No podemos limitarnos a pasar un rato agradable?
Alice levantó la mano de su camisa. Se giró y se tumbó sobre la manta de tal modo que solo se tocaban por los hombros.
—Claro.
Se quedaron tumbados en la hierba, uno junto al otro, con los ojos elevados al cielo, en silencio. Cuando él volvió a hablar, su voz sonó tierna.
—¿Alice?
Ella le miró. Tragó saliva y el corazón empezó a golpearle contra la caja torácica. Colocó su mano sobre la de él, tratando de transmitirle ánimo de forma tácita, decirle sin palabras que iba a apoyarle, que no pasaba nada, fuera lo que fuese lo que iba a decir. Al fin y al cabo, era su esposa.
Esperó un momento.
—¿Sí?
—Es un cardenal —dijo—. El pájaro rojo. Estoy bastante seguro de que es un cardenal.