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A finales del siglo XIX y principios del XX, los agentes de las empresas que buscaban terrenos recorrían las montañas [de Kentucky] comprando derechos de explotación minera a los residentes, a veces por solo 50 céntimos el acre […]. Las extensas escrituras a menudo transferían los derechos de «verter, depositar y abandonar en dichos terrenos cualquier tipo de escombros, huesos, esquisto, agua u otros residuos», de usar y contaminar las corrientes de agua de cualquier forma y de hacer todo aquello que fuera «necesario y conveniente» para extraer los minerales del subsuelo.

CHAD MONTRIE,

«The Environment and Environmental

Activism in Appalachia»

El príncipe le dijo que era la muchacha más bella que había visto jamás y luego le pidió que se casara con él. Y fueron felices y comieron perdices —leyó Mae Horner, antes de cerrar de golpe el libro, satisfecha.

—Lo has hecho muy bien, Mae.

—Ayer lo leí cuatro veces, después de recoger la leña.

—Se nota. Desde luego, lees igual de bien que cualquier otra chica del condado. —Es muy lista. —Alice levantó la vista y vio a Jim Horner en la puerta—. Como su madre. Su madre aprendió a leer a los tres años. Se crio en una casa llena de libros, cerca de Paintsville.

—Yo también sé leer —señaló Millie, que estaba sentada a los pies de Alice.

—Lo sé, Millie —dijo la joven—. Y también lees muy bien. Sinceramente, señor Horner, creo que nunca había conocido a dos niñas tan aplicadas como las suyas.

El hombre disimuló una sonrisa.

—Cuéntale lo que has hecho, Mae —la animó el hombre. La niña lo miró como pidiendo su consentimiento—. Vamos.

—He hecho un pastel.

—¿Un pastel? ¿Tú sola?

—Con una receta. De la revista Country Home que nos dejó. Un pastel de melocotón. Le ofrecería un trozo, pero nos lo hemos comido todo.

Millie se rio.

—Papá se comió tres pedazos.

—Yo estaba de caza en North Ridge y ella encendió el viejo fogón y todo. Cuando entré por la puerta, olía… —El hombre levantó la nariz y cerró los ojos, recordando el aroma. Su rostro perdió por un instante su dureza habitual—. Entré y ahí estaba ella, con el pastel sobre la mesa. Había seguido las instrucciones al dedillo.

—Aunque se me quemaron un poquito los bordes.

—Bueno, a tu madre siempre le pasaba lo mismo.

Los tres guardaron silencio un instante.

—Un pastel de melocotón —dijo Alice—. No sé si seremos capaces de seguirle el ritmo a la joven Mae. ¿Qué puedo dejaros esta semana, niñas?

—¿Ha llegado ya Azabache?

—¡Sí! Y he recordado que lo queríais, así que lo he traído. ¿Qué os parece? Eso sí, en este las palabras son un poco más largas, así que puede que os resulte un poco más difícil. Y tiene partes tristes. —A Jim Horner le cambió la cara—. Me refiero a los caballos. Hay partes tristes para los caballos. Los caballos hablan. No es fácil de explicar.

—A lo mejor puedo leértelo, papá.

—Mis ojos no están muy allá —explicó el hombre—. Ya no enfoco como antes. Pero vamos tirando.

—Ya veo —comentó Alice, sentada en el medio de aquella cabañita que antes tanto miedo le daba. Aunque Mae solo tenía once años, parecía haberse hecho cargo de ella, de barrerla y organizarla, así que lo que en su día había sido lúgubre y oscuro, era ahora claramente hogareño. Incluso había un cuenco con manzanas en medio de la mesa y una colcha sobre la silla. Alice recogió los libros y confirmó que todos estaban satisfechos con lo que les había llevado. Millie se abrazó a su cuello con fuerza. Hacía tiempo que nadie la abrazaba y aquello le hizo tener sentimientos extraños y encontrados.

—Pasarán siete días enteros hasta que la volvamos a ver —anunció la niña con solemnidad. El pelo le olía a madera quemada y a algo dulce que solo existía en el bosque. Alice inhaló el olor.

—Tienes toda la razón. Y estoy deseando ver cuánto habrás leído hasta entonces.

—¡Millie! ¡Este también tiene dibujos! —exclamó Mae, desde el suelo. Millie soltó a Alice y se agachó al lado de su hermana. Alice las observó unos instantes, antes de ir hacia la puerta y ponerse el abrigo, una chaqueta de tweed que en su día había estado de moda y que ahora estaba llena de musgo, polvo e hilos sueltos y mugrientos que se habían enganchado en arbustos y ramas. Esos días hacía bastante más frío en la montaña, como si el invierno estuviera asentando sus cimientos.

—¿Señorita Alice?

—¿Sí?

Las niñas estaban inclinadas sobre Azabache y Millie recorría con el dedo las palabras, mientras su hermana leía en voz alta.

Jim miró hacia atrás, como para cerciorarse de que estaban concentradas en otra cosa.

—Quería pedirle disculpas. —Alice, que se estaba poniendo la bufanda, se quedó parada—. Tras la muerte de mi mujer, hubo un tiempo en que no era yo mismo. Me sentía como si el cielo se me cayera encima, ¿sabe? Y no fui muy… «hospitalario», la primera vez que vino. Pero en estos últimos dos meses, he visto a las niñas dejar de llorar por su madre, ilusionarse por algo cada semana, y ha sido… Bueno, solo quería decirle que se lo agradezco mucho.

Alice entrelazó las manos delante de ella.

—Señor Horner, puedo decirle sinceramente que me hace tanta ilusión ver a sus hijas como a ellas mis visitas.

—Es bueno para ellas ver a una dama. Hasta que mi Betsy se fue, no me daba cuenta de lo que una cría extraña el lado… más femenino de las cosas. —El hombre se rascó la cabeza—. Hablan sobre usted, ¿sabe? Sobre su forma de hablar y todo eso. Mae dice que quiere ser bibliotecaria.

—¿Sí?

—Me he dado cuenta de que no puedo retenerlas a mi lado para siempre. Quiero algo más que esto para ellas, ¿sabe? Las dos son tan listas. —El hombre guardó silencio un instante, antes de continuar—. Señorita Alice, ¿qué opina de esa escuela? La de la dama alemana.

—¿La señora Beidecker? Señor Horner, creo que sus hijas la adorarían.

—Ella… ¿No usará la vara con los niños? Se oyen algunas cosas… A Betsy le pegaban muchísimo en la escuela, por eso nunca quiso que las niñas fueran.

—Sería un placer presentársela, señor Horner. Es una mujer amable y, al parecer, los estudiantes la adoran. Me resulta imposible imaginarla poniéndole la mano encima a ningún niño.

El hombre lo sopesó.

—Es duro tener que ocuparse de todo esto —dijo el hombre, mirando hacia las montañas—. Creí que solo tendría que hacer el trabajo de un hombre. Mi propio padre se limitaba a traer comida a casa, y luego se tiraba a la bartola mientras mi madre hacía el resto. Y ahora, tengo que ser madre además de padre. Y tomar este tipo de decisiones.

—Mire a esas niñas, señor Horner. —Ambos miraron hacia donde estaban las niñas, tumbadas boca abajo, fascinadas por algo que acababan de leer. Alice sonrió—. Creo que lo está haciendo bien.

Finn Mayburg, Upper Pinch Me - un número de la revista The Furrow, de mayo de 1937

Dos números de la revista Weird Tales, de diciembre de 1936 y febrero de 1937

Ellen Prince - Eagles Top (última cabaña) - Mujercitas, de Louisa May Alcott

De la granja a la mesa, de Edna Roden

Nancy y Phyllis Stone, Arnott’s Ridge - Mack Maguire y la muchacha india, de Amherst Archer

La caída de Mack Maguire, de Amherst Archer (nota: ya han leído todas las ediciones disponibles, preguntan si podemos averiguar si hay más)

Margery le echó un vistazo al registro, donde la elegante caligrafía de Sophia transcribía con claridad la fecha y las rutas en la parte superior de cada página. Al lado de aquel había un montón de libros recién reparados, con los ribetes cosidos y las ajadas cubiertas remendadas con páginas de libros que no tenían salvación. Junto a todo eso había un nuevo álbum de recortes —La gaceta de Baileyville—, que comprendía cuatro páginas de recetas de números estropeados de la revista Woman’s Home Companion, un relato corto titulado «Lo que ella no quiso decir» y un largo artículo sobre la recogida de helechos. La biblioteca estaba ahora inmaculada y tenían un sistema de etiquetado que consistía en marcar el lomo de cada uno de los libros de las estanterías, para que les resultara fácil encontrar su sitio. Además, los libros estaban meticulosamente ordenados por categorías.

Sophia solía llegar sobre las cinco de la tarde y, normalmente, ya había trabajado un par de horas cuando las chicas volvían de sus rutas. Los días eran cada vez más cortos, así que tenían que volver antes porque se hacía de noche. A veces, simplemente se sentaban y charlaban entre ellas mientras descargaban las bolsas y compartían lo que habían hecho durante el día, antes de irse a sus casas. Fred había estado instalando una estufa de leña en un rincón en su tiempo libre, aunque todavía no estaba lista: el hueco que había alrededor del tubo de la salida de humos aún estaba lleno de trapos, para evitar que entrara la lluvia. A pesar de ello, todas las mujeres parecían encontrar razones para quedarse cada día un poco más y Margery sospechaba que, una vez que la estufa funcionara, tendría problemas para persuadirlas de que se fueran a casa.

La señora Brady se había quedado un tanto asombrada cuando Margery le había explicado la identidad de la última incorporación al equipo, pero, tras haber visto lo cambiado que estaba el pequeño edificio, se limitó —lo cual dijo mucho a su favor— a apretar los labios y a llevarse los dedos a las sienes.

—¿Se ha quejado alguien?

—Nadie la ha visto, así que no han podido quejarse. Entra por la puerta de atrás, por la casa del señor Guisler, y hace lo mismo para irse a casa.

La señora Brady meditó sobre ello unos instantes.

—¿Sabe lo que dice la señora Nofcier? Conoce a la señora Nofcier, por supuesto. —Margery sonrió. Todos conocían a la señora Nofcier. La señora Brady metería con calzador su nombre en una conversación sobre linimento para caballos, de darse el caso—. Pues bien, hace poco tuve la suerte de asistir a una charla para profesores y padres que la buena mujer dio, en la que dijo… Un momento, lo tengo apuntado: «Todo el mundo debería tener acceso a una biblioteca, tanto la población rural como la urbana, tanto la gente de color como la blanca». Eso es. «Tanto la gente de color como la blanca». Eso fue lo que ella dijo. Creo que deberíamos ser tan conscientes de la importancia del progreso y la igualdad como lo es la señora Nofcier. Así que, por mi parte, no tengo ningún reparo en que contrate a una mujer de color —comentó la señora Brady, antes de frotar una marca del escritorio y mirarse el dedo—. Aunque a lo mejor… no deberíamos hacerlo público todavía. No hay necesidad de crear controversia, dado que nuestra colaboración es aún muy reciente. Estoy segura de que me comprende.

—Opino exactamente lo mismo, señora Brady —dijo Margery—. No me gustaría causarle problemas a Sophia.

—Hace un gran trabajo. Eso lo reconozco —comentó la señora Brady, mirando a su alrededor. Sophia había hecho un bordado que estaba colgado en la pared, al lado de la puerta, en el que se leía: «Procurar conocimientos es expandir nuestro propio universo», y la señora Brady le dio unos golpecitos, con aire de satisfacción—. He de decir, señorita O’Hare, que estoy orgullosísima de lo que han logrado en solo unos cuantos meses. Ha superado todas nuestras expectativas. Le he escrito a la señora Nofcier para contárselo en diversas ocasiones y estoy segura de que, en algún momento, le trasladará dichas opiniones a la mismísima señora Roosevelt. Es una auténtica lástima que no toda la gente de nuestro pueblo opine lo mismo. —La mujer apartó la vista, como si hubiera decidido no añadir más a ese respecto—. Pero, como le he dicho, creo que esta es una biblioteca itinerante modélica. Y deberían estar orgullosas de ustedes mismas.

Margery asintió. Probablemente, era mejor no hablarle a la señora Brady de la iniciativa extraoficial de la biblioteca: cada día ella se sentaba a su escritorio, desde que llegaba por la noche hasta el amanecer, y escribía, siguiendo una plantilla, media docena más de las cartas que estaba distribuyendo entre los habitantes de North Ridge.

Estimado vecino:

Ha llegado a nuestros oídos que los dueños de Hoffman pretenden crear nuevas minas en su vecindario. Ello implicaría la eliminación de cientos de hectáreas de bosque, la voladura de nuevas canteras y, en muchos casos, la pérdida de hogares y sustentos. Le escribo en confianza, dado que por todos es sabido que en las minas contratan a individuos arteros y hostiles en aras de salirse con la suya, pero en mi opinión es ilegal e inmoral que hagan lo que pretenden, algo que no traería más que miseria abyecta y pobreza.

Para tal fin, según los libros de legislación que hemos consultado, parece que existe un precedente para detener tal violación indiscriminada de nuestro paisaje y proteger nuestros hogares, y le animo a leer el texto adjunto o, si dispone de los medios, a consultar al representante legal del juzgado de Baileyville, con el fin de poner los obstáculos necesarios para evitar su destrucción. Entretanto, le recomendaría que se abstuviera de firmar cualquier ESCRITURA DE DERECHO DE EXPLOTACIÓN DE MINERALES, ya que, a pesar del dinero y las garantías ofrecidos, otorgará el derecho a los dueños de las minas a excavar bajo su propia casa.

Si necesita ayuda en relación con dichos documentos, las bibliotecarias itinerantes se la prestarán de buen grado y, por supuesto, con discreción.

Confidencialmente,

Un amigo

Al acabar, Margery dobló las cartas con cuidado y guardó una en cada alforja, salvo en la de Alice. Ya entregaría ella misma la que sobraba. No tenía sentido complicarle más aún las cosas a la muchacha.

El niño por fin había dejado de llorar y su voz sonaba como una serie de gemidos contenidos a duras penas, como si se hubiera recordado a sí mismo que estaba entre hombres hechos y derechos. Tenía la ropa y la piel igualmente negros a causa del carbón que casi lo había sepultado; solo el blanco de sus ojos era visible y lo traicionaba, revelando su conmoción y su dolor. Sven observó cómo los camilleros lo levantaban con cuidado. La escasa distancia que había hasta el techo dificultaba su trabajo y, encorvados, empezaron a arrastrarse hacia fuera, gritándose instrucciones por el camino los unos a los otros. Sven se recostó contra la áspera pared para dejarlos pasar y luego alumbró a los mineros que estaban apuntalando la zona donde el techo se había desplomado, maldiciendo mientras se esforzaban por colocar los pesados maderos en su sitio.

Era carbón de veta baja, las galerías de las minas eran tan reducidas en algunos puntos que los hombres apenas podían ponerse de rodillas. Era el peor tipo de minería. Sven tenía amigos que se habían quedado tullidos a los treinta años, o que necesitaban bastones simplemente para sostenerse en pie. Odiaba aquellas madrigueras de conejos, donde la mente te jugaba malas pasadas en la semioscuridad y te hacía creer que la negrura que se cernía sobre ti estaba cada vez más cerca. Había visto demasiados derrumbamientos de techo repentinos, en los que solo quedaban a la vista un par de botas indicando dónde podía estar el cuerpo.

—Jefe, puede que quiera echarle un vistazo a esto.

Sven se volvió, una maniobra ya bastante complicada de por sí, y miró hacia donde señalaba el guante de Jim McNeil. Las galerías subterráneas estaban interconectadas, en lugar de tener accesos individuales desde el exterior, algo bastante común en una mina en la que para el dueño primaban más los beneficios que la seguridad. El hombre atravesó como pudo el paso para ir a la siguiente galería y se ajustó la luz del casco. Había unos ocho puntales en un hueco poco profundo, todos ellos visiblemente combados por el peso del techo que sostenían. Sven movió la cabeza lentamente, examinando aquel espacio vacío, mientras la superficie negra brillaba a su alrededor al ser rozada por la luz de la lámpara de carburo.

—¿Puedes ver a cuántos han sacado?

—Parece que aún queda la mitad.

Sven maldijo.

—No sigáis más adelante —dijo, y se volvió hacia los hombres que tenía detrás—. Nadie va a entrar en la Número Dos, ¿entendido?

—Dígaselo a Van Cleve —señaló una voz a sus espaldas—. Hay que cruzar la Número Dos para llegar a la Número Ocho.

—Pues entonces nadie entrará en la Número Ocho. Al menos hasta que todo esté bien apuntalado.

—No le hará caso.

—Pues tendrá que hacérmelo. —El aire era denso a causa del polvo y Sven escupió hacia atrás, con la espalda ya dolorida. Luego se volvió hacia los mineros—. Necesitamos, al menos, diez puntales más en la Siete antes de volver a entrar. Y que el jefe de bomberos compruebe si hay metano antes de que nadie regrese al trabajo.

Se oyó un murmullo de aprobación. Gustavsson era uno de los pocos hombres con autoridad que los mineros sabían a ciencia cierta que estaba de su lado, y Sven condujo a su equipo a la galería de carga y luego hacia el exterior, agradeciendo ya la perspectiva de volver a ver la luz del sol.

—¿Cuáles son los daños, Gustavsson?

Sven estaba de pie en la oficina de Van Cleve, con el olor del azufre todavía en las fosas nasales, mientras sus botas dejaban una fina huella polvorienta sobre la gruesa alfombra roja, esperando a que Van Cleve, vestido con un traje claro, levantara la cabeza de sus papeles. Al fondo de la habitación estaba el joven Bennett, observándolos desde su escritorio. Llevaba puesta una camisa azul de algodón cuyas mangas estaban perfectamente planchadas con raya. El joven nunca había parecido sentirse muy a gusto en la mina. Raras veces salía del edificio administrativo, como si la tierra y su naturaleza impredecible le resultaran repugnantes.

—Bueno, ya hemos sacado al chico, aunque ha estado cerca. Tiene la cadera bastante dañada.

—Excelentes noticias. Muchas gracias a todos.

—He hecho que lo lleven al médico de la empresa.

—Sí, sí. Muy bien.

Al parecer, Van Cleve consideraba que aquel era el fin de la conversación. El hombre le dedicó una sonrisa a Sven, alargándola un poco de más, como para preguntarle por qué seguía allí todavía, y luego revolvió sus papeles con energía.

Sven esperó un rato.

—Tal vez le interese saber por qué se ha venido abajo el techo.

—Ah. Sí. Desde luego.

—Al parecer, quitaron los puntales que sostenían el techo de la zona agotada Número Dos para apuntalar la nueva galería de la Siete. Eso desestabilizó toda la zona.

En la cara de Van Cleve, cuando este finalmente volvió a levantar la vista, se dibujó exactamente la expresión de falsa sorpresa que Sven esperaba.

—Vaya. Los hombres no deberían reutilizar los puntales. Se lo hemos dicho infinidad de veces. ¿No es cierto, Bennett?

Bennett, sentado tras su escritorio, bajó la vista. Era demasiado cobarde hasta para mentir. Sven se tragó las palabras que quería decir y eligió cuidadosamente las que pronunció en su lugar.

—Señor, también me gustaría señalar que la cantidad de polvo de carbón que hay en el suelo de todas sus minas es un peligro. Tiene que echar más piedras no combustibles sobre él. Y mejorar la ventilación, si quiere evitar más accidentes. —Van Cleve garabateó algo en un pedazo de papel. No parecía que siguiera escuchándolo—. Señor Van Cleve, de todas las minas en las que trabajan nuestros equipos de seguridad, he de informarle de que las condiciones de Hoffman son, con diferencia, las menos… satisfactorias.

—Sí, sí. Ya se lo he comentado a los hombres. Solo Dios sabe por qué no solucionan los problemas. Pero no le demos más importancia de la que tiene, Gustavsson. Es un descuido temporal. Bennett llamará al capataz y lo solucionaremos. ¿Verdad, Bennett? —Sven bien podría haber señalado, y con razón, que Van Cleve había dicho exactamente lo mismo la última vez que las sirenas habían sonado, hacía dieciocho días, debido a una explosión en la entrada de la Número Nueve, causada por un joven picador que no sabía que no debía entrar con la luz encendida. El muchacho había tenido la suerte de escapar con quemaduras superficiales. Pero los trabajadores salían baratos, a fin de cuentas—. En fin, todo ha ido bien, gracias a Dios. —Van Cleve se levantó de la silla con un gruñido para rodear su enorme escritorio de caoba y dirigirse hacia la puerta, lo que significaba que la reunión había finalizado—. Gracias a usted y a sus hombres por sus servicios, como siempre. Se merecen hasta el último céntimo que nuestra mina le paga a su equipo.

Sven no se movió.

Van Cleve abrió la puerta. Se produjo un largo y penoso silencio.

Sven lo miró a la cara.

—Señor Van Cleve, sabe que no soy un hombre de política. Pero debe entender que este tipo de condiciones son las que dan origen a las luchas sindicales.

El rostro de Van Cleve se oscureció.

—Espero que no esté insinuando que…

Sven levantó las palmas de las manos.

—Yo no estoy afiliado. Solo quiero que sus trabajadores estén a salvo. Pero he de decirle que sería una lástima que esta mina fuera considerada demasiado peligrosa para que mis hombres vinieran aquí. Estoy seguro de que eso no sería bien recibido en el pueblo.

La sonrisa de Van Cleve, que ya era poco entusiasta, se desvaneció por completo.

—Bien, puede estar seguro de que le agradezco su consejo, Gustavsson. Y como le he dicho, haré que mis hombres se ocupen de ello de inmediato. Ahora, si no le importa, tengo asuntos urgentes que atender. El capataz les dará a usted y a su equipo toda el agua que necesiten.

Van Cleve continuó sujetando la puerta. Sven asintió. Y, mientras se iba, le tendió al dueño de la mina una mano ennegrecida que este, tras unos instantes de vacilación, se vio obligado a aceptar. Después de estrechársela con la firmeza suficiente como para asegurarse de que, al menos, le había dejado alguna marca, Sven la soltó y se alejó por el pasillo.

Con la primera helada en Baileyville, llegó el momento de la matanza del cerdo. El mero hecho de oír hablar de ella hacía que Alice, que no era capaz de matar ni a una mosca, se sintiera un poco mareada, sobre todo cuando Beth le describió, con deleite, lo que pasaba en su propia casa cada año: cómo reducían al cerdo mientras chillaba de pánico, cómo le cortaban el cuello mientras los muchachos se sentaban sobre él, la forma en que pateaba con furia, la sangre caliente y oscura que manaba sobre la tabla de despiece. La joven emuló con gestos cómo los hombres vertían agua hirviendo sobre el cerdo, le rasuraban el pelo con cuchillas planas y reducían al animal a carne, cartílago y huesos.

—Mi tía Lina estará allí esperando, con el mandil abierto, preparada para coger la cabeza. Hace el mejor escabeche de lengua, oreja y pata de este lado de Cumberland Gap. Pero mi momento favorito del día, desde que era niña, es cuando papá mete las entrañas en un balde y elegimos la mejor parte para asar. Yo les daba codazos en los ojos a mis hermanos para conseguir aquel preciado hígado. Luego lo pinchaba en un palo y lo asaba en el fuego. Madre mía, no hay nada igual. Hígado de cerdo fresco asado. Mmmm.

La muchacha se echó a reír mientras Alice se tapaba la boca con la mano y negaba con la cabeza, en silencio.

Pero, al igual que Beth, todo el pueblo parecía esperar con ansia aquel momento, con un deleite que rozaba lo indecoroso, y allá donde iban las bibliotecarias les ofrecían una loncha de beicon salado y, hasta en una ocasión, huevos revueltos con sesos de cerdo, una exquisitez de las montañas. A Alice todavía se le revolvía el estómago solo de pensarlo.

Pero no era únicamente la matanza del cerdo lo que estaba causando tal revuelo y emoción en el pueblo: Tex Lafayette iba a ir. Los carteles de aquel vaquero vestido de blanco, látigo en mano, estaban por todas partes, clavados con descuido en los postes y admirados por igual por niños pequeños y mujeres con mal de amores. En todos los asentamientos, el nombre del Vaquero Cantor se pronunciaba como si fuera una deidad, seguido de frases como: «¿Es cierto? ¿Irás a verle?».

La demanda era tal que ya no iba a actuar en el teatro, como se había planeado inicialmente, sino en la plaza del pueblo, donde estaban construyendo un escenario con palés viejos y tablones por el que, durante los días previos, los niños corrían dando gritos de alegría, haciendo que tocaban el banjo y agachando la cabeza al pasar, para evitar las collejas de los trabajadores malhumorados.

—¿Podríamos acabar antes hoy? Total, nadie va a estar leyendo. Toda la gente de quince kilómetros a la redonda está yendo hacia la plaza —dijo Beth, mientras sacaba el último libro de la alforja—. Vaya. Mirad qué le han hecho los niños de los Mackenzie al pobre La isla del tesoro. —La muchacha se agachó para recoger las páginas esparcidas por el suelo, maldiciendo.

—No veo por qué no —respondió Margery—. Sophia lo tiene todo bajo control y, de todos modos, ya es de noche.

—¿Quién es Tex Lafayette? —preguntó Alice.

Las cuatro mujeres se volvieron para mirarla.

—¿Que quién es Tex Lafayette? ¿No has visto Qué verde es mi montaña o Echa el lazo a mi corazón?

—Me encanta Echa el lazo a mi corazón. La canción del final me mata —dijo Izzy, exhalando un enorme suspiro de felicidad—. «No tuviste que atraparme…».

—«Porque ya soy tu feliz prisionero…» —se le unió Sophia.

—«No necesitas ninguna cuerda para echar el lazo a mi corazón…» —cantaron ambas al unísono, cada una de ellas sumida en su ensoñación.

Alice seguía sin enterarse de nada.

—¿Es que no vas al cinematógrafo? —preguntó Izzy—. Tex Lafayette sale en todas las películas.

—Puede arrancarle a un hombre con el látigo el cigarro encendido de la boca, sin rozarlo.

—Está como un queso.

—La mayoría de las noches estoy demasiado cansada para ir. Bennett va, a veces.

En realidad, a Alice se le habría hecho demasiado raro estar con su marido en la oscuridad. Y sospechaba que a él le pasaría lo mismo. Llevaban semanas esmerándose para que sus vidas se cruzaran lo menos posible. Ella se iba mucho antes de desayunar y, a la hora de la cena, él solía estar haciendo recados para el señor Van Cleve, o jugando al béisbol con sus amigos. Bennett dormía la mayoría de las noches en el diván del vestidor, así que incluso su figura se había vuelto poco familiar para ella. Y, si al señor Van Cleve el comportamiento de ambos le resultaba extraño, no lo comentaba. Él solía quedarse hasta bien entrada la noche en la mina y parecía enormemente preocupado por lo que fuera que estuviera pasando allí. Alice odiaba aquella casa con todas sus fuerzas, su tristeza y su historia opresiva. Estaba tan agradecida por no tener que pasar las veladas encerrada en la oscura salita con ellos dos que ni se preocupaba en cuestionar nada de aquello.

—Pero vendrás a ver a Tex Lafayette, ¿no? —le preguntó Beth, mientras se peinaba y se ajustaba la blusa delante del espejo. Al parecer, le gustaba uno de los chicos de la gasolinera, pero le había mostrado su afecto dándole un par de puñetazos fuertes en el brazo y ahora no tenía ni idea de qué hacer a continuación.

—No creo. Ni siquiera lo conozco.

—Mucho trabajo y poca diversión, Alice. Venga. Irá todo el pueblo. Hemos quedado con Izzy delante de la tienda y su madre le ha dado un dólar enterito para comprar algodón de azúcar. Si quieres sentarte, son solo cincuenta céntimos. O puedes quedarte de pie atrás y verlo gratis. Nosotras vamos a hacer eso.

—No sé. Bennett tiene que trabajar hasta tarde en Hoffman. Creo que debería irme a casa.

Sophia e Izzy empezaron a cantar otra vez e Izzy se sonrojó, como solía pasarle cuando cantaba delante de alguien.

Tu sonrisa me rodea como un lazo,

ha sido así desde que me encontraste.

No tuviste que perseguirme para echar el lazo a mi corazón…

Margery le quitó el espejito a Beth y comprobó si tenía la cara manchada. Luego, se frotó las mejillas con un pañuelo húmedo hasta que se quedó satisfecha.

—Bueno, Sven y yo vamos a ir al Nice ’N’ Quick. Ha reservado una mesa arriba, para poder ver bien. Si quieres, puedes unirte a nosotros.

—Tengo cosas que hacer aquí —se excusó Alice—. Pero gracias. Puede que me reúna con vosotras más tarde.

Lo dijo para apaciguarlas y ellas lo sabían. En realidad, solo deseaba sentarse tranquilamente en la pequeña biblioteca. Le gustaba quedarse allí sola por las noches, leer apaciblemente bajo la tenue luz de la lámpara de aceite, escaparse a la blancura tropical de la isla de Robinson Crusoe, o a los mohosos pasillos de la escuela Brookfield del señor Chip. Si al llegar Sophia aún seguía allí, la mujer solía dejarla tranquila e interrumpirla solo para pedirle que pusiera un dedo sobre un trozo de tela mientras daba un par de puntadas, o para preguntarle si le parecía bien cómo había arreglado la cubierta de algún libro. Sophia no era una mujer que necesitara público, pero parecía sentirse mejor en compañía, así que, aunque hablaban poco entre ellas, aquel acuerdo había sido beneficioso para ambas durante las últimas semanas.

—Bueno. ¡Nos vemos luego, entonces!

Con un alegre gesto de despedida con la mano, las dos mujeres cruzaron las tablas del suelo pisando fuerte y luego bajaron las escaleras de fuera, todavía en pantalones de montar y botas. Mientras la puerta se abría, una ráfaga de ruido por anticipado entró en la pequeña habitación. La plaza ya estaba abarrotada, las risas y los silbidos llenaban el aire y había un grupo de música local tocando para animar a la multitud.

—¿Tú no vas a ir, Sophia? —preguntó Alice.

—Saldré a escuchar un poco a la parte de atrás, más tarde —dijo Sophia—. El viento viene en esta dirección —comentó, mientras enhebraba una aguja y cogía otro libro estropeado—. No me vuelven loca las multitudes —añadió luego, en voz baja.

Tal vez como una especie de claudicación, Sophia abrió la puerta de atrás y la sujetó con un libro para oír la música de la banda. Le resultaba imposible no seguir el ritmo con el pie, de vez en cuando. Alice se sentó en la silla del rincón, con el papel de escribir sobre el regazo, intentando redactar una carta para Gideon, pero la pluma seguía inmóvil en su mano. No tenía ni idea de qué contarle. En Inglaterra, todos creían que estaba disfrutando de una emocionante vida cosmopolita en Estados Unidos, llena de coches enormes y de momentos maravillosos. No sabía cómo transmitirle a su hermano su verdadera situación.

Detrás de ella, Sophia, que parecía conocer todas las canciones, tarareaba al son de los violines, a veces dejando que su voz hiciera de contrapunto y a veces añadiendo alguna letra. Tenía una voz suave, aterciopelada y tranquilizadora. Alice dejó la pluma y pensó con cierta melancolía en lo agradable que sería estar allí fuera con su antiguo esposo, el que la estrechaba entre sus brazos y le susurraba palabras de amor al oído, y cuyos ojos le habían prometido un futuro lleno de risas y romanticismo, en lugar de aquel al que sorprendía mirándola confuso de vez en cuando, como si no entendiera cómo ella había llegado allí.

—Buenas noches, señoras. —La puerta se cerró con suavidad detrás de Fred Guisler. Llevaba puesta una camisa azul perfectamente planchada y unos pantalones de traje, y se había quitado el sombrero para saludarlas. Alice se quedó un poco sorprendida al verlo sin su habitual camisa de cuadros y su mono—. He visto la luz encendida, pero he de decir que no esperaba encontrarlas aquí esta noche. Por el espectáculo que hay en el pueblo, me refiero.

—La verdad es que no soy admiradora suya —dijo Alice, cerrando el cuaderno de escribir.

—¿No podría convencerla? Aunque no le gusten las habilidades de los vaqueros, Tex Lafayette tiene un buen chorro de voz. Y hace una noche preciosa. Demasiado bonita como para quedarse aquí.

—Es muy amable, pero estoy bien aquí. Gracias, señor Guisler.

Alice, que esperaba que le dijera lo mismo a Sophia, se dio cuenta, un tanto asqueada, de lo que, por supuesto, era obvio para todos salvo para ella, de por qué las demás tampoco le habían insistido para que las acompañara. Una plaza llena de muchachos blancos borrachos y pendencieros no era un lugar seguro para Sophia. De pronto, Alice se percató de que tampoco tenía muy claro qué lugar podía ser seguro para Sophia.

—Bueno, voy a dar un paseíto para echar un vistazo. Pero después me pasaré por aquí y la llevaré a casa, señorita Sophia. Hay bastante licor pululando por esa plaza esta noche y no estoy seguro de que vaya a ser un lugar agradable para una dama pasadas las nueve.

—Gracias, señor Guisler —dijo Sophia—. Se lo agradezco.

—Debería usted ir —le dijo Sophia, sin levantar la vista de su labor, mientras las pisadas de Fred se desvanecían en la calle oscura.

Alice removió unas cuantas hojas de papel sueltas.

—Es complicado.

—La vida es complicada. Por eso divertirse un poco cuando se puede es importante. —La mujer miró con el ceño fruncido una de las puntadas, antes de deshacerla—. Es difícil ser diferente a todos los demás de por aquí. Eso lo entiendo. De verdad. En Louisville, yo llevaba una vida muy distinta —comentó Sophia, y exhaló un suspiro—. Pero esas muchachas se preocupan por usted. Son sus amigas. Y aislarse de ellas no le va a facilitar las cosas.

Alice observó cómo una polilla revoloteaba alrededor de la lámpara de aceite. Al cabo de un rato, incapaz de soportarlo más, la cogió con cuidado entre las manos, cruzó la puerta entreabierta y la soltó.

—Se quedaría aquí sola.

—Ya soy mayorcita. Y el señor Guisler vendrá a recogerme.

Alice oyó cómo la música empezaba a sonar en la plaza y el rugido de satisfacción que anunciaba que el Vaquero Cantor había subido al escenario. La joven miró por la ventana.

—¿De verdad cree que debería ir?

Sophia dejó a un lado su labor.

—Por Dios, Alice, ¿necesita que escriba una canción sobre ello? ¡Eh! —le gritó la mujer, mientras Alice iba hacia la puerta delantera—. Deje que le arregle el pelo antes de salir. Las apariencias son importantes.

Alice se apresuró a volver y cogió el espejito. Se frotó la cara con el pañuelo, mientras Sophia le pasaba un cepillo por el pelo, se lo sujetaba con horquillas y chasqueaba la lengua mientras trabajaba con dedos ágiles. Cuando Sophia acabó, Alice buscó el carmín en el bolso y se pintó los labios de color coral, haciendo un mohín antes de frotarlos entre sí. Satisfecha, bajó la vista y se sacudió la camisa y los pantalones de montar.

—Mi indumentaria no tiene mucho remedio.

—Pero la mitad superior es hermosa como un sol. Y eso es lo que verá la gente.

Alice sonrió.

—Gracias, Sophia.

—Vuelva para contármelo todo. —La mujer regresó a su mesa y empezó de nuevo a dar golpecitos con el pie, ya medio perdida en la música distante.

Alice iba a mitad de camino, cuando aquel animalillo apareció. Cruzó furtivamente la sombría carretera y la mente de la muchacha, que ya estaba medio kilómetro por delante, en la plaza, tardó un rato en darse cuenta de que había algo delante de ella. Alice aminoró la marcha. ¡Era una ardilla de tierra! Se sentía rara, como si de tanto hablar de cerdos asesinados una niebla de tristeza se hubiera cernido sobre ella esa semana y se hubiera sumado a su ligera depresión. Para vivir en plena naturaleza, los habitantes de Baileyville no la respetaban en absoluto. Alice se detuvo, esperando a que la ardilla cruzara por delante de ella. Era muy grande, con una cola enorme y gruesa. En aquel momento, la luna se asomó por detrás de una nube y Alice cayó en la cuenta de que, al final, no era una ardilla, sino algo más oscuro y grande, con rayas blancas y negras. Observó al animal con el ceño fruncido, perpleja, y entonces, justo cuando la joven iba a dar un paso hacia delante, el bicho le dio la espalda, levantó la cola y la roció con un líquido. En un segundo, aquella sensación fue sustituida por el hedor más asqueroso que jamás había olido. Alice se quedó sin aliento y sintió náuseas, e intentó cubrirse la boca con la mano, resoplando. Pero no había escapatoria: tenía las manos, la camisa y el pelo llenos de aquel líquido. El bicho se alejó tranquilamente en medio de la noche, dejando a Alice sacudiéndose la ropa, como si agitando las manos y gritando pudiera hacer que aquello desapareciera.

El piso de arriba del Nice ’N’ Quick estaba lleno de personas apiñadas contra la ventana repartidas en tres hileras, algunas gritando de emoción al ver al vaquero vestido de blanco que estaba abajo. Margery y Sven eran los únicos que seguían sentados en un reservado, uno al lado del otro, como les gustaba. Entre ellos estaban los restos de dos tés helados. Dos semanas antes, un fotógrafo local había pasado por allí y había persuadido a las bibliotecarias, que estaban en sus caballos delante del cartel de la Biblioteca Itinerante de la WPA, y las cuatro, Izzy, Margery, Alice y Beth, habían posado, una al lado de la otra, sobre sus monturas. Una copia de esa fotografía, con las cuatro mirando a la cámara, ocupaba ahora un lugar de honor en la pared de la cafetería, decorada por una hilera de banderines, y Margery no podía dejar de mirarla. No recordaba haber estado tan orgullosa de algo en toda su vida.

—Mi hermano está pensando en comprarse algunos de los terrenos de North Ridge. Bore McCallister dice que le hará un buen precio. Tal vez debería ir a medias con él. No puedo trabajar en las minas para siempre.

Margery volvió a centrarse en Sven.

—¿De cuánto terreno estás hablando?

—De unas ciento sesenta hectáreas. Hay mucha caza.

—Así que no te has enterado.

—¿De qué?

Margery extendió el brazo para sacar la plantilla de las cartas del bolso. Sven la abrió con cuidado y la leyó, antes de volver a dejarla en la mesa, delante de ella.

—¿Dónde has oído esto?

—¿Sabes algo al respecto?

—No. Dondequiera que vamos, ahora mismo solo se habla de acabar con la influencia del Sindicato de Mineros de Estados Unidos.

—He descubierto que ambas cosas van de la mano. Daniel McGraw, Ed Siddly, los hermanos Bray, todos esos sindicalistas viven en North Ridge. Si la nueva mina echa a esos hombres y a sus familias de sus hogares, será mucho más difícil para ellos organizarse. No querrán acabar como en Harlan, con una maldita guerra entre los mineros y sus patrones.

Sven se recostó en el asiento. Resopló y analizó la cara de Margery.

—Supongo que la carta es tuya —dijo Sven. Ella le sonrió con dulzura. El hombre se pasó la palma de la mano por la frente—. Por Dios, Marge. Ya sabes cómo son esos matones. ¿Es que llevas los problemas en la sangre? No, no me contestes a eso.

—No puedo quedarme de brazos cruzados mientras destrozan estas montañas, Sven. ¿Sabes qué hicieron en Great White Gap?

—Sí, lo sé.

—Volaron el valle entero, contaminaron el agua y desaparecieron de la noche a la mañana cuando se agotó el carbón. Todas esas familias se quedaron sin trabajo y sin casa. No permitiré que hagan lo mismo aquí.

Sven cogió la carta y volvió a leerla.

—¿Alguien más lo sabe?

—Hay dos familias que ya han acudido al consultorio jurídico. He encontrado libros de Derecho en los que pone que los propietarios de las minas no pueden volar los terrenos si las familias no han firmado esos contratos genéricos que ceden todos los derechos a las minas. Casey Campbell ayudó a su padre a leer todo el papeleo. —Suspiró satisfecha y dio un golpe en la mesa con el dedo—. No hay nada más peligroso que una mujer armada con algunos conocimientos. Aunque tenga doce años.

—Si alguien en Hoffman descubre que eres tú, habrá problemas. —Ella se encogió de hombros y le dio un trago a su bebida—. En serio. Ten cuidado, Marge. No quiero que te suceda nada. Van Cleve tiene a hombres en nómina detrás de esta lucha sindical. Hombres de fuera del pueblo. Ya has visto lo que ha ocurrido en Harlan. No podría… No podría soportar que te pasara algo.

Margery levantó la vista hacia él.

—No irás a ponerte sentimental conmigo, ¿verdad, Gustavsson?

—Lo digo en serio. —El hombre se volvió hasta que su cara estuvo a solo unos centímetros de la de ella—. Te quiero, Marge.

Ella estuvo a punto de hacer una broma, pero captó algo poco familiar en la cara de Sven, cierta seriedad y vulnerabilidad, y las palabras se apagaron en sus labios. Los ojos de Sven buscaron los de ella y sus dedos envolvieron los de Margery, como si su mano pudiera decir lo que él no podía. Margery lo miró a los ojos hasta que se oyó un clamor en la cafetería y, entonces, apartó la vista. Allá abajo, Tex Lafayette empezó a cantar Yo nací en el valle, entre gritos de emoción.

—Madre mía, esas muchachas se van a volver locas —murmuró Margery.

—Creo que lo que has querido decir es: «Yo también te quiero» —contestó Sven, al cabo de un instante.

—Esos cartuchos de dinamita deben de haberte hecho algo en los oídos. Estoy segura de habértelo dicho hace siglos —replicó Margery y, negando con la cabeza, Sven la atrajo de nuevo hacia él y la besó hasta que ella dejó de sonreír.

Mientras intentaba abrirse camino a través de la plaza atestada del pueblo, Alice pensó que daba igual dónde hubiera quedado con sus amigas: aquello estaba tan oscuro y lleno de gente que las posibilidades de encontrarlas eran escasas. El aire olía a la cordita de los petardos, a humo de tabaco, a cerveza y al azúcar quemado del algodón de los puestos que habían montado para esa noche, aunque ella apenas podía distinguir ninguno de esos olores. Allá donde iba, la gente aguantaba la respiración ruidosamente, retrocedía frunciendo el ceño y se tapaba la nariz.

—¡Señora, la ha rociado una mofeta! —le gritó un muchacho pecoso, cuando pasó a su lado.

—No me digas —le espetó ella, malhumorada.

—Santo Dios —exclamaron dos chicas, mientras se apartaban y hacían un mohín mirando a Alice—. ¿Esa es la esposa inglesa de Van Cleve?

Alice notaba que las personas se apartaban como olas a su alrededor, a medida que se iba acercando al escenario.

Al cabo de unos instantes, lo vio. Bennett estaba de pie, cerca de la esquina del bar provisional, sonriendo y con una cerveza Hudepohl en la mano. Ella se quedó mirándolo, observando su sonrisa distendida y sus hombros sueltos y relajados bajo su camisa azul buena. Alice se fijó, distraídamente, en que parecía estar mucho más a gusto cuando no estaba con ella. La sorpresa que le causó que él no estuviera en realidad trabajando se vio reemplazada por una especie de melancolía, por el recuerdo del hombre del que se había enamorado. Mientras lo observaba, preguntándose si debería acercarse para hablarle de su desastrosa noche, una muchacha que estaba justo a la izquierda de Bennett se volvió y levantó una botella de refresco de cola. Era Peggy Foreman. La joven se acercó a él y le dijo algo que le hizo reír. El hombre asintió, todavía con la mirada puesta en Tex Lafayette. Luego miró a la chica y en su cara se dibujó una sonrisa bobalicona. A Alice le entraron ganas de ir corriendo hacia él y quitar de en medio a esa muchacha. De ocupar su lugar en los brazos de su marido, de que él le sonriera con dulzura, como hacía antes de que se casaran. Pero mientras seguía allí parada, la gente se alejaba de ella riéndose o murmurando: «Una mofeta». Los ojos se le llenaron de lágrimas y, cabizbaja, empezó a abrirse camino de nuevo para retroceder entre la multitud.

—¡Eh!

Alice apretó la mandíbula mientras caminaba entre los cuerpos que se empujaban entre sí, ignorando las burlas y las risas que parecían aumentar a su alrededor, mientras la música se desvanecía a lo lejos. Agradeció que la oscuridad impidiera que vieran quién era, mientras se secaba las lágrimas.

—Dios santo. ¿Habéis olido eso?

—¡Eh! ¡Alice!

Giró la cabeza y vio a Fred Guisler, que se abría camino entre la multitud para llegar hasta ella, con un brazo extendido.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el hombre, que tardó un par de segundos en reparar en el olor. Ella vio la sorpresa dibujada en su rostro, como un «puaj» silencioso, y, casi de inmediato, su resuelto intento de ocultarlo. Fred le rodeó los hombros con un brazo y la guio con decisión entre la multitud—. Venga. Volvamos a la biblioteca. ¿Queréis moveros? Tenemos que pasar.

Les llevó diez minutos volver andando por la oscura carretera. En cuanto dejaron atrás el centro del pueblo, lejos de la multitud, Alice abandonó el cobijo de su brazo y se alejó hacia un extremo de la calzada.

—Es muy amable. Pero no es necesario.

—No pasa nada. En realidad, casi no tengo sentido del olfato. El primer caballo que domé me dio una coz en la nariz con una de las patas traseras y, desde entonces, no he vuelto a ser el mismo.

Alice sabía que estaba mintiendo, pero le dedicó una sonrisa taciturna por su amabilidad.

—No la pude ver bien, pero creo que era una mofeta. Se paró delante de mí y…

—Era una mofeta, desde luego. —El hombre intentó no reírse.

Alice lo miró, con las mejillas encendidas. Estaba a punto de echarse a llorar, pero algo en la expresión de Fred pudo con ella y, para su sorpresa, en lugar de ello se echó a reír.

—Es lo peor del mundo, ¿verdad?

—¿Sinceramente? Ni se acerca.

—Vale, ahora estoy intrigado. ¿Qué es lo peor, entonces?

—No puedo decírselo.

—¿Dos mofetas?

—Deje de reírse de mí, señor Guisler.

—No pretendía herir sus sentimientos, señora Van Cleve. Es que es tan inverosímil… Una muchacha como usted, tan bonita y refinada y todo eso… Y ese olor…

—Eso no ayuda.

—Lo siento. Oiga, pase por mi casa antes de ir a la biblioteca. Puedo darle ropa limpia para que, al menos, pueda volver a casa sin que se arme un revuelo.

Caminaron en silencio los últimos metros y abandonaron la carretera principal para subir por el sendero que conducía a la casa de Fred Guisler. Alice se percató de que, como estaba detrás de la biblioteca y alejada de la carretera, apenas se había fijado en ella hasta entonces. Había luz en el porche y la muchacha subió las escaleras de madera detrás de él, mirando hacia la izquierda, donde, a unos cien metros de distancia, la luz de la biblioteca aún seguía encendida, solo visible desde ese lado de la carretera a través de una pequeña grieta en la puerta. Se imaginó a Sophia dentro, trabajando duro remendando libros viejos para dejarlos como nuevos, canturreando al son de la música. Entonces, Fred abrió la puerta y se apartó para dejarla entrar.

Por lo que había visto hasta el momento, los hombres que vivían solos en Baileyville llevaban una vida muy austera, sus cabañas eran funcionales y apenas tenían muebles, sus hábitos eran frugales y, a menudo, su higiene cuestionable. La casa de Fred tenía el suelo de madera pulida, encerada y brillante por los años de uso; había una mecedora en una esquina, una alfombra azul de jarapa delante de ella, y una gran lámpara de latón que emitía un suave resplandor sobre una estantería repleta de libros. La pared estaba llena de cuadros y, enfrente de ella, había una silla tapizada con vistas a la parte de atrás de la cabaña y al gran establo de Fred, abarrotado de caballos. El gramófono estaba sobre una mesa de caoba pulidísima y una intrincada colcha antigua de retales estaba pulcramente doblada a su lado.

—Pero ¡si esto es precioso! —exclamó Alice, dándose cuenta al momento del insulto que implicaban sus palabras.

Fred no pareció darse por aludido.

—No todo es cosa mía —admitió el hombre—. Pero intento mantenerlo bonito. Un momento.

Alice se sentía mal por llenar con su hedor aquel hogar cómodo y de olor dulce. Se cruzó de brazos y frunció el ceño mientras el hombre corría escaleras arriba, como si aquello pudiera contener el mal olor. Fred volvió en unos minutos, con dos vestidos sobre el brazo.

—Debería servirle alguno.

Ella levantó la vista.

—¿Tiene vestidos?

—Eran de mi esposa. —Alice parpadeó—. Deme su ropa y la pondré en vinagre. Eso ayudará. Cuando se la lleve a casa, dígale a Annie que la meta en la bañera con bicarbonato y jabón. Ah, y hay una toallita limpia en la repisa.

Alice se volvió y Fred señaló un baño, en el que ella entró. Se desnudó, sacó la ropa entreabriendo la puerta y se lavó la cara y las manos, frotándose la piel con la toallita y con jabón de sosa. Aquel olor acre se negaba a abandonarla y casi le causaba náuseas dentro de la cálida y pequeña habitación, así que se frotó lo más fuerte que pudo sin desollarse. Después cayó en la cuenta de que debía echarse una jarra de agua por la cabeza y frotarse el pelo con jabón; luego lo aclaró y se lo secó vigorosamente con una toalla. Finalmente, se deslizó dentro del vestido verde. Era lo que su madre habría llamado un vestido de tarde, con las mangas cortas, estampado floral y cuello de encaje blanco. Le quedaba un poco flojo en la cintura, pero al menos olía a limpio. Había un frasco de perfume sobre un armarito. Lo olió y se echó un poco sobre el pelo mojado.

Salió unos minutos después y se encontró a Fred de pie, al lado de la ventana, observando la plaza del pueblo iluminada. El hombre se volvió, claramente con la mente en otra parte, y se sobresaltó, probablemente al ver el vestido de su mujer. Pero se recuperó con rapidez y le ofreció un vaso de té helado.

—He pensado que le vendría bien.

—Gracias, señor Guisler. —Alice bebió un sorbo—. Me siento como una tonta.

—Fred, por favor. Y no se sienta mal. Ni por un instante. A todos nos ha pasado.

Alice se quedó parada unos instantes. De repente, se sentía rara. Estaba en casa de un desconocido y llevaba puesto el vestido de su difunta esposa. No sabía qué hacer con las manos. Se oyó un estruendo procedente del pueblo y la turbación se dibujó en su rostro.

—Madre mía, no solo he atufado su preciosa casa, sino que además le he hecho perderse a Tex Lafayette. Lo siento muchísimo.

Él negó con la cabeza.

—No pasa nada. No podía dejarla así, con esa…

—¡Caray con las mofetas! —exclamó Alice alegremente, pero Fred seguía con cara de preocupación, como si supiera que el olor no era lo único que la había hecho sentirse tan mal—. Aun así, si volvemos, seguro que le da tiempo a ver el resto. Tenía razón. Es muy bueno. No es que haya oído mucho, entre una cosa y otra, pero no me extraña que sea tan popular. Desde luego, parece que la gente lo adora.

—Alice…

—Dios mío. Mire qué hora es. Será mejor que me vaya. —La joven pasó por delante de él para ir hacia la puerta, con la cabeza gacha—. Usted debería regresar a ver el espectáculo. Yo iré andando a casa. Está muy cerca.

—La llevaré en coche.

—¿Por si aparece otra mofeta? —preguntó Alice, con una risa aguda y nerviosa. Aquella voz tampoco parecía la suya—. De verdad, señor Guisler…, Fred. Ya ha sido muy amable conmigo y no quiero causarle más problemas. De verdad. No…

—La llevaré —zanjó el hombre con firmeza. Acto seguido, cogió la chaqueta que había dejado sobre el respaldo de una silla y luego una mantita que estaba sobre el respaldo de otra, para ponérsela a Alice sobre los hombros—. Ha refrescado.

Salieron al porche. De repente, Alice se fijó en cómo la miraba Frederick Guisler, como si quisiera ver más allá de lo que ella decía o hacía, para descubrir su verdadero significado. Resultaba curiosamente turbador. La joven se tropezó con los escalones del porche y el hombre extendió una mano para sujetarla. Alice se aferró a ella y la soltó de inmediato, como si pinchara.

«Por favor, que no diga nada más», pensó. Tenía de nuevo las mejillas en llamas y se sentía confusa. Pero, cuando levantó la vista, el hombre no la estaba mirando.

—¿La puerta estaba así cuando entramos? —Fred estaba observando la parte de atrás de la biblioteca. La puerta, que antes estaba entreabierta para que pudiera entrar el sonido de la música, estaba ahora abierta de par en par. Se oyeron una serie de golpes distantes e irregulares, que venían de dentro. El hombre se quedó inmóvil y luego se volvió hacia Alice. Ya no estaba tan tranquilo como antes—. Espere aquí.

Fred volvió a entrar rápidamente y, al cabo de un instante, salió de la casa con un enorme rifle de dos cañones. Alice se apartó para dejarlo pasar y se quedó mirándolo mientras él iba hacia la biblioteca. Entonces, incapaz de contenerse, lo siguió a unos pasos de distancia, caminando de puntillas sobre la hierba del camino de atrás, sin hacer ruido.

—¿Qué está pasando aquí, muchachos?

Frederick Guisler se detuvo en el umbral de la puerta. Detrás de él, Alice, con el corazón en un puño, solo alcanzaba a ver los libros tirados por el suelo y una silla volcada. Había dos, no, tres jóvenes en la biblioteca, vestidos con tejanos y camiseta. Uno tenía una botella de cerveza en la mano y otro un montón de libros que dejó caer con provocadora deliberación al ver a Fred. Alice vislumbró a Sophia de pie, agarrotada, en una esquina, mirando fijamente un punto indeterminado del suelo.

—Hay una mujer de color en su biblioteca —farfulló uno los chicos con voz nasal, a causa de la bebida.

—Así es. Y aquí estoy tratando de comprender qué te importa a ti eso.

—Este sitio es para blancos. Ella no debería estar aquí.

—Eso —dijeron los otros dos jóvenes en tono burlón, envalentonados por la cerveza.

—¿Ahora eres tú el director de esta biblioteca? —preguntó Fred, con voz glacial. Alice nunca lo había oído hablar en aquel tono.

—No voy a…

—Te he preguntado si eres tú quien gestiona esta biblioteca, Chet Mitchell.

El chico miró hacia los lados, como si el hecho de escuchar su propio nombre le hubiera recordado las consecuencias que podría tener aquello.

—No.

—Entonces, te recomiendo que te vayas. Fuera los tres. Antes de que se me resbale el rifle y haga algo de lo que me arrepienta.

—¿Me está amenazando por una mujer de color?

—Te estoy explicando lo que pasa cuando un hombre encuentra a tres idiotas borrachos en su propiedad. Y, si quieres, también puedo explicarte lo que pasa cuando esos idiotas no se van en cuanto les echan. Aunque no creo que te haga mucha gracia.

—No sé por qué la defiende. ¿Le va el chocolate, o qué?

Rápido como un rayo, Fred agarró al muchacho por el cuello y lo estrujó contra la pared, apretando tanto el puño que los nudillos se le pusieron blancos. Alice retrocedió, conteniendo la respiración.

—No me provoques, Mitchell.

El chico tragó saliva y levantó las manos.

—Solo era una broma —dijo, medio asfixiado—. ¿Ya no se puede bromear con usted, señor Guisler?

—No veo que nadie más se esté riendo. Fuera de aquí ahora mismo. —Fred soltó al muchacho, a quien le temblaban las rodillas. Este se frotó el cuello, miró nervioso a sus amigos y luego, cuando Fred dio un paso hacia delante, se escabulló por la puerta de atrás. Alice, con el corazón desbocado, retrocedió mientras los tres salían a trompicones, colocándose la ropa con silenciosa bravuconería, antes de alejarse sin abrir boca por el sendero de gravilla. Los muchachos recuperaron el valor cuando estuvieron fuera de su alcance.

—¿Le va el chocolate, Frederick Guisler? ¿Por eso se fue su mujer?

—De todos modos, su puntería es una mierda. ¡Lo he visto cazando!

A Alice le entraron ganas de vomitar. Se recostó sobre la pared del fondo de la biblioteca. Una fina capa de sudor le empapaba la espalda. Su corazón solo se calmó cuando los muchachos desaparecieron al doblar la esquina. Oyó a Fred dentro, recogiendo libros y poniéndolos sobre la mesa.

—Lo siento, señorita Sophia. Debería haber venido antes.

—Tranquilo. La culpa es mía, por haber dejado la puerta abierta.

Alice subió lentamente los escalones. Sophia ni se había inmutado, o eso parecía. Estaba inclinada recogiendo libros y comprobando si habían sufrido daños, limpiando el polvo de sus cubiertas y chasqueando la lengua al ver las etiquetas rotas. Pero cuando Fred se volvió para colocar una estantería que se había salido de los anclajes, Alice vio que Sophia extendía la mano para apoyarse en el escritorio, apretando fugazmente los nudillos sobre el borde. La joven decidió entrar y, sin mediar palabra, empezó también a recoger. Los álbumes de recortes que Sophia había estado haciendo con tanto esmero estaban hechos trizas delante de ella. Los libros cuidadosamente remendados estaban de nuevo rotos y esparcidos por la habitación, con las páginas sueltas todavía revoloteando en su interior.

—Me quedaré hasta más tarde esta semana y le ayudaré a arreglarlos —dijo Alice—. Es decir…, si decide volver —añadió, al ver que Sophia no respondía.

—¿Cree que un puñado de mocosos engreídos me va a impedir hacer mi trabajo? Todo irá bien, señorita Alice. —La mujer hizo una pausa y esbozó una sonrisa tensa—. Pero me vendría bien su ayuda, gracias. Hay mucho que hacer.

—Hablaré con los Mitchell —dijo Fred—. No pienso tolerar que esto vuelva a suceder.

Su voz se fue suavizando y su cuerpo se fue tranquilizando mientras se movía por la pequeña cabaña. Pero Alice se fijó en que, cada pocos minutos, volvía a mirar por la ventana y solo se relajó cuando las dos mujeres estuvieron en el coche, listas para que las llevara a casa.

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