9

Numerosos médicos varones reconocen actualmente que muchas enfermedades nerviosas y de otra índole en las mujeres están asociadas a la falta de alivio fisiológico de los impulsos sexuales naturales o provocados.

DRA. MARIE STOPES, Amor conyugal

Según las parteras de la zona, había una razón por la que la mayoría de los bebés nacían en verano, y era que no había absolutamente nada que hacer en Baileyville una vez que se iba la luz. En el cinematógrafo solían poner las películas meses después de haberlas estrenado y retirado en todos los demás sitios. Y aunque la gente decidiera ir, el señor Rand, que era quien lo dirigía, era tan amante del licor que nunca podían estar seguros de que verían el final de la película sin que una bobina se arrugara y se quemara en la pantalla, víctima de una de las siestas improvisadas del hombre, lo que provocaba abucheos y enfado entre el público. La fiesta de la cosecha y la matanza del cerdo ya habían pasado y aún faltaba mucho para Acción de Gracias, lo que dejaba un largo mes sin nada que esperar, salvo cielos cada vez más oscuros, el aumento del olor a madera quemada en el aire y el frío invasor.

Aun así, era evidente para cualquiera que se fijara en tales cosas (y los residentes de Baileyville eran expertos en fijarse en todo) que, ese otoño, un gran número de hombres del lugar parecían estar demasiado contentos. Se iban corriendo a casa en cuanto podían y se pasaban el día silbando, con los ojos hinchados por la falta de sueño, pero desprovistos de su mal genio habitual. A Jim Forrester, que trabajaba como chófer en el almacén de madera de los Mathew, apenas se le veía en las cantinas, donde solía pasar sus horas muertas. Sam Torrance y su mujer iban por ahí cogidos de la mano y sonriéndose el uno al otro. Y a Michael Murphy, cuya boca llevaba sellada en una fina línea de insatisfacción la mayor parte de sus treinta y pico años, lo habían visto cantándole a su mujer en el porche. Cantándole, literalmente.

Aquellos no eran hechos de los que la gente mayor del pueblo pudiera quejarse, la verdad, pero sin duda eran algo más que sumar, como se confesaban los unos a los otros ligeramente desorientados, a la sensación de que las cosas estaban cambiando de una manera que no podían entender.

Las integrantes de la Biblioteca Itinerante no estaban tan perplejas. El librito azul —que se había vuelto más popular y más útil que cualquier éxito de ventas y requería una reparación casi constante— se prestaba y se devolvía semana tras semana, bajo montones de revistas, con sonrisas fugaces de agradecimiento acompañadas de susurros ahogados del tipo: «¡Mi Joshua ni siquiera había oído hablar de eso, pero no hay duda de que le encanta!», o: «Esta primavera, nada de bebés. No se imaginan qué alivio». A muchas de esas confidencias solían acompañarlas un rubor de recién casados, o un evidente brillo en los ojos. Solo una mujer lo devolvió impertérrita, amonestándolas porque, según ella, «nunca había visto la obra del diablo impresa hasta entonces». Pero incluso en ese caso Sophia se percató de que habían marcado varias páginas, doblándolas con cuidado.

Margery volvía a guardar el librito en su sitio, en el arcón de madera donde estaban los productos de limpieza, el linimento para las ampollas y las cinchas de repuesto para los estribos y, uno o dos días después, ya se había corrido la voz a otra cabaña remota y volvían a pedírselo, con indecisión, a otra bibliotecaria: «Por cierto…, antes de que se vaya: mi prima de Chalk Hollow dice que tienen un libro que habla de temas un tanto… delicados…», y este volvía a ponerse en circulación.

—¿Qué hacéis, chicas?

Izzy y Beth salieron corriendo del rincón en el que estaban, cuando Margery entró sacudiéndose el barro de los tacones de las botas de una forma que, más tarde, enfurecería a Sophia. Beth estaba muerta de la risa e Izzy tenía las mejillas coloradas. Alice estaba en el escritorio, agregando sus libros al registro y fingiendo ignorarlas.

—Chicas, ¿estáis mirando lo que yo creo que estáis mirando?

Beth levantó el libro.

—¿Esto es verdad? ¿Que «algunas hembras del reino animal pueden llegar a morir si se les niega el acto sexual»? —preguntó Beth, boquiabierta—. Porque yo no estoy con ningún hombre y no parece que vaya a desplomarme, ¿no?

—Pero ¿de qué mueres? —preguntó Izzy, horrorizada.

—A lo mejor el agujero se te cierra y no puedes respirar bien. Como los delfines.

—¡Beth! —exclamó Izzy.

—Si respiras por ahí, Beth Pinker, no es la falta del acto sexual lo que debe preocuparnos —dijo Margery—. De todos modos, no deberíais estar leyendo eso. Ni siquiera estáis casadas.

—Ni tú, y lo has leído dos veces.

Margery hizo una mueca. La muchacha tenía razón.

—Dios santo, ¿qué es «la materialización natural de las funciones sexuales de una mujer»? —Beth se echó a reír de nuevo—. Madre mía, mira esto: aquí dice que las mujeres insatisfechas pueden llegar a sufrir una verdadera crisis nerviosa. ¿No es increíble? Pero si están satisfechas, «todos los órganos de su cuerpo se ven afectados y estimulados para desempeñar su papel, mientras que sus ansias, tras elevarse a las vertiginosas alturas del éxtasis, son arrastradas al olvido».

—¿Mis órganos tienen que ser arrastrados? —preguntó Izzy.

—Beth Pinker, ¿puedes callarte cinco minutos? —Alice dio un golpe con el libro sobre la mesa—. Algunas estamos intentando trabajar.

Se hizo un breve silencio. Las mujeres se miraron de reojo.

—Solo estoy bromeando con vosotras.

—Pues algunas no queremos oír esos chistes tan malos. ¿Te importaría parar? No tienen ninguna gracia.

Beth miró a Alice con el ceño fruncido. Luego se quitó distraídamente un pedacito de algodón de los pantalones de montar.

—Disculpe, señorita Alice. Lamento haberla incomodado —dijo la muchacha con solemnidad, y en su cara se dibujó una sonrisa pícara—. No irás a sufrir una crisis nerviosa, ¿verdad?

Margery, que era rápida como el rayo, consiguió interponerse entre ambas justo antes de que el puño de Alice alcanzara su objetivo. Levantó las manos, separándolas, y le señaló la puerta a Beth.

—Beth, ¿por qué no vas a ver si los caballos tienen agua fresca? Izzy, vuelve a meter ese libro en el arcón y ven a limpiar este caos. La señorita Sophia regresa mañana de la casa de su tía y ya sabes qué dirá si ve esto así.

Luego miró a Alice, que había vuelto a sentarse y observaba concentrada el registro. Su actitud advertía a Margery que no dijera ni una palabra más. Se quedaría allí hasta mucho después de que todas las demás se hubieran ido a casa, como todos los días que trabajaban. Y Margery sabía que no leería ni una sola palabra.

Alice esperó a que Margery y las demás se marcharan, y levantó la cabeza para despedirse de ellas con un susurro. Sabía que hablarían de ella cuando se fueran, pero le daba igual. Bennett no la echaría de menos: estaría por ahí, con sus amigos. El señor Van Cleve llegaría tarde de la mina, como la mayoría de las noches, y Annie se molestaría porque las tres cenas se habían quedado resecas y pasadas al fondo del horno.

A pesar de la compañía de las otras mujeres, se sentía tan aislada que todo el peso que llevaba encima le hacía tener ganas de llorar. Se pasaba la mayor parte del tiempo sola en las montañas y, algunos días, hablaba más con su caballo que con cualquier otro ser vivo. Los vastos parajes que en su día le habían hecho sentirse libre ahora no hacían más que acentuar su sensación de aislamiento. Se subía el cuello para protegerse del frío, metía los dedos en los guantes y se enfrentaba a kilómetros de senderos pedregosos con la única distracción del dolor de sus músculos. A veces tenía la sensación de que su cara estaba hecha de piedra, salvo cuando por fin paraba para entregar los libros. Cuando las hijas de Jim Horner corrían hacia ella para abrazarla, hacía todo lo posible para no aferrarse a ellas y ahogar un sollozo involuntario. Nunca se había considerado una persona que necesitara contacto físico, pero el hecho de pasarse noche tras noche a kilómetros de distancia del cuerpo dormido de Bennett le hacía sentirse como si, poco a poco, se estuviera convirtiendo en mármol.

—¿Aún sigue aquí?

Alice se sobresaltó.

Fred Guisler acababa de asomar la cabeza por la puerta.

—Solo venía a traer una cafetera nueva. Marge me dijo que la vieja goteaba.

Alice se secó los ojos y sonrió de oreja a oreja.

—¡Ah, sí! Puede entrar.

El hombre vaciló en el umbral.

—¿Estoy… interrumpiendo algo?

—¡En absoluto! —exclamó la joven con una voz forzada y excesivamente alegre.

—No tardaré ni un minuto. —Fred fue hacia un lateral para cambiar la cafetera de metal y comprobar si había provisiones en la lata. Les suministraba café a las mujeres todas las semanas sin que nadie tuviera que pedírselo y les llevaba leña para que mantuvieran el fuego encendido y pudieran calentarse entre ronda y ronda. «Frederick Guisler es un verdadero santo», declaraba Beth cada mañana, tras chasquear los labios mirando su primera taza de café—. También les he traído algunas manzanas, para que se puedan llevar un par de ellas cada una al trabajo. Tendrán más apetito, ahora que los días son más fríos. —El hombre sacó una bolsa de debajo del abrigo y la dejó a un lado. Aún llevaba puesta la ropa de trabajo y tenía las suelas de las botas llenas de barro. A veces, al llegar, Alice lo oía fuera hablando con sus potros, animándolos con un: «¡Venga!», o un: «Vamos, campeón, tú puedes hacerlo mejor», como si fueran tan amigos suyos como las mujeres de la cabaña, o lo veía de brazos cruzados, al lado de algún elegante propietario de caballos de Lexington, apretando los labios mientras discutían sobre las condiciones y el precio.

—Estas son Bellezas de Roma. Maduran un poco más tarde que las demás. —Fred se metió las manos en los bolsillos—. Siempre me gusta… tener algo que esperar.

—Es muy amable por su parte.

—De eso nada. Trabajan muy duro… y no siempre obtienen el reconocimiento que merecen.

La joven pensó que ya se iba, pero el hombre se detuvo delante del escritorio, mordiéndose el labio. Ella bajó el libro y esperó a que hablara.

—Alice…, ¿se encuentra… bien? —Fred pronunció aquellas palabras como si se tratara de una pregunta que se había hecho mentalmente unas veinte o treinta veces—. Es que…, bueno, espero que no le moleste que lo comente, pero parece…, parece… Bueno, parece mucho menos feliz que antes. Me refiero a cuando llegó.

La joven notó cómo se ruborizaba. Quería decirle que estaba bien, pero tenía la boca seca y no le salió ni una palabra.

Él analizó su cara unos segundos y luego fue lentamente hacia las estanterías que había a la izquierda de la puerta principal. Las recorrió con la mirada y asintió satisfecho al encontrar lo que buscaba. Sacó un libro de un estante y se lo llevó a Alice.

—Es un poco peculiar, pero me gusta la pasión de sus palabras. Cuando lo pasé mal hace unos años, algunos de ellos me resultaron… provechosos. —El hombre cogió un trozo de papel, marcó la página que buscaba y le dio el libro a Alice—. Bueno, puede que no le gusten. La poesía es algo muy personal. Pero he pensado que… —Fred le dio un puntapié a un clavo suelto del suelo. Finalmente, levantó la vista hacia ella—. No importa. La dejaré tranquila. Señora Van Cleve —añadió finalmente, como por obligación.

Alice no sabía qué decir. Fred caminó hacia la puerta y levantó la mano en un saludo extraño. Su ropa olía a madera quemada.

—¿Señor Guisler…? ¿Fred?

—¿Sí?

La joven estaba paralizada, consumida por la súbita necesidad de confiar en otro ser humano. De hablar de aquellas noches en las que sentía un enorme vacío en lo más profundo de su ser, de decir que nada de lo que le había pasado hasta entonces en la vida le había hecho sentir el corazón tan pesado, sentirse tan perdida, como si hubiera cometido un error del que, sencillamente, no había vuelta atrás. Quería decirle que temía los días que no tenía que trabajar como temía a la enfermedad, porque a menudo sentía que, además de las montañas, los caballos y los libros, no tenía absolutamente nada.

—Gracias —susurró al fin, antes de tragar saliva—. Por las manzanas, quiero decir.

La respuesta de Fred llegó con medio segundo de retraso.

—De nada.

La puerta se cerró suavemente tras él y Alice oyó sus pasos por el sendero, mientras volvía a su casa. El hombre se detuvo a medio camino y Alice se quedó allí sentada, inmóvil, esperando no sabía muy bien qué, hasta que los pasos continuaron y se desvanecieron en la nada.

La joven bajó la vista hacia el librito de poesía y lo abrió.

El portador de estrellas

de Amy Lowell

Abre tu alma para recibirme.

Deja que la quietud de tu espíritu me bañe

con su frescura clara y ondulada.

Que, desfallecida y extenuada, halle el descanso,

tendida sobre tu paz, como en un lecho de marfil.

Alice leyó aquellas palabras con el corazón desbocado y la piel de gallina, mientras estas tomaban forma una y otra vez en su imaginación. De repente, le vino a la cabeza la voz incrédula de Beth: «¿Es verdad que algunas hembras del reino animal pueden llegar a morir si se les niega el acto sexual?».

Alice se quedó allí sentada un buen rato, mirando la página que tenía delante y perdiendo la noción del tiempo. Pensó en Garrett Bligh, en cómo extendía la mano, a ciegas, buscando la de su esposa, en cómo se miraban a los ojos con complicidad, incluso en los últimos días. Finalmente, se levantó y fue hacia el arcón de madera. Miró hacia atrás, como si incluso entonces alguien pudiera ver lo que estaba haciendo, y rebuscó en su interior hasta que sacó el librito azul. Luego se sentó en el escritorio, lo abrió y empezó a leer.

Eran casi las diez menos cuarto de la noche cuando volvió a casa. El Ford estaba fuera y el señor Van Cleve se encontraba en su habitación, abriendo y cerrando los cajones con tal fuerza que podía oírlo desde el vestíbulo. Alice cerró la puerta principal después de entrar y subió sigilosamente las escaleras, con la cabeza a punto de estallar y apoyando ligeramente los dedos en el pasamanos. Se metió en el baño, cerró la puerta con pestillo, dejó caer su ropa alrededor de los tobillos y utilizó una toallita para retirar la mugre de todo el día y hacer que su piel volviera a estar suave y perfumada. Luego volvió a la habitación y sacó de su baúl el camisón de seda. La tela de color melocotón cayó, suave y fluida, sobre su piel.

Bennett no estaba en el diván. Pudo distinguir su ancha espalda en la cama de ambos, mientras permanecía tumbado sobre el lado izquierdo, como siempre. Había perdido el bronceado veraniego y su piel se veía pálida en la penumbra. Sus músculos se movían suavemente cuando cambiaba de postura. Alice pensó en él. En el Bennett que una vez le había besado el interior de la muñeca y le había dicho que ella era la criatura más hermosa que había visto en su vida. Que le había prometido el mundo entre susurros. Que le había dicho que la adoraba con todas sus fuerzas. La joven levantó la colcha y se metió en el cálido hueco que había debajo, apenas sin hacer ruido.

Bennett no se movió pero, por su respiración plácida y tranquila, Alice se dio cuenta de que estaba profundamente dormido.

Deja que la llama parpadeante de tu alma juegue a mi alrededor,

que a mis miembros acuda la intensidad del fuego…

Se acercó a él, hasta que pudo sentir su aliento sobre la cálida piel de Bennett. Inhaló su olor a jabón mezclado con algo primigenio, que ni siquiera sus intentos castrenses de limpieza podían eliminar. Extendió la mano, vaciló un instante y posó el brazo sobre su cuerpo, buscando sus dedos para entrelazarlos con los de ella. Esperó mientras notaba la mano de él alrededor de la suya y dejó descansar la mejilla sobre su espalda, cerrando los ojos para percibir mejor el sube y baja de su respiración.

—Bennett. Lo siento —susurró Alice, aunque no tenía muy claro por qué se estaba disculpando.

Él le soltó la mano y, por un segundo, a la joven le dio un vuelco el corazón. Pero el hombre cambió de posición y se volvió hacia ella, ya con los ojos abiertos. Miró a su mujer y vio aquellos enormes ojos, que parecían estanques llenos de tristeza, suplicándole que la amara. Puede que en ese momento hubiera algo en la cara de Alice que ningún hombre en su sano juicio habría sido capaz de rechazar porque, suspirando, su marido la rodeó con el brazo y le permitió acurrucarse contra su pecho. Ella le puso los dedos con suavidad en el cuello, respirando de forma superficial, confusa por el deseo y el alivio.

—Quiero hacerte feliz —murmuró Alice, en voz tan baja que ni sabía si él la habría oído—. De verdad.

La joven alzó la vista. Los ojos de Bennett buscaron los suyos, este bajó la boca hacia la de ella y la besó. Alice cerró los ojos y se abandonó a él, notando cómo se aflojaba en lo más profundo de su ser algo que estaba atado con tal fuerza que apenas le dejaba respirar. Él la besó y le acarició el pelo con la palma de la mano, y ella deseó quedarse en ese momento para siempre, donde todo era como antes. Bennett y Alice, una historia de amor en ciernes.

La vida y la dicha de las lenguas de fuego,

y, al salir de ti, firmemente tensado y afinado,

puedo despertar al mundo soñoliento y verterme en él…

Alice sintió cómo el deseo crecía en ella rápidamente, con su mecha encendida por la poesía y las palabras desconocidas del librito azul, que conjuraban imágenes que su imaginación anhelaba hacer realidad. Entregó sus labios a los de él, dejó que su aliento se acelerara y sintió una descarga eléctrica cuando él emitió un leve gemido de placer. Ahora su peso estaba sobre ella y sus musculosas piernas entre las suyas. Alice se movió contra él, con la mente dispersa, mientras las terminaciones nerviosas de todo su cuerpo echaban chispas. «Ahora», pensó Alice, e incluso ese pensamiento se tiñó de un placer urgente.

«Ahora. Por fin. Sí».

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Bennett. La joven tardó un rato en darse cuenta de lo que estaba diciendo—. ¿Qué haces?

Ella apartó la mano. Luego, bajó la vista.

—Estaba… ¿tocándote?

—¿Ahí?

—Yo… Creí que te gustaría. —Él se apartó y se cubrió la entrepierna con la colcha, dejando a Alice expuesta. Algunas partes de ella todavía ardían de deseo, y eso la envalentonó. La joven bajó la voz y puso una mano en la mejilla de Bennett—. Esta noche he leído un libro, Bennett. Es sobre cómo puede ser el amor entre un hombre y su mujer. Lo ha escrito una doctora. Y dice que deberíamos sentirnos libres para darnos placer mutuamente de todas las formas…

—¿Que estás leyendo qué? —Bennett se incorporó—. ¿Qué diablos te pasa?

—Bennett… Hablaba de las personas casadas. Lo crearon para ayudar a las parejas a darse placer en la alcoba y… Bueno, al parecer a los hombres les encanta que les toquen…

—¡Para! ¿Por qué no puedes limitarte a… comportarte como una dama?

—¿Qué quieres decir?

—Eso de tocarse y esas lecturas obscenas. ¿Qué diablos te pasa, Alice? Haces que… ¡Haces que sea imposible!

Alice se repuso.

—¿Yo hago que sea imposible? ¡Bennett, no ha pasado nada en casi un año! ¡Nada! ¡Y en nuestros votos prometimos amarnos con nuestros cuerpos, como en todos los demás aspectos! ¡En unos votos que hicimos ante Dios! ¡Ese libro dice que es completamente normal que un marido y su esposa se toquen donde quieran! ¡Estamos casados! ¡Eso es lo que dice!

—¡Cállate!

A Alice se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Por qué te pones así, si lo único que intento es hacerte feliz? ¡Solo quiero que me quieras! ¡Soy tu mujer!

—¡Cállate ya! ¿Por qué tienes que hablar como una ramera?

—¿Cómo sabes cómo hablan las rameras?

—¡Que te calles de una vez! —Bennett le dio un manotazo a la lámpara de la mesilla de noche, que se hizo añicos en el suelo—. ¡Cállate! ¿Me oyes, Alice? ¿Es que no puedes parar de hablar?

Alice se quedó helada. En la habitación de al lado, oyó cómo el señor Van Cleve gruñía al levantarse de la cama, mientras los muelles chirriaban, contrariados. La joven hundió la cara entre las manos, preparándose para lo que inevitablemente vendría a continuación. Cómo no, pocos segundos después, llamaron a la puerta de la habitación con fuerza.

—¿Qué pasa ahí dentro, Bennett? ¿Bennett? ¿Qué es todo ese ruido? ¿Has roto algo?

—¡Vete, papá! ¿Vale? ¡Déjame en paz!

Alice se quedó mirando a su marido, boquiabierta. Esperó a que el sonido del detonador del carácter del señor Van Cleve se activara de nuevo, pero, tal vez igualmente sorprendido por aquella respuesta tan poco propia de su hijo, solo se oyó el silencio. El señor Van Cleve se quedó al otro lado de la puerta unos instantes, tosió un par de veces y luego le oyeron volver a su cuarto, arrastrando los pies.

Esa vez fue Alice la que se levantó. Saltó de la cama, recogió los pedazos de la lámpara para no pisarlos con los pies descalzos y los dejó con cuidado sobre la mesilla de noche. Luego, sin mirar a su marido, se alisó el camisón, se puso la mañanita y se fue al vestidor, que estaba en la puerta de al lado. Su rostro volvió a convertirse en piedra, mientras se tumbaba en el diván. Se tapó con una manta y esperó a que llegara el alba o a que el silencio del cuarto de al lado dejara de pesarle como un muerto en el pecho, lo que sucediera antes, si es que algo sucedía.

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