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Baileyville no se diferenciaba en nada de las demás localidades del sur de los Apalaches. Ubicado entre dos cadenas montañosas, estaba compuesto por dos calles principales con una mezcla titubeante de edificios de ladrillo y de madera, unidas en forma de uve, de las cuales salían una multitud de callejas y senderos serpenteantes que llevaban por la parte más baja a lejanas «hondonadas», que era como se llamaba a los valles pequeños, y, por la más alta, a varias casas de montaña esparcidas por los riscos cubiertos de árboles. Las casas que estaban en la cuenca alta del riachuelo albergaban tradicionalmente a las familias más ricas y respetables —pues era más fácil ganarse la vida legalmente en las zonas más llanas y también resultaba más fácil esconder alcohol en las partes más arboladas y elevadas—, pero, a medida que fue avanzando el siglo, la llegada de mineros y capataces y los sutiles cambios en la demografía del pueblo y su condado habían tenido como consecuencia que ya no fuese posible juzgar quién era quién simplemente por el tramo de la calle en que vivían.

La Biblioteca Itinerante de Baileyville de la WPA iba a tener su sede en la última cabaña de madera subiendo por el riachuelo de Split Creek, girando a la derecha desde la calle principal por una calle llena de trabajadores administrativos, dependientes de tiendas y otros que se ganaban la vida principalmente vendiendo lo que cultivaban. Era una casa construida directamente sobre el suelo, al contrario que muchos de los edificios más bajos, que estaban sostenidos sobre pilotes para protegerse de las inundaciones de la primavera. Medio cubierto por la sombra de un enorme roble que tenía a su izquierda, el edificio medía, aproximadamente, quince zancadas por doce. Desde la fachada se entraba por un pequeño tramo de desvencijados escalones y, por detrás, a través de una puerta de madera que antiguamente había sido lo suficientemente grande como para que entraran las vacas.

—Será para mí una forma de conocer a la gente del pueblo —les había dicho Alice a los dos hombres durante el desayuno cuando, una vez más, Bennett había cuestionado la sensatez de su esposa por haber aceptado el trabajo—. Eso era lo que tú querías, ¿no? Y no andaré molestando a Annie todo el día.

Había descubierto que, si exageraba su acento británico, les costaba más llevarle la contraria. En las últimas semanas había empezado a mostrar un tono verdaderamente regio.

—Y, por supuesto, podré ver así quién está necesitado de sustento religioso.

—Tiene razón —dijo el señor Van Cleve a la vez que se quitaba un trozo de ternilla de beicon de la comisura de la boca y lo colocaba con cuidado en el lateral de su plato—. Puede hacerlo hasta que empiecen a venir los niños.

Alice y su marido habían evitado deliberadamente mirarse.

Ahora, Alice se acercaba al edificio de una sola planta, levantando con sus botas la tierra de la calle. Se puso una mano a modo de visera y entrecerró los ojos. Un cartel recién pintado anunciaba: «BIBLIOTECA ITINERANTE DE ESTADOS UNIDOS, WPA» y del interior salía una sucesión intermitente de golpes de martillo. El señor Van Cleve había bebido la noche anterior con cierta excesiva ligereza y se había despertado con la firme decisión de encontrar faltas en todo lo que cualquiera estuviese haciendo en su casa. Incluido respirar. Ella se había movido sigilosa por la casa, se había embutido en sus pantalones de montar y, después, se había descubierto cantando en voz baja mientras recorría a pie la distancia de menos de un kilómetro hasta la biblioteca, solo por el placer de tener otro sitio en el que estar.

Retrocedió un par de pasos para tratar de ver el interior y, al hacerlo, notó el leve zumbido de un motor que se acercaba junto con otro sonido más irregular que no supo distinguir bien. Se dio la vuelta y vio la camioneta y la cara de asombro del conductor.

—¡Eh! ¡Cuidado!

Alice se giró justo cuando un caballo sin jinete llegaba galopando por la estrecha calle en dirección a ella, con sus estribos aleteando y las riendas enredadas en sus larguiruchas patas. Cuando la camioneta hizo un giro brusco para no chocar contra él, el caballo se asustó y dio un traspié, haciendo que Alice cayera al suelo despatarrada.

Fue vagamente consciente de un mono de trabajo que pasaba por su lado dando un salto, del estruendo de un claxon y del traqueteo de unos cascos.

—Eh…, eh, quieto. Quieto, amigo…

—Ay. —Alice se frotó el codo a la vez que sentía un zumbido en la cabeza por el golpe. Cuando por fin se incorporó, vio que a unos cuantos metros un hombre agarraba las bridas del caballo y le pasaba una mano por el cuello para tratar de tranquilizarlo. Se le habían puesto los ojos en blanco y las venas del cuello se le habían hinchado, como si fuese un mapa en relieve.

—¡Ese loco! —Una mujer joven corría hacia ellos por la calle—. El viejo Vance ha tocado su claxon a propósito y el caballo me ha tirado al suelo.

—¿Está bien? Ha sufrido una caída bastante fuerte. —Una mano se extendió para ayudar a Alice a levantarse. Ella se puso de pie parpadeando y se fijó en su propietario: un hombre alto vestido con un mono y una camisa de cuadros, con una suave expresión de preocupación en la mirada. Aún le sobresalía un clavo de la comisura de la boca. Se lo escupió en la mano y se lo guardó en el bolsillo antes de ofrecer esta para estrechar la de Alice—. Frederick Guisler.

—Alice van Cleve.

—La mujer británica. —Su mano estaba áspera.

Beth Pinker apareció entre ellos con la respiración entrecortada y, con un gruñido, cogió las riendas de las manos de Frederick Guisler.

—Scooter, no sé de qué te sirven esos malditos sesos con los que naciste.

El hombre la miró.

—Ya te lo dije, Beth. No puedes salir de aquí a galope con un purasangre. Se pone muy alterado. Ve al paso durante los primeros veinte minutos y estará bien todo el día.

—¿Quién tiene tiempo para ir tan lento? Tengo que estar en Paint Lick a mediodía. Mira, me ha hecho un agujero en los mejores pantalones que tengo. —Beth tiró del caballo para acercarlo al banco de montura, aún murmurando entre dientes y, a continuación, se giró de repente—. Ah, ¿tú eres la nueva? Marge me ha pedido que te diga que ahora viene.

—Gracias. —Alice levantó la palma de la mano antes de quitarse las pequeñas piedras que se le habían quedado incrustadas en ella. Mientras la miraban, Beth comprobó las alforjas, volvió a maldecir y dio la vuelta al caballo para salir de nuevo calle arriba a medio galope.

Frederick Guisler volvió a mirar a Alice mientras negaba con la cabeza.

—¿Seguro que está bien? Puedo traerle un poco de agua.

Alice trató de mostrarse despreocupada, como si el codo no le doliera y no se hubiese dado cuenta de que una fina capa de polvo le adornaba el labio superior.

—Estoy bien. Me… quedaré sentada en el porche.

—Es un escalón —dijo él con una sonrisa.

—Sí, eso.

Frederick Guisler la dejó allí. Estaba poniendo estanterías de pino en las paredes de la biblioteca, debajo de las cuales había cajas de libros esperando a ser colocados. Una pared se encontraba ya llena de una variedad de títulos cuidadosamente etiquetados y un montón que estaba en el rincón indicaba que algunos ya habían sido devueltos. A diferencia de la casa de los Van Cleve, este pequeño edificio tenía un aire de sentido práctico y daba la sensación de estar a punto de convertirse en algo útil.

Mientras estaba ahí sentada quitándose el polvo de la ropa, dos mujeres jóvenes pasaron por el otro lado de la calle, las dos con largas faldas de sirsaca y sombreros de ala ancha para protegerse del sol. La miraron desde la otra acera y, después, juntaron las cabezas para hablar. Alice sonrió y levantó una mano tímidamente para saludarlas, pero ellas fruncieron el ceño y se dieron la vuelta. Alice se dio cuenta con un suspiro de que probablemente eran amigas de Peggy Foreman. A veces, se le ocurría que podría confeccionar un cartel y colgárselo del cuello: «No, no sabía que él tuviese una novia».

—Fred dice que ya te has caído sin ni siquiera haber montado en el caballo. Eso sí que es difícil.

Alice levantó los ojos y vio que Margery O’Hare la miraba. Estaba subida en un caballo grande y feo con las orejas excesivamente largas y llevaba detrás un poni más pequeño de color marrón y blanco.

—Eh…, bueno, yo…

—¿Alguna vez has montado en un mulo?

—¿Eso es un mulo?

—Claro. Pero no se lo digas. Se cree que es un semental de Arabia. —Margery la miró con los ojos entrecerrados desde debajo de su sombrero de ala ancha—. Puedes probar con esta pequeña, Spirit. Es peleona, pero de paso tan firme como Charley, este de aquí, y no se detiene ante nada. La otra muchacha no va a venir.

Alice se levantó y acarició el hocico de la pequeña yegua. La poni apretó los ojos. Sus pestañas eran medio blancas y medio marrones y desprendía un olor dulce y a hierba. Alice regresó de inmediato a los veranos que pasaba montando a caballo en la finca de su abuela en Sussex, cuando tenía catorce años y tenía libertad para escaparse durante todo el día, en lugar de soportar que le tuvieran que decir constantemente cómo tenía que comportarse.

«Alice, eres demasiado impulsiva».

Se inclinó hacia delante y olió el pelo suave de las orejas de la yegua.

—Y bien, ¿vas a hacerle el amor? ¿O te vas a subir en ella?

—¿Ya? —preguntó Alice.

—¿Estás esperando a que la señora Roosevelt te dé permiso? Venga, tenemos que recorrer mucha distancia.

Sin más dilación, giró al mulo y Alice tuvo que subirse rápidamente mientras la pequeña yegua pinta salía detrás de él.

Durante la primera media hora, Margery O’Hare no habló mucho y Alice cabalgó en silencio detrás de ella mientras trataba de acostumbrarse a aquel estilo tan distinto de montar. Margery no mantenía la espalda rígida, los talones abajo y el mentón levantado, como las muchachas con las que ella cabalgaba en Inglaterra. Llevaba las piernas flexionadas, se mecía como un árbol joven mientras hacía que el mulo girara, subiera y bajara por pendientes, amortiguando cada movimiento. Le hablaba al mulo más que a Alice, reprendiéndole o cantándole, haciendo ocasionales giros de ciento ochenta grados en su silla para gritar hacia atrás, como si acabara de acordarse de que llevaba compañía:

—¿Todo bien por ahí atrás?

—¡Sí! —gritaba Alice mientras trataba de no tambalearse cuando la yegua intentaba girar de nuevo y salir corriendo de vuelta hacia el pueblo.

—Solo te está poniendo a prueba —dijo Margery después de que Alice soltara un grito—. Cuando le hagas saber que eres tú la que mandas, será suave como la melaza.

Alice, que notaba que la pequeña yegua se removía airada debajo de ella, no estaba convencida del todo, pero no quiso quejarse por si Margery decidía que no era apta para el trabajo. Atravesaron el pueblo, pasaron por frondosos huertos cercados llenos de maíz, tomates y verduras y Margery saludaba con un toque en el sombrero a las personas que pasaban por su lado a pie. La yegua y el mulo resoplaron y retrocedieron brevemente cuando un enorme camión cargado de troncos pasó por su lado, pero, luego, de repente, habían salido del pueblo y subían por un camino empinado y estrecho. Margery aflojó la marcha un poco cuando el camino se ensanchó y pudieron empezar a avanzar las dos juntas.

—Así que tú eres la chica de Inglaterra —dijo pronunciando el nombre del país con tono engolado.

—Sí. —Alice se encorvó para no darse con una rama baja—. ¿Has estado?

Margery mantenía la mirada al frente, así que a Alice le costaba oírla.

—Nunca he ido más allá del este de Lewisburg. Allí es donde vivía mi hermana.

—Ah, ¿y se ha mudado?

—Murió. —Margery extendió la mano para romper un trozo de rama y quitarle las hojas dejando caer las riendas sobre el cuello del mulo.

—Lo siento mucho. ¿Tienes más familia?

—Tenía. Una hermana y cinco hermanos. Pero ya solo quedo yo.

—¿Vives en Baileyville?

—Un poco apartada. En la misma casa en la que nací.

—¿Has vivido siempre en la misma casa?

—Sí.

—¿Y no sientes curiosidad?

—¿Por qué?

Alice se encogió de hombros.

—No sé. ¿Por cómo sería vivir en algún otro lugar?

—¿Para qué? ¿Es mejor tu país?

Alice pensó en el agobiante silencio de la sala de estar de sus padres, en el leve chirrido de la verja de entrada, en su padre sacándole brillo a su automóvil mientras silbaba entre dientes cada sábado por la mañana, en la minuciosa colocación de los cubiertos del pescado y las cucharas sobre el mantel de los domingos cuidadosamente planchado. Miró hacia los infinitos pastos verdes, las enormes montañas que se elevaban a ambos lados. Por encima de ella, un halcón daba vueltas y soltaba gañidos hacia el cielo vacío y azul.

—Probablemente no.

Margery aminoró el paso para que Alice quedara a su mismo nivel.

—Aquí tengo lo que necesito. Me manejo bien y, en general, la gente me deja tranquila. —Se echó hacia delante para acariciar el cuello del mulo—. A mí me gusta así.

Alice notó en sus palabras una ligera barrera y se quedó callada. Los siguientes tres kilómetros los recorrieron en silencio, con Alice siendo consciente de cómo la silla le estaba rozando ya la parte interna de las rodillas y cómo el calor del día se asentaba en su cabeza desnuda. Margery le hizo una señal para indicarle que iban a girar a la izquierda por un claro entre los árboles.

—Vamos a subir un poco por aquí. Más vale que te agarres, por si se te vuelve a girar.

Alice notó que la pequeña yegua salía disparada bajo sus piernas y empezaron a subir a medio galope por un largo sendero de pedernal que, poco a poco, se volvió más sombrío hasta que estuvieron en las montañas, los caballos con los cuellos extendidos y los hocicos bajados por el esfuerzo de abrirse camino por los empinados senderos de piedra entre los árboles. Alice inhaló el aire frío, con los dulces y húmedos aromas del bosque, el sendero moteado de manchas de luz por delante de ellas y los árboles formando una enorme bóveda de catedral muy por encima de sus cabezas de donde les llegaba el canto de los pájaros. Alice se echó sobre el cuello del caballo mientras avanzaban y, de repente, se sintió inesperadamente feliz. Cuando bajaron el ritmo del paso se dio cuenta de que lucía una amplia sonrisa sin ser consciente de ello. Era una sensación sorprendente, como si de forma repentina pudiese ejercitar un miembro que hubiese perdido.

—Esta es la ruta noreste. He pensado que sería mejor dividirlas en ocho.

—Dios santo, es precioso —dijo Alice. Se quedó mirando las enormes rocas color arena que parecían cernirse desde la nada formando refugios naturales. Por todo su alrededor surgían peñascos casi horizontales desde la ladera de la montaña en gruesas capas o formando arcos naturales de piedra, erosionados por siglos de viento y lluvia. Ahí arriba se sentía lejos del pueblo, de Bennett y de su padre, por algo más aparte de la geografía. Sentía como si hubiese aterrizado en otro planeta completamente distinto, donde la gravidez no funcionaba del mismo modo. Oía como nunca a los grillos entre la hierba, el silencioso y lento planear de los pájaros sobre su cabeza, el perezoso agitar de las colas de los caballos al ahuyentar a las moscas de sus flancos.

Margery obligó a pasar a su mulo bajo un saliente e hizo a Alice una señal para que la siguiera.

—¿Ves eso de ahí? ¿Ese agujero? Es un hueco para el afrecho. ¿Sabes lo que es eso?

Alice negó con la cabeza.

—Donde los indios molían el maíz. Si miras allí verás dos parches desgastados en la piedra donde el anciano jefe posaba las nalgas mientras las mujeres trabajaban.

Alice sintió que las mejillas se le enrojecían y contuvo una sonrisa. Levantó los ojos hacia los árboles y su sensación de tranquilidad se evaporó.

—¿Siguen…, siguen por aquí?

Margery se quedó un momento mirándola desde debajo del ala de su sombrero.

—Creo que estás a salvo, señora Van Cleve. Suelen irse a almorzar a estas horas.

Se detuvieron para comerse sus bocadillos bajo el cobijo de un puente del ferrocarril y, después, pasaron toda la tarde cabalgando entre las montañas, con sus senderos retorciéndose y curvándose de tal forma que Alice ya no estaba segura de dónde habían estado y adónde se dirigían. Resultaba difícil orientarse cuando las copas de los árboles se extendían muy altas sobre sus cabezas, ocultando el sol y ensombreciéndolo todo. Le preguntó a Margery dónde podrían parar para aliviarse y Margery movió una mano en el aire.

—En cualquier árbol que quieras. Escoge tú misma.

La conversación de su acompañante era poco frecuente, sucinta y, sobre todo, parecía girar en torno a quién había muerto y quién no. Ella misma, según dijo, tenía sangre cheroqui de antiguos antepasados.

—Mi bisabuelo se casó con una cheroqui. Yo tengo pelo cheroqui y una nariz bien recta. En nuestra familia teníamos todos la piel algo oscura, aunque mi prima nació albina.

—¿Y cómo es?

—No pasó de los dos años. Le picó una víbora cobriza. Todos pensaron que simplemente estaba irritable hasta que le vieron la picadura. Pero, claro, para entonces ya era demasiado tarde. Ah, vas a tener que estar alerta con las serpientes. ¿Sabes algo de serpientes?

Alice negó con la cabeza.

Margery pestañeó, como si le resultara impensable que alguien no supiera nada sobre serpientes.

—Pues las venenosas suelen tener la cabeza en forma de pala, ¿sabes?

—Entiendo. —Alice esperó un momento—. ¿De las cuadradas? ¿O de las que son para cavar y tienen el filo en punta? Mi padre hasta tiene una para drenaje, que…

Margery soltó un suspiro.

—Quizá sea mejor que te limites por ahora a mantenerte alejada de todas las serpientes.

Mientras subían, alejándose del riachuelo, Margery bajaba de vez en cuando de su mulo para atar un cordel rojo alrededor del tronco de un árbol, sirviéndose de una navaja para cortarlo o mordiéndolo y escupiendo los extremos. Así, según dijo, Alice vería cómo encontrar el camino de vuelta al sendero abierto.

—¿Ves la casa del viejo Muller allí, a la izquierda? ¿Ves el humo de la leña? Son él, su mujer y sus cuatro hijos. Ella no sabe leer, pero el mayor sí y le va a enseñar. A Muller no le gusta mucho la idea de que aprendan, pero está bajo la mina desde que amanece hasta que anochece, así que les he estado llevando libros de todos modos.

—¿A él no le importa?

—No lo sabe. Entra en casa, se lava, come lo que ella le haya preparado y para cuando el sol se esconde ya está dormido. Allí abajo las condiciones son duras y vuelven agotados. Además, ella guarda los libros en su baúl de la ropa. Él no mira ahí dentro.

Quedó claro que Margery llevaba ya varias semanas dirigiendo ella sola una pequeña biblioteca. Pasaron junto a unas casitas construidas sobre pilotes, unas cabañas diminutas y abandonadas con tejados de tablillas con aspecto de que un viento fuerte pudiera echarlas abajo, chabolas con destartalados puestos de frutas y verduras en la puerta, y en cada una de ellas Margery le señalaba y explicaba quién vivía allí, si sabían leer, qué material era el mejor para llevarles y de qué casas había que mantenerse alejada. Contrabandistas de alcohol en su mayoría. Alcohol ilegal que destilaban en alambiques ocultos en los bosques. Estaban los que lo fabricaban y pegaban un tiro a quien lo viera y aquellos que se lo bebían y a los que no era muy seguro acercarse. Parecía saberlo todo de todo el mundo y le iba proporcionando esa información tan valiosa con el mismo tono relajado y lacónico. Esa era la casa de Bob Gillman, que perdió un brazo con una de las máquinas de una fábrica de Detroit y había regresado para vivir con su padre. Aquella era la casa de la señora Coghlan, cuyo marido le daba palizas horribles hasta que un día volvió a casa con una buena trompa y ella le ató con la sábana y le empezó a dar con una vara hasta que le juró que nunca más volvería a hacerlo. Aquí era donde dos destiladoras clandestinas habían explotado con un estruendo que se pudo oír hasta en dos condados. Los Campbell aún culpaban a los Mackenzie y, en ocasiones, iban a pegar tiros a su casa cuando estaban un poco borrachos.

—¿Nunca sientes miedo? —preguntó Alice.

—¿Miedo?

—Aquí arriba, sola. Por lo que dices parece que pueda pasar cualquier cosa.

Margery la miró como si nunca se le hubiese ocurrido pensarlo.

—Llevo cabalgando por estas montañas desde antes de aprender a andar. Me mantengo alejada de los problemas.

Alice debió de poner una expresión de escepticismo.

—No es difícil. ¿Sabes cuando hay un grupo de animales alrededor de una poza?

—Eh…, la verdad es que no. En Surrey no hay muchas pozas.

—Si vas a África, verás al elefante bebiendo al lado del león, que está al lado de un hipopótamo y el hipopótamo bebe junto a una gacela. Y ninguno de ellos molesta al otro, ¿verdad? ¿Sabes por qué?

—No.

—Porque están observándose los unos a los otros. Y esa vieja gacela ve que el león está completamente tranquilo y que solo quiere echar un trago. Y el hipopótamo está relajado y, así, todos viven y dejan vivir. Pero, si les pones en una llanura al anochecer y ese mismo león está merodeando con un destello en la mirada…, esas gacelas saben que tienen que salir pitando y hacerlo rápido.

—¿Hay leones además de serpientes?

—Observa a la gente, Alice. Ves a alguien a lo lejos y es un minero que vuelve a casa y, por sus andares, sabes que está cansado y que lo único que quiere es llegar de una vez, llenarse el estómago y poner los pies en alto. Si ves a ese mismo minero en la puerta de un garito, con una botella de bourbon a medio beber un viernes y lanzándote una mirada asesina, sabes que tienes que quitarte de en medio, ¿no?

Cabalgaron en silencio durante un rato.

—Oye, Margery…

—¿Sí?

—Si nunca has ido más allá de… ¿dónde era? ¿Lewisburg? ¿Cómo sabes tanto sobre los animales de África?

Margery detuvo su mulo y se giró para observarla.

—¿Me estás haciendo esa pregunta en serio?

Alice se quedó mirándola.

—¿Y quieres que yo te convierta en bibliotecaria?

Fue la primera vez que veía a Margery reír. Empezó a soltar carcajadas como una lechuza y seguía riéndose cuando habían bajado la mitad del camino hasta Salt Lick.

—Y bien, ¿cómo te ha ido hoy?

—Ha ido bien, gracias.

No quería hablar de que el trasero y los muslos le dolían tanto que casi había gritado al sentarse en la taza del retrete. Ni de las diminutas cabañas junto a las que había pasado, donde había visto que las paredes del interior estaban cubiertas con hojas de periódico para, según le había dicho Margery, «evitar las corrientes de aire en invierno». Necesitaba tiempo para asimilar el tipo de territorio que había recorrido, la sensación, al tomar un sendero horizontal atravesando un paisaje vertical, de estar de verdad en la naturaleza por primera vez en su vida, los enormes pájaros, el ciervo que se había escabullido, las diminutas lagartijas azules. Pensó que no debía mencionar al hombre sin dientes que las había increpado por el camino ni a la madre joven y agotada con cuatro niños pequeños que corrían al aire libre, desnudos como cuando vinieron al mundo. Pero, sobre todo, el día había sido tan extraordinario, tan valioso, que lo cierto era que no quería compartir nada de él con aquellos dos hombres.

—Me han comentado que ibas a caballo con Margery O’Hare. —El señor Van Cleve dio un sorbo a su copa.

—Sí. Y con Isabelle Brady. —No mencionó que Isabelle no había aparecido.

—Más vale que te mantengas alejada de esa O’Hare. Es problemática.

—¿A qué se refiere?

Vio la mirada de advertencia de Bennett: «No repliques».

El señor Van Cleve apuntó su tenedor hacia ella.

—Haz caso de lo que te digo, Alice. Margery O’Hare procede de una mala familia. Frank O’Hare era el mayor contrabandista de aquí a Tennessee. Llevas demasiado poco tiempo aquí como para saber qué significa eso. Puede que ahora se adorne con libros y palabras elevadas, pero en el fondo sigue siendo la misma, igual de impresentable que el resto de los suyos. Hazme caso. Ninguna dama decente de por aquí tomaría el té con ella.

Alice trató de imaginarse a Margery O’Hare mostrando el más mínimo interés por tomar el té con alguna señora. Cogió el plato de pan de maíz de las manos de Annie y se puso un trozo en el suyo antes de pasarlo. Se dio cuenta de que tenía un hambre voraz, a pesar del calor.

—Por favor, no se preocupe. Solo me está enseñando adónde debo llevar los libros.

—Me limito a avisarte. Cuídate de no pasar mucho tiempo con ella. Más te vale que no se te peguen sus modales. —Cogió dos rebanadas de pan, se llevó media directamente a la boca y la estuvo masticando durante un minuto con la boca abierta. Alice hizo una mueca y miró para otro lado—. ¿Y qué tipo de libros son?

Alice se encogió de hombros.

—Son… libros, sin más. De Mark Twain y Louisa May Alcott, algunas aventuras de vaqueros, libros con consejos para el hogar, recetas y cosas así.

El señor Van Cleve negó con la cabeza.

—La mitad de esas personas de las montañas no saben leer una palabra. El viejo Henry Porteous cree que es una forma de malgastar el tiempo y el dinero de los impuestos y debo decir que estoy de acuerdo. Y, como he mencionado, cualquier asunto en el que ande metida Margery O’Hare tiene que ser algo malo.

Alice estuvo a punto de salir en defensa de Margery, pero un fuerte apretón de la mano de su marido por debajo de la mesa le advirtió que no lo hiciera.

—No sé. —El señor Van Cleve se limpió un poco de salsa de la comisura de la boca—. Estoy bastante seguro de que mi mujer no habría aprobado un plan como ese.

—Pero sí que creía en las muestras de caridad, por lo que me ha contado Bennett —dijo Alice.

El señor Van Cleve miró desde el otro lado de la mesa.

—Así es, sí. Era una mujer de lo más piadosa.

—Bueno —contestó Alice un momento después—. Yo creo que si podemos animar a familias impías a que lean, podremos fomentar que lean los Evangelios y la Biblia y eso sería bueno para todos. —Tenía una sonrisa dulce y amplia. Se inclinó por encima de la mesa—. ¿Se imagina a todas esas familias capaces por fin de entender la palabra de Dios con una adecuada lectura de la Biblia, señor Van Cleve? ¿No sería maravilloso? Estoy segura de que su esposa no haría otra cosa más que apoyar algo así.

Hubo un largo silencio.

—Bueno, sí —respondió el señor Van Cleve—. Puede que tengas razón. —Hizo un gesto de asentimiento para indicar que ese era el final de la conversación, al menos por el momento. Alice vio que su marido se desinflaba ligeramente, aliviado, y deseó no odiarle por ello.

Tres días después, Alice se dio cuenta rápidamente de que, fuera o no de una mala familia, prefería pasar el tiempo con Margery O’Hare antes que casi con cualquier otra persona de Kentucky. Margery no hablaba mucho. Mostraba un desinterés absoluto por los chismorreos, velados o no, que parecían alimentar a las mujeres durante las interminables meriendas y sesiones de confección de colchas en las que Alice había participado hasta entonces. No mostraba interés por el aspecto de Alice, ni por sus ideas ni por su pasado. Margery iba adonde le apetecía y decía lo que pensaba, sin esconder nada tras los elegantes eufemismos que resultaban tan útiles para todos los demás.

«Ah, ¿es esa la moda inglesa? Qué interesante».

«¿Y el hijo del señor Van Cleve está conforme con que su mujer salga a caballo sola por las montañas? Dios mío».

«Bueno, puede que le esté usted acostumbrando a los hábitos ingleses. Qué… original».

Alice se dio cuenta con un sobresalto de que Margery se comportaba «como un hombre».

Era una idea tan extraordinaria que se puso a estudiar a la otra mujer desde cierta distancia, tratando de averiguar cómo había llegado a ese estado de liberación tan asombroso. Pero no tenía la valentía suficiente —o quizá es que era aún demasiado inglesa— como para preguntárselo.

Alice llegaba a la biblioteca poco después de las siete de la mañana, con la hierba aún inundada de rocío, tras rechazar el ofrecimiento de Bennett de llevarla en el automóvil y dejarlo desayunando con su padre. Intercambiaba un saludo con Frederick Guisler, a quien, a menudo, encontraba hablando con un caballo, como Margery, y, a continuación, iba por detrás de la casa, donde estaban atados Spirit y el mulo, expulsando por la boca un vaho que se elevaba por el frío aire del amanecer. Los estantes de la biblioteca estaban ya casi terminados, llenos de libros donados desde lugares tan lejanos como Nueva York y Seattle. (La WPA había lanzado un llamamiento para la donación de bibliotecas y dos veces por semana llegaban paquetes envueltos en papel de estraza). El señor Guisler había arreglado una mesa vieja donada por una escuela de Berea para poder tener un sitio donde colocar el enorme libro de registro encuadernado en cuero donde se apuntaban los ejemplares entrantes y salientes. Sus páginas se fueron llenando rápidamente: Alice descubrió que Beth Pinker se iba a las cinco de la mañana y que, antes de ver a Margery cada día, esta ya había recorrido dos horas a caballo para dejar libros en casas remotas de las montañas. Examinaba la lista para ver dónde habían estado ella y Beth.

Miércoles 15

Los hijos de los Farley, Crystal: cuatro libros de historietas

Señora Petunia Grant, casa del maestro de Yellow Rock: dos ejemplares del Ladies’ Home Journal (febrero y abril de 1937), un ejemplar de Azabache, de Anna Sewell (manchas de tinta en las páginas 34 y 35)

Señor F. Homer, en Wind Cave: un ejemplar de Medicina popular, de D. C. Jarvis

Hermanas Fritz, The End Barn en White Ash: un ejemplar de Cimarrón, de Edna Ferber, Sublime obsesión, de Lloyd C. Douglas (nota: faltan tres páginas del final, cubierta estropeada por el agua)

Los libros rara vez eran nuevos y vio que, a menudo, les faltaban páginas o las cubiertas cuando ayudaba a Frederick Guisler a colocarlos en los estantes. Era un hombre enjuto y curtido de casi cuarenta años que había heredado más de trescientas hectáreas de su padre y que, al igual que él, criaba y domaba caballos, incluida Spirit, la pequeña yegua que Alice había estado montando.

—Esta tiene su carácter —dijo él mientras acariciaba el cuello de la pequeña yegua—. Eso sí, nunca he conocido una yegua decente que no lo tuviera. —Su sonrisa era discreta y cómplice, como si en realidad no estuviera hablando de caballos.

Cada día de aquella primera semana, Margery planeaba la ruta que iban a seguir y salían a la quietud de la mañana, con Alice respirando el aire de la montaña a grandes bocanadas después del aire viciado y agobiante de la casa de los Van Cleve. Bajo el sol, a medida que avanzaba el día, el calor se levantaba entre centelleantes oleadas desde el suelo y era un alivio subir al interior de las montañas, donde las moscas y las criaturas mordientes no estaban zumbando sin cesar alrededor de su cara. En las rutas más remotas, Margery bajaba de su caballo para atar un cordel cada cuatro árboles de modo que Alice pudiese encontrar el camino de vuelta cuando trabajara sola, señalando puntos de referencia y visibles formaciones rocosas que le sirvieran de ayuda.

—Si no las ves, Spirit encontrará el camino por ti —dijo—. Es más lista que el hambre.

Alice estaba acostumbrándose ya a la pequeña yegua marrón y blanca. Sabía exactamente dónde Spirit iba a intentar darse la vuelta y dónde le gustaba aumentar la velocidad, y ya no lanzaba gritos, sino que se inclinaba sobre ella para acariciarle el cuello de tal forma que sus pequeñas orejas aleteaban hacia delante y hacia atrás. Tenía ya una idea bastante aproximada de qué caminos llevaban a qué sitios y había dibujado mapas de cada uno de ellos que se guardaba en sus pantalones de montar con la esperanza de encontrar el camino a cada casa sin ayuda. Sobre todo, había empezado a disfrutar del tiempo que pasaba en las montañas, de la inesperada quietud del vasto paisaje, de ver a Margery por delante de ella, agachándose para evitar las ramas bajas, señalando cabañas remotas que se elevaban como formaciones orgánicas en medio de los claros de los árboles.

—Mira hacia el exterior, Alice —decía Margery, su voz transportada por la brisa—. No tiene mucho sentido andar preocupada por lo que piensen de ti en el pueblo. No puedes hacer nada, de todos modos. Pero cuando miras hacia fuera… ¡Uf! Hay todo un mundo de cosas preciosas.

Por primera vez en casi un año, Alice sintió que nadie la observaba. No había nadie que hiciese ningún comentario de cómo vestía o de cómo se comportaba, nadie que le lanzara miradas curiosas ni que se acercara para oír su forma de hablar. Había empezado a entender la determinación de Margery por hacer que la gente «la dejara en paz». Salió de sus pensamientos cuando Margery se detuvo.

—Allá vamos, Alice. —Desmontó junto a una valla desvencijada donde unos pollos escarbaban con desgana entre la tierra junto a la casa y un cerdo grande olfateaba junto a un árbol—. Es hora de conocer a los vecinos.

Alice imitó sus pasos, desmontando y lanzando las riendas por encima del poste de la valla frontal. Los caballos bajaron de inmediato sus cabezas y empezaron a pastar mientras Margery levantaba una de las bolsas de la silla y le hacía una señal a Alice para que la siguiera. La casa estaba destartalada, con el revestimiento de madera caído a un lado, como una sonrisa torcida. Las ventanas estaban llenas de mugre, impidiendo ver el interior, y había una cafetera de hierro fuera, sobre las ascuas de una hoguera. Resultaba difícil creer que alguien viviera allí.

—¡Buenos días! —Margery se acercó a la puerta—. ¿Hola?

No se oyó nada; después, el crujido de una tabla y un hombre apareció en la puerta, con un rifle apoyado en el hombro. Llevaba puesto un mono de trabajo que no se había ocupado de lavar desde hacía tiempo y una pipa de barro que salía de su espeso bigote. Detrás de él, aparecieron dos niñas pequeñas, con las cabezas inclinadas para tratar de ver a sus visitantes. Él las miró con desconfianza.

—¿Cómo está usted, Jim Horner? —Margery entró en el pequeño cercado (apenas podía llamarse jardín) y cerró la valla cuando entraron. No parecía haber visto el arma o, si la había visto, no le hizo caso. Alice sintió que el corazón se le aceleraba un poco, pero la siguió, obediente.

—¿Quién es esta? —El hombre señaló con la cabeza a Alice.

—Es Alice. Me está ayudando con la biblioteca itinerante. Me preguntaba si podríamos hablar con usted de lo que traemos.

—No quiero comprar nada.

—Bueno, eso me parece muy bien, porque no vendemos nada. Solo necesito cinco minutos de su tiempo. ¿Podría traerme un vaso de agua? Qué calor hace aquí afuera. —Margery, con toda la calma, se quitó el sombrero y se abanicó con él la cabeza. Alice estaba a punto de protestar diciendo que se acababan de beber un jarro de agua entre las dos menos de un kilómetro atrás, pero se calló. Horner se quedó mirándola un momento.

—Esperen aquí fuera —dijo por fin señalándoles un largo banco en la fachada de la casa. Le murmuró algo a una de sus hijas, una niña muy flaca con trenzas en el pelo, que desapareció en la oscuridad del interior para salir con un cubo y el ceño fruncido por la tarea que le habían encargado—. Ella le traerá el agua.

—¿Te importaría traer también para mi amiga, por favor, Mae? —preguntó Margery asintiendo con la cabeza hacia la niña.

—Sería muy amable de tu parte, gracias —contestó Alice, y el hombre se sorprendió al oír su acento.

Margery movió la cabeza hacia ella.

—Es que es la que viene de Inglaterra. La que se casó con el chico de Van Cleve.

El hombre paseó su mirada impasible entre las dos. Seguía con el arma en el hombro. Alice se sentó con cuidado en el banco mientras Margery seguía hablando, en voz baja y con un soniquete relajado. Igual que hablaba con el mulo Charley cuando se ponía, como ella decía, «quisquilloso».

—Bueno, no estoy segura de si se ha enterado en el pueblo, pero hemos puesto en marcha una biblioteca. Es para la gente a la que le gustan las historias o para ayudar a educar un poco a los niños, sobre todo si no van a la escuela de la montaña. Y he venido porque me preguntaba si a usted le gustaría probar con algunos libros para sus hijas.

—Ya le dije que no leen.

—Sí que me lo dijo. Así que le he traído algunos de los fáciles, solo para ver qué tal les va. Estos de aquí tienen dibujos y todas las letras, de forma que pueden aprender solas. Ni siquiera tienen que ir a la escuela para hacerlo. Pueden aprender aquí mismo, en su casa.

Le pasó uno de los libros con dibujos. Él lo cogió con cuidado, como si le estuviese dando algo que pudiera explotar, y pasó algunas páginas.

—Necesito que las niñas me ayuden con la recogida y las conservas.

—No lo dudo. Es una época del año con mucho trabajo.

—No quiero que se distraigan.

—Lo entiendo. No puede haber nada que frene el envasado de las conservas. Tengo que decir que parece que el maíz va a ser bueno este año. No como el año pasado, ¿eh? —Margery sonrió cuando llegó la niña delante de ellos, inclinada hacia un lado por el peso del cubo a medio llenar—. Vaya, muchas gracias, cariño. —Extendió una mano mientras la niña le llenaba una vieja taza de latón. La bebió con ansia y, después, le pasó la taza a Alice—. Rica y fresca. Muchísimas gracias.

Jim Horner extendió el libro hacia ella.

—Querrán dinero para estas cosas.

—Bueno, eso es lo mejor de esto, Jim. Nada de dinero, ni de comprometerse a nada. La biblioteca se ha creado para que la gente pueda probar a leer un poco. Puede que aprendan algo si les llega a gustar.

Jim Horner se quedó mirando la cubierta del libro. Alice no había oído nunca a Margery hablar tanto y tan seguido.

—Le diré lo que vamos a hacer. ¿Qué le parece si le dejo estos aquí solo durante esta semana? No tiene por qué leerlos, pero puede echarles un vistazo. Volveremos el lunes que viene para recogerlos. Si le gustan, que las niñas me lo digan y traeré más. Si no le gustan, déjelos en un cajón junto al poste de la valla y no le molestaremos más. ¿Qué opina?

Alice miró detrás de ella. Una segunda carita desapareció de inmediato entre la penumbra de la casa.

—No me parece bien.

—Si le digo la verdad, me haría un favor. Eso significaría que no tendría que llevarme esas malditas cosas otra vez montaña abajo. ¡Nuestros bolsos vienen hoy muy cargados! Alice, ¿te has terminado el agua? No queremos robarle más tiempo a este caballero. Me alegro de verle, Jim. Y gracias, Mae. ¡Has crecido más que una judía verde desde la última vez que te vi!

Cuando llegaron a la valla, la voz de Jim Horner se elevó con un tono más duro.

—No quiero que venga nadie más por aquí a molestarnos. No quiero que me molesten a mí ni a mis hijas. Ya tienen bastante de lo que ocuparse.

Margery ni siquiera se giró. Levantó una mano en el aire.

—Ya le he oído, Jim.

—Y no necesitamos caridad alguna. No quiero que nadie del pueblo venga siquiera por aquí. No sé por qué ha tenido que venir.

—Voy a todas las casas desde aquí hasta Berea. Pero le he oído. —La voz de Margery recorrió la ladera de la montaña cuando llegaron a sus caballos.

Alice miró hacia atrás y vio que Horner había vuelto a apoyarse el rifle en el hombro. Sentía el zumbido de sus latidos en los oídos mientras echaba a andar. Tenía miedo de mirar hacia atrás de nuevo. Cuando Margery se subió al mulo, ella cogió las riendas, montó a Spirit con piernas temblorosas y, hasta que no calculó que estaban demasiado lejos como para que Jim Horner les disparara, no se permitió soltar el aire de los pulmones. Hincó los pies sobre la yegua para que avanzara hasta ponerse a la misma altura que Margery.

—Dios mío. ¿Siempre son tan desagradables? —Se dio cuenta de que las piernas se le habían quedado sin fuerzas.

—¿Desagradables? Alice, esto ha ido estupendamente.

Alice no estaba segura de haberla oído bien.

—La última vez que subí a Red Creek, Jim Horner me tiró el sombrero con un disparo. —Margery se giró hacia ella y movió el sombrero para que Alice pudiera ver el diminuto agujero que lo había chamuscado justo por arriba. Volvió a calárselo en la cabeza—. Vamos, démonos un poco de prisa. Quiero llevarte a conocer a Nancy antes de que hagamos un descanso para almorzar.

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