13

No hay religión sin amor y la gente puede hablar cuanto desee de su religión, pero si esta no les enseña a ser buenos y amables con los humanos y con los animales, no será más que una farsa.

ANNA SEWELL, Azabache

Al final, enviaron al pastor McIntosh, como si la palabra de Dios pudiera ejercer su influencia donde la de Van Cleve no podía. Llamó a la puerta de la Biblioteca Itinerante un martes por la tarde y vio a las mujeres formando un círculo mientras limpiaban sus sillas de montar, con un cubo de agua caliente en el centro, charlando amigablemente mientras la estufa de leña rugía en el rincón. Se quitó el sombrero y lo dobló sobre su pecho.

—Señoras, siento interrumpir su tarea, pero quería saber si podría hablar con la señora Van Cleve.

—Si es el señor Van Cleve quien le ha enviado, pastor McIntosh, le ahorraré el esfuerzo de hablar y le diré exactamente lo que ya le dije a él, a su hijo, a su asistenta y a cualquiera que desee saberlo. No voy a volver.

—Ay, Señor, pero ese hombre es incansable —murmuró Beth.

—Bueno, es comprensible, dado cómo han estado los ánimos durante las últimas semanas. Pero usted está casada, querida. Está sometida a una autoridad superior.

—¿La del señor Van Cleve?

—No. La de Dios. «Aquellos a los que Dios ha unido, que no los separe el hombre».

—Menos mal que ella es una mujer —murmuró Beth y se rio disimuladamente.

La sonrisa del pastor McIntosh flaqueó. Se sentó pesadamente en la silla que había junto a la puerta y se inclinó hacia delante.

—Usted se casó ante Dios, Alice, y es su deber regresar a casa. Se ha marchado como si esto fuera…, en fin, está dando que hablar. Debe pensar en las consecuencias mayores de su comportamiento. Bennett está triste. Su padre está triste.

—¿Y mi tristeza? Supongo que no cuenta.

—Querida muchacha, es por medio de la vida en el hogar como alcanzará la verdadera felicidad. El lugar de una mujer está en la casa. «Esposas, someteos a vuestros maridos al igual que al Señor. Pues el marido es la cabeza de la mujer, así como Cristo es la cabeza de la Iglesia y Él es el salvador del cuerpo». Efesios, capítulo cinco, versículo veintidós.

Margery frotaba con fuertes círculos el jabón sobre la silla de montar sin levantar la mirada.

—Pastor, usted sabe que está hablando en una habitación llena de mujeres felizmente solteras, ¿verdad?

Él actuó como si no la oyera.

—Alice, le insto a que se deje guiar por la Santa Biblia, que oiga la palabra de Dios. «Quiero, pues, que las mujeres jóvenes se casen, críen hijos, gobiernen su casa, no den al adversario ocasión ninguna de maledicencia». Esto es de la primera Epístola a Timoteo, capítulo cinco, versículo catorce. ¿Entiende lo que le dice, querida?

—Creo que sí. Gracias, pastor.

—Alice, no tienes por qué estar aquí sentada y…

—Estoy bien, Margery —respondió Alice levantando una mano—. El pastor y yo siempre hemos mantenido conversaciones interesantes. Y sí que creo entender qué es lo que me está diciendo usted, pastor.

Las demás mujeres intercambiaron miradas en silencio. Beth hizo un pequeño movimiento de la cabeza a un lado y a otro.

Alice frotó con un trapo una mancha que no salía. Inclinó la cabeza a un lado, pensando.

—Pero le agradecería mucho que me diera algún consejo más.

El pastor juntó los dedos.

—Claro que sí, hija. ¿Qué es lo que quiere saber?

Alice apretó la boca un momento, como si quisiera elegir las palabras con cuidado. Después, sin levantar la mirada, empezó a hablar:

—¿Qué dice Dios sobre golpear repetidamente la cabeza de tu nuera contra una mesa porque ha tenido la osadía de regalar dos viejas muñecas a dos niñas huérfanas? ¿Tiene algún versículo para eso? Porque me encantaría escucharlo.

—Lo siento, ¿qué es lo que…?

—Quizá tenga otro para cuando una mujer tiene aún la visión de un ojo borrosa porque su suegro le golpeó la cara con tanta fuerza que le hizo ver las estrellas. ¿O cuál es el versículo de la Biblia para cuando un hombre trata de regalarte dinero para que te comportes como él desea que hagas? ¿Cree que en los Efesios hay alguna opinión al respecto? Cincuenta dólares es una cantidad considerable, al fin y al cabo. Lo suficiente como para no hacer caso de todo tipo de conducta pecaminosa.

Beth abrió los ojos de par en par. Margery dejó caer la cabeza hacia delante.

—Querida Alice, esto…, esto es un asunto priva…

—¿Es eso un comportamiento piadoso, pastor? Porque me cuesta oír bien y lo único que oigo es cómo todos me dicen que, al parecer, soy yo la que se está comportando mal. Cuando, en realidad, creo que quizá he sido yo la que ha tenido una conducta más piadosa en el hogar de los Van Cleve. Puede que no pase suficiente tiempo en la iglesia, lo reconozco, pero sí que atiendo a los pobres, a los enfermos y a los necesitados. Nunca he mirado a otro hombre ni he dado a mi marido razones para dudar de mí. Doy todo lo que puedo. —Se inclinó sobre la silla de montar—. Le voy a decir lo que no hago. No ordeno traer hombres armados desde otros estados para que amenacen a mi mano de obra. No cobro a esa mano de obra cuatro veces lo que cuesta la comida ni les despido si tratan de comprarla en otro sitio que no sea la tienda de la empresa hasta que tienen deudas que no podrán pagar ni después de muertos. No echo a los enfermos de sus casas cuando no pueden trabajar. Y, desde luego, no doy palizas a las mujeres hasta dejarlas ciegas ni mando después a una sirvienta con dinero para limar asperezas. Así que dígame, pastor, ¿quién es en realidad el que tiene un comportamiento impío en todo esto? ¿Quién necesita un sermón sobre cómo debe comportarse? Porque ni loca consigo averiguarlo.

La pequeña biblioteca había quedado en absoluto silencio. El pastor, moviendo la boca arriba y abajo, se quedó mirando a las caras de cada una de aquellas mujeres: Beth y Sophia estaban encorvadas con expresión inocente sobre su tarea, la mirada de Margery pasaba de una a otra y Alice, con el mentón levantado, mostraba en el rostro un abrasador gesto de interrogación.

Él se puso el sombrero en la cabeza.

—Yo… veo que está ocupada, señora Van Cleve. Quizá sea mejor que regrese en otra ocasión.

—Ay, sí, por favor, pastor —dijo Alice mientras él abría la puerta y salía a toda prisa a la oscuridad—. ¡Disfruto mucho con sus lecciones sobre la Biblia!

Con aquel último intento por parte del pastor McIntosh, un hombre que no podría describirse precisamente como el colmo de la discreción, se extendió por fin el rumor por todo el condado de que Alice van Cleve había dejado de verdad a su marido y no iba a volver. Eso no hizo que mejoraran una pizca los ánimos de Geoffrey van Cleve, que ya estaban lastrados por culpa de esos agitadores de la mina. Alentados por las cartas anónimas, se rumoreaba que los mismos alborotadores que habían intentado resucitar los sindicatos estaban volviendo a hacerlo. Sin embargo, esta vez estaban siendo más listos. Esta vez lo estaban haciendo en discretas conversaciones, en comentarios casuales en el bar de Marvin o en el Red Horse, y, a menudo, se hablaba de ello de forma tan rápida que cuando los hombres de Van Cleve llegaban lo único que veían era a unos cuantos hombres de Hoffman bebiéndose una merecida cerveza fría después de una larga semana de trabajo y solo una vaga sensación de alboroto en el ambiente.

—Se dice por ahí que está usted perdiendo el control de la situación —dijo el gobernador cuando se sentaron en el bar del hotel.

—¿Perdiendo el control?

—Ha estado obsesionado con esa maldita biblioteca y no se ha centrado en lo que está pasando en su mina.

—¿Dónde ha oído ese disparate? Tengo un control de lo más férreo, gobernador. ¿Es que no hemos descubierto a toda una pandilla de agitadores del sindicato de la UMWA hace apenas dos meses y los hemos replegado? Mandé que Jack Morrissey y sus muchachos los echaran. Desde luego que sí.

El gobernador miró su copa.

—Tengo ojos y oídos por todo el condado. Sigo la pista de esos grupos subversivos. Pero hemos enviado un mensaje de advertencia, por así decir. Y tengo amigos en la oficina del sheriff que son muy comprensivos con esos asuntos.

El gobernador levantó levemente la ceja.

—¿Qué? —preguntó Van Cleve después de una pausa.

—Dicen que ni siquiera puede mantener el control de su propia casa.

El cuello de Van Cleve se puso rígido.

—¿Es verdad que la esposa de su hijo Bennett se ha ido a una cabaña en el bosque y que usted no ha conseguido hacerla volver a casa?

—Puede que esos dos críos estén pasando por unos contratiempos ahora mismo. Ella… ha pedido quedarse con su amiga. Bennett se lo ha permitido hasta que todo se calme. —Se pasó una mano por la cara—. Esa chica se puso muy sentimental, ya sabe, por el hecho de no poder darle un hijo…

—Vaya, siento oír eso, Geoff. Pero tengo que decirle que no es eso lo que se comenta.

—¿Qué?

—Dicen que esa tal O’Hare puede con usted.

—¿La hija de Frank O’Hare? Bah. Esa palurda. Esa solo… se está aprovechando de Alice. Tiene una especie de fascinación con ella. Ni se imagina lo que dicen de esa muchacha. ¡Ja! Lo último que he oído es que esa biblioteca estaba de todos modos en las últimas. No es que a mí me preocupe mucho esa biblioteca. Para nada.

El gobernador asintió. Pero no se rio, ni estuvo de acuerdo, ni dio una palmada en la espalda de Van Cleve ni le ofreció un whisky. Simplemente asintió, se terminó la copa, se bajó del taburete de la barra y se marchó.

Y cuando por fin Van Cleve se levantó para marcharse del bar tras varios bourbons y mucho pensar, su cara estaba del color púrpura oscuro de la tapicería.

—¿Está bien, señor Van Cleve? —preguntó el camarero.

—¿Por qué? ¿También tienes tú algo que decir igual que todos los de aquí? —Lanzó deslizándose el vaso vacío y solo los rápidos reflejos del camarero evitaron que saliera volando por el extremo de la barra.

Bennett levantó los ojos cuando su padre cerró con un golpe la mosquitera de la puerta. Había estado escuchando la radio y leyendo una revista sobre béisbol.

Van Cleve se la quitó de un manotazo.

—Ya estoy harto. Ve a por tu abrigo.

—¿Qué?

—Vamos a traer a Alice a casa. Vamos a recogerla y a meterla en el maletero si es necesario.

—Papá, te lo he dicho cien veces. Ella dice que se irá una y otra vez hasta que nos demos por enterados.

—¿Y tú vas a dejar que una niña te diga eso? ¿Tu propia mujer? ¿Sabes cómo está afectando eso a mi nombre?

Bennett volvió a abrir la revista a la vez que balbuceaba en voz baja.

—No son más que habladurías. Acabarán pronto.

—¿Qué quieres decir?

Bennett se encogió de hombros.

—No sé. Solo que… quizá deberíamos dejarla en paz.

Van Cleve miró a su hijo con los ojos entrecerrados, como si hubiese sido sustituido por algún extraño al que apenas reconocía.

—¿Acaso no quieres que regrese?

Bennett volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué narices significa eso?

—Que no lo sé.

—Ajá… ¿Es porque la pequeña Peggy Foreman ha estado rondándote otra vez? Ah, sí, lo sé todo al respecto. Te veo, hijo. Oigo cosas. ¿Crees que tu madre y yo no pasamos por dificultades? ¿Crees que no hubo ocasiones en que no queríamos estar uno al lado del otro? Pero ella era una mujer que sabía cuáles eran sus obligaciones. Estás casado. ¿Lo entiendes, hijo? Casado ante Dios y ante la ley y conforme a las leyes de la naturaleza. Si quieres estar haciendo el tonto por ahí con Peggy, hazlo con discreción y a escondidas, que nadie os vea ni pueda decir nada. ¿Me has oído?

Van Cleve se ajustó la chaqueta a la vez que miraba su reflejo en el espejo de encima de la chimenea.

—Ahora tienes que ser un hombre. Ya estoy harto de esperar mientras una inglesa presumida destroza la reputación de mi familia. El apellido Van Cleve es importante por aquí. Ve a por tu maldita chaqueta.

—¿Qué vas a hacer?

—Vamos a ir a por ella. —Van Cleve levantó los ojos hacia la figura más alta de su hijo, que ahora le impedía pasar—. ¿Me estás cortando el paso, muchacho? ¿Mi propio hijo?

—Yo no voy a formar parte de eso, papá. Hay cosas que es mejor… dejar.

La boca de Van Cleve se cerró como un cepo. Le empujó a un lado para pasar.

—Esto no ha hecho más que empezar. Puede que tú seas demasiado cobarde como para enviar un mensaje a esa muchacha. Pero si crees que yo soy de esos hombres que se quedan sentados sin hacer nada, es que no conoces en absoluto a tu anciano padre.

Margery iba montada en el caballo sumida en sus pensamientos, sintiendo nostalgia por una época en la que lo único en lo que tenía que pensar era en si tenía suficiente comida para los tres días siguientes. Como a menudo hacía, cuando sus pensamientos se volvían demasiado profundos y fríos, empezó a murmurar:

—No es tan grave. Aún seguimos aquí, ¿no, pequeño Charley? Los libros siguen saliendo.

Las grandes orejas del mulo se sacudieron hacia delante y hacia atrás de tal forma que estuvo segura de que él había entendido la mitad de su conversación. Sven se reía por el modo en que le hablaba a sus animales y, cada vez, ella le respondía que, en su opinión, eran más sensatos que la mitad de los humanos que había por allí. Y luego, claro estaba, le sorprendía murmurándole al maldito perro como si fuese un bebé cuando creía que ella no le veía. «¿Quién es un niño bueno, eh? ¿Quién es el mejor perro?». Era un hombre generoso a pesar de toda su aspereza. Era bueno. No muchos hombres habrían aceptado tan bien la presencia de otra mujer en la casa. Margery pensó en la tarta de manzana que Alice había preparado la noche anterior, de la que todavía quedaba la mitad. Últimamente, parecía como si la cabaña siempre estuviese llena de gente que se movía afanosamente, preparando comida, ayudando en las tareas. Un año atrás no lo habría permitido. Ahora, regresar a una casa vacía le parecía algo extraño, no el alivio que se había imaginado.

Algo delirantes por el cansancio, los pensamientos de Margery deambulaban y desaparecían mientras el mulo avanzaba lentamente por el oscuro sendero. Pensó en Kathleen Bligh, que regresaba a una casa en la que resonaba el eco de la pérdida. Gracias a ella, esas dos últimas semanas, a pesar del mal tiempo, habían conseguido completar casi todas sus rondas y la pérdida de aquellas familias que se habían desmarcado del proyecto por culpa de los rumores de Van Cleve habían tenido como consecuencia que pudieran ponerse bastante al día. De tener presupuesto habría contratado a Kathleen para siempre. Pero la señora Brady no estaba muy dispuesta a hablar del futuro de la biblioteca por ahora. «Me he contenido de escribir a la señora Nofcier para hablarle de nuestras actuales dificultades», le había dicho la semana anterior, tras confirmarle que el señor Brady seguía igual de inflexible con respecto al regreso de Izzy. «Espero que podamos convencer al suficiente número de personas del pueblo para que la señora Nofcier nunca se entere de esta… desgracia».

Alice había empezado otra vez a salir con el caballo, con sus magulladuras de un luminoso color amarillo siendo ahora un eco de las heridas que había padecido. Ese día había emprendido la larga ruta hasta Patchett’s Creek, supuestamente para que Spirit se moviera un poco, pero Margery sabía que lo hacía para que ella pudiera pasar un rato a solas con Sven en la casa. A las familias de la ruta del arroyo les gustaba Alice, le hacían pronunciar nombres de sitios ingleses —como Beaulieu, Piccadilly y Leicester Square— y se partían de risa con su acento. A ella no le importaba. Era difícil ofender a esa muchacha. Esa era una de las cosas que a Margery le gustaban de ella, pensó. Mientras mucha gente de por allí veía una falta de respeto en la más dulce de las palabras y cada cumplido era un dardo secreto dirigido a ellos, Alice parecía dispuesta a ver lo mejor en cada una de las personas con las que se cruzaba. Probablemente por eso se había casado con ese merluzo humano que era Bennett.

Bostezó y se preguntó cuánto tiempo tardaría Sven en llegar a casa.

—¿Qué opinas, Charley? ¿Tendré tiempo de poner un poco de agua a calentar para quitarme esta mugre? ¿Crees que le importará si lo hago o no?

Detuvo al mulo delante de la valla grande y desmontó para abrirla.

—Tal y como me siento, tendré suerte si consigo permanecer despierta el tiempo suficiente hasta que llegue.

Tardó un momento después de poner de nuevo el cierre en darse cuenta de que faltaba algo.

—¿Bluey?

Caminó por el sendero llamándolo, con las botas crujiendo sobre la nieve. Enganchó las riendas del mulo sobre el poste junto al porche y se puso la mano en la frente. ¿Adónde había ido ahora ese maldito perro? Dos semanas antes había corrido cinco kilómetros al otro lado del riachuelo hasta la casa de Henscher solo para jugar con el cachorro que había allí. Volvió avergonzado, con las orejas caídas, como si supiera que se había portado mal, con tal expresión de culpa en la cara que ella no tuvo valor de regañarle. Su voz resonaba por todo el valle.

—¿Bluey?

Subió los escalones del porche de dos en dos. Y entonces lo vio, en el otro extremo junto a la mecedora. Un cuerpo inerte y pálido, con sus ojos del color del hielo con la mirada vacía hacia el tejado, la lengua colgando y las patas abiertas, como si se hubiese detenido justo cuando estaba corriendo. Un agujero de bala limpio de color rojo oscuro le atravesaba el cráneo.

—Ay, no. Ay, no.

Margery corrió hacia él y cayó de rodillas y, de algún lugar dentro de ella que no sabía que tenía, salió un gemido.

—Mi pequeño no. No. No.

Meció la cabeza del perro sintiendo el pelaje de sus carrillos suave como el terciopelo, acariciándole el hocico, consciente al mismo tiempo de que no se podía hacer nada.

—Ay, Bluey. Mi dulce niño. —Apretó la cara contra la de él—. Lo siento. Lo siento mucho. Lo siento. —Sus manos lo agarraban firmemente contra ella, todo su cuerpo lloraba por un estúpido cachorro que nunca más volvería a saltar sobre su cama.

Fue así como Alice la encontró al subir montada en Spirit media hora después, con las piernas doloridas y los pies entumecidos por el frío.

Margery O’Hare, una mujer que no había derramado una lágrima durante el funeral de su propio padre, que se había mordido el labio hasta salirle sangre mientras enterraba a su hermana, una mujer que había tardado casi cuatro años en confesar lo que sentía por el hombre al que más amaba en el mundo y que aún juraba que no había en ella ni un ápice de sentimentalismo, estaba sentada de rodillas como un niño en el porche, con la espalda encorvada por la pena y la cabeza de su perro muerto sostenida con ternura en su regazo.

Alice vio el Ford de Van Cleve antes que a él. Durante varias semanas, se había escondido entre las sombras cuando él pasaba, había girado la cara, con el corazón en la boca, preparada para otra enérgica exigencia de que volviera a casa ya y terminara con esa tontería o acabaría arrepintiéndose. Aun yendo acompañada, el hecho de verle le provocaba cierto temblor, como si en sus células siguiera alojado algún recuerdo residual que aún sentía el impacto de aquel puño directo.

Pero ahora, impulsada por una larga noche de aflicción que, en cierto modo, había resultado mucho más dolorosa de contemplar que la suya, se mantuvo firme al ver el coche de color burdeos bajando por la carretera, hizo que Spirit se diera la vuelta de forma que quedó justo enfrente de él y Van Cleve se vio obligado a pisar a fondo los frenos y detenerse con un chirrido delante de la tienda, haciendo que los peatones —un buen grupo, dado que la tienda tenía una oferta especial de harina— se detuvieran a ver lo que pasaba. Van Cleve miró parpadeando a la chica del caballo a través de su parabrisas, sin saber al principio quién era. Bajó la ventanilla.

—¿Has perdido la cabeza del todo, Alice?

Alice le fulminó con la mirada. Dejó caer las riendas y su voz sonó clara como el cristal a través del aire en calma, echando chispas por la rabia:

—¿Le ha pegado un tiro a su perro?

Hubo un breve silencio.

—¿Le ha pegado un tiro al perro de Margery?

—Yo no he pegado ningún tiro.

Ella levantó el mentón y le miró a los ojos.

—No, por supuesto que usted no. Jamás se ensuciaría las manos, ¿verdad? Probablemente ha ordenado a sus hombres que fueran a dispararle a ese cachorro. —Negó con la cabeza—. Dios mío. ¿Qué clase de hombre es usted?

Vio entonces, por el gesto inquisitivo con que Bennett se giró para mirar a su padre, que él no lo sabía y una pequeña parte de ella se alegró.

Van Cleve, que se había quedado boquiabierto, recuperó rápidamente la compostura.

—Estás loca. ¡Vivir con esa O’Hare te ha vuelto loca! —Miró por la ventanilla y vio que los vecinos que se habían parado a escuchar empezaban a murmurar entre sí. Esta era una noticia muy suculenta para un pueblo tranquilo. «Van Cleve ha matado al perro de Margery O’Hare»—. ¡Está loca! Mírenla. ¡Ha llevado su caballo directo a mi coche! ¡Como si yo fuera a disparar a un perro! —Golpeó las manos contra el volante. Alice no se movió. Su voz se elevó un tono más—. ¡Yo! ¡Disparar a un maldito perro!

Y, por fin, cuando vio que nadie se movía ni decía nada:

—Vamos, Bennett. Tenemos que ir a trabajar. —Maniobró con el volante para rodearla con el coche y aceleró de forma brusca por la calle, dejando a Spirit haciendo una cabriola, asustado, cuando la gravilla le saltó a las patas.

No debería haber sido ninguna sorpresa. Sven se inclinó sobre la rugosa mesa de madera con Fred y las dos mujeres y empezó a transmitirles lo que se estaba diciendo en el condado de Harlan: hombres que eran sacados de sus camas por las crecientes disputas sindicalistas, matones con ametralladoras, sheriffs que hacían la vista gorda. En medio de todo aquello, un perro muerto no debería suponer ninguna sorpresa. Pero parecía haber dejado sin energías a Margery. Había vomitado dos veces por la conmoción y buscaba al perro de forma instintiva cuando estaban en casa, con la palma sobre la mejilla, como si aún esperara que apareciera dando saltos por la esquina.

—Van Cleve es astuto —murmuró Sven cuando ella salió de la habitación para ver cómo estaba Charley, tal y como hacía en repetidas ocasiones cada noche—. Sabía que Margery no iba a inmutarse si alguien la apuntaba con una pistola. Pero si le quitaba algo que ella quisiera…

Alice se quedó pensativa.

—¿Estás… preocupado, Sven?

—¿Por mí? No. Yo soy un empleado de peso en la empresa. Y él necesita un jefe de bomberos. No estoy sindicado, pero, si me pasa algo, todos los muchachos se irán. Lo hemos acordado así. Y, si nos vamos, la mina se cierra. Van Cleve puede tener al sheriff en el bolsillo, pero la tolerancia de la administración tiene un límite. —Tomó aire por la nariz—. Además, esto es un asunto entre él y vosotras dos. Y no querrá llamar la atención sobre el hecho de que está manteniendo una disputa con un par de mujeres. Para nada.

Dio un trago a su bourbon.

—Solo intenta asustaros. Pero sus hombres no harían daño a una mujer. Ni siquiera esos matones suyos. Se rigen por las normas de las montañas.

—¿Y los que trae de fuera del estado? —preguntó Fred—. ¿Estás seguro de que también se rigen por ese código?

Sven no parecía tener una respuesta para eso.

Fred le enseñó a usar la escopeta. Le enseñó a nivelar la culata y a apretarla contra el hombro, a tener en cuenta el fuerte retroceso cuando apuntara, recordándole que no contuviera la respiración, sino que apretara el gatillo mientras soltaba el aire despacio. La primera vez que ella apretó el gatillo, él estaba a su lado, con las manos sobre las suyas, y ella rebotó con tanta fuerza contra él que estuvo sonrojada durante una hora.

Fred le decía que tenía un talento innato mientras colocaba latas sobre el árbol caído que había al final del terreno de Margery. En pocos días, Alice sabía tirarlas como si fuesen manzanas que cayeran de una rama. Por la noche, mientras echaba los nuevos cerrojos de las puertas, Alice pasaba las manos por el cañón, lo levantaba con cuidado hasta el hombro y disparaba balas imaginarias contra los intrusos invisibles que aparecían por el camino. Apretaría el gatillo por su amiga. No le cabía la menor duda.

Porque también había cambiado otra cosa, algo esencial. Alice había descubierto que, al menos para una mujer, era mucho más fácil sentirse furiosa por alguien a quien se quiere, alcanzar ese grado de frialdad, el de querer que alguien sufra cuando le ha hecho daño a quien quieres.

Resultaba que Alice ya no tenía miedo.

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