9

El timbre del teléfono vibró a través de cada uno de sus nervios cervicales.

Myron parpadeó y abrió los ojos. La luz del sol se filtraba entre las cortinas. Volvió la cabeza hacia el otro lado de la cama. Jessica no estaba. El teléfono seguía sonando. Myron descolgó.

– Hola.

– De modo que estás ahí.

Myron cerró los ojos. El dolor de cabeza se multiplicó por diez.

– Hola, mamá.

– ¿Ya no duermes en tu casa?

Su casa era el sótano de la casa de sus padres, la misma en la que había crecido. Cada vez pasaba más noches en el piso de Jessica. Le hacía bien. Ya tenía treinta y dos años. Era normal. Ganaba un montón de dinero. No había motivos para seguir viviendo con papá y mamá.

– ¿Cómo va el viaje?

Sus padres estaban recorriendo Europa. Era uno de esos viajes organizados en autocar que consisten en visitar doce ciudades en cuatro días. Todo un récord.

– ¿Crees que he llamado para hablar de nuestro itinerario, teniendo en cuenta las tarifas de larga distancia del Viena Hilton?

– Supongo que no.

– ¿Sabes cuánto cuesta llamar desde un hotel de Viena, con los recargos, las tarifas y demás?

– Muchísimo, estoy seguro.

– Tengo aquí las tarifas. Te lo diré con exactitud. Espera un momento. Al, ¿qué he hecho con esas tarifas?

– No tiene importancia, mamá.

– Las tenía a mano hace un segundo. ¿Al?

– ¿Por qué no me dices cuándo volveréis a casa? -pidió Myron-. Eso me dará en qué pensar.

– Reserva tus comentarios sarcásticos para tus amigos, ¿de acuerdo? Sabes muy bien por qué te he llamado.

– No, mamá.

– Estupendo, pues voy a decírtelo. Viajamos con los Smeltman, una pareja muy agradable. Él se dedica al negocio de la joyería. Se llama Marvin, creo. Tienen una tienda en Montclair. Siempre pasábamos por delante cuando eras pequeño. Está en la avenida Bloomfield, cerca del cine. ¿Lo recuerdas?

– Sí, sí. -Myron no tenía ni idea de qué estaba hablando su madre, pero de ese modo era más fácil.

– Los Smeltman hablaron con su hijo por teléfono anoche -prosiguió ella-. Él les llamó, Myron. Tenía su itinerario y todo. Llamó para asegurarse de que sus padres se encontraban bien.

– Ya veo.

No había forma de detenerla. En un segundo podía pasar de ser la mujer moderna e inteligente que era a ser un personaje sacado de una función de aficionados de El violinista en el tejado. En aquel momento le recordaba a Golda dirigiéndose hacia Yenta.

– En cualquier caso -prosiguió ella-, los Smeltman presumen de viajar con los padres de Myron Bolitar. ¿Quién se acuerda de ti? Hace años que no juegas. Pero los Smeltman son grandes aficionados al baloncesto. Su hijo te había visto jugar, o algo por el estilo. No lo sé. El caso es que el muchacho, creo que se llama Herb, Herbie, Ralph o algo así, les ha dicho que eres jugador de baloncesto profesional y que los Dragons te han fichado. Dice que has vuelto a las pistas. Y nosotros sin saberlo. Tu padre está muy avergonzado. Ya me entiendes; unos completos desconocidos hablan de ello y nosotros, tus padres, ni siquiera estamos enterados. Por un instante creíamos que los Smeltman se habían vuelto locos.

– No es lo que imaginas -dijo Myron.

– ¿No es lo que imagino? ¿No tienes suficiente con lanzar unos cuantos triples en el jardín? No es mucho, de acuerdo, pero aun así no lo entiendo. Nunca dijiste que volverías a jugar.

– Y no lo haré.

– No me mientas. Conseguiste dos puntos anoche. Tu padre marcó el número de Información Deportiva. ¿Sabes lo que cuesta llamar a Información Deportiva?

– Mamá, no es nada importante.

– Escúchame, Myron, ya conoces a tu padre. Finge que para él no significa nada. Te quiere a pesar de todo, ya lo sabes. Pero no ha dejado de sonreír desde que se enteró. Quiere volver a casa ya mismo.

– No lo hagáis, por favor.

– ¡No lo hagáis! -repitió la mujer, exasperada-. Díselo tú, Myron. Tu padre es muy tozudo, ya lo sabes. Está loco. Cuéntame qué está pasando.

– Es una larga historia, mamá.

– Pero ¿es verdad? ¿Has vuelto a jugar?

– Sólo por un tiempo.

– ¿Qué quiere decir «sólo por un tiempo»?

Se oyó el pitido que indicaba otra llamada en curso.

– Tengo que colgar, mamá. Siento no habértelo dicho antes.

– ¿Qué? ¿Eso es todo?

– Ya te llamaré más tarde.

Ella pareció conformarse, lo cual era sorprendente.

– Cuida tu rodilla -le aconsejó.

– Lo haré -prometió Myron, y cambió a la otra línea.

Era Esperanza. No se molestó en saludar.

– No es la sangre de Greg -anunció.

– ¿Qué?

– La sangre que encontraste en el sótano. Es AB positivo. Greg es cero negativo.

Myron no se esperaba aquello. Intentó asimilarlo.

– Quizá Clip tuviera razón. A lo mejor se trata de uno de los hijos de Greg.

– Imposible -dijo Esperanza.

– ¿Por qué?

– ¿No estudiaste biología en el instituto?

– En octavo, pero estaba demasiado ocupado mirando a Mary Ann Palmiero. ¿Qué pasa?

– El AB es raro. Para que un hijo lo tenga, los padres han de ser A y B, de lo contrario es imposible. En otras palabras, si Greg es cero, sus hijos no pueden ser AB.

– Quizá pertenezca a un amigo -aventuró Myron-. Al hijo de un amigo.

– Claro. Lo más probable es que sea así. Los chicos invitaron a algunos amigos. Uno de ellos manchó el sótano y nadie lo limpió. Y entonces, por una extraña coincidencia, Greg desaparece.

Myron retorció el cable del teléfono entre los dedos.

– No es la sangre de Greg -repitió-. Y ahora, ¿qué?

Esperanza no se molestó en contestar.

– ¿Cómo coño puedo investigar algo como esto sin despertar las sospechas de nadie? -dijo él-. Tengo que hacer preguntas a la gente, ¿verdad? Van a querer saber por qué se las hago, ¿no?

– Cuánto lo siento, Myron -dijo Esperanza en un tono que indicaba claramente todo lo contrario-. He de ir a la oficina. ¿Vas a venir?

– Por la tarde, tal vez. Voy a aprovechar la mañana para ir a ver a Emily.

– ¿La antigua novia de la que Win me habló?

– Sí.

– Toma precauciones. Ponte un condón -dijo Esperanza, y colgó el auricular.

No era la sangre de Greg. Myron no lo entendía. Por la noche, mientras el sueño lo vencía, había hilvanado una bonita teoría: los matones estaban buscando a Greg. Tal vez le habían dado una paliza y lo habían hecho sangrar un poco para demostrarle que iban en serio. Greg había optado por salir corriendo.

Todo encajaba. Explicaba el por qué de la sangre en el sótano. Explicaba la repentina desaparición de Greg. Sí, la ecuación era impecable: paliza más amenaza de muerte igual a hombre que huye.

El problema era que ahora resultaba que la sangre del sótano no pertenecía a Greg. Había que reconsiderar la teoría. Si a Greg le hubieran dado una paliza en su sótano, habría sido su sangre, no la de otro. De hecho, era muy difícil que uno perdiese la sangre de otro. Myron sacudió la cabeza. Necesitaba una ducha. Si seguía elucubrando de aquella manera, la teoría de los pollos degollados empezaría a tomar cuerpo.

Myron se enjabonó y dejó que el agua se derramara sobre sus hombros y su pecho. Se secó y se vistió. Jessica se encontraba ante el ordenador de la habitación contigua. Había aprendido a no molestarla cuando estaba trabajando. Dejó una nota escueta y se marchó. Tomó el tren de la línea 6 en dirección al centro. Después caminó hasta el aparcamiento de Kinney en la calle Cuarenta y seis. Mario le arrojó las llaves sin levantar la vista del periódico. Entró en la autopista al norte de la calle Sesenta y dos y continuó por ella hasta Harlem River Drive. El tráfico era lento porque estaban construyendo otro carril a la derecha, pero llegó al puente George Washington sin demasiados problemas. Cogió la carretera 4, la que atraviesa el Paramus, un desproporcionado complejo comercial con pretensiones de municipio, giró a la derecha y pasó por delante del edificio de Nabisco, en la carretera 208. Ese día no olía a ninguno de sus productos.

Cuando frenó frente a la casa de Emily, un déjà vu le golpeó en la nuca como un coscorrón de advertencia. Había estado en aquella casa cuando eran novios, durante las vacaciones. La vivienda era de ladrillo, moderna, bastante grande. Estaba situada en un callejón sin salida bien cuidado. Una valla rodeaba el jardín trasero. Recordó que había una piscina en la parte de atrás. Recordó que también había un mirador. Recordó que había hecho el amor con Emily en el mirador, así como las ropas enredadas en torno a los tobillos, el sudor que cubría la piel como una capa tenue de humedad. El dulce elixir de la juventud.

Aparcó el coche, sacó la llave del contacto y permaneció sentado. Hacía más de diez años que no veía a Emily. Habían sucedido muchas cosas desde entonces, pero aún temía su reacción cuando lo viera. La imagen mental de Emily abriendo la puerta, gritando «hijo de puta» y cerrándola en sus narices era uno de los motivos por los cuales no había podido reunir el suficiente coraje para llamar antes.

Miró por la ventanilla del coche. No había movimiento en la calle. En realidad, sólo había diez casas. Pensó en el modo de presentarse ante ella, pero no se le ocurrió ninguno. Consultó su reloj, pero la hora no quedó registrada en su mente. Suspiró. Una cosa estaba clara: no podía quedarse sentado allí todo el día. Era un barrio tranquilo. Si alguien lo veía, llamaría a la policía. Había llegado el momento de actuar. Abrió la puerta y se apeó. La urbanización tenía, como mínimo, quince años de antigüedad, pero aún parecía nueva. La vegetación que crecía en los jardines era escasa. Aún no había los suficientes árboles y arbustos. El césped parecía la cabeza de un calvo sometida a medias a un trasplante de pelo.

Myron enfiló el sendero de entrada. Se miró las palmas de las manos. Estaban húmedas. Pulsó el timbre, cuyo sonido le hizo rememorar visitas anteriores. Oyó que alguien se acercaba. La puerta se abrió. Era Emily.

– Vaya, vaya, vaya -dijo. Myron no supo si el tono de su voz era de sorpresa o de sarcasmo. Emily había cambiado. Había perdido peso y al mismo tiempo se la veía fornida. Su rostro era más delgado y sus pómulos se habían acentuado. Llevaba el pelo corto-. Ésta sí que es buena -espetó.

– Hola, Emily.

Un excelente principio.

– ¿A santo de qué has venido?

– Pasaba por aquí.

– No hablas en serio, Myron. Lo que necesitaba entonces era sinceridad.

– ¿Y ahora?

– Ahora me doy cuenta de que se le concede excesiva importancia a la sinceridad.

– Tienes buen aspecto, Emily -dijo Myron con una sonrisa.

Cuando se ponía en acción, las frases ingeniosas se sucedían.

– Tú también -repuso Emily-. Pero no voy a ayudarte.

– ¿En qué?

Emily hizo una mueca.

– Entra -le indicó.

La siguió al interior. La casa estaba llena de claraboyas, cúpulas y paredes pintadas de blanco. Era muy espaciosa. Las paredes del vestíbulo estaban cubiertas con azulejos de primera calidad. Emily guió a Myron hasta la sala de estar. Myron se sentó en un sofá blanco. Los suelos eran de madera de haya. Todo seguía igual que diez años atrás. O habían comprado los mismos sofás otra vez o sus invitados se habían comportado con una corrección exquisita. No había ni una sola mancha en ellos. La única nota de desorden la daban unos cuantos periódicos amontonados en un rincón. La primera plana de un New York Post rezaba «¡Escándalo!» en letras enormes. Muy conciso.

Un perro viejo entró arrastrando sus patas artríticas. Dio la impresión de que intentaba menear la cola, pero el resultado fue una penosa oscilación. Consiguió lamer la mano de Myron con una lengua reseca.

– Mira por dónde -le dijo Emily-. Benny se acuerda de ti.

Myron se quedó petrificado.

– ¿Éste es Benny?

Ella asintió.

La familia de Emily había comprado aquel perro cuando sólo era un cachorro hiperactivo para Todd, el hermano pequeño de Emily, justo cuando Myron y ella empezaban a salir juntos. Myron estaba presente en el momento en que habían aparecido con el cachorro. El pequeño Benny había recorrido toda la casa para por fin mearse en aquel mismo suelo. A nadie le importó. Benny se acostumbró enseguida a la gente. Su saludo característico consistía en saltar sobre las personas, convencido, como sólo un perro era capaz de hacerlo, de que nadie se sentiría molesto. Benny ya no saltaba. Ahora parecía estar muy viejo; a un paso de la muerte. Una tristeza repentina se apoderó de Myron.

– Estuviste bien anoche -dijo Emily-. Fue estupendo verte otra vez en la pista.

– Gracias -repuso Myron con la originalidad que lo caracterizaba.

– ¿Tienes sed? -preguntó Emily-. Podría prepararte una limonada. Como en una obra de Tennessee Williams. Limonada para el visitante, aunque dudo que Amanda Wigfield utilizara una coctelera Crystal Light.

Antes de que Myron atinase a contestar, Emily desapareció tras una puerta. Benny lo miró a través de unas cataratas lechosas. Myron le rascó la oreja. La cola pareció moverse a mayor velocidad. Myron miró a Benny con tristeza y sonrió. El perro se acercó más, como si aceptara con agrado su compasión. Emily regresó con dos vasos de limonada.

– Toma -dijo. Le tendió uno y se sentó.

– Gracias -dijo Myron, y bebió un sorbo.

– ¿Qué has apuntado a continuación en tu agenda, Myron?

– ¿Qué?

– ¿Otro regreso?

– No te entiendo.

Emily sonrió de nuevo.

– Primero, sustituyes a Greg en la pista. Quizá después te interese sustituirlo en la cama.

Myron estuvo a punto de atragantarse con la limonada, pero consiguió reponerse. Había sido un directo a la mandíbula. Muy típico de Emily.

– No es nada divertido -dijo.

– Pues yo me lo estoy pasando en grande -replicó ella.

– Sí, lo sé.

Emily apoyó el codo en el respaldo del sofá y la cabeza sobre una mano.

– Me han dicho que sales con Jessica Culver -dijo.

– Sí.

– Me gustan sus libros.

– Se lo diré.

– Pero los dos sabemos la verdad.

– ¿Cuál es?

Ella se inclinó y dio un lento sorbo a su vaso.

– Follar con ella no es tan maravilloso como hacerlo conmigo.

Muy típico de Emily, también.

– ¿Estás segura?

– Muy segura. No es falta de modestia. No dudo ni por un instante que tu señora Culver debe de ser muy hábil, pero conmigo fue tu primera vez. Un descubrimiento. Apasionado hasta lo inimaginable. Ninguno de los dos podrá volver a alcanzar aquel éxtasis con nadie más. Sería imposible. Sería como retroceder en el tiempo.

– No me gusta hacer comparaciones -le dijo Myron.

– Y una mierda -le espetó Emily, sacudiendo la cabeza.

– No me pidas que establezca comparaciones.

– Vamos, Myron -dijo ella con una sonrisa-. No me vengas con chorradas espirituales. No trates de convencerme de que es mejor porque la vuestra es una relación profunda y hermosa en la que el sexo trasciende lo puramente físico. Sería impropio de ti.

Myron no contestó. No sabía qué decir y aquella conversación hacía que se sintiera incómodo. Decidió cambiar de tema.

– ¿A qué te referías cuando dijiste que no ibas a ayudarme?

– Exactamente a eso.

– ¿En qué no ibas a ayudarme?

De nuevo la sonrisa.

– ¿Alguna vez he sido estúpida, Myron?

– Nunca.

– ¿De veras crees que me he tragado la historia del regreso, o la de que Greg está -dibujó unas comillas en el aire- «recluido» por una lesión en el tobillo? Tu visita inesperada sólo ha servido para confirmar mis sospechas.

– ¿Qué sospechas?

– Greg ha desaparecido; y tú intentas encontrarlo.

– ¿Por qué crees que Greg ha desaparecido?

– Myron, por favor, no juegues conmigo. Me debes respeto, al menos.

Myron asintió lentamente.

– ¿Sabes dónde está?

– No -respondió ella-, pero confío en que ese hijo de puta esté muerto y pudriéndose en un agujero.

– Déjate de tonterías y dime qué sientes en realidad.

Esta vez, la sonrisa fue más triste. Myron sintió una punzada. Greg y Emily se habían enamorado. Se habían casado. Habían tenido dos hijos. ¿Qué les había separado? ¿Era algo reciente… o algo del pasado, algo contaminado desde el principio? Myron notó que la garganta se le secaba.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Greg? -preguntó.

– Hace un mes.

– ¿Dónde?

– En el tribunal, cuando nos divorciamos.

– ¿Os habláis?

– Lo de que me gustaría verlo muerto y pudriéndose en un agujero lo he dicho en serio.

– Supongo que eso significa que no.

Emily asintió.

– Si se hubiera escondido, ¿tienes idea de adónde habría ido?

– No.

– ¿Tiene alguna segunda residencia? ¿Algún lugar al que le gustaba escapar?

– No.

– ¿Sabes si Greg tenía alguna amiguita?

– No, pero compadezco a la pobre mujer.

– ¿Te suena el nombre de Carla?

Emily vaciló. Se dio unos golpecitos con el dedo índice sobre la rodilla; a Myron le resultó doloroso de tan familiar.

– ¿No había una Carla que vivía en el mismo piso que yo, en Duke? -preguntó Emily-. Sí, Carla Anderson. En segundo. Era una chica muy guapa, por cierto.

– ¿Algo más reciente?

– No. -Emily se incorporó, cruzó las piernas-. ¿Cómo está Win?

– Como siempre.

– Una de las constantes de la vida. Te quiere. Me pregunto si no será un homosexual en potencia.

– Dos hombres pueden quererse sin ser gays -dijo Myron.

Emily enarcó una ceja.

– ¿De veras lo crees? -preguntó.

Myron estaba permitiendo que llevara la iniciativa, lo cual era una grave equivocación.

– ¿Sabías que Greg iba a firmar un contrato para hacer publicidad? -inquirió.

– ¿Lo dices en serio? -Emily parecía muy interesada.

– Sí.

– ¿De una firma importante?

– Muy importante, según tengo entendido. Se trata de Forte.

Las manos de Emily se crisparon. Las habría cerrado con fuerza si no hubiese tenido las uñas tan largas.

– Hijo de puta -masculló.

– ¿Qué?

– Esperó a que terminaran los trámites del divorcio y yo cediera. Después, firmó el contrato. Hijo de puta.

– ¿Qué has querido decir con eso de que cediste? Greg aún era millonario.

Emily negó con la cabeza.

– Su agente lo arruinó. Al menos, eso afirmó en el juicio.

– ¿Te refieres a Martin Felder?

– Sí. El muy hijo de puta no tenía ni un centavo a su nombre.

– Pero Greg todavía trabaja con Felder. ¿Por qué iba a seguir con un tipo que lo ha dejado en la ruina?

– No lo sé -respondió ella con voz tensa e irritada-. Tal vez el cabrón mentía. No sería la primera vez.

Myron esperó. Emily lo miró. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Se levantó y caminó hacia el otro lado de la sala. Le dio la espalda. Miró por las puertas cristaleras hacia el jardín. La piscina estaba cubierta con una tela alquitranada sobre la cual se había acumulado la hojarasca. Aparecieron dos niños. Un chico de unos diez años perseguía a una niña que aparentaba ocho. Los dos reían y tenían la cara un poco sonrosada a causa del frío y el cansancio. El chico se detuvo cuando vio a su madre. Le dedicó una amplia sonrisa y saludó con la mano. Emily le devolvió el saludo. Los niños siguieron corriendo. Emily cruzó los brazos sobre el pecho como si se abrazara.

– Quiere quitármelos -dijo con voz extrañamente serena-. Hará cualquier cosa para arrebatármelos.

– ¿Por ejemplo?

– Lo más rastrero que puedas imaginar.

– ¿Hasta qué punto?

– No es asunto tuyo. -Emily aún le seguía dando la espalda. Myron vio que sus hombros temblaban-. Lárgate.

– Emily…

– Tú quieres ayudarlo, Myron.

– Quiero encontrarlo. Es muy diferente.

Ella sacudió la cabeza.

– No le debes nada -dijo-. Sé que eso es lo que crees. Es tu estilo. Pude percibir el sentimiento de culpa en tu rostro entonces, y he podido percibirlo ahora, en cuanto he abierto la puerta. Se acabó, Myron. No tenía nada que ver con lo que pasó entre nosotros. Él nunca lo supo.

– ¿Se supone que eso debería hacerme sentir mejor?

Emily se volvió hacia él.

– No, no se supone que debas sentir nada. La cosa no va contigo -repuso con aspereza-. Yo estaba casada con él. Fui yo quien lo traicionó. No puedo creer que aún te sigas sintiendo culpable por ello.

Myron tragó saliva.

– Cuando me lesioné fue a verme al hospital -dijo-. Estuvimos hablando durante horas.

– ¿Y eso lo convierte en un tío legal?

– No tendríamos que haberlo hecho.

– Todo sucedió hace más de diez años; ya es agua pasada.

Tras unos segundos de silencio, Myron la miró y preguntó:

– ¿Podrías llegar a perder a tus hijos?

– Sí.

– ¿Qué estarías dispuesta a hacer para conservarlos?

– Lo que fuera necesario.

– ¿Matar, por ejemplo?

– Sí -respondió ella sin vacilar.

– ¿Lo has hecho?

– No.

– ¿Tienes idea de por qué unos matones andan buscando a Greg?

– No.

– ¿Fuiste tú quien los contrató?

– Si lo hubiera hecho, no te lo diría, pero si esos matones, como tú los llamas, quieren darle una paliza a Greg, haré todo cuanto esté en mi mano para que consigan localizarlo.

Myron dejó el vaso sobre la mesa.

– Será mejor que me vaya -dijo.

Emily lo acompañó hasta la puerta. Antes de abrirla, apoyó una mano en su brazo. El calor de su piel atravesó la tela.

– No pasa nada -susurró-. Olvídalo. Greg nunca se enteró de lo nuestro.

Myron asintió.

Emily respiró hondo y volvió a sonreír. Su voz recuperó el tono normal.

– Me alegro de haberte visto otra vez, Myron.

– Lo mismo digo.

– Vuelve cuando quieras. -Emily se esforzaba por aparentar indiferencia. Myron sabía que se trataba de pura comedia, y ya conocía el argumento de la obra-. Tal vez podríamos echar un polvo rápido en recuerdo de los viejos tiempos. No creo que nos resultara doloroso, ¿verdad?

Myron se soltó.

– Eso dijimos la última vez -contestó-. Y aún duele.

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