TC vivía en una mansión de ladrillo rojo de principios de siglo, rodeada por un muro de ladrillo también en tonos rojos, en una de las mejores calles de Englewood, Nueva Jersey.
Eddie Murphy vivía en la misma manzana, y también tres presidentes de empresas que aparecían en la lista de Forbes y varios importantes banqueros japoneses. Había un puesto de seguridad junto a la entrada al camino de acceso. Myron dijo su nombre al guardia, que lo buscó en su lista.
– Haga el favor de aparcar junto al camino. La fiesta es en la parte de atrás.
Levantó la barrera a rayas amarillas y negras y con un ademán le indicó que pasara. Myron aparcó al lado de un BMW negro. Había una docena de coches, todos relucientes y probablemente nuevos. Mercedes Benz, sobre todo. Algunos BMW. Un Bentley. Un Jaguar. Un Rolls. El Taurus de Myron cantaba como un grano en un anuncio de Revlon.
El jardín delantero estaba cuidado hasta el último detalle. Arbustos podados a la perfección custodiaban la fachada de ladrillo. La música rap que atronaba desde los altavoces contrastaba con la majestuosidad del lugar. Era atroz. Los arbustos parecían estar sufriendo a causa del sonido. Y no es que Myron detestara el rap; sabía que había músicas peores. John Tesh y Yanni se lo demostraban día tras día. Myron consideraba atractivos, e incluso profundos, algunos temas de rap. Aunque también era capaz de reconocer que ese tipo de música no había sido escrita para él; la entendía a medias, pero se consolaba con la sospecha de que ésa era la intención última.
La fiesta se celebraba alrededor de la piscina, muy bien iluminada, alrededor de la cual había unas treinta personas vestidas a la última moda. Myron lucía chaqueta cruzada azul, camisa a rayas, corbata floreada y náuticos.
Win se habría sentido orgulloso de él, pero Myron se sintió casi desnudo en comparación con sus compañeros de equipo. A riesgo de parecer racista, los negros del equipo (ahora sólo había otros dos jugadores blancos en los Dragons) sabían vestir con estilo. No con el estilo de Myron (o con su falta de estilo), sino definitivamente con estilo. Daba la impresión de que el grupo se estaba preparando para un pase de modelos: trajes a medida; camisas de seda abotonadas hasta el cuello, sin corbata; zapatos refulgentes como espejos.
TC estaba echado en una tumbona, junto al extremo menos profundo de la piscina. Estaba rodeado por un grupo de chicos blancos que parecían estudiantes universitarios. Se reían de todo lo que decía. Myron también vio a Audrey; a su habitual atuendo de periodista había añadido unas perlas para la ocasión. Avanzó un par de pasos en dirección al grupo cuando una mujer de unos cuarenta años se acercó a él.
– Hola -dijo la mujer.
– Hola -respondió Myron.
– Tú debes de ser Myron Bolitar. Me llamo Maggie Mason.
– Hola, Maggie.
Se dieron la mano. Apretón firme, sonrisa complaciente.
Iba vestida con un estilo muy clásico: blusa blanca, chaqueta cruzada gris marengo, falda roja y mocasines negros. Llevaba el cabello liso y algo desordenado, como si acabara de deshacerse el moño. Era delgada y atractiva, el personaje perfecto para interpretar a la abogado rival en La ley de Los Ángeles.
– No sabes quién soy, ¿verdad? -preguntó la mujer con una sonrisa.
– No, lo siento.
– Me llaman la Sacudepolvos.
Myron esperó. Como la mujer no añadió nada más, dijo:
– Ya.
– ¿TC no te ha hablado de mí?
– No. Sólo me dijo algo acerca de que me iban a sacudir el pol… -Se detuvo antes de completar la palabra. Ella sonrió y abrió los brazos-. No lo capto -añadió Myron al cabo de unos instantes.
– No hay nada que captar -repuso la mujer-. Me acuesto con todos los tíos del equipo. Tú eres el nuevo, de modo que te toca.
Myron abrió la boca, la cerró, probó de nuevo.
– No pareces una groupie.
– Groupie… -La mujer meneó la cabeza-. Dios, cómo detesto esa palabra.
Myron cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz.
– Vamos a ver si lo he entendido.
– Adelante.
– ¿Te has acostado con todos los tíos de los Dragons?
– Sí.
– ¿Incluidos los casados?
– Sí. Con cualquiera que haya estado en el equipo desde 1993. Fue cuando empecé con los Dragons. En 1991 empecé con los Giants.
– Aguarda un momento. ¿También eres groupie de los Giants? ¿Los Giants de fútbol americano?
– Ya te he dicho que no me gusta la palabra groupie -repuso.
– ¿Con qué palabra te sentirías más… identificada?
La mujer ladeó la cabeza sin dejar de sonreír.
– Escucha, Myron, soy ejecutiva en Wall Street. Trabajo muchísimo. Me gusta recibir clases de cocina y me vuelve loca el aerobic. Dentro de lo que cabe, soy una persona muy normal según los cánones que rigen el mundo. No hago daño a nadie. No quiero casarme ni mantener una relación estable. Sólo me permito esta pequeña debilidad.
– Te acuestas con deportistas profesionales.
La mujer alzó el dedo índice.
– Sólo con los tíos de los Giants y los Dragons.
– Me conmueve tanta fidelidad al equipo, en esta era de libre mercado.
La Sacudepolvos rió.
– Eso ha estado bien.
– ¿Me estás diciendo que te has acostado con todos los jugadores de los Giants?
– Más o menos. Tengo una localidad frente a la línea de las cincuenta yardas. Después de cada partido, me acuesto con dos jugadores, uno de la defensa y otro de la delantera.
– ¿Algo así como los mejores del partido?
– Exacto.
Myron se encogió de hombros.
– Supongo que eso los anima a ganar.
– Sí -admitió Maggie-. Te lo puedo asegurar.
Myron se frotó los párpados. «Control de tierra a comandante Tom.» La estudió por un instante. Tuvo la impresión de que ella estaba haciendo lo mismo.
– ¿Cómo te ganaste el apodo de la Sacudepolvos? -preguntó.
– No es lo que piensas -respondió ella.
– ¿No es lo que pienso?
– Sobre cómo me gané el apodo. Todo el mundo supone que está relacionado con follar como una coneja.
– ¿Y no es así?
– No, no es así. -La mujer levantó la vista al cielo-. ¿Cómo explicarlo con delicadeza?
– ¿Te preocupa la delicadeza?
Maggie le dirigió una mirada de reprobación.
– No seas así.
– ¿Cómo?
– Tan facha y estrecho de miras. Tengo sentimientos.
– No he dicho lo contrario.
– No, pero estás actuando como si lo pensaras. No hago daño a nadie. Soy sincera. Soy franca. Soy directa. Controlo lo que hago y con quién lo hago. Y soy feliz.
– Y también pillas un montón de enfermedades -dijo Myron, y se arrepintió enseguida. Las palabras habían salido de su boca sin que le diera tiempo a reflexionar sobre ellas, como le ocurría a veces.
– ¿Qué?
– Lo siento. Ha sido una impertinencia.
Había tocado un punto débil.
– Los hombres con quienes me acuesto siempre se ponen condón -dijo Maggie-. Me hago análisis a menudo. Estoy limpia.
– Lo lamento. No debería haber dicho nada.
Eso no detuvo a Maggie.
– Y no me acuesto con alguien si sospecho que tiene alguna enfermedad infecciosa. Soy muy precavida en ese sentido.
Myron se mordió el labio inferior y dijo:
– Perdón. No hablaba en serio. Te ruego que aceptes mis disculpas.
– De acuerdo -dijo Maggie al tiempo que dejaba escapar un suspiro-. Disculpas aceptadas.
Sus ojos se encontraron de nuevo. Sonrieron durante un instante demasiado prolongado. Myron se sintió como un concursante en un programa de televisión. Una idea interrumpió la especie de trance en que se hallaba.
– ¿Te has acostado con Greg Downing? -preguntó.
– En 1993. Fue uno de los primeros Dragons -respondió ella, aparentemente muy orgullosa.
– ¿Aún lo ves?
– Claro. Somos buenos amigos. La amistad continúa después. No con todos, pero con la mayoría.
– ¿Habláis mucho?
– A veces.
– ¿Cuándo fue la última vez?
– Hace un par de meses que no nos vemos.
– ¿Sabes si sale con alguien?
La Sacudepolvos lo miró con curiosidad.
– ¿Por qué quieres saberlo?
Myron se encogió de hombros.
– Sólo por hablar de algo -respondió él, y se sintió el hombre más torpe del mundo.
– Pues has elegido un tema un tanto extraño.
– He pensado mucho en él; no sé, tanto comentario estúpido sobre mi entrada en el equipo, nuestra historia en común… me da que pensar.
– ¿Te da que pensar Greg o la vida amorosa de Greg? -Maggie no había mordido el anzuelo.
Myron se encogió de hombros y murmuró algo que ni siquiera él entendió. Se oyó una carcajada procedente del otro lado de la piscina. Unos cuantos de sus nuevos compañeros de equipo reían un chiste. Leon White estaba con ellos. Observó que Myron lo observaba e hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Myron se lo devolvió. Era consciente de que todos debían de saber por qué estaba en compañía de la Sacudepolvos. Se sintió una vez más transportado a su época universitaria, pero esta vez la sensación no le causó la misma nostalgia gratificante.
La Sacudepolvos estaba estudiándolo de nuevo, con los ojos entornados y fijos en él. Myron intentó eliminar cualquier expresión de su rostro, pero se sintió nervioso. Siempre le pasaba cuando era sometido a inspecciones tan descaradas. Hizo un esfuerzo por mirarla a los ojos.
De pronto, la Sacudepolvos sonrió y se cruzó de brazos.
– Ahora lo entiendo -musitó.
– ¿Qué es lo que entiendes?
– Es evidente.
– ¿Qué es evidente?
– Quieres vengarte.
– ¿Vengarme de qué?
– Greg te robó a Emily -dijo ella-. Ahora quieres robarle a alguien.
– No me la robó -se apresuró a contestar Myron. Percibió en su voz que se había puesto a la defensiva y no le gustó-. Emily y yo rompimos antes de que ellos empezaran a salir.
– Si tú lo dices…
– Sí, lo digo. -Vaya con el señor Réplica Enérgica.
Ella soltó una carcajada y apoyó una mano sobre su brazo.
– Relájate, Myron. Sólo estaba tomándote el pelo. -Lo miró de nuevo. Tanto mirarse a los ojos estaba empezando a provocarle un molesto dolor de cabeza a Myron, que fijó la vista en su nariz-. Bien, ¿vamos a hacerlo?
– No -contestó Myron.
– Si es por miedo a coger una enfermedad…
– No; es porque estoy saliendo con alguien.
– ¿Y qué?
– Pues que no quiero engañarla.
– ¿Quién dice que vas a engañarla? Yo sólo quiero acostarme contigo.
– ¿Y crees que ambas cosas se excluyen?
– Por supuesto. El que nos vayamos a la cama no debería afectar para nada a tu relación. No quiero que dejes de querer a tu novia. No quiero entrar a formar parte de tu vida. Ni siquiera quiero que intimemos.
– Caramba, dicho así suena muy romántico -ironizó Myron.
– Ésa es la cuestión. Nada de romanticismos. Se trata de algo puramente físico. Sí, puede sonar muy bien, pero al final no es más que un acto físico. Coma estrecharse las manos.
– Estrecharse las manos -repitió Myron-. Deberías escribir postales de felicitación.
– Yo sólo te explico en qué consiste. Civilizaciones anteriores, mucho más avanzadas que la nuestra desde el punto de vista intelectual, comprendieron que los placeres de la carne no eran pecado. Relacionar sexo con pecado o culpa es una concepción moderna, y de lo más absurda. Toda esa idea de relacionar el sexo con la posesión es algo que hemos heredado de los puritanos; lo que querían era mantener el control sobre lo más importante que poseían: sus mujeres.
Una erudita en historia, pensó Myron. Estupendo.
– ¿Dónde está escrito -continuó la Sacudepolvos- que dos personas no pueden alcanzar el éxtasis físico sin estar enamoradas? Piensa en lo ridículo que es. Es una tontería, ¿verdad?
– Tal vez -dijo Myron-, pero aun así preferiría que lo dejásemos, gracias.
La mujer se encogió de hombros.
– TC se llevará una decepción.
– Lo superará.
– Bien -dijo Maggie tras una pausa-. Creo que voy a perderme entre la multitud. Ha sido un placer hablar contigo, Myron.
– Y para mí una experiencia sin igual -repuso él.
Myron también decidió perderse entre la multitud. Habló un rato con Leon, quien le presentó a su mujer, una rubia despampanante llamada Fiona. Ideal para el desplegable de Playboy. Tenía una voz ronca, y era una de esas mujeres capaces de darle un doble sentido a cualquier conversación anodina. Estaba tan acostumbrada a utilizar sus encantos físicos que no sabía cuándo retirarse a tiempo. Myron habló con ellos unos minutos y después se excusó.
El camarero le informó de que no había Yoo-Hoo. Pidió una Orangine. No un mero refresco con sabor a naranja, sino Orangine. Qué europeo. Bebió un sorbo. Estaba muy buena.
De pronto alguien le dio una palmada en la espalda. Era TC; se había quitado el traje y se había puesto unos pantalones blancos y un chaleco blanco, todo de cuero. Sin camisa. Llevaba gafas de sol.
– ¿Te lo estás pasando bien? -preguntó.
– Hasta ahora todo es muy interesante -contestó Myron.
– Ven. Voy a enseñarte algo.
Subieron en silencio por una colina cubierta de hierba, lejos de donde tenía lugar la fiesta. A medida que la cuesta se hacía más pronunciada, se oía menos la música. Los Cranberries habían sustituido a los raperos. A Myron le gustaba ese grupo. Estaba sonando Zombie. Dolores O'Riordan no paraba de repetir: «En tu cabeza, en tu cabeza», hasta que se cansó y empezó a entonar machaconamente la palabra zombie. Bien, era evidente que los Cranberries debían esforzarse un poco más en las letras de los estribillos, pero la canción no estaba nada mal.
Allí arriba no había luces, pero las que estaban encendidas junto a la piscina proporcionaban iluminación suficiente. Cuando llegaron a la cima, TC señaló hacia delante.
– Allí.
Myron dirigió la mirada hacia allí, y casi se quedó sin aliento. Estaban a suficiente altura para gozar de una vista espectacular del perfil de los rascacielos de Manhattan. Un océano de luces como gotas de agua centelleantes se extendía ante ellos. Daba la impresión de que podían tocar con la mano el puente George Washington. Los dos guardaron silencio durante varios segundos.
– Bonito, ¿eh? -dijo TC.
– Mucho.
TC se quitó las gafas de sol.
– Subo aquí muchas veces. Solo. Es un buen sitio para pensar.
– Yo haría lo mismo.
Contemplaron el horizonte de nuevo.
– ¿La Sacudepolvos ya ha hablado contigo? -preguntó Myron.
TC asintió.
– ¿Estás disgustado?
– No. Sabía que te negarías -respondió TC.
– ¿Por qué?
– Vibraciones, ya sabes -respondió TC encogiéndose de hombros-. Pero no te equivoques. La Sacudepolvos es una buena tía. Es lo más parecido que tengo a un amigo.
– ¿Y todos esos tipos con los que estabas bromeando?
TC esbozó una sonrisa.
– ¿Te refieres a los blancos?
– Sí.
– No son mis amigos. Si mañana dejara de jugar al baloncesto, me mirarían como si les estuviera llenando de migas el sofá.
– Vaya, es una imagen muy poética.
– La verdad pura y dura, tío. La gente que está en mi lugar no tiene amigos. Cosas de la vida. Blancos o negros, da igual. La gente se pega a mí porque soy una superestrella forrada de pasta. Imaginan que pueden conseguir algo de regalo. Eso es todo.
– ¿Y a ti te gusta?
– Da igual si me gusta o no. Las cosas son así. No me quejo.
– ¿Te sientes solo?
– Hay demasiada gente revoloteando alrededor de mí para sentirme solo.
– Ya sabes a lo que me refiero…
– Sí, lo sé. -TC volvió la cabeza a un lado y a otro, como si hiciera ejercicios para relajar el cuello antes de un partido-. La gente siempre habla del precio de la fama, pero ¿quieres saber cuál es el auténtico precio? Olvida esa mierda de la privacidad. Por eso no voy mucho al cine. Es un asunto jodido; ya no puedes permitirte el lujo de regresar al lugar de donde vienes. El auténtico precio es que dejas de ser una persona y pasas a ser una cosa, una cosa rutilante, como uno de esos Mercedes aparcados ahí fuera. Los hermanos pobres piensan que soy una escalera de oro con dulces en cada peldaño. Los blancos ricos piensan que soy un niño mimado. Como O. J. Simpson. ¿Te acuerdas de aquellos tíos que se exhibían en su sala de trofeos?
Myron asintió.
– Escucha, no me estoy quejando -prosiguió TC-. No me malinterpretes. Esto es mucho mejor que trabajar en una gasolinera o en una mina de carbón, pero me gusta recordar la verdad y aceptarla: lo único que me diferencia de cualquier otro negro de la calle es un partido. Y punto. Se me jode una rodilla, como te pasó a ti, y vuelvo allí, a la puta calle. Siempre tengo presente eso. Siempre. -Miró con dureza a Myron y añadió-: Por eso, cuando una calentona se comporta como si yo fuera algo especial, sé que no es a mí a quien busca. ¿Entiendes lo que quiero decir? Lo que mueve sus deseos es el dinero y la fama. Como a todo el mundo, sea hombre o mujer.
– ¿Significa eso que tú y yo nunca podremos ser amigos? -quiso saber Myron.
– ¿Me harías esa pregunta si fuera un empleado de gasolinera, ignorante y estúpido?
– Tal vez.
– Qué va. -TC sonrió-. La gente se queja de mi actitud. Dicen que me comporto como si todo el mundo me debiera algo. Como si fuera una especie de diva. Lo que les cabrea es que los veo venir. Sé la verdad. Todos piensan que soy un negro ignorante: los propietarios de los clubes, los entrenadores, todo el mundo, así que ¿cómo voy a respetarles? El único motivo de que sigan hablando conmigo es que aún soy capaz de pasar el balón por el aro. No soy más que un mono que les da dinero. En cuanto me retire, se acabó. Seré otro desgraciado salido del gueto, indigno de apoyar mi negro culo sobre su puto retrete. -Hizo una pausa, como si le faltara el aliento. Miró hacia los rascacielos. La visión pareció rejuvenecerle-. ¿Conoces a Isiah Thomas? -le preguntó.
– ¿El de los Detroit Pistons? Sí, me lo presentaron hace tiempo.
– Le oí en una entrevista, cuando los Pistons ganaron aquellos dos campeonatos consecutivos. Un tío le preguntó qué haría si no jugara al baloncesto. ¿Sabes qué dijo Isiah?
Myron negó con la cabeza.
– Que sería senador de Estados Unidos. -TC soltó una carcajada estentórea. El sonido despertó ecos en la noche silenciosa-. ¿Está loco o qué? Senador de Estados Unidos… ¿A quién coño cree que engaña? -Rió de nuevo, pero esta vez de forma más forzada-. Yo sí sé lo que haría. Estaría trabajando en una fábrica de acero, en el turno de doce de la noche a diez de la mañana, o quizás estaría encarcelado o muerto, no lo sé. -Sacudió la cabeza-. Senador de Estados Unidos. Y una mierda.
– ¿Qué me dices del deporte? -le preguntó Myron.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Te gusta jugar al baloncesto?
TC lo miró como si la pregunta le pareciese divertida.
– A ti sí, ¿verdad? Tú te crees toda esa mierda de «por amor al deporte».
– ¿Tú no?
TC sacudió la cabeza. La luna se reflejó en su cráneo rasurado, dotándolo de una especie de halo casi místico.
– Nunca creí en ello -dijo-. El baloncesto sólo era un medio para alcanzar un fin. Es una buena forma de ganar dinero, una posibilidad de vivir tranquilo durante el resto de mis días.
– ¿Nunca te gustó el deporte?
– Sí, claro. En su momento fue un buen objetivo, pero no creo que se debiera a lo que representaba la actividad física en sí, sino a que sencillamente el baloncesto se me daba bien. En cualquier otra cosa no era más que un chico negro del montón, pero en la pista de baloncesto era Dios. Un héroe. Cuando todo el mundo te trata así, se te suben los humos. ¿Sabes a qué me refiero?
Myron asintió. Lo sabía.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Adelante.
– ¿A qué se deben tantos tatuajes y pendientes?
TC sonrió.
– ¿Te molestan?
– No. Es pura curiosidad.
– Pongamos que me gustan -dijo-. ¿Te parece suficiente?
– Sí -contestó Myron.
– Pero no me crees, ¿verdad?
Myron se encogió de hombros.
– Creo que no.
– La verdad es que me gustan un poco. En el fondo, es una cuestión de negocios.
– ¿Negocios?
– El negocio del baloncesto. Ganar dinero a espuertas. ¿Sabes cuánto dinero gano con la publicidad? Ni te lo imaginas. ¿Por qué? Porque lo rompedor vende. Piensa en Dennis Rodman. Cuantas más locuras hago, más me pagan.
– ¿Sólo es una representación?
– Casi todo. Por supuesto que me gusta escandalizar, a mi manera, pero más que nada de cara a la prensa.
– Sin embargo, la prensa no es muy generosa contigo.
– Da igual. Escriben sobre mí, y de ese modo me ayudan a ganar más dinero. Así de sencillo. -TC sonrió-. Permíteme que te abra los ojos acerca de algo, Myron: la prensa es el animal más imbécil de toda la creación. ¿Sabes qué voy a hacer un día?
– Ni idea. Dímelo.
– Un día me desharé de los pendientes y de toda esa mierda y empezaré a vestir bien. Después comenzaré a hablar con educación, sí, señor, sí, señora, y les diré todas esas cosas bonitas sobre el deporte que tanto desean oír. ¿Sabes qué pasará? Los mismos gilipollas que ahora afirman que estoy destruyendo la esencia del deporte me besarán el culo. Dirán que he sufrido una transformación milagrosa. Que ahora sí soy un héroe. Lo único que habrá cambiado en realidad será el papel que interpreto.
– Eres único, TC -dijo Myron meneando la cabeza.
TC se volvió hacia el agua. Myron lo observó en silencio. No mentía, desde luego, pero tampoco estaba diciendo toda la verdad, o tal vez no fuese capaz de aceptarla. Estaba dolido. Creía que nadie podía quererlo, y eso duele. Hace que uno se sienta inseguro y tenga ganas de esconderse y levantar barreras alrededor. Lo más triste era que TC tenía razón, al menos en parte. ¿Quién se preocuparía por él si no jugara en la liga profesional de baloncesto? De no ser por su habilidad en un deporte verdaderamente infantil, ¿dónde estaría en ese momento? TC era como la típica chica guapa cansada de serlo, deseosa de que alguien descubra su mundo interior. La única razón por la que todos se esfuerzan por relacionarse con ella es su belleza. Quítesele esa belleza física, conviértasela en la chica fea, y nadie se preocupará de rascar en la superficie para descubrir la belleza interior. Sin sus proezas físicas, a TC le pasaría lo mismo.
En resumidas cuentas, TC no era tan excéntrico como aparentaba en público, ni tan centrado como quería que Myron pensara. Myron no era psicólogo, pero estaba seguro de que existía algún motivo más que el de ganar dinero para explicar tantos tatuajes y pendientes. Eran demasiado destructivos, desde un punto de vista físico, para explicarlo todo. En TC influían otros factores. Como Myron era una ex estrella del baloncesto, entendía algunos, pero como ambos procedían de mundos diferentes, había otros que no podía entender con tanta facilidad.
TC interrumpió sus pensamientos.
– Ahora me toca a mí hacerte una pregunta.
– Dispara.
– ¿Por qué estás aquí, en realidad?
– ¿Aquí? ¿En tu casa?
– En el equipo. Escucha, tío, te vi jugar en la NCAA. Eras fantástico, ¿de acuerdo? Pero eso fue hace mucho tiempo. Tienes que saber que ya no puedes hacerlo. En el entrenamiento de hoy deberías haberte dado cuenta.
Myron procuró disimular su estupefacción. ¿Habían tomado parte TC y él en el mismo entrenamiento? Por supuesto que sí, y, por supuesto también, TC estaba en lo cierto. ¿Acaso no se acordaba bien de los tiempos en que era la superestrella del equipo? ¿No recordaba haber entrenado con los cinco suplentes mientras los cinco titulares jugaban sin la menor motivación? ¿No recordaba que aquellos cinco suplentes se engañaban creyendo que eran tan buenos como los cinco titulares, cuando éstos estaban cansados de jugar partidos de verdad y en ese momento sólo holgazaneaban? Cuando Myron iba a la universidad sólo jugaba unos veinticinco partidos por temporada. Sus actuales compañeros jugaban casi cien contra rivales muy superiores.
¿Acaso se había creído en serio que era lo bastante bueno para jugar con estos tipos?
– Sólo quiero probar -repuso Myron en voz baja.
– No puedes olvidarlo, ¿eh?
Myron no dijo nada.
Se produjo un breve silencio.
– Ah, casi se me había olvidado -dijo al fin TC-. Me han dicho que eres muy amigo de un pez gordo de Lock-Horne Securities. ¿Es verdad?
– Sí.
– ¿Es ese blanco con el que hablaste después del partido?
Myron asintió.
– Se llama Win -dijo.
– Sabes que la Sacudepolvos trabaja en Wall Street, ¿verdad?
– Eso me ha dicho.
– Pues quiere cambiar de trabajo. ¿Crees que tu amigo podría hablar con ella?
Myron se encogió de hombros.
– Se lo preguntaré -respondió. Win apreciaría sin duda las opiniones de la Sacudepolvos sobre el papel del sexo en las civilizaciones antiguas-. ¿Para quién trabaja ahora?
– Para una empresa pequeña llamada Kimmel Brothers. Ella necesita abrirse camino, ¿entiendes? No quieren asociarla, aunque se rompe el culo por la empresa.
TC dijo algo más, pero Myron ya no le escuchaba, pues recordó el nombre de inmediato. Kimmel Brothers. Cuando había apretado el botón de rellamada del teléfono de Greg, una mujer había contestado: «Kimmel Brothers». Sin embargo, la Sacudepolvos le había dicho a Myron que no hablaba con Greg desde hacía dos meses.
¿Coincidencia? Myron no lo creía.