– ¿Cuándo has vuelto? -preguntó Myron.
Win hizo caso omiso de la pregunta.
– El automóvil que te está siguiendo es el mismo que vimos en casa de Greg. Propiedad de una empresa de almacenaje de Atlantic City. No se le conocen relaciones con la mafia, pero no me extrañaría nada que las tuviesen.
– ¿Desde cuándo me sigues?
Una vez más, Win no le hizo caso.
– ¿Qué aspecto tenían los dos matones que te atacaron la otra noche?
– Muy grandes -respondió Myron-. Uno era enorme.
– ¿Rapado al cero?
– Sí.
– Está en el coche que te sigue. Asiento del acompañante.
Myron no se molestó en preguntarle a Win cómo había averiguado que aquellos gorilas lo habían atacado. Se lo imaginaba.
– No paran de comunicarse por teléfono -continuó Win-. Creo que están coordinados con otra persona. Las llamadas se incrementaron después de que te detuvieras en la calle Ochenta y uno. Espera un momento. Te llamo enseguida. -Le colgó.
Myron miró por el retrovisor. El coche seguía allí, justo donde Win había dicho. Un minuto después el teléfono volvió a sonar.
– ¿Qué? -dijo Myron.
– He vuelto a hablar con Jessica.
– ¿Que has vuelto a hablar? ¿Qué quieres decir con eso?
Win dejó escapar un suspiro de impaciencia. Detestaba tener que dar explicaciones.
– Si planean atacarte esta noche, es lógico suponer que lo harán cerca del piso de Jessica.
– Exacto.
– Por eso la llamé hace diez minutos. Le dije que estuviera atenta a cualquier movimiento extraño que viese.
– ¿Y?
– Hay una furgoneta blanca sin marcas aparcada al otro lado de la calle. No ha salido nadie.
– Parece que piensan atacar -convino Myron.
– Sí. ¿Me adelanto?
– ¿Cómo?
– Podría dejar fuera de combate al coche que te sigue.
– No. Deja a ver qué hacen.
– ¿Cómo dices?
– Que te limites a cubrirme. Si me cogen, puede que consiga averiguar para quién trabajan.
– Te estás complicando la vida -le dijo Win-. ¿No sería más sencillo detener a los dos del coche y después obligarles a que nos revelen la identidad de su jefe?
– Lo que me preocupa es eso de «obligarlos».
– Claro, claro -repuso Win-. Mil perdones por mi falta de ética. Es mucho más inteligente arriesgar tu vida que hacer pasar un mal momento a un matón de pacotilla.
Win tenía un modo de explicar las cosas que conseguía dotarlas de un sentido aterrador. Myron tuvo que recordarse que la lógica era, con frecuencia, mucho más terrorífica que la falta de lógica, sobre todo en lo referente a Win.
– No son más que mercenarios -dijo Myron-. No sabrán nada.
– Bien dicho -admitió Win tras un breve silencio-, pero supón que se limitan a disparar contra ti.
– Eso sería absurdo. El motivo de su interés por mí es que creen que sé dónde está Greg.
– Y los muertos no hablan -señaló Win.
– Exacto. Quieren que hable, de modo que sígueme. Si me llevan a un lugar bien custodiado…
– Me abriré paso -terminó Win.
Myron no lo dudó. Aferró con fuerza el volante. Su corazón se aceleró. Mediante un análisis razonado, era fácil desechar la posibilidad de que le dispararan. Otra cosa era aparcar el coche en una calle donde sabías que te esperaban unos hombres con malas intenciones. Win vigilaría la furgoneta. Y Myron también. Si asomaba un arma antes que una persona, la situación estaría controlada.
Salió de la autopista. En teoría, las calles de Manhattan eran agradables, incluso bien trazadas. Corrían de norte a sur y de este a oeste. Estaban numeradas. Eran rectas. Pero el trazado de Greenwich Village y el Soho parecía diseñado por Dalí. La numeración desaparecía excepto cuando las calles torcían y giraban entre otras con nombres de personajes o acontecimientos históricos. Cualquier asomo de uniformidad o sistematización brillaba por su ausencia.
Por suerte, Spring Street estaba en línea recta. Un ciclista pasó junto a Myron, pero no se veía a nadie más. La furgoneta blanca estaba aparcada donde se suponía que debía estar. Sin marcas, como Jessica había dicho. Los cristales de las ventanillas eran de espejo para que no se pudiera ver el interior. Myron no detectó la presencia del coche de Win, pero era de esperar. Avanzó con lentitud por la calle. En el instante preciso en que rebasaba la furgoneta el motor de ésta se encendió. Myron aparcó en un sitio vacío al final de la manzana. La furgoneta se puso en movimiento.
El espectáculo estaba a punto de empezar.
Myron se enderezó, apagó el motor y se guardó las llaves en el bolsillo. La furgoneta avanzó unos centímetros. Myron sacó el revólver y lo ocultó bajo el asiento. Ahora no le serviría de nada. Si lo cogían, lo registrarían. Si empezaban a disparar, devolver los disparos sería una pérdida de tiempo. Win se encargaría de repeler la amenaza. O no.
Extendió la mano hacia la manecilla de la puerta. Estaba aterrorizado, pero no se detuvo. Se apeó. Las farolas del Soho apenas iluminaban la calle a oscuras. Las luces que procedían de las ventanas cercanas proporcionaban poco más que un resplandor espectral. Había bolsas de basura tiradas en la calle. En su mayor parte estaban reventadas. El olor a comida podrida impregnaba la atmósfera. La furgoneta se acercó lentamente. Un hombre salió de un portal y caminó hacia él sin vacilar. Llevaba un jersey negro de cuello vuelto y un abrigo también negro. Apuntó con una pistola a Myron. La furgoneta se detuvo y la puerta lateral se abrió.
– Entra, cabrón -masculló el hombre de la pistola.
– ¿Está hablando conmigo? -preguntó Myron.
– Venga. Mueve tu jodido culo.
– ¿Te has disfrazado de Drácula?
El hombre de la pistola se acercó un poco más.
– ¡He dicho que entres!
– No hay por qué enfadarse -dijo Myron, y caminó hacia la furgoneta-. Sí, el negro te sienta muy bien.
Cuando Myron se ponía nervioso, no paraba de decir tonterías. Sabía que era autodestructivo. Win se lo había indicado en diversas ocasiones. Sin embargo, Myron no podía evitarlo. ¿Era lo que llamaban verborrea?
– Muévete -insistió el hombre.
Myron subió a la furgoneta. El de la pistola hizo lo mismo. Había dos hombres en la parte posterior del vehículo, además del que conducía. Todos iban vestidos de negro, excepto el tipo que parecía el jefe. Llevaba un traje a rayas azul. Un alfiler de oro sujetaba su corbata amarilla de nudo Windsor. Muy chic. Tenía el pelo largo y rubio, y exhibía uno de esos bronceados demasiado perfectos para ser obra del sol. Parecía más un surfero cincuentón que un matón profesional.
Habían modificado el diseño interior de la furgoneta, pero con muy mal gusto. Todos los asientos, excepto el del conductor, estaban arrancados. Había un sofá de piel apoyado contra uno de los laterales; allí estaba sentado el hombre del traje a rayas, solo. Una alfombra peluda de color verde lima, que incluso Elvis habría considerado demasiado hortera, se extendía a lo largo del suelo del vehículo y trepaba por las paredes.
El hombre del traje a rayas sonrió. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo y se mostraba muy tranquilo. La furgoneta se puso en marcha.
El pistolero cacheó a Myron.
– Siéntate, cabrón -le ordenó.
Myron se sentó en el suelo alfombrado.
– Verde lima -dijo-. Muy bonito.
– Es barato -le explicó el del traje a rayas-. Así no hace falta que nos preocupemos por las manchas de sangre.
– Siempre hay que pensar en economizar -observó Myron con frialdad, aunque tenía la garganta muy seca-. Es una medida muy inteligente.
El del traje a rayas no se molestó en contestar. Dirigió una mirada al hombre de la pistola, que carraspeó.
– Éste es el señor Q -le dijo el pistolero a Myron, al tiempo que señalaba al del traje a rayas. Volvió a carraspear y añadió en tono solemne-: Todo el mundo lo llama así porque le gusta quebrar huesos.
– Vaya, eso debe de enloquecer a las mujeres -repuso Myron.
El señor Q sonrió y enseñó una dentadura tan blanca como cualquiera de las que aparecen en los anuncios de dentífrico.
– Sujétale la pierna -indicó.
El hombre acercó el cañón de la pistola a la sien de Myron, ejerciendo la suficiente presión para dejar una marca. Cruzó el otro brazo alrededor del cuello, de manera que la parte interna del codo le presionaba la tráquea. Bajó la cabeza y susurró:
– Ni se te ocurra moverte, cabrón.
Mientras el que lo inmovilizaba lo obligaba a estirarse en el suelo, el otro hombre se puso a horcajadas sobre el pecho de Myron y le sujetó la pierna. A Myron le costaba respirar. El pánico se apoderó de él, pero aun así permaneció inmóvil. En situaciones como ésa, cualquier movimiento podría ser muy peligroso. Tendría que seguir el juego, a ver qué pasaba.
El señor Q se levantó con parsimonia del sofá. Sus ojos no se apartaron ni un momento de la rodilla mala de Myron. Esbozó una sonrisa y, en el mismo tono que un cirujano emplearía ante un estudiante, explicó:
– Voy a apoyar una mano sobre el fémur y la otra sobre la tibia. Después, mis pulgares descansarán sobre la rótula. Cuando mis pulgares ejerzan presión, simplemente te la partiré. -Miró a los ojos de Myron-. De ese modo destrozaré el retináculo medial y otros ligamentos. Los tendones también se verán afectados. Temo que el dolor será espantoso, insoportable, incluso.
Myron ni siquiera intentó una ocurrencia.
– Eh, espere un momento -dijo a toda prisa-. No hay motivos para recurrir a la violencia.
El señor Q sonrió y se encogió de hombros.
– ¿Por qué tiene que existir un motivo?
Myron abrió desmesuradamente los ojos. El miedo atenazó su estómago.
– Espere -balbuceó-. Hablaré.
– Lo sé -repuso el señor Q-. Pero antes nos marearás un poco…
– Ni hablar.
– Haz el favor de no interrumpirme. Es una grosería. -La sonrisa había desaparecido de su rostro-. ¿Por dónde iba?
– Antes nos marearás un poco -dijo el chófer.
– Eso es, gracias. -El señor Q volvió a dirigir una sonrisa a Myron-. Antes, nos darás largas. Pondrás el grito en el cielo. Confiarás en que te llevemos a un lugar donde tu socio pueda salvarte.
– ¿Mi socio?
– Aún eres amigo de Win, ¿no?
El hombre conocía a Win. Mala cosa.
– ¿Qué Win?
– Perfecto. A eso me refería cuando dije que nos ibas a marear. Acabemos ya.
Se acercó más. Myron quiso desasirse, pero el que lo sujetaba por el cuello le metió el cañón del arma en la boca, golpeándole los dientes y haciéndole sangrar las encías.
– Primero, te partiré la rodilla -añadió el señor Q-. Después, ya hablaremos.
El otro hombre ejerció aún más presión sobre la pierna de Myron al tiempo que el del revólver le sacaba el cañón de la boca y lo apoyaba nuevamente contra su sien.
El señor Q bajó las manos hasta la rodilla de Myron, con los dedos extendidos como garras.
– ¡Espere! -gritó Myron.
– No -contestó con calma el señor Q.
Myron empezó a retorcerse. Vio una anilla de metal sujeta al suelo de la furgoneta, de las que se utilizan para asegurar las cajas, y se aferró a ella con todas sus fuerzas. No tuvo que esperar mucho.
El impacto los sacudió a todos. Myron ya estaba preparado. Los demás, no. Salieron disparados en todas direcciones y lo soltaron. Los cristales se rompieron. Los frenos chirriaron. Cuando la furgoneta aminoró la velocidad, Myron se hizo un ovillo y rodó hacia un lado. Se oyeron gritos y una de las puertas se abrió. Myron oyó un disparo, seguido de una cacofonía confusa de voces. El chófer huyó por la puerta delantera. El señor Q lo siguió, brincando como un saltamontes. La puerta lateral se abrió. Myron levantó la vista justo en el momento en que Win entró con la pistola en la mano. El hombre del jersey negro cogió su revólver.
– Suéltalo -le indicó Win.
El hombre no obedeció. Win le disparó en la cara. Luego dirigió el arma hacia el hombre que se había sentado a horcajadas sobre Myron.
– Suéltalo -le ordenó Win.
El hombre obedeció.
– Aprendes rápido -dijo Win con una sonrisa. Apenas se movía, parecía deslizarse más que caminar. Sus movimientos eran cortos y calculados-. Habla -añadió.
– No sé nada.
– Mala respuesta -dijo Win en tono autoritario y sereno a la vez. Su actitud pragmática y lógica intimidaba más que cualquier grito-. Si no sabes nada, no me sirves de nada. Si no me sirves de nada, acabarás como él. -Señaló el cadáver que yacía a sus pies.
El hombre levantó las manos.
– Espera un momento -balbuceó-. No es ningún secreto. Tu colega oyó el nombre del tío. Baron. El tío se llama Baron, pero todo el mundo lo llama señor Q.
– El señor Q trabaja en el Medio Oeste -dijo Win-. ¿Quién le ha pedido que se traslade a Nueva Jersey?
– No lo sé, se lo juro.
Win acercó más el arma.
– No me estás sirviendo de ayuda.
– Es la verdad. Si lo supiera se lo diría. Sólo sé que el señor Q llegó en avión anoche.
– ¿Por qué? -preguntó Win.
– Tiene algo que ver con Greg Downing. Eso es todo lo que sé, se lo juro.
– ¿Cuánto debe Downing?
– No lo sé.
Win puso el cañón de la pistola entre los ojos del hombre.
– Casi nunca fallo desde esta distancia -dijo.
El hombre cayó de rodillas. Win siguió apuntándole.
– Por favor. -La voz del matón era una súplica desesperada-. No sé nada más. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo juro por Dios.
– Te creo -dijo Win.
– Win -intervino Myron.
– Relájate -repuso Win-. Sólo quería asegurarme de que nuestro amigo lo confesara todo. La confesión es beneficiosa para el alma, ¿no?
El hombre se apresuró a asentir.
– ¿Lo has confesado todo? -le preguntó Win. Nuevo gesto de asentimiento.
– ¿Estás seguro?
– Sí -respondió el hombre con un hilo de voz.
Win bajó el arma.
– Entonces vete -le indicó-. Ya.
No tuvo que repetírselo dos veces.