12

– Colonia nueva, ¿eh, Bolitar?

– Muy gracioso, Dimonte.

El detective de Homicidios Roland Dimonte, del Departamento de Policía de Nueva York, sacudió la cabeza.

– Joder, qué peste.

No llevaba uniforme, pero tampoco se podía decir que fuera de paisano. Vestía una camisa de seda verde y unos tejanos azules muy ceñidos. Las perneras estaban embutidas en unas botas de piel de serpiente de color púrpura. Las tonalidades variaban intermitentemente según la incidencia de la luz o el ángulo desde el cual se las contemplaba, como un póster psicodélico de Hendrix de los años sesenta. Dimonte mordisqueaba un palillo, un hábito adquirido, en opinión de Myron, cuando un día se miró en el espejo y decidió que le daba aspecto de tipo duro.

– ¿Has tocado algo? -preguntó.

– Sólo el pomo de la puerta -respondió Myron, que había registrado el resto del apartamento para comprobar que no le aguardaban más sorpresas macabras.

– ¿Cómo entraste?

– No habían echado la llave.

– ¿De veras? -Dimonte enarcó una ceja y miró hacia la puerta-. La puerta se traba automáticamente cuando la cierras.

– ¿He dicho que no habían echado la llave? Quería decir que la encontré entornada.

– Desde luego. -Dimonte mordisqueó el palillo un poco más y volvió a sacudir la cabeza. Se pasó la mano por el pelo grasiento y preguntó-: ¿Quién es ella?

– No lo sé -respondió Myron.

Dimonte lo miró con expresión de escepticismo. El lenguaje corporal sutil no era su fuerte.

– Es un poco temprano para que empieces a tomarme el pelo, ¿no crees, Bolitar?

– No sé cómo se llama. Tal vez Sally Guerro. Tal vez Carla.

Dimonte mordisqueó su palillo, entornó los ojos y dijo:

– Te vi anoche en la tele. Has vuelto a las pistas.

– Sí.

El forense se acercó. Era alto, delgado y utilizaba unas gafas con montura metálica demasiado grandes para su cara alargada.

– Lleva muerta bastante tiempo -anunció-. Cuatro días, como mínimo.

– ¿La causa?

– Es difícil precisarlo. Alguien la golpeó con un objeto romo. Sabré más cuando le haga la autopsia. -Miró el cuerpo sin vida con desinterés profesional, y luego de nuevo a Dimonte-. Por cierto, no son de verdad.

– ¿El qué?

El hombre hizo un gesto vago en dirección al cadáver.

– Las tetas. Son implantes.

– Joder, ¿ahora te dedicas a magrear a los muertos?

– No hagas bromas sobre eso -masculló el forense-. ¿Sabes el efecto que pueden producir esa clase de rumores en mi profesión?

– ¿Un ascenso? -aventuró Dimonte.

El forense no rió. Miró a Dimonte y a Myron con expresión airada.

– Te parece gracioso, ¿eh? ¡Que te jodan; es mi carrera lo que estás poniendo en peligro!

– Calma, Peretti, sólo era una broma.

– ¿Una broma? ¿Crees que mi carrera es una jodida broma? ¿Qué cojones te pasa?

Dimonte entornó los ojos.

– Todo esto te pone muy nervioso, Peretti.

– Deberías estar en mi lugar -repuso el forense, y enderezó la espalda.

– Si tú lo dices…

– ¿A qué mierda te refieres?

– «La dama protesta demasiado, me parece.»

– ¿Qué?

– Shakespeare -le dijo Dimonte-. Una cita de Macbeth.

– De Hamlet -corrigió Myron con una sonrisa.

– Me importa una mierda de quién sea -protestó Peretti-. No deberías jugar con la reputación de un hombre. No me parece nada divertido.

– Y a mí me da igual lo que tú pienses -le espetó Dimonte-. ¿Tienes algo más?

– Llevaba peluca.

– ¿Peluca? No me jodas, Peretti. Es como si el caso ya estuviera resuelto. Bastará con encontrar a un asesino que odie las pelucas y las tetas de pega. Has sido de gran ayuda, Peretti. ¿Qué clase de bragas llevaba? ¿Aún no las has olfateado?

– Sólo estaba…

– Hazme un favor, Peretti. -Dimonte se subió los pantalones, lo que era una señal inequívoca de superioridad. De nuevo aquella expresión sutil-. Dime cuándo murió. Dime cómo murió. Después hablaremos de los detalles, ¿de acuerdo?

Peretti alzó las manos con gesto de resignación y se acercó nuevamente al cadáver. Dimonte se volvió hacia Myron, quien señaló:

– Los implantes y la peluca podrían ser importantes. Ha hecho bien en decírtelo.

– Sí, lo sé, pero me gusta cabrearlo.

– Y la cita es: «Me parece que la dama protesta demasiado».

– Ya. -Dimonte cambió de palillo-. ¿Vas a decirme qué coño está pasando, o tendré que arrastrarte hasta la comisaría?

Myron hizo una mueca.

– ¿Arrastrarme hasta la comisaría?

– No me toques más las pelotas, Bolitar. ¿De acuerdo?

Myron hizo un esfuerzo y desvió la vista hacia el cadáver. Sintió náuseas. Estaba acostumbrándose al olor, aunque pensar en él seguía produciéndole escalofríos. Peretti estaba haciendo un pequeño corte para acceder al hígado. Myron apartó la mirada. Los hombres del Departamento Forense estaban tomando fotos y buscando huellas.

El compañero de Dimonte, un tal Krinsky, caminaba arriba y abajo y tomaba notas.

– ¿Por qué se las hizo tan grandes? -se preguntó en voz alta Myron.

– ¿El qué? -quiso saber Dimonte.

– Las tetas -contestó-. Puedo comprender el deseo de aumentarlas de tamaño por las presiones de esta sociedad y todo eso; pero ¿por qué se las hizo tan grandes?

– Me estás tocando los huevos, ¿vale? -dijo Dimonte.

Krinsky se acercó.

– Todas sus cosas están en esas maletas. -Señaló dos bolsas que había en el suelo. Myron había topado con Krinsky en media docena de ocasiones. Hablar no era el punto fuerte del muchacho. Lo hacía con tanta frecuencia como Myron forzar cerraduras-. Yo diría que tenía intención de mudarse.

– ¿La has identificado? -inquirió Dimonte.

– Según una tarjeta que hay en su billetero se llama Sally Guerro -dijo Krinsky en voz baja-. Lo mismo pone en uno de sus pasaportes.

Los dos aguardaron a que Krinsky prosiguiera. Por fin, Dimonte gritó:

– ¿Qué has querido decir con eso de «uno de sus pasaportes»? ¿Cuántos tiene?

– Tres.

– Joder. Habla, Krinsky.

– Uno ha sido expedido a nombre de Sally Guerro. Otro, a nombre de Roberta Smith. El tercero, a nombre de Carla Whitney.

– Dámelos.

Dimonte examinó los pasaportes. Myron miró por encima de su hombro. Las fotografías eran de la misma mujer, aunque con distinto peinado y color de cabello (de ahí la peluca) y diferentes números de la Seguridad Social. A juzgar por la cantidad de sellos, la mujer había viajado mucho.

Dimonte soltó un silbido.

– Pasaportes falsos -susurró-. Y buenos. -Volvió más páginas-. Hay un par de viajes a Latinoamérica: Colombia y Bolivia. -Cerró el pasaporte-. Vaya, vaya, vaya. Creo que tenemos entre manos un bonito caso de tráfico de drogas.

Myron reflexionó. Tráfico de drogas. ¿Podía ser parte de la respuesta? Si Sally/Carla/Roberta era traficante, eso explicaba su relación con Greg Downing. Se trataba de su camello. Se habían citado el sábado para realizar la transacción. El trabajo de camarera era una tapadera. También explicaba por qué utilizaba un teléfono público y los sólidos cerrojos de la puerta, todo ello propio de los camellos. Tenía sentido. Claro que Greg Downing no tenía pinta de adicto, pero no sería la primera persona que no era lo que parecía.

– ¿Algo más? -preguntó Dimonte.

Krinsky asintió.

– Encontré un fajo de billetes en la mesita de noche.

– ¿Los has contado? -preguntó Dimonte, exasperado.

Krinsky asintió.

– ¿Cuánto?

– Algo más de diez mil dólares.

– Diez de los grandes en metálico, ¿eh? -Aquello pareció complacer a Dimonte-. Vamos a echarles un vistazo.

Krinsky se los entregó. Eran billetes nuevos, sujetos con gomas elásticas. Dimonte los examinó. Todos de cien. Los números de serie eran sucesivos. Myron intentó memorizar uno. Cuando Dimonte terminó, le devolvió el fajo a Krinsky y dijo:

– Sí, todo apunta a que se trata de un bonito caso de tráfico de drogas. -Hizo una pausa-. Sólo hay un problema.

– ¿Cuál? -preguntó Myron.

– Tú, Bolitar -respondió Dimonte, señalándolo-. Estás estropeando mi bonito caso. ¿Qué coño estás haciendo…? -Dimonte hizo chasquear los dedos-. Mierda… -Guardó silencio. Se dio una palmada en la cabeza, se le iluminaron los ojos y exclamó-: ¡Dios mío!

– ¿Se te ha ocurrido alguna idea, Rolly?

Dimonte no le hizo caso.

– ¡Peretti!

El forense lo miró.

– ¿Qué?

– Esas tetas de plástico. Myron comentó que eran enormes.

– Sí, ¿y qué?

– ¿Muy grandes?

– ¿Qué?

– Que si son muy grandes.

– ¿Te refieres a la talla?

– Sí.

– ¿Tengo pinta de fabricante de lencería? ¿Cómo demonios quieres que lo sepa?

– Pero son grandes, ¿verdad?

– Sí.

– Muy grandes.

– ¿No tienes ojos, o qué?

Myron presenció el diálogo en silencio. Intentaba seguir la lógica de Dimonte, lo cual podía resultar peligroso.

– ¿Dirías que son más grandes que pelotas de playa? -continuó Dimonte.

Peretti se encogió de hombros.

– Depende de la pelota.

– ¿Nunca jugaste con una pelota en la playa cuando eras pequeño?

– Sí, claro -le contestó Peretti-, pero no me acuerdo de su tamaño. Todo parece mucho más grande cuando eres niño. Hace un par de años volví a mi escuela elemental para ver a mi profesora de tercer grado. Aún trabajaba allí, aunque parezca mentira. Se llama señora Tansmore. Juro por Dios que el edificio me pareció una casa de muñecas. Cuando era pequeño, me parecía enorme. Era como…

– De acuerdo -lo interrumpió Dimonte-, lo plantearé de una forma más sencilla: ¿podrían utilizarse para ocultar droga?

Silencio. Todo el mundo se quedó de piedra. Myron no sabía con seguridad si acababa de oír la estupidez más desmesurada o la idea más brillante de toda su vida. Se volvió hacia Peretti, que había quedado boquiabierto.

– ¿Y bien, Peretti? ¿Podría ser?

– ¿Podría ser qué?

– ¿Podría ocultar droga en las tetas? ¿Burlar las aduanas de ese modo?

Peretti miró a Myron, que se encogió de hombros. Peretti se volvió hacia Dimonte.

– No lo sé -balbuceó.

– ¿Cómo puedes averiguarlo?

– Tendría que examinarlas.

– Pues entonces, ¿a qué demonios esperas? Hazlo.

Peretti obedeció. Dimonte miró a Myron y sonrió, orgulloso de sus deducciones. Myron guardó silencio.

– No. Imposible -dijo Peretti al cabo de un rato.

El anunció no alegró a Dimonte.

– ¿Por qué no?

– No se ven cicatrices -explicó Peretti-. Si ocultara droga en ellas, tendrían que abrirle la piel y volver a coserla. Y repetir la operación al llegar a su destino. No hay señales.

– ¿Estás seguro?

– Del todo.

– Mierda -masculló Dimonte. Cogió a Myron y se lo llevó a un rincón-. Cuéntamelo todo, Bolitar. Ahora mismo.

Myron había repasado las posibilidades, pero no le quedaba alternativa. Tenía que hablar. No podía seguir ocultando la desaparición de Greg Downing. Sólo le restaba confiar en que no se filtrara a los medios. De pronto, recordó que Norman Lowenstein estaba esperándolo fuera.

– Aguarda un momento -dijo.

– ¿Qué? ¿Adónde coño vas?

– Vuelvo enseguida. Espérame aquí.

– Y una mierda.

Dimonte le siguió escaleras abajo hasta salir a la calle. Norman no estaba. Myron miró a un lado y a otro. Ni rastro de Norman. No le sorprendió. Norman sin duda había huido al ver a los polis. Culpables o no, los sin techo aprenden enseguida a volatilizarse cuando aparece la autoridad.

– ¿Qué pasa? -preguntó Dimonte.

– Nada.

– Pues empieza a soltar todo lo que sabes.

Myron le contó casi todo. Dimonte, a quien el palillo estuvo a punto de salírsele disparado de la boca varias veces, no se molestó en hacer preguntas, aunque no paraba de exclamar «¡Me cago en la puta!» y «¡Joder!» cada vez que Myron hacía una pausa. Cuando éste hubo terminado, el policía se sentó en uno de los escalones de la entrada. Por unos segundos pareció abstraído.

– Increíble -musitó al cabo.

Myron asintió.

– ¿Me estás diciendo que nadie sabe dónde está Greg?

– Al menos no lo dicen.

– ¿Ha desaparecido, así, sin más?

– Eso parece.

– ¿Y hay sangre en su sótano?

– Sí.

Dimonte sacudió la cabeza. Se llevó una mano a la bota derecha. Myron ya había reparado en aquel gesto otras veces. Le gustaba acariciar la bota, sencillamente. Tal vez encontraba consolador el tacto de la piel de serpiente. Reminiscencias del útero.

– Supón que Downing la mató y huyó -dijo Dimonte.

– Eso es mucho suponer.

– Sí, pero encaja.

– ¿Cómo?

– Según lo que has dicho, el sábado por la noche vieron a Downing con la víctima. ¿Qué te apuestas a que Peretti descubrirá que la muerte se produjo más o menos a esa hora?

– Eso no significa que Downing la matara.

Dimonte siguió acariciando la bota. Un hombre pasó patinando, seguido de su perro, que intentaba, sin aliento, no quedar rezagado. «A alguien debería ocurrírsele fabricar patines para perros», pensó Myron.

– El sábado por la noche -dijo el policía-, Greg Downing y la víctima se encuentran en un restaurante del centro. Se van alrededor de las once. Poco después, descubrimos que ella ha muerto y él ha desaparecido. Todo apunta a que Downing la asesinó y huyó.

– Apunta a docenas de cosas.

– ¿Por ejemplo?

– Que Greg fue testigo del asesinato, se asustó y huyó. Tal vez presenció el asesinato y lo raptaron. Tal vez lo asesinaron los mismos que mataron a la mujer.

– ¿Y dónde está su cadáver?

– Podría estar en cualquier sitio.

– ¿Por qué no lo dejaron aquí con el de ella?

– Tal vez lo mataron en otra parte, o se llevaron el cadáver porque es famoso y no querían esa clase de publicidad.

Dimonte desechó la teoría con un ademán.

– Estás desvariando, Bolitar.

– Y tú también.

– Quizá. Sólo hay una forma de descubrirlo. -Dimonte se levantó-. Tenemos que conseguir como sea una orden de busca y captura.

– Eh, espera un momento. No me parece una buena idea.

Dimonte miró a su interlocutor como si fuera una caca de perro.

– Perdona -dijo con fingida cortesía-. Me habrás confundido con alguien a quien le interesan tus jodidas opiniones.

– Estás sugiriendo lanzar una orden de busca y captura contra un querido y admirado héroe del deporte.

– Y tú estás sugiriendo que haga la vista gorda porque es un héroe querido y admirado del deporte.

– Nada de eso -repuso Myron-. Imagina las consecuencias. La prensa se enterará. Todo el mundo hablará de ti. Pero hay una diferencia. No tienes nada contra Downing. Ni móvil ni pruebas. Nada.

– Aún no, pero es pronto…

– Exacto, es pronto. Sólo te pido que esperes un poco. Y no te pases ni un pelo, porque todo el mundo estará pendiente de ti. Y dile a esos que has dejado arriba que lo graben todo en vídeo. No dejes nada al azar. No permitas que nadie venga después y diga que manipulaste o contaminaste algo. Consigue una orden judicial antes de ir a casa de Downing. Guíate por el reglamento en todo momento.

– Puedo hacer todo eso y además lanzar la orden de busca y captura.

– Rolly, supón que Greg Downing la mató. Si lanzas una orden de busca y captura, ¿qué pasará? Uno, quedarás como un testarudo sin remedio. Se te metió en la cabeza que Downing era el asesino y punto. Dos, la prensa no te dejará en paz. Vigilará todos tus movimientos, intentará que te remitas estrictamente a las pruebas, pondrá en entredicho todo lo que hagas. Tres, si arrastras a Greg hasta aquí, ¿sabes de qué clase de gentuza vendrá acompañado?

Dimonte asintió y, con expresión hosca, masculló:

– De jodidos abogados.

– El equipo de ensueño de la profesión. Antes de que te enteres, estarás hundido hasta las cejas en recursos de apelación. Bien, ya conoces la rutina.

– Mierda -dijo Dimonte.

Myron asintió.

– ¿Ves a qué me refiero?

– Sí, pero olvidas algo, Bolitar. -Dimonte mordisqueó con energía el palillo-. Por ejemplo, si lanzo una orden de busca y captura, tu pequeño equipo de investigación se va al carajo. Pierdes el caso.

– Es posible.

Dimonte lo estudió con una leve sonrisa.

– Eso no significa que hayas dicho tonterías. No quiero que creas que no entiendo la situación.

– Me lees como Vasco da Gama leía los mapas -dijo Myron.

Dimonte lo miró fijamente por un instante.

Myron reprimió el deseo de poner en blanco los ojos.

– Vamos a hacer lo siguiente -dijo Dimonte-. Vas a seguir en el equipo y vas a continuar con tu pequeña investigación. Por mi parte, intentaré no revelar lo que me has contado, siempre que… -alzó un dedo para subrayar sus palabras- sea beneficioso para mi caso. Si descubro algo que incrimine a Downing, nadie lo librará de esa orden de busca y captura. Y me tendrás informado en todo momento. No vas a ocultarme nada. ¿Alguna pregunta?

– Sólo una -dijo Myron-. ¿Dónde has comprado esas botas?

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