13

Camino del entrenamiento, Myron llamó desde el teléfono del coche.

– Higgins -contestó una voz.

– ¿Fred? Soy Myron Bolitar.

– Eh, cuánto tiempo. ¿Cómo te va, Myron?

– No puedo quejarme. ¿Y tú?

– En el Departamento del Tesoro las emociones se suceden a razón de una por minuto.

– Sí, me lo imagino.

– ¿Cómo está Win? -preguntó Higgins.

– Como siempre.

– Ese tipo me saca de quicio, ¿sabes a qué me refiero?

– Sí -contestó Myron.

– ¿Echáis de menos trabajar para los federales?

– Yo no -repuso Myron-. Creo que Win tampoco. Era demasiado restrictivo para él.

– Entiendo. Oye, he leído en la prensa que has vuelto a jugar.

– Sí.

– ¿A tu edad y con la rodilla hecha polvo? ¿Cómo es eso?

– Es una larga historia, Fred.

– Ya me hablarás de ello. Oye, la semana que viene jugáis con los Bullets. ¿Me conseguirás entradas? -preguntó.

– Haré lo que pueda.

– Estupendo, gracias. ¿Qué necesitas, Myron?

– El dónde y el porqué de diez de los grandes en billetes de cien. Correlativos. Su número de serie: B028856011A.

– ¿Te corre mucha prisa?

– Cuanto antes, mejor.

– Haré lo que pueda. Cuídate, Myron.

– Tú también, Fred.

Myron no pudo contenerse durante el entrenamiento. Se entregó a fondo. Se sentía poderoso y al mismo tiempo abrumado; pisando su propio terreno. Cuando lanzaba, era como si una mano invisible transportara el balón hasta la canasta. Cuando driblaba, el balón se convertía en un apéndice de su mano. Tenía los sentidos aguzados, como un lobo en plena naturaleza. Experimentó la sensación de haber caído en un agujero negro, para emerger diez años antes, en las finales de la NCAA. Hasta su rodilla estaba en plena forma.

Casi todo el entrenamiento consistió en un enfrentamiento entre los cinco jugadores titulares y los cinco suplentes. Myron jugó mejor que nunca. Sus saltos fueron como estallidos. Incluso llegó a internarse dos veces en las fauces de los grandes, y salió triunfante.

Hubo momentos en que se olvidó por completo de Greg Downing, del cuerpo machacado de Carla/Sally/Roberta, de la sangre del sótano, de los matones que lo habían apaleado y, por qué negarlo, incluso de Jessica. Un torrente vivificador corría por sus venas, el de un deportista en la cumbre. Hay quien asegura que cuando uno lleva hasta el límite sus posibilidades, la euforia que siente es producto de la secreción glandular. Myron no habría podido confirmarlo, pero comprendía los increíbles altibajos de los deportistas. Si jugabas bien, experimentabas un hormigueo en todo el cuerpo y los ojos se te llenaban de lágrimas de tanto placer. El hormigueo duraba hasta bien entrada la noche, cuando la excitación no te dejaba dormir y rememorabas tus mejores momentos, a menudo en cámara lenta, como un fanático de los programas deportivos, siempre con el dedo a punto de pulsar el botón de repetición del vídeo. Cuando jugabas mal, te amargabas y te deprimías. Podías pasarte así horas, incluso días. Ambos extremos eran desproporcionados si se tenía en cuenta que la causa de uno y otro no era de mayor trascendencia que pasar una pelota por un círculo metálico, golpear una bolita con un palo o lanzar un balón a gran velocidad. Cuando jugabas mal, intentabas recordar lo estúpido que resultaba dejarse atrapar por algo tan insignificante. Cuando alcanzabas aquel raro estadio de éxtasis sobrecogedor, mantenías tu bocaza interior cerrada.

Mientras Myron entrenaba, un pensamiento se coló por la puerta de atrás de su cerebro. Se mantuvo agazapado en los márgenes, se escondió detrás de un sofá, y sólo se dejaba ver de vez en cuando para esconderse de nuevo. «Puedes hacerlo -se decía-. Puedes jugar con ellos.»

La suerte de Myron continuó cuando lo emparejaron con un defensa: Leon White, el compañero de habitación y mejor amigo de Greg. Myron y Leon cambiaron unas palabras mientras jugaban, tomo buenos compañeros de equipo. Se dieron palmaditas en la espalda después de una buena jugada. Leon tenía clase. No malgastaba palabras en vano. Incluso cuando Myron dio con el trasero en la pista, Leon sólo le ofreció unas pocas frases de aliento.

Donny Walsh, el entrenador, hizo sonar su silbato.

– Es todo por hoy, chicos. Veinte lanzamientos y al vestuario.

Leon y Myron entrechocaron sus palmas, como los niños y los deportistas profesionales. A Myron siempre le había gustado esa parte del juego, esa camaradería próxima a la de los soldados. Hacía años que no la experimentaba. Los jugadores se dividieron en grupos de dos (el que lanzaba y el que estaba atento al rebote) y se encaminaron a diferentes cestas. Myron volvió a tener suerte y de nuevo se emparejó con Leon White. Cada uno cogió una toalla y una botella de agua. Había varios periodistas presenciando el entrenamiento. Por supuesto, Audrey estaba entre ellos. Cuando Myron advirtió que lo observaba con una sonrisa burlona, estuvo tentado de sacarle la lengua. O de enseñarle el culo. Calvin Johnson también estaba presente. Vestía traje y estaba apoyado contra una pared, como si posara para una foto. Myron intentó descifrar su expresión, pero le resultó imposible, como siempre.

Myron hizo el primer lanzamiento, con las piernas bien separadas y la mirada fija en la canasta. Encestó.

– Creo que vamos a ser compañeros de habitación -dijo luego.

– Eso me han dicho -repuso Leon.

– No creo que sea por mucho tiempo. -Myron encestó de nuevo-. ¿Cuándo crees que volverá Greg?

Leon se apoderó del balón y lo lanzó hacia Myron con un solo movimiento.

– No lo sé -respondió.

– ¿Cómo está Greg? ¿Y el tobillo?

– No lo sé -repitió Leon.

Myron lanzó de nuevo. Otra canasta. Le gustaba sentir sobre la piel la camiseta empapada en sudor. Cogió la toalla y volvió a secarse la cara.

– ¿Has hablado con él?

– No -respondió Leon.

– Qué raro.

Leon le pasó el balón.

– ¿Por qué te parece raro? -preguntó.

Myron se encogió de hombros, hizo cuatro fintas y dijo:

– Tengo entendido que sois carne y uña.

Leon esbozó una sonrisa.

– ¿De dónde has sacado esa idea?

Myron lanzó el balón. Otra canasta.

– De los periódicos, supongo -contestó.

– No creas todo lo que lees.

– ¿Por qué lo dices?

– A la prensa le encanta inventar amistades entre un jugador blanco y otro negro -repuso Leon-. Siempre andan buscando la mítica combinación de Gale Sayers y Brian Piccolo.

– ¿No sois amigos?

– Bueno, hace mucho tiempo que nos conocemos.

– Pero ¿sois amigos o no?

Leon lo miró de forma peculiar.

– ¿Por qué te interesa tanto?

– Sólo trato de entablar una conversación. Greg es mi única relación con este equipo.

– ¿Relación?

Myron hizo otra finta.

– Antes éramos rivales.

– Ah, ¿sí?

– Y ahora vamos a ser compañeros de equipo. Es un poco raro.

Leon observó a Myron, que se detuvo, y preguntó en tono de incredulidad:

– ¿Crees que Greg todavía se acuerda de aquella vieja rivalidad de la universidad?

Myron cayó en la cuenta de lo pobre que sonaba su argumentación.

– En aquel tiempo fue muy intensa -contestó.

Aquello iba cada vez peor. Myron no miró a Leon, quien dijo:

– Espero no herir tus sentimientos, pero hace ocho años que comparto habitación con Greg cuando jugamos fuera, y nunca le he oído mencionar tu nombre. Ni siquiera cuando hablamos de la universidad y todo eso.

Myron se detuvo justo antes de lanzar el balón. Miró a Leon y se esforzó por borrar toda expresión de su cara. Lo más curioso, aunque Myron no quería admitirlo, era que las palabras de Leon de veras habían herido sus sentimientos.

– Tira ya -lo urgió Leon-. Tengo ganas de largarme.

TC se acercó a ellos. Llevaba un balón en cada mano, como si fueran pomelos. Arrojó uno y procedió al ritual de intercambiar una palmada con Leon. Después, miró a Myron con una amplia sonrisa.

– Lo sé, lo sé -dijo Myron-. Me van a sacudir el polvo, ¿verdad? TC asintió.

– ¿Qué significa exactamente? -dijo Myron. -Esta noche doy una fiesta en mi casa -dijo TC-. Todo te será revelado.

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