19

Myron no miró la cinta. Pero tuvo un sueño.

En el sueño vio que Burt Wesson se abalanzaba sobre él. Vio la violencia, jubilosa, casi vertiginosa, reflejada en el rostro de Burt a medida que se acercaba. En el sueño, Myron tenía mucho tiempo para apartarse. Demasiado, en realidad. Pero no podía moverse. Las piernas no le respondían, y lo inevitable seguía aproximándose.

Así había ocurrido durante el sueño, pero en la realidad, Myron nunca vio a Burt Wesson acercarse. No le dio tiempo de registrarlo. Myron estaba pivotando sobre su pierna derecha cuando se produjo el choque. Oyó, más que notó, un crujido. Al principio no sintió dolor, sólo estupor. El estupor debió de durar menos de un segundo, pero quedó fijado en su mente de manera indeleble. Después llegó el dolor.

En el sueño, Burt Wesson estaba casi encima de él. Era un hombre enorme, un jugador con instintos asesinos, el equivalente en baloncesto a un matón de hockey. No tenía mucho talento, pero había aprendido a utilizar su físico descomunal, y gracias a ello había llegado lejos. Pero ahora se trataba de la liga profesional. Burt había sido desestimado antes de que se iniciara la temporada; era una verdadera ironía que ni Myron ni él fueran jugadores profesionales. Al menos hasta hacía dos noches.

En el sueño, Myron veía que Burt Wesson se acercaba, y esperaba. En algún rincón de su inconsciente, supo que despertaría antes del choque. Siempre lo hacía. Se demoró en aquella zona suspendida entre el sueño y la realidad, en aquella diminuta ventana en la que uno sabe que está soñando y aunque se trate de una pesadilla quiere continuar para saber cómo acaba, porque sólo es un sueño y se siente a salvo. Pero la realidad no iba a mantener abierta aquella ventana por mucho tiempo. Nunca ocurría. Mientras Myron ascendía hacia la superficie, supo que, fuera cual fuera la respuesta, no la iba a encontrar durante ningún viaje nocturno al pasado.

– Te llaman por teléfono -anunció Jessica.

Myron parpadeó y se puso boca arriba. Jessica ya se había vestido.

– ¿Qué hora es? -preguntó.

– Las nueve.

– ¿Qué? ¿Por qué no me has despertado?

– Necesitabas dormir. -Jessica le acercó el teléfono-. Es Esperanza.

Myron cogió el auricular.

– Hola.

– Joder, ¿nunca duermes en tu cama? -preguntó Esperanza.

– ¿Qué pasa? -espetó Myron, que no estaba para bromas.

– Tengo una llamada de Fred Higgins, de Hacienda. Pensé que te gustaría hablar con él.

– Pásamelo. -Tras un clic, añadió-: ¿Fred?

– Sí. ¿Cómo te va, Myron?

– Bien. ¿Has averiguado algo sobre los números de serie de esos billetes?

– Has pisado una cagada muy grande, Myron.

– Te escucho.

– La gente no quiere que esto se filtre, ¿comprendido? He tenido que sortear toda clase de obstáculos para conseguir la información.

– Te doy mi palabra de que no diré nada.

– De acuerdo. -Higgins respiró hondo-. Los billetes proceden de Tucson, Arizona. En concreto, del First City National Bank de Tucson. Fueron robados a mano armada.

Myron se incorporó en la cama.

– ¿Cuándo?

– Hace meses.

Myron recordó el titular y la sangre se le heló en las venas.

– ¿Myron? -dijo Fred.

– La Brigada del Cuervo -musitó Myron-. Fue uno de sus golpes, ¿verdad?

– Exacto. ¿Trabajaste en el caso con los federales?

– No, nunca -respondió Myron. Pero se acordaba. Él y Win habían trabajado en casos de una naturaleza especial y casi contradictoria: elevada cualificación y necesidad de una buena tapadera. Eran perfectos para tales situaciones. Al fin y al cabo, ¿quién iba a sospechar de una ex estrella del baloncesto y de un próspero ejecutivo? Podían moverse por cualquier círculo sin despertar sospechas. Myron y Win no necesitaban una tapadera. Su realidad cotidiana era lo mejor con que contaba la agencia. Myron nunca había trabajado de manera permanente con ellos. Win era su chico predilecto. Myron era en realidad una herramienta que Win utilizaba cuando lo consideraba necesario.

Sin embargo, conocía a la Brigada del Cuervo. La mayoría de la gente familiarizada, siquiera de pasada, con los movimientos extremistas de los años sesenta había oído hablar alguna vez de ella. Fundada por un líder carismático llamado Cole Whiteman, los Cuervos coincidían en muchos aspectos con el Ejército Simbiótico de Liberación, el grupo que había secuestrado a Patty Hearst. También habían intentado llevar a cabo secuestros de gente importante, pero en todos los casos la víctima terminó muerta. El grupo se había evaporado, o al menos cuatro miembros de él. Pese a los esfuerzos del FBI, los cuatro huidos, entre ellos Cole Whiteman, quien, gracias a su color de pelo, tan rubio como el de Win, y a sus antecedentes familiares, nunca había parecido un extremista, permanecieron ocultos durante casi veinticinco años.

Las peregrinas preguntas de Dimonte sobre extremistas políticos y «pervertidos» ya no se le antojaban tan peregrinas.

– ¿La víctima era miembro de los Cuervos? -preguntó Myron.

– No sabría decírtelo.

– No hace falta. Sé que se trataba de Liz Gorman.

– ¿Cómo coño lo sabes?

– Los implantes -contestó Myron.

– ¿Qué?

Liz Gorman, una fogosa pelirroja, había sido uno de los miembros fundadores de la Brigada del Cuervo. Durante su primera «misión», un intento de incendiar el laboratorio de química de una universidad, la policía había descubierto un nombre en clave en el escáner: SC. Más tarde, se supo que los miembros masculinos de la Brigada la llamaban SC, una abreviatura de Sueño del Carpintero, porque la mujer era «lisa como una tabla y fácil de penetrar». Los radicales de los sesenta, pese a sus ideas progresistas, eran muy machistas. Ahora los implantes adquirían sentido. Todas las personas a las que Myron había interrogado coincidían en una cosa acerca de Carla: tenía unos pechos enormes. Liz Gorman era famosa por su pecho liso. ¿Qué mejor disfraz que unas tetas descomunales de silicona?

– Los federales y la poli están colaborando en el caso -dijo Higgins-. Intentan llevarlo con discreción.

– ¿Por qué?

– Tienen vigilada su casa. Confían en capturar a otro miembro.

Myron estaba confuso. Su deseo había sido averiguar más cosas sobre la misteriosa mujer, y ya lo había conseguido: era Liz Gorman, una famosa radical que permanecía desaparecida desde 1975. Los disfraces, los diversos pasaportes, los implantes adquirían de pronto sentido. No se trataba de una traficante de drogas, sino de una fugitiva.

Pero si Myron creía que averiguar la verdad sobre Liz Gorman le iba a ayudar a progresar en su investigación, estaba equivocado. ¿Qué relación podía existir entre Greg Downing y Liz Gorman? ¿Cómo se había mezclado un jugador de baloncesto profesional con una extremista perseguida que había desaparecido cuando Greg aún era un crío? Era absurdo.

– ¿Cuánto dinero se llevaron del banco?

– Es difícil saberlo -contestó Higgins-. Unos quince mil dólares en billetes, pero también reventaron las cajas de seguridad. Han declarado el robo de cerca de medio millón en bienes con el fin de cobrar el seguro, pero casi todo es mentira. A un tío le roban, y de repente pasa a tener diez Rolex en la caja, en vez de uno. Intentan estafar a la compañía de seguros, ya sabes.

– Por otra parte -dijo Myron-, alguien que guardara dinero negro en la caja no lo denunciaría, tendría que joderse. -Otra vez las drogas y el dinero del narcotráfico. Los extremistas clandestinos necesitaban fondos. Se sabía que atracaban bancos, que chantajeaban a antiguos seguidores arrepentidos que traficaban con narcóticos, lo que fuera-. Podría ser más.

– Sí, pero es difícil saberlo.

– ¿Es todo lo que has averiguado?

– Sí, es todo -respondió Higgins-. Lo llevan muy en secreto, y yo no puedo acceder a ciertos niveles. No sabes lo que me costó reunir estos datos, Myron. Me debes una buena.

– Ya te prometí las entradas, Fred.

– ¿Al lado de la pista?

– Haré lo que pueda.

Jessica entró en la habitación. Cuando vio la expresión de Myron, lo interrogó con la mirada. Colgó el auricular y le contó de qué había estado hablando con Fred Higgins. Ella escuchó. Al recordar el exabrupto de Esperanza, Myron cayó en la cuenta de que llevaba cuatro días durmiendo en casa de Jessica, todo un récord. Aquello le preocupaba. No era que temiera comprometerse ni nada por el estilo. Al contrario, lo anhelaba. Pero una parte de él aún estaba asustada. Viejas heridas que no habían cicatrizado, el amor y esas cosas…

Myron tenía la costumbre de entregarse demasiado. Lo sabía. Con Win y Esperanza no había problema. Confiaba en ellos por completo. Amaba a Jessica con todo su corazón, pero ella le había hecho daño. Aunque él habría querido ir más despacio, no entregarse tanto, el corazón no sabe controlarse. El de Myron no, al menos. Dos fuerzas internas esenciales luchaban entre sí: su instinto natural de entregarse al máximo cuando amaba y el instinto de supervivencia, que le permitía evitar el dolor.

– Todo esto es muy raro -dijo Jessica cuando él hubo terminado.

– Sí -admitió Myron. La noche anterior apenas habían hablado. Él le había asegurado que todo iba bien y se habían ido a dormir-. Creo que debería darte las gracias.

– ¿Por qué?

– Tú fuiste la que llamó a Win, ¿verdad?

Jessica asintió.

– Después de que aquellos matones te atacaran.

– Prometiste que no ibas a entrometerte.

– Te equivocas. Dije que no iba a intentar detenerte, lo que es muy distinto.

– Tienes razón.

Jessica se mordió el labio inferior. Vestía tejanos y una sudadera varias tallas más grande. Aún llevaba el pelo mojado a causa de la ducha reciente.

– Creo que deberías mudarte aquí -dijo.

Myron sintió que aquellas palabras lo golpeaban de lleno en el mentón.

– ¿Qué?

– No era mi intención soltarlo así -se disculpó ella-. Dar rodeos no es mi fuerte.

– En cualquier caso, ése es mi trabajo.

Ella meneó la cabeza.

– Eliges los peores momentos para ser grosero.

– Sí, lo siento.

– Escucha, Myron, ya sabes que no sirvo para estas cosas.

Él asintió. Lo sabía.

Jessica ladeó la cabeza, se encogió de hombros y sonrió con nerviosismo.

– Es que me gusta que estés aquí. Me gusta.

A Myron le dio un vuelco el corazón.

– Es un paso trascendental.

– No lo creo. Te pasas aquí la mayor parte del tiempo. Y te quiero.

– Yo también te quiero.

La pausa se prolongó un poco más de lo debido. Jessica la interrumpió antes de que causara un daño irreparable.

– No digas nada, Myron -le pidió-. Quiero que lo pienses. Sé que he planteado el tema en un mal momento, con todo lo que está pasando. O quizá lo he elegido por eso mismo, no lo sé. Pero no digas nada. Piénsatelo. No me llames hoy. Ni esta noche. Voy a ir al partido, pero luego me iré con Audrey a tomar unas copas. Es su cumpleaños. Duerme en tu casa esta noche. Quizá podamos hablarlo mañana, ¿de acuerdo? Mañana.

– Mañana -repitió Myron.

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