30

A Héctor no le hizo gracia ver de nuevo a Myron en el Parkview.

– Creo que hemos descubierto al cómplice de Sally -anunció Myron.

Héctor limpió la barra con un trapo.

– Se llama Norman Lowenstein -añadió Myron-. ¿Le conoce?

Héctor negó con la cabeza.

– Es un sin techo. Se pasa las horas en la parte de atrás y utiliza su teléfono público.

Héctor dejó de limpiar.

– ¿Cree que dejaría a un sin techo entrar en mi cocina? -preguntó-. Además, ni siquiera tenemos parte de atrás. Eche un vistazo.

La respuesta no sorprendió a Myron.

– Se encontraba sentado a la barra cuando estuve aquí el otro día -dijo-. Sin afeitar. Pelo negro, largo. Un abrigo marrón raído.

Sin dejar de pasar el paño por la superficie de formica, Héctor asintió.

– Creo que sé a quién se refiere. ¿Zapatillas de deporte negras?

– Exacto.

– Viene muchas veces, pero no sé cómo se llama.

– ¿Lo vio alguna vez hablando con Sally?

Héctor se encogió de hombros.

– Tal vez -le contestó-. Cuando le servía. No lo sé.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– No lo he visto por aquí desde el día en que usted vino.

– ¿Nunca habló con él?

– No.

– ¿No sabe nada sobre él?

– No.

Myron anotó su número de teléfono en un trozo de papel y se lo entregó a Héctor.

– Si lo ve, haga el favor de llamarme. Hay una recompensa de mil dólares.

Héctor examinó el número de teléfono.

– ¿Es su número del trabajo, el de la compañía telefónica?

– No. Es mi teléfono particular.

– Ajá -dijo Héctor-. Llamé a la compañía telefónica en cuanto usted se marchó. No existe ningún aparato llamado Y511, y no tienen ningún empleado llamado Bernie Worley.

No parecía muy enfadado, pero tampoco estaba bailando el hula hop. Sólo miraba fijamente a Myron, esperando.

– Le mentí -reconoció Myron-. Lo siento.

– ¿Cuál es su verdadero nombre?

– Myron Bolitar. -Le entregó una tarjeta.

– ¿Es usted agente deportivo? -preguntó Héctor tras estudiarla un momento.

– Sí.

– ¿Y qué tiene que ver un agente deportivo con Sally?

– Es una larga historia.

– No debería haberme mentido. No estuvo bien.

– Lo sé. No lo habría hecho si no hubiera sido importante.

Héctor se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa.

– Tengo clientes -dijo, y se alejó.

Myron se preguntó si debía darle más explicaciones, pero decidió que no tenía sentido.

Win estaba esperándolo en la acera.

– ¿Y bien?

– Cole Whiteman es un sin techo que se hace llamar Norman Lowenstein.

Win paró un taxi. Subieron. Myron le dio la dirección al chófer, un tipo con turbante, que asintió. Cuando lo hizo, el turbante rozó el techo del taxi. De los altavoces delanteros surgía una música de sitar; el sonido incisivo arañó el aire con uñas afiladas como navajas. Era horripilante. Conseguía que Benny y su sitar mágico sonaran como Itzhak Perlman. Aun así, era preferible a Yanni.

– No se parece en nada a la fotografía que vimos -dijo Myron-. Se ha hecho la cirugía estética. Se ha dejado el pelo largo y se lo ha teñido.

Se detuvieron ante un semáforo. Mientras esperaban a que cambiara al verde, un TransAm azul paró a su lado.

Era uno de esos modelos trucados y parecía brincar al ritmo de una música lo bastante elevada para partir la Tierra en dos. De hecho, el taxi empezó a temblar debido al nivel de decibelios. El semáforo se puso verde. El TransAm salió disparado hacia delante.

– Al principio me puse a pensar en el disfraz que había elegido Liz Gorman -continuó Myron-. Había invertido su principal atributo. Cole era el chico rico, de buena familia y aspecto saludable. ¿Qué mejor forma de pasar inadvertido que convertirse en un vagabundo astroso?

– Un vagabundo astroso y, además, judío -señaló Win.

– Exacto. Cuando Dimonte me dijo que al profesor Bowman le gustaba relacionarse con los sin techo, tuve una idea.

– Ruta -soltó el del turbante.

– ¿Cómo?

– Ruta. Henry Hudson o Broadway.

– Henry Hudson -contestó Win. Se giró hacia Myron-. Continúa.

– Creo que lo que ocurrió fue esto -prosiguió Myron-. Cole Whiteman sospechaba que Liz Gorman se había metido en un lío.

Tal vez hacía tiempo que no le llamaba o que no se veían, no sé. En cualquier caso, el problema era que no podía comprobar personalmente qué había pasado. Whiteman no había sobrevivido en la clandestinidad durante tantos años precisamente por ser un estúpido. Sabía que si la policía la encontraba le tenderían una trampa, como están haciendo ahora mismo.

– En consecuencia, se las ingenió para que tú lo hicieras por él.

Myron asintió.

– Se deja caer por el restaurante -prosiguió-, confiando en que alguien hablase de Sally. Cuando me oye hablar con Héctor, llega a la conclusión de que soy su hombre. Me cuenta un rollo sobre que la conoce porque utiliza el teléfono del restaurante. Afirma que fueron amantes. La historia no daba el pego, pero no me molesté tampoco en profundizar en ella. Bien, sea como fuere, me lleva a casa de la tía. Ve venir a la poli. Hasta es posible que les viera sacar el cadáver, siempre desde una distancia prudencial. Confirma lo que ya sospechaba. Liz Gorman está muerta.

– Y ahora crees que el profesor Bowman se pone en contacto con él cuando visita a los sin techo -dijo Win tras meditar un instante.

– Sí.

– Por lo tanto, nuestro siguiente objetivo es encontrar a Cole Whiteman.

– Sí.

– ¿Entre un montón de vagabundos, en un refugio dejado de la mano de Dios?

– Sí.

Win sacudió la cabeza.

– Oh, Dios mío.

– Podríamos tenderle una trampa -propuso Myron-, pero creo que tardaríamos mucho.

– ¿Cómo?

– Creo que es la persona que me llamó anoche -dijo Myron-. Lo más lógico es suponer que Whiteman también participaba en el plan de chantaje ideado por Liz Gorman.

– Pero ¿por qué tú? Si sabe cosas inconfesables acerca de Greg Downing, ¿por qué eres tú el objetivo de su extorsión?

Myron se hacía la misma pregunta.

– No estoy seguro -repuso-. Tal vez Whiteman me reconoció en el restaurante. Quizás imagina que soy amigo íntimo de Greg Downing. Como no pudo ponerse en contacto con Greg, decidió probar conmigo.

El teléfono móvil de Myron comenzó a sonar.

– Eh, Starsky.

Era Dimonte.

– Soy Hutch -dijo Myron-. Tú eres Starsky.

– Como quieras. Creo que vas a tener que traer tu culo hasta la comisaría cagando leches.

– ¿Tienes algo?

– Sólo si llamas algo a una foto del asesino abandonando el apartamento de Gorman -contestó Dimonte.

Myron casi dejó caer el teléfono.

– ¿De veras?

– Sí. Y nunca lo adivinarías.

– ¿Qué?

– El asesino es, en realidad, una asesina.

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