28

La oficina de Martin Felder estaba en Madison Avenue, no muy lejos de la de Myron. La agencia se llamaba Felder Inc., para dejar bien claro que Marty no trabajaba en Madison Avenue como alto ejecutivo de publicidad. Una enérgica recepcionista se mostró encantadísima de acompañar a Myron hasta el despacho de Marty.

La puerta ya estaba abierta.

– Marty, Myron ha venido a verte.

Marty. Myron. Era una de esas oficinas en las que todo el mundo se tuteaba. Todo el mundo iba vestido de manera informal, pero con estilo. Marty, a quien Myron echaba cincuenta y pico años, lucía una camisa tejana con corbata de color naranja chillón. Tenía el pelo canoso, ralo y aplastado contra el cráneo. Llevaba pantalones Banana Republic verdes, impecablemente planchados, y calcetines anaranjados que hacían juego con la corbata. Sus zapatos parecían Hush Puppies.

– ¡Myron! ¡Myron! -exclamó, y sacudió con vehemencia la mano de Myron-. Me alegro mucho de verte.

– Gracias por recibirme enseguida, Marty.

Marty desechó su agradecimiento con un ademán.

– Myron, por favor. Para ti estoy disponible en cualquier momento.

Se habían encontrado varias veces en diferentes acontecimientos deportivos y profesionales. Myron sabía que Marty gozaba de una sólida reputación de tipo duro pero justo, por utilizar un tópico.

También poseía la habilidad de conseguir que la prensa hiciera una gran cobertura de él y sus deportistas. Había escrito un par de libros de autoayuda que contribuyeron a cimentar su fama como representante. Y para colmo, Marty tenía aspecto del tío favorito y discreto al que todos adoran. Caía bien a la gente al instante.

– ¿Te apetece beber algo? -preguntó Marty-. ¿Un café con leche?

– No, gracias.

Marty sonrió y sacudió la cabeza.

– Hace mucho tiempo que quería llamarte, Myron. Siéntate, por favor.

Las paredes estaban desnudas, a excepción de unas extrañas esculturas retorcidas hechas con tubos de neón. Su escritorio era de cristal, y las estanterías empotradas, de fibra de vidrio. No se veían papeles. Todo brillaba como el interior de una nave espacial. Felder indicó a Myron que se sentara en una silla situada delante del escritorio. Después, él ocupó otra, también delante del escritorio. Sería una conversación de tú a tú. Sin barreras para separar o intimidar.

Felder empezó a hablar de inmediato.

– No hará falta que te diga, Myron, que te estás forjando una buena reputación en el gremio. Tus clientes confían en ti a ciegas. Tanto los propietarios como los administradores te respetan y temen. -Subrayó la palabra temen-. Es algo poco frecuente, Myron. Muy poco frecuente. -Se dio una palmada en los muslos y se inclinó hacia delante-. ¿Te gusta dedicarte a representar deportistas?

– Sí.

– Bien -dijo Marty, y asintió con vigor-. Es importante que a uno le guste lo que hace. Elegir una profesión es la decisión más importante que tomamos en la vida, más importante aún que elegir a una esposa. -Miró al techo-. ¿De quién es esa frase que dice que puedes aburrirte de tus relaciones con la gente pero nunca del trabajo que amas?

– ¿De Wink Martindale? -dijo Myron.

Felder soltó una risita.

– Supongo que no has venido para oírme hablar de mi filosofía de vida -dijo-. Permite que ponga las cartas sobre la mesa. ¿Te gustaría trabajar para Felder Inc.?

– ¿Trabajar aquí? -preguntó Myron. Regla número uno de toda entrevista: atúrdeles con réplicas ingeniosas.

– Voy a contarte los proyectos de futuro que tengo entre manos -prosiguió Marty-. Quiero que seas vicepresidente. Tu salario sería generoso. Podrías conceder a todos tus clientes la atención personal que esperan recibir de ti, de Myron Bolitar, además de contar con todos los recursos de Felder Inc. Piénsalo, Myron. Más de cien personas trabajan para nosotros en este edificio. Tenemos nuestra propia agencia de viajes, que se encargaría de todos tus desplazamientos. Tenemos, vamos a llamarlos por su nombre, ¿no crees?, recaderos que se hacen cargo de todos los detalles tan necesarios para nuestro negocio, y que te conceden libertad para dedicarte a tareas más importantes. -Levantó una mano como para impedir que Myron hablara, aunque éste no se había movido-. Sé que tienes una socia, la señorita Esperanza Diaz. Ella también podría colaborar con nosotros. Con un sueldo más elevado del que cobra ahora. Además, tengo entendido que acaba la carrera de derecho este año. Aquí tendrá muchas oportunidades para prosperar. ¿Qué opinas?

– Me siento muy halagado…

– Por favor -lo interrumpió Marty-. Para mí no es más que una operación empresarial inteligente. Reconozco a primera vista lo que es de buena calidad. -Se inclinó hacia delante con una sonrisa sincera-. Dejemos que sea otro el chico de los recados del cliente, Myron. Quiero concederte absoluta libertad para que te dediques a lo que sabes hacer mejor: conseguir nuevos clientes y negociar contratos.

Myron no tenía el menor interés en abandonar su empresa, pero Marty sabía plantear las cosas de forma muy sugerente.

– ¿Puedo pensarlo? -preguntó.

– Por supuesto -dijo Felder, y alzó las manos en señal de rendición-. No quiero presionarte, Myron. Tómate el tiempo que necesites. No espero una respuesta hoy, desde luego.

– Te lo agradezco, pero quería hablar contigo de otro asunto.

– Por favor. -Marty se reclinó en su silla, enlazó las manos sobre el regazo y sonrió-. Adelante.

– Es sobre Greg Downing.

La sonrisa de Marty permaneció inalterable, pero una luz intermitente se encendió detrás de ella.

– ¿Greg Downing?

– Sí. Me gustaría hacerte unas preguntas acerca de él.

– Supongo que estarás al corriente de que no puedo revelar nada que considere confidencial -dijo Marty sin dejar de sonreír.

– Por supuesto -admitió Myron-. Me pregunto si podrías decirme dónde está.

Marty Felder esperó un momento. Ya no se trataba de una reunión de trabajo, sino de una negociación. La paciencia de un buen negociador es escalofriante. Como debe serlo la de un buen interrogador, que ha de saber presionar con el silencio para que su oponente hable.

– ¿Por qué quieres saberlo? -preguntó al cabo de varios segundos.

– Necesito hablar con él -contestó Myron.

– ¿Se puede saber sobre qué?

– Lo siento, pero es confidencial.

Se miraron por un instante. Sus rostros expresaban cordialidad y franqueza aunque ahora los dos supieran que se habían convertido en tahúres que no querían enseñar su juego.

– Ponte en mi lugar, Myron -empezó Felder-. No me voy a sentir nada cómodo divulgando esta clase de información si no tengo al menos una pista de por qué quieres verlo.

Era el momento de soltar algo.

– No fiché por los Dragons para regresar a las pistas -dijo Myron-. Clip Arnstein me contrató para que encontrara a Greg.

– ¿Encontrarlo? -Felder frunció ligeramente el entrecejo-. Pensaba que estaba haciendo reposo para recuperarse de una lesión.

Myron negó con la cabeza.

– Ésa fue la historia que Clip contó a la prensa.

– Entiendo. -Felder se llevó una mano a la barbilla y asintió lentamente-. ¿Estás intentando localizarlo?

– Sí.

– ¿Clip te contrató? ¿Te eligió él en persona? ¿Fue idea suya?

Myron asintió tres veces. Una leve sonrisa había aparecido en el rostro de Marty, como si encontrara graciosa la situación.

– Estoy seguro de que Clip te explicó que Greg ya había desaparecido en otras ocasiones -dijo Felder.

– Sí.

– En ese caso, no entiendo por qué deberíamos preocuparnos. Se agradece tu ayuda, Myron, pero no es necesaria.

– ¿Tú sabes dónde está?

Felder vaciló.

– Te pido de nuevo, Myron, que te pongas en mi lugar. Si uno de tus clientes quisiera esconderse, ¿actuarías contra sus deseos o respetarías sus derechos?

– Eso dependería -respondió Myron, que se olía un farol-. Si el cliente estuviera metido en un buen lío, haría cualquier cosa por ayudarlo.

– ¿Qué clase de lío?

– El juego, para empezar. Greg debe un montón de dinero a unos tipos bastante desagradables. -Como Felder no reaccionó, Myron lo consideró un indicio de que le permitía seguir con el interrogatorio. Cualquiera que se enterara de que su cliente debe dinero a un mafioso, reaccionaría con cierta sorpresa-. Tú estabas al corriente de su pasión por el juego, ¿verdad, Marty?

Felder habló con lentitud, como si sopesara cada una de sus palabras.

– Aún eres nuevo en este negocio, Myron. Eso conlleva cierto entusiasmo, que no siempre se sabe administrar. Soy el representante de Greg Downing, lo cual supone un número limitado de responsabilidades. Nadie me ha dado carta blanca para dirigir su vida. Lo que él, o cualquier otro cliente, hace en su tiempo libre no es, no debería ser y no puede ser asunto mío. Por el bien de todos. Nos preocupamos de cada cliente, pero no somos los sustitutos de la figura paterna ni los administradores de su vida. Es imposible aprender esto tan pronto.

Sabía que Downing era ludópata, estaba claro.

– ¿Por qué retiró Greg cincuenta mil dólares hace diez días? -preguntó Myron.

Una vez más, Felder no mostró la menor reacción. O no estaba sorprendido por lo que Myron sabía, o poseía la habilidad de desviar las órdenes que enviaba el cerebro a sus músculos faciales.

– Sabes que no puedo hablar de esto contigo, ni siquiera confirmar la veracidad de esa retirada de fondos. -Volvió a darse una palmada en los muslos y esbozó una sonrisa-. Hagámonos un favor a los dos, Myron. Piensa en mi oferta y abandona este otro asunto. Greg aparecerá en cualquier momento. Siempre lo hace.

– Yo no estaría tan seguro -repuso Myron-. Esta vez se ha metido en un buen lío.

– Si te refieres a esas presuntas deudas de juego…

Myron negó con la cabeza.

– No es eso.

– ¿Entonces?

Hasta el momento, Felder no había dicho nada que Myron no supiera. Reconocer que estaba enterado del problema de ludopatía de Downing era una jugada inteligente. Había advertido que Myron lo sabía. Si lo negaba, quedaría como un incompetente o como un mentiroso. Marty Felder era astuto. No daría un paso en falso. Myron intentó cambiar de estrategia.

– ¿Por qué grabaste en vídeo a la mujer de Greg?

Felder parpadeó.

– ¿Cómo dices?

– ProTec. Es el nombre de la agencia que contrataste. Montaron un sistema de vigilancia mediante cámaras de vídeo en el hotel Glenpointe. Me gustaría saber por qué.

Felder parecía estar divirtiéndose.

– Ayúdame a entender esto, Myron. Primero dices que mi cliente está metido en un buen lío. Afirmas que quieres ayudarlo. Después empiezas a lanzar acusaciones sobre mí por una supuesta cinta de vídeo. Me cuesta seguirte.

– Sólo intento ayudar a tu cliente.

– Lo mejor que puedes hacer por Greg es contarme todo lo que sabes. Soy su abogado, Myron. Me interesa mucho hacer todo cuanto pueda por él, no por los Dragons, Clip o quien sea. Dijiste que estaba metido en un lío. Dime en qué clase de lío.

Myron sacudió la cabeza.

– Primero háblame de la cinta de vídeo.

– No.

La negociación había llegado a un punto muerto. Pronto empezarían a gruñir, pero por el momento sus caras permanecían plácidas. Estaban jugando a ganar tiempo. ¿Quién sería el primero en rendirse? Myron meditó acerca de la situación. La regla de oro de la negociación era: no olvidar lo que uno quería, ni lo que quería su contrincante. De acuerdo. ¿Qué deseaba Myron de Felder? Información sobre los cincuenta mil dólares, la cinta de vídeo y tal vez otros datos. ¿Qué deseaba Felder de Myron? Poca cosa. A Felder le había picado la curiosidad cuando Myron le habló del lío en que se había metido Greg. Tal vez Felder ya supiese en qué consistía el problema de Greg, pero quería saber lo que Myron sabía. Conclusión: Myron necesitaba la información más que Felder. Tendría que mover ficha. Había llegado el momento de acabar con las delicadezas.

– No debería ser yo quien te haga estas preguntas -dijo.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Felder.

– Podría conseguir que te las hiciera un agente de Homicidios.

Felder apenas se movió, pero sus pupilas se dilataron de forma peculiar.

– ¿Qué?

– Determinado detective de Homicidios está así de cerca -Myron juntó el índice con el pulgar- de lanzar una orden de búsqueda y captura contra Greg.

– ¿Un detective de Homicidios?

– Sí.

– Pero ¿a quién han asesinado?

Myron meneó la cabeza.

– Primero la cinta de vídeo.

Felder no era hombre que se precipitara. Volvió a enlazar las manos sobre el regazo, alzó la vista y dio unos golpecitos en el suelo con un pie. No se apresuró, sopesó los pros y los contras, los costes y los beneficios. Myron casi esperaba que empezara a dibujar gráficas.

– Nunca has practicado la abogacía, ¿verdad, Myron?

Myron negó con la cabeza.

– Terminé la carrera. Eso es todo.

– Eres un hombre afortunado. -Felder suspiró e hizo un ademán de cansancio-. ¿Sabes por qué la gente hace tantos chistes sobre lo despreciables que son los abogados? Porque lo son. No es culpa de ellos. De veras. Es el sistema. El sistema alienta a engañar, a mentir y a que te conviertas en un ser despreciable. Imagina que estuvieras en un equipo de la liga infantil. Imagina que dijeras a los chavales que ya no hay árbitros, que ellos mismos deben ejercer de árbitros. ¿No conduciría eso a un comportamiento poco ético? Es probable. Después, di a los críos que tienen que ganar sea como sea. Diles que su única obligación es ganar, y que deberían prescindir de cosas como juego limpio y deportividad. Así es nuestro sistema judicial, Myron. Permitimos el engaño en nombre de un bien abstracto mayor.

– Una mala comparación -señaló Myron.

– ¿Por qué?

– Me refiero a eso de que no hay árbitros. Los abogados han de enfrentarse con los jueces.

– No muchos. Ya sabes que la mayoría de los casos se resuelven antes de que un juez los vea. De todos modos, da igual. He dejado claro lo que quería decir. El sistema anima a los abogados a mentir y a deformar los hechos, con la excusa de actuar en nombre de los intereses del cliente. Esa mierda de los intereses se ha convertido en la excusa para que todo valga. Está destruyendo nuestro sistema judicial.

– Es fascinante -repuso Myron-. ¿Y qué relación tiene todo esto con la cinta de vídeo?

– Mucha. La abogada de Emily Downing mintió y deformó la verdad. Llegó a unos extremos innecesarios y antiéticos.

– ¿Estás hablando de la custodia de los hijos?

– Sí.

– ¿Qué hizo?

Felder sonrió.

– Te daré una pista. Esta demanda en concreto se presenta actualmente en uno de cada tres casos de custodia de hijos en Estados Unidos. Se ha convertido en una práctica casi habitual, como arrojar el arroz a los recién casados, aunque destruye vidas.

– ¿Malos tratos a los niños?

Felder no se molestó en contestar.

– Pensamos que debíamos enfrentarnos a todos aquellos rencores convertidos en graves mentiras. Para equilibrar la balanza, por decirlo de alguna manera. No me siento orgulloso de ello. Ninguno de nosotros lo está. Pero tampoco me avergüenzo. No puedes mantener una pelea justa si tu contrincante utiliza nudillos de metal. Tienes que hacer lo posible por sobrevivir.

– ¿Qué hicisteis?

– Grabamos en vídeo a Emily Downing en una situación bastante delicada.

– Cuando dices delicada, ¿a qué te refieres?

Felder se levantó y sacó una llave del bolsillo. Abrió un armarito y extrajo una cinta de vídeo. Después abrió otro armarito, que contenía un televisor y un vídeo. Introdujo la cinta en el aparato y cogió el mando a distancia.

– Ahora te toca a ti -apuntó-. Dijiste que Greg se había metido en un buen lío.

Había llegado el momento de que Myron cediera un poco. Otro punto fundamental de cualquier negociación: no seas estúpido y cede a tiempo. A la larga, serás recompensado.

– Creemos que una mujer hacía chantaje a Greg -dijo-. Utilizaba varios nombres. Carla, por lo general, pero en ocasiones Sally y Liz. Fue asesinada el sábado pasado por la noche.

La noticia pareció sorprender a Felder.

– La policía no sospechará que Greg…

– Sí -repuso Myron.

– Pero ¿por qué?

Myron no se explayó en los detalles.

– Greg fue la última persona a quien vieron con ella la noche del crimen. Sus huellas dactilares estaban en el lugar de los hechos. La policía encontró el arma homicida en su casa.

– ¿Registraron su casa?

– Sí.

– Eso es ilegal.

Interpretaba de nuevo el papel de abogado.

– Consiguieron una orden de registro -explicó Myron-. ¿Conoces a esa tal Carla o Sally?

– No.

– ¿Tienes idea de dónde está Greg?

– No.

Myron lo observó, pero no pudo descifrar si estaba mintiendo. Salvo en muy raras ocasiones, es difícil averiguar si una persona está mintiendo sólo con mirarla a los ojos u observar el modo en que reacciona. La gente nerviosa también dice la verdad, y un buen mentiroso podría parecer tan sincero como Alan Alda en una telenovela. Los llamados «especialistas en lenguaje corporal» son los que con más frecuencia se equivocan.

– ¿Por qué retiró Greg cincuenta mil dólares en efectivo? -quiso saber Myron.

– No se lo pregunté -le respondió Felder-. Como ya te he explicado, esos asuntos no me conciernen.

– Pensaste que eran para gastárselos en el juego.

Felder no se molestó en responder.

– ¿Y dices que esa mujer le estaba haciendo chantaje?

– Sí.

Felder miró fijamente a Myron.

– ¿Sabes qué pretendía obtener de Greg?

– No lo tengo claro. Algo relacionado con el juego, supongo.

Felder asintió. Con la vista fija al frente, apuntó el mando a distancia hacia el televisor y pulsó unos botones. Entonces apareció una imagen en blanco y negro. Una habitación de hotel. Daba la impresión de que la cámara enfocaba desde el suelo hacia arriba. No había nadie en la habitación. Un contador digital desgranaba los minutos y los segundos. El ambiente recordó a Myron aquellas cintas en que el alcalde Marion Barry aparecía fumando una pipa de crack.

Ajá.

¿Era posible? Echar un polvo no serviría para demostrar que una madre no era apta para responsabilizarse de la custodia de los hijos, pero ¿y si se drogaba? ¿Qué mejor manera de equilibrar la balanza, como Felder había dicho, que mostrar a la madre fumando, esnifando o chutándose en una habitación de hotel? ¿Cómo influiría eso en el juez?

Por lo que Myron vio a continuación, sin embargo, estaba equivocado.

La puerta de la habitación se abrió. Emily entró sola. Miró alrededor, vacilante. Se sentó en la cama, pero enseguida volvió a levantarse. Caminó arriba y abajo. Volvió a sentarse. Volvió a caminar.

Examinó el cuarto de baño, salió de él, caminó. Cogía el primer objeto que encontraba: folletos de propaganda del hotel, menús del servicio de habitaciones, una guía de televisión.

– ¿Hay sonido? -preguntó Myron.

Marty Felder negó con la cabeza. Seguía sin mirar a la pantalla.

Myron observaba fascinado el interminable ritual del cual era protagonista Emily. Una espera cargada de tensión. De pronto, se quedó petrificada y volvió la cabeza hacia la puerta. Habría oído una llamada. Se acercó, vacilante. ¿Buscando al señor Goodbar? Era muy probable, supuso Myron. Pero cuando Emily hizo girar el pomo y abrió la puerta, Myron comprendió que había vuelto a equivocarse. No era el señor Goodbar quien entraba en la habitación.

Era la señora Goodbar.

Las dos mujeres hablaron unos momentos. Tomaron una copa que se sirvieron del minibar. Después empezaron a desnudarse. Myron sintió que se le revolvía el estómago. Cuando se fueron a la cama ya había visto bastante.

– Apágala.

Felder obedeció, sin mirar la pantalla.

– Te lo decía en serio; no estoy orgulloso de esto.

– Menudo tipejo -masculló Myron.

Ahora comprendía la feroz hostilidad de Emily. La habían grabado en flagrante delito, pero no con otro hombre, sino con una mujer. No estaba penado por la ley, pero la mayoría de los jueces se dejarían influir. El mundo era así. Y hablando del mundo, Myron conocía a la señora Goodbar por otro mote: la Sacudepolvos.

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