Jessica y él estaban sentados en el sofá del piso de ella. Se lo contó todo. Jess se abrazaba las rodillas y se mecía. Lo miraba con una expresión de inmensa tristeza.
– Era amiga mía -dijo Jessica.
– Lo sé.
– Me pregunto…
– ¿Qué?
– ¿Qué habría hecho yo en la misma situación? Imagino que protegerte.
– No habrías matado por ello.
– No; supongo que no.
Myron la observó. Parecía estar a punto de llorar.
– Creo que todo esto me ha servido para aprender algo -dijo.
Ella guardó silencio.
– Win y Esperanza no querían que volviera a jugar -prosiguió Myron-, pero tú nunca intentaste detenerme. Yo tenía miedo de que no me comprendieras tan bien como ellos. Sin embargo no fue así. Comprendiste lo que ellos no podían comprender.
Jessica escrutó su rostro con una mirada penetrante.
– Nunca habíamos hablado de esto -musitó.
Myron asintió.
– La verdad es que nunca te quejaste por el modo abrupto en que terminó tu carrera de deportista -añadió Jessica-. Nunca demostraste debilidad. Lo metiste todo en una especie de compartimiento interno y seguiste adelante. Te tomaste todas las demás cosas de tu vida con una desesperación asfixiante. No tuviste paciencia. Te aferraste a lo que quedaba y lo apretaste contra ti, temeroso de que todo tu mundo fuera tan frágil como tu rodilla. Te metiste de cabeza en la facultad de derecho. Te largaste para ayudar a Win. Te agarrabas frenéticamente a todo lo que tenías al alcance de la mano…
– Incluida tú -dijo Myron.
– Sí. Incluida yo. No sólo porque me querías, sino porque temías perder más de lo que ya habías perdido.
– Te quería. Aún te quiero.
– Lo sé. No intento echarte la culpa. Fui una idiota. Casi toda la culpa fue mía, lo admito; pero en aquella época tu amor rozaba la desesperación. Transformabas tu dolor en una necesidad acuciante. Tenía miedo de asfixiarme. No quiero hablar como un psiquiatra aficionado, pero necesitabas sentir dolor. Necesitabas superarlo, no reprimirlo. No hiciste frente a la situación.
– Pensaste que el hecho de volver a jugar me obligaría a hacerle frente.
– Sí.
– No ha sido una cura milagrosa.
– Lo sé, pero creo que te ha ayudado a aligerar un poco la carga.
– Y es por eso por lo que crees que ahora es un buen momento para venir a vivir contigo.
Jessica tragó saliva.
– Si quieres -dijo-. Si te sientes preparado.
Myron levantó la vista hacia el techo.
– Necesitaré más armarios.
– Hecho -susurró ella-. Lo que tú quieras.
Myron la rodeó con sus brazos y se sintió como en casa.
Hacía una mañana calurosa en Tucson. Un hombretón abrió la puerta de su casa.
– ¿Es usted Burt Wesson?
El hombretón asintió.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
Win sonrió.
– Sí -dijo-. Creo que sí.