Myron estaba sentado en un extremo del banquillo. Sabía que no iba a jugar, pero aún experimentaba los nervios previos al encuentro.
Cuando era más joven le gustaba la presión de la competición, incluso cuando los nervios prácticamente lo paralizaban. Nunca duraban mucho después del inicio del partido. En cuanto establecía contacto físico con un contrincante, luchaba por la posesión de un balón o lanzaba a canasta, los dedos de hielo que le atenazaban las entrañas se derretían y los aplausos y vítores de la multitud se convertían en algo similar al hilo musical de las oficinas.
No había experimentado los nervios previos al encuentro durante más de una década, y ahora confirmaba lo que siempre había sospechado: aquel tipo de conmoción estaba relacionado con el baloncesto. Nada más. Nunca había sentido nada semejante en los negocios o en su vida privada. Ni siquiera en las confrontaciones más violentas, en las que se experimentaba una excitación particularmente perversa. Siempre había pensado que aquella sensación única que le producía el deporte desaparecería con la edad, cuando un acontecimiento irrelevante como es en realidad un partido de baloncesto no se transforma en algo de importancia casi bíblica, cuando algo tan insignificante a la larga ya no se magnifica hasta alcanzar dimensiones épicas a través del prisma de la juventud. Un adulto comprende que es inútil explicárselo a un niño. No obstante, Myron estaba confortablemente instalado en la treintena y aún experimentaba las mismas sensaciones arrebatadas que sólo había conocido en la juventud.
No habían desaparecido con la edad. Sólo permanecían en estado de hibernación, tal como Calvin le había advertido, con la esperanza de resucitar en algún momento, una esperanza que casi nunca se materializaba en la vida de un hombre.
¿Tenían razón sus amigos? ¿Era todo aquello demasiado para él? ¿Acaso no lo había dejado atrás? Vio a Jessica en la tribuna. Estaba mirando el partido con una particular expresión concentrada en su rostro. Era la única persona que parecía indiferente a su regreso, pero ella aún no había aparecido en su vida cuando jugaba al baloncesto. ¿La mujer a la que amaba no le comprendía, o…?
El curso de sus pensamientos se detuvo.
Cuando uno está en el banquillo, la pista puede convertirse en un lugar muy pequeño. Vio, por ejemplo, que Win estaba hablando con la Sacudepolvos. Vio a Jessica. Vio a las demás novias y esposas de sus compañeros. Y después vio a sus padres, que entraban por la puerta que tenía justo delante de él. Desvió rápidamente la mirada hacia la pista. Aplaudió y animó a gritos a sus compañeros, fingiendo interés por el resultado del partido. Sus padres. Habían interrumpido su viaje.
Los miró con el rabillo del ojo. Estaban sentados cerca de Jessica, en la zona reservada a amigos y familiares. Su madre lo estaba observando. Incluso desde aquella distancia, distinguió una mirada perdida en sus ojos vidriosos. Su padre parpadeaba insistentemente, con la mandíbula tensa, como si estuviera armándose del coraje necesario para poder mirar a la pista. Myron comprendió. Todo era demasiado familiar, como si estuvieran reviviendo las imágenes grabadas en una vieja película. Desvió la vista de nuevo.
Leon White abandonó el terreno de juego. Se sentó al lado de Myron. Uno de los auxiliares le pasó una toalla sobre los hombros y le dio una botella. Con el cuerpo reluciente de sudor, Leon bebió un trago de Gatorade y le dijo:
– Anoche vi que hablabas con la Sacudepolvos.
– Así es -repuso Myron.
– ¿Te sacudió alguno?
Myron negó con la cabeza.
– Sigo incólume.
Leon soltó una risita.
– ¿Alguien te ha explicado cómo consiguió ese mote?
– No.
– Cuando se pone como una moto, tiene la costumbre de sacudir la pierna. La pierna izquierda. Siempre la pierna izquierda. Está tirada de espaldas, tú se la estás metiendo hasta la empuñadura, y de repente su pierna izquierda empieza a sacudirse. ¿Comprendes?
Myron asintió. Lo había comprendido.
– Si no hace eso, si un tío no consigue que la Sacudepolvos se sacuda, es que no ha cumplido con su deber. No puede presumir. Tiene que mantener la cabeza gacha. Es una tradición muy seria.
– Como encender una menorah [1] en Hanuk [2] -dijo Myron.
Leon rió.
– Bien, no exactamente -repuso.
– ¿Te han sacudido el polvo alguna vez?
– Claro, una vez -respondió Leon-, pero antes de que me casara -se apresuró a añadir.
– ¿Cuánto tiempo hace que estás casado?
– Fiona y yo nos casamos hace poco más de un año.
A Myron le dio un vuelco el corazón. Fiona. La mujer de Leon se llamaba Fiona. Miró a una rubia de curvas voluptuosas sentada en la tribuna. Fiona empezaba con la letra efe.
– ¡Bolitar!
Myron levantó la vista. Era Donny Walsh, el entrenador.
– ¿Sí?
– Entra en lugar de Erickson -le indicó Walsh, escupiendo, más que pronunciando, las palabras-. Juegas de escolta. Que Kiley haga de base.
Myron miró al entrenador como si estuviera hablando en swahili. Era el segundo cuarto. El marcador estaba muy igualado.
– ¿A qué cojones estás esperando, Bolitar? Sustituye a Erickson. Mueve el culo.
Leon le dio una palmada en la espalda.
– Adelante, tío.
Myron se puso en pie. Sentía los músculos de las piernas agarrotados. Pensamientos sobre asesinatos y desapariciones cruzaron por su mente. Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta reseca. Se apresuró hacia la mesa. La pista parecía girar como la cama de un borracho. Se quitó la sudadera y la tiró al suelo, sin ser consciente de sus acciones, como una serpiente que mudara de piel. Le hizo una seña con la cabeza a la mesa.
– Sustituyo a Erickson -dijo.
Diez segundos después, sonó la bocina.
– Myron Bolitar entra en lugar de Troy Erickson.
Salió a la pista y señaló a Erickson. Sus compañeros de equipo parecieron sorprendidos al verlo.
– Marca a Wallace -le indicó Erickson.
Reggie Wallace era uno de los mejores encestadores del partido. Myron corrió a su lado. Wallace lo estudió con una sonrisa sarcástica.
– CBL alerta -gritó Reggie Wallace con una risita burlona-. Ponte en guardia, jodido CBL.
Myron se giró hacia TC.
– ¿CBL?
– Chico blanco lento -tradujo TC.
– Ya.
Todos respiraban a pleno pulmón y estaban empapados en sudor. Myron se sentía torpe y poco preparado. Volvió a mirar a Wallace. Estaban a punto de lanzar el balón al aire. Algo captó la atención de Myron y lo hizo levantar la vista. Win estaba de pie cerca de la salida. Con los brazos cruzados. Sus ojos se encontraron una décima de segundo. Win asintió imperceptiblemente. Sonó el silbato. El partido se reanudó.
Reggie Wallace empezó a darle el coñazo de inmediato.
– Voy a follarte bien follado -masculló.
– Antes tendrás que llevarme a cenar y al cine -replicó Myron.
Wallace lo miró.
– Estás de broma, ¿eh?
No podía discutírselo.
Wallace se dispuso a saltar y sacudió la cabeza.
– Mierda. Es como si me marcara mi abuela.
– No te atreverías a tirarte a tu abuela, ¿no? -dijo Myron.
Wallace lo miró.
– Chico listo.
Los Pacers se apoderaron del balón. Wallace intentó inmovilizar a Myron debajo de la canasta. Eso estaba bien. Contacto físico. Nada mejor para combatir los nervios que una lucha cuerpo a cuerpo por conservar la posición. Myron no cedió terreno. Wallace intentó desplazarlo con la cadera, pero Myron se mantuvo firme y le hundió una rodilla en el culo.
– Qué fuerte eres, tío -le dijo Wallace entre dientes.
Al instante, efectuó un movimiento que Myron apenas registró. Esquivó su rodilla con tal prontitud que Myron casi no atinó a volver la cabeza. Como si lo estuviera utilizando para apoyarse, Wallace se elevó en el aire. Desde la posición de Myron, fue como si una nave espacial Apolo despegara de la pista. Vio con impotencia que las manos extendidas de Wallace se situaban a la altura de la canasta. Dio la impresión de que se detenía en el aire, y luego continuó ascendiendo, como si estuviese burlándose de la ley de la gravedad. Cuando Reggie Wallace empezó a descender por fin, echó el balón hacia atrás antes de meterlo por el aro con fuerza aterradora.
Implacable.
Wallace aterrizó con ambas manos extendidas para recibir los aplausos del público.
– Bienvenido a la NBA -le espetó a Myron-. ¿Ha sido bonito o no, tío? ¿Qué aspecto tenía cuando volé? Sé sincero. ¿Verdad que tengo un bonito trasero? ¿Qué sentiste cuando te lo aticé en plena cara? Venga, veterano, dímelo.
Myron intentó no hacerle caso. Los Dragons atacaron y fallaron un tiro. Los Pacers se hicieron con el rebote y atacaron de nuevo. Wallace fingió que iba a entrar en la zona, dio un paso atrás y lanzó desde la línea de tres puntos en un solo movimiento. El balón entró con un silbido.
– Caramba, viejo, ¿has oído eso? -le dijo Wallace a Myron-. ¿Has oído ese silbido? No hay sonido más dulce en todo el mundo. Ni el de una mujer gimiendo cuando tiene un orgasmo.
Myron lo miró.
– ¿Las mujeres tienen orgasmos?
Wallace rió.
– Touché, veterano. Touché.
Myron consultó el reloj. Llevaba treinta y cuatro segundos en pista y el hombre al que debía marcar había anotado cinco puntos. Calculó a toda prisa. A aquel ritmo, Reggie Wallace anotaría seiscientos puntos.
Los abucheos empezaron poco después. Al contrario que en su juventud, los ruidos de la muchedumbre no se fundían en un sonido indistinguible; por un lado, los vítores de la propia afición, y, por el otro, los abucheos de la afición contraria, algo que se espera, que incluso llega a desearse. Myron jamás había vivido la experiencia de que sus propios aficionados le abuchearan. Oyó a la multitud con más nitidez que nunca, como una entidad colectiva fragmentada en miles de voces individuales que no paraban de insultarlo y burlarse de él.
– ¡Eres un mamón, Bolitar! ¡Sacad a ese paralítico! ¡Rómpete la otra rodilla y siéntate!
Intentó no hacerles caso, pero cada rechifla le atravesaba la carne como un cuchillo.
Sin embargo, aún tenía orgullo. No iba a dejar que Wallace sumara más puntos. Su mente lo deseaba. Su corazón lo deseaba. Pero como Myron pronto comprobó, la rodilla no. Era demasiado lento, así de sencillo. Reggie Wallace anotó seis puntos más en aquel período, hasta sumar once. Myron anotó dos. Se dedicó a jugar de «apéndice». Es decir, algunos jugadores tienen la misma función que el apéndice: o son superfluos o te hacen daño. Intentó no estorbar. Pasó la pelota al tiempo que procuraba alejarse de ella. Ya en las postrimerías del período, vio un amplio pasadizo abierto hacia la canasta; llegó corriendo hasta allí y efectuó un lanzamiento, pero el gigantesco alero de los Pacers desvió el balón hacia la multitud. Los abucheos fueron estruendosos. Myron alzó la vista. Sus padres estaban inmóviles como estatuas de mármol. Una tribuna más arriba, un grupo de hombres bien vestidos hizo bocina con las manos y empezó a gritar «Fuera Bolitar». Myron vio que Win se acercaba a ellos a toda velocidad y tendía su mano hacia el líder del grupo. El líder la aceptó y a continuación cayó al suelo.
Pero lo curioso del caso era que, pese a que seguía fracasando en defensa y en ataque, la antigua confianza en sí mismo seguía allí. Myron se mantenía relativamente sereno y quería seguir jugando, sin hacer caso de las pruebas abrumadoras que una multitud de 18.812 personas (según el altavoz) veía con absoluta claridad. Sabía que su suerte cambiaría. Estaba un poco bajo de forma, eso era todo. Pronto cambiaría.
Cayó en la cuenta de que sus pensamientos se parecían mucho a la descripción que el señor Q había hecho de un ludópata.
El período finalizó poco después. Mientras Myron salía de la pista, volvió a mirar a sus padres. Estaban de pie y sonreían. Myron también les sonrió y los saludó con un movimiento de cabeza. Miró hacia el grupo de hombres que le había abucheado. No los vio. Tampoco a Win.
Nadie le habló durante el descanso, y Myron no abandonó el banquillo. Sospechaba que Clip había influido para que interviniera en el juego. ¿Por qué? ¿Qué intentaba demostrar? El partido terminó con victoria de los Dragons por dos puntos. Cuando llegaron al vestuario y empezaron a cambiarse, la actuación de Myron ya estaba olvidada. Los periodistas rodearon a TC, que había jugado un brillante partido, anotado treinta y tres puntos y recuperado dieciocho rebotes. TC le dio una palmada en la espalda cuando Myron pasó por su lado, pero no dijo nada.
Myron se desató las zapatillas mientras se preguntaba si sus padres lo esperarían. Supuso que no. Seguramente imaginarían que querría estar solo. Pese a todo, sabían muy bien cuándo debían ahuecar el ala. Le aguardarían en casa, levantados toda la noche si era preciso. Su padre todavía se quedaba despierto en el sofá viendo la televisión hasta que Myron llegaba a casa. En cuanto introducía la llave en la cerradura, su padre fingía dormir, con las gafas de leer todavía en la punta de la nariz y el periódico sobre el pecho. Myron tenía treinta y dos años y su padre aún le esperaba levantado. Joder, ya era demasiado mayor para eso, ¿no?
Audrey se asomó y esperó. No se acercó hasta que él le indicó con un gesto que lo hiciera. Guardó la libreta y el lápiz en el bolso y se encogió de hombros.
– Piensa sólo en el aspecto positivo -dijo ella.
– ¿Y cuál es?
– Aún tienes un culo soberbio.
– Es gracias a los pantalones -dijo con modestia Myron-. Se amoldan y ciñen muy bien.
– ¿Se amoldan y ciñen?
Myron se encogió de hombros.
– Feliz cumpleaños.
– Gracias -dijo Audrey.
– «Cuídate de los idus de marzo» -le recitó Myron.
– Los idus son el quince -contestó Audrey-. Hoy es diecisiete.
– Sí, lo sé, pero nunca dejo pasar la oportunidad de citar a Shakespeare. Así parezco inteligente.
– Inteligente y con un buen culo -añadió Audrey-. ¿Qué más da si careces de movilidad lateral?
– Muy divertido. Jess nunca se queja de eso.
– Al menos, procura no decírtelo a la cara. -Audrey sonrió-. Me alegro de verte animado.
Myron le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros.
Audrey miró alrededor para asegurarse de que nadie les escuchaba.
– Tengo información -murmuró.
– Ah, ¿sí?
– Es acerca del detective que intervino en el caso de divorcio.
– ¿Greg contrató a un detective?
– O él o Felder. Tengo un contacto que hace trabajos de electrónica para ProTec Investigations. Se ocupan de todo el trabajo de Felder. Mi contacto desconoce los detalles, pero ayudó a colocar una cámara de vídeo en el hotel Glenpointe hace dos meses. ¿Conoces el Glenpointe?
Myron asintió.
– ¿El hotel de la carretera 80, a unos diez kilómetros de aquí? -preguntó.
– Exacto. Mi contacto no sabe para qué era la cinta o qué fue de ella. Sólo sabe que el trabajo estaba relacionado con el divorcio de Downing. También confirmó lo evidente: es un trabajo que suele hacerse para pillar a un consorte en flagrante delito.
Myron frunció el entrecejo.
– ¿Fue hace dos meses?
– Sí -respondió Audrey.
– Para entonces Greg y Emily ya se habían separado. El divorcio estaba prácticamente zanjado. ¿Cuál era entonces el objetivo?
– El divorcio sí, pero la batalla por la custodia de los hijos acababa de empezar.
– Sí, ¿y qué? Ella era una mujer sin compromisos que iba a echar un polvo. En estos tiempos esas cosas ya no sirven para demostrar que un padre es incompetente.
Audrey meneó la cabeza.
– Eres demasiado ingenuo.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿La cinta de una madre haciendo dios sabe qué en un hotel con algún semental? Todavía vivimos en una sociedad machista. Sería la prueba definitiva para influir en la decisión del juez.
Myron reflexionó por un instante. Aquello no encajaba.
– Para empezar -dijo al cabo- estás dando por sentado que el juez es hombre y cavernícola. Además -levantó las manos y se encogió de hombros-, estamos en los años noventa. No importa que una mujer separada se acueste con otro hombre. No tiene nada de escandaloso.
– No sé qué más decirte, Myron.
– ¿Es todo lo que has conseguido?
– Eso es todo, pero sigo en ello.
– ¿Conoces a Fiona White?
– ¿La mujer de Leon? Lo suficiente para decirnos hola y adiós. ¿Por qué?
– ¿Fue modelo?
– ¿Modelo? -Audrey soltó una risita-. Sí, supongo que podría llamarse así.
– ¿Salió en el desplegable del Playboy?
– Sí.
– ¿Sabes de qué mes?
– No. ¿Por qué?
Myron le habló del correo electrónico. Ahora estaba seguro de que la «señora F» era Fiona White, de que Nenasep era la abreviatura de «nena de septiembre», el mes en que había aparecido el desplegable. Audrey lo escuchaba entusiasmada.
– Lo investigaré -dijo cuando Myron terminó-. A ver si fue la playmate de septiembre.
– Nos sería de gran ayuda.
– Explicaría muchas cosas -dijo Audrey-. La tensión entre Downing y Leon, por ejemplo.
Myron asintió.
– He de irme. Jess ha ido a buscar el coche. Mantenme informado.
– De acuerdo. Que te diviertas.
Myron se secó y empezó a vestirse. Pensó en la novia secreta de Greg, la que se había alojado en su casa. ¿Podía tratarse de Fiona White? En tal caso, eso explicaría la necesidad de mantenerlo en secreto. ¿Cabía la posibilidad de que Leon White les hubiera descubierto? Parecía lo más lógico, a tenor de su antagonismo hacia Greg. ¿Adónde conducía ese dato? ¿Cómo encajaba todo eso con la ludopatía de Greg y el intento de chantaje de Liz Gorman?
«Eh, espera un momento -se dijo Myron-. Olvida el problema del juego por un momento. Supón que Liz Gorman sabía algo más acerca de Greg Downing, una revelación tal vez más explosiva que el hecho de que Greg se dedicara a apostar sin medida. Supón que había descubierto que Greg se estaba tirando a la mujer de su mejor amigo. Supón que había decidido hacer chantaje a Greg y a Clip con esta información. ¿Cuánto pagaría Greg por impedir que sus admiradores y compañeros de equipo se enteraran de su traición? ¿Cuánto pagaría Clip para impedir que aquella cabeza nuclear estallara en plena carrera hacia el campeonato?»
Valía la pena investigarlo.