27

Myron se detuvo en el semáforo que separaba South Livingston Avenue de la autopista JFK. Aquel cruce en particular apenas había cambiado en los últimos treinta años. La familiar fachada de ladrillo del restaurante Nero estaba a su derecha.

Antes había sido el Steak House de Jimmy Johnson, pero había que remontarse veinticinco años atrás, como mínimo. La misma gasolinera de la Gulf ocupaba otra esquina, una pequeña estación de bomberos la tercera, y un terreno sin urbanizar la última.

Dobló por Hobart Gap Road. Los Bolitar se habían mudado a Livingston cuando Myron tenía seis semanas. Desde entonces, los cambios habían sido mínimos. Ahora, la sensación de familiaridad que le producía ver el mismo paisaje después de tantos años era menos confortable que entontecedora. Uno no se daba cuenta de nada. Miraba, pero no veía.

Cuando se desvió por la misma calle en la que su padre le había enseñado a montar en bicicleta (una con un reflector a lo Batman en la parte posterior), intentó prestar verdadera atención a las casas que habían constituido su paisaje durante toda la vida. Algunas cosas habían cambiado, por supuesto, pero en su mente seguía siendo 1970. Sus padres y él aún se referían a las viviendas del barrio por el apellido de sus propietarios originales, como si fueran plantaciones del Sur. Los Rackin, por ejemplo, hacía más de una década que no vivían en la casa de los Rackin. Myron ya no sabía quién vivía en la casa de los Kirschner, en la de los Roth o en la de los Parker. Al igual que los Bolitar, los Rackin, los Kirschner y los demás se habían trasladado cuando las construcciones eran recientes, cuando aún se veían algunos restos de la granja de los Schnectman, cuando Livingston todavía se consideraba que estaba en el quinto pino, muy lejos de Nueva York, aun cuando lo separaban de éste sólo cuarenta kilómetros, como la parte oeste de Pensilvania. Los Rackin, los Kirschner y los Roth habían vivido gran parte de su existencia en aquel lugar. Se habían trasladado con sus hijos recién nacidos, allí los habían criado, allí les habían enseñado a montar en bicicleta por las mismas calles en las que Myron había aprendido a hacerlo. Los habían enviado a la escuela elemental de Burnet Hill, después al colegio secundario Heritage, y finalmente al instituto Livingston. Los chicos abandonaron el hogar paterno para ir a la universidad, y sólo regresaban durante las vacaciones. No mucho después llegaron invitaciones de boda. Algunos empezaron a exhibir fotografías de sus nietos, mientras sacudían la cabeza con incredulidad, lamentando la rapidez con que la vida pasa. Al cabo de un tiempo, los Rackin, los Kirschner y los Roth se marcharon. Ya no había nada que los retuviera en aquella ciudad pensada sólo para criar niños. Sus hogares se les antojaron de repente demasiado grandes y vacíos, así que los pusieron en venta. Fueron adquiridos por familias jóvenes con niños pequeños que pronto irían a la escuela elemental de Burnet Hill, después al colegio secundario Heritage y más tarde al instituto Livingston.

La vida, concluyó Myron, no era tan distinta de uno de aquellos anuncios deprimentes sobre planes de jubilación.

Algunos vecinos incondicionales, de los de toda la vida, habían resistido. Era fácil identificar sus casas porque, pese a que los niños se habían hecho mayores, habían añadido dependencias y bonitos porches, y todas tenían el jardín muy bien cuidado. Las de los Braun y los Goldstein, por ejemplo. Y, por supuesto, la de Al y Ellen Bolitar.

Myron introdujo su Ford Taurus en el camino de acceso. Los faros iluminaron el jardín delantero como reflectores durante la fuga de una prisión. Aparcó en la explanada, no lejos del aro de baloncesto. Apagó el motor. Por un momento se limitó a contemplar el aro. Apareció ante él el recuerdo de su padre, levantándolo en sus brazos para que pudiera llegar a la canasta. No supo decir si la imagen era producto de la memoria o de la imaginación. En cualquier caso, daba igual.

Mientras avanzaba hacia la casa, las luces exteriores se encendieron gracias a un detector de movimientos. Aunque hacía tres años que lo habían instalado, el detector aún conseguía asombrar a sus padres, que consideraban aquel avance tecnológico tan decisivo como el descubrimiento del fuego. Al principio se pasaban horas probando el mecanismo con incredulidad. Intentaban pasar por debajo o caminar con mucha lentitud para burlarlo. A veces la vida se reduce a saber disfrutar de los placeres más sencillos.

Los padres de Myron estaban sentados en la cocina. Cuando entró, se apresuraron a fingir que estaban ocupados en algo.

– Hola -los saludó.

Lo miraron con la cabeza ladeada y una expresión de excesiva preocupación en los ojos.

– Hola, cielo -dijo su madre.

– Hola, Myron -dijo su padre.

– Habéis adelantado vuestro regreso de Europa -señaló Myron.

Ambos asintieron, como si fueran culpables de un crimen.

– Queríamos verte jugar -le explicó su madre. Lo dijo con suavidad, como si estuviera caminando sobre una capa delgada de hielo.

– ¿Cómo ha ido el viaje? -preguntó Myron.

– De maravilla -respondió su padre.

– Ha sido fantástico -añadió su madre-. La comida que nos servían era deliciosa.

– Pero las raciones eran pequeñas -objetó su padre.

– ¿Qué quieres decir con eso de pequeñas? -se encrespó su madre.

– Sólo era un comentario, Ellen. La comida estaba bien, pero las raciones eran pequeñas.

– ¿Las mediste o qué? ¿A qué te refieres cuando dices que eran pequeñas?

– Conozco una ración pequeña en cuanto la veo, y ésas lo eran.

– Pequeñas… Como si necesitara raciones más grandes. Comes como un caballo. No te perjudicaría perder cinco kilos.

– ¿Yo? Si no he engordado.

– Ah, ¿no? Te aprietan tanto los pantalones que pareces un bailarín de ballet.

El señor Bolitar le guiñó un ojo a su esposa.

– No recuerdo que tuvieras muchos problemas para quitármelos durante el viaje.

– ¡Al! -exclamó la señora Bolitar, pero esbozó al instante una sonrisa-. ¡Delante de tu propio hijo! ¿Qué te pasa?

El señor Bolitar miró a Myron y abrió los brazos.

– Estuvimos en Venecia -dijo a modo de explicación-, y en Roma.

– No sigas, por favor -le pidió Myron.

Los tres rieron. Cuando las carcajadas se apagaron, su madre habló en voz baja.

– ¿Estás bien, cielo?

– Estoy bien.

– ¿De veras?

– De veras.

– No estuviste nada mal -dijo el señor Bolitar-. Hiciste un buen par de pases a TC. Muy buenos, en realidad. Se te veía ágil.

El señor Bolitar siempre tenía una frase de consuelo para todo.

– Peor, imposible -dijo Myron.

Su padre negó con la cabeza.

– ¿Crees que te lo digo para que te sientas bien?

– Sé que lo dices para que me sienta bien.

– No importa -dijo el señor Bolitar-. De hecho, nunca importó, y lo sabes.

Myron asintió. Lo sabía. Durante toda su vida había visto padres agobiantes e inquisidores que pretendían vivir sueños vanos a través de sus hijos, obligándoles a cargar con un peso que ellos nunca podrían soportar. Pero su padre no. Nunca. Al Bolitar nunca había torturado a su hijo con historias grandiosas sobre sus proezas atléticas. Nunca lo había presionado, y poseía la pasmosa habilidad de parecer casi indiferente, al tiempo que demostraba un interés desmedido. Sí, era una contradicción, una especie de «apego desapegado», pero lo conseguía pese a todo. Por desgracia, era poco frecuente que la generación de Myron admitiera tal prodigio. Su generación no había alcanzado ninguna definición; se situaba entre la generación de Woodstock y la generación X de la MTV; eran demasiado jóvenes cuando los treintañeros controlaban las emisoras de radio, y ahora eran demasiado maduritos para Sensación de vivir o Melrose Place. En opinión de Myron, pertenecía a la Generación de la Culpa. Su vida consistía en una serie de reacciones y contrarreacciones. Del mismo modo que aquellos padres exigentes e inquisidores depositaban todas sus esperanzas en sus hijos, los hijos culpaban a sus padres de sus futuros fracasos. Su generación había aprendido a mirar atrás y localizar los momentos exactos en que sus padres habían destruido sus vidas. Myron nunca lo había hecho. Si miraba atrás, si analizaba fríamente el comportamiento pasado de sus padres, lo que encontraba eran las herramientas imprescindibles para convertirse él mismo en padre.

– Sé cómo he estado esta noche -dijo-, pero no me siento tan mal.

La señora Bolitar sorbió por la nariz.

– Lo sabemos.

Tenía los ojos enrojecidos. Volvió a sorber la nariz.

– No vas a llorar por… -dijo Myron.

Ella negó con la cabeza.

– Ya eres mayor, lo sé; pero cuando saliste a la pista, por primera vez después de tanto tiempo…

Dejó la frase sin concluir. Papá desvió la vista. Los tres eran iguales. Les atraía la nostalgia como los famosos a los paparazzi.

Myron esperó hasta estar seguro de que no le temblaría la voz.

– Jessica quiere que vaya a vivir con ella -dijo.

Esperaba protestas, al menos por parte de su madre, que nunca había perdonado a Jessica por abandonarlo la primera vez. Myron dudaba de que llegara a perdonarla algún día. Su padre reaccionó como lo haría un buen reportero, mostrándose neutral, lo que era habitual en él. Aunque uno no podía dejar de preguntarse qué opinión encerraban aquellas preguntas tan prudentes.

Miró a su padre, que le devolvió la mirada y apoyó una mano en su hombro.

– Siempre podrás volver -le dijo su madre.

Myron casi siempre pedía una aclaración, pero se limitó a asentir. Los tres se congregaron alrededor de la mesa de la cocina y se pusieron a hablar. Myron se preparó un trozo de queso a la plancha. Su madre lo dejó hacer. Creía que se domesticaba a los perros, no a la gente. Ya nunca cocinaba, lo cual a Myron le parecía muy bien. Demostraba su afecto con palabras; ni él ni su padre tenían nada que objetar.

Le contaron el viaje. Él les explicó de forma muy vaga por qué había vuelto a jugar al baloncesto profesional.

Una hora después entró en su habitación del sótano. Había vivido allí desde los dieciséis años, cuando su hermana se marchó a la universidad. El sótano estaba dividido en dos habitaciones, una especie de sala de estar que casi nunca utilizaba, excepto cuando recibía visitas (motivo por el cual estaba limpia), y su dormitorio, que recordaba al de un adolescente. Se tiró encima de la cama y contempló los carteles de la pared. La mayoría se remontaban a su adolescencia, estaban descoloridos y tenían las esquinas rotas alrededor de las chinchetas.

A Myron siempre le habían gustado los Celtics (su padre había crecido cerca de Boston), y sus dos carteles favoritos eran el de John Havlicek, la estrella de los Celtics en los años sesenta y setenta, y Larry Bird, la estrella de los ochenta. Miró alternativamente a Havlicek y a Bird. En teoría, el siguiente cartel tendría que haber sido el de Myron. Fue su sueño durante la infancia. Cuando los Celtics le ficharon, apenas le sorprendió. Un poder superior lo apadrinaba. Estaba escrito que se convertiría en la siguiente leyenda de los Celtics.

Entonces Burt Wesson le lesionó la rodilla.

Myron colocó las manos detrás de la cabeza. Sus ojos se adaptaron a la luz.

Cuando el teléfono sonó, descolgó el auricular sumido aún en sus pensamientos.

– Tenemos lo que andas buscando -dijo una voz alterada mediante algún aparato electrónico.

– ¿Perdón?

– Es lo mismo que Downing quería comprar. Te costará cincuenta mil dólares. Reúne el dinero. Mañana llamaremos para darte instrucciones.

La comunicación se cortó. Myron pulsó las teclas para llamar a su interlocutor, pero habían telefoneado desde fuera de la zona. Apoyó la cabeza en la almohada. Después miró los dos carteles y esperó a que el sueño lo venciera.

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