El restaurante Parkview hacía honor a su nombre. En efecto, al otro lado de la calle se veía el Lieutenant William Tighe Park. Era más pequeño que el patio trasero de una casa cualquiera; los arbustos estaban tan crecidos que impedían la visión del jardín que rodeaban. En torno al parque había una verja en varios de cuyos puntos se habían colgado letreros que rezaban en grandes letras mayúsculas: no den de comer a las ratas. No era broma. La advertencia se repetía en español, pero en caracteres más pequeños: «No des comida a las ratas». Los letreros habían sido colocados por un grupo que se auto-denominaba Zona de Calidad de Vida. Myron meneó la cabeza. Sólo en Nueva York podía haber gente incapaz de resistir la tentación de alimentar a los roedores. Miró de nuevo el cartel, y después el restaurante. Ratas. Muy apropiado para estimular el apetito.
Cruzó la calle. Dos pisos por encima del Parkview un perro asomó la cabeza por entre las rejas de una salida de incendios cerrada y ladró a los peatones. El alero verde del Parkview estaba roto en varios sitios. Las letras aparecían descoloridas hasta el punto de resultar ininteligibles, y el poste que lo sostenía estaba tan torcido que Myron tuvo que agacharse para poder llegar a la puerta. En el escaparate había un cartel que anunciaba bocadillos. Los platos especiales del día, tal como indicaba una pizarra que había en el mismo escaparate, consistían en pastel de berenjenas a la parmigiana y pollo à la king. El entrante era consomé de buey. Había permisos del Departamento de Sanidad de Nueva York pegados en la puerta.
Myron entró y le recibió al instante el olor característico, aunque indefinido, de los restaurantes baratos de Manhattan. El aire estaba impregnado de grasa. Cuando respiró hondo tuvo la sensación de que se le obstruía una arteria. Una camarera con el cabello teñido de rubio le ofreció una mesa. Myron preguntó por el encargado. La mujer señaló con el lápiz a un hombre que estaba detrás del mostrador.
– Ése es Héctor -dijo-. Es el propietario.
Myron le dio las gracias y se dirigió hacia uno de los taburetes giratorios que había delante de la barra. Estuvo tentado de empezar a dar vueltas, pero decidió que sería considerado una demostración de inmadurez y no lo hizo. Dos taburetes a su derecha, un hombre sin afeitar, tal vez un sin techo, vestido con zapatillas Thom McAn negras y un abrigo raído, sonrió e hizo un gesto de afirmación. Myron le devolvió el saludo y ensayó una sonrisa. El hombre volvió a abstraerse en su café. Levantó los hombros y se encorvó sobre la taza como si sospechara que alguien se la iba a arrebatar antes de que pudiera beberse el contenido.
Myron cogió un menú de plástico agrietado, pero no llegó a leerlo. Había un montón de páginas gastadas que anunciaban varios platos especiales. Decadente era una buena palabra para describir el Parkview, pero no conseguía traducir la impresión general. El local era acogedor, incluso estaba limpio. La barra refulgía, así como los utensilios, el batidor de leche malteada y la fuente de soda. Casi todos los clientes leían el periódico o charlaban entre sí, como si estuvieran comiendo en casa. Llamaban a la camarera por su nombre, y habría apostado hasta el último centavo a que la mujer no se lo había dicho a ninguno de ellos.
Héctor, el propietario, estaba muy ocupado ante la plancha. Eran casi las dos, ya había pasado la hora punta de las comidas, pero aun así la actividad era frenética. Voceó algunas órdenes en español, sin dejar de vigilar la comida. Después, se volvió con una sonrisa amable, se secó las manos con un trapo y preguntó a Myron en qué podía servirle. Myron preguntó si tenía un teléfono público.
– No, señor, lo siento -le contestó Héctor. El acento español era evidente, pero lo controlaba bien-. Hay una cabina en la esquina. Saliendo a mano izquierda.
Myron echó un vistazo al número que Lisa le había dado. Lo leyó en voz alta. Héctor hizo varias cosas al mismo tiempo: le dio la vuelta a unas hamburguesas, agitó una tortilla, comprobó el estado de las patatas fritas. Sus ojos estaban en todas partes, en la caja registradora, en los clientes de las mesas y la barra, en la cocina situada a su izquierda.
– Ah, ése -dijo-. Está atrás. En la cocina.
– ¿En la cocina?
– Sí, señor -respondió Héctor, que todavía se mostraba muy educado.
– ¿Un teléfono público en la cocina?
– Sí, señor -dijo Héctor, que vestía delantal blanco y pantalones de poliéster negros. Era más bien bajito y enclenque. Se había roto la nariz por varias partes y sus antebrazos eran finos como alambres-. Para mis empleados.
– ¿No dispone de un teléfono particular?
– Por supuesto. -Su voz sonó algo áspera, como si la pregunta hubiera sido un insulto-. Preparamos comida para llevar. Mucha gente nos hace pedidos por teléfono. También tenemos fax… Pero no quiero que mis empleados sobrecarguen las líneas. Si el teléfono comunica, el negocio lo hace otro, ¿me entiende? Así que he decidido poner un teléfono público en la parte de atrás.
– Entiendo. -A Myron se le ocurrió una idea-. ¿Me está diciendo que los clientes nunca lo utilizan?
– Bien, señor, si un cliente insiste mucho, nunca se lo niego. -La cortesía ensayada de un buen hombre de negocios-. El cliente debe consumir algo antes en el Parkview. Siempre.
– ¿Algún cliente ha insistido?
– No, señor. Creo que ningún cliente sabe que lo tengo.
– ¿Podría decirme quién utilizó ese teléfono el sábado pasado, a las nueve y dieciocho minutos de la noche?
Aquello le llamó la atención.
– ¿Perdón? -dijo Héctor, y antes de que Myron pudiese repetir la pregunta, inquirió-: ¿Por qué quiere saberlo?
– Me llamo Bernie Worley -dijo Myron-. Soy agente supervisor de productos de la compañía telefónica. Alguien intenta engañarnos, señor, y eso no nos gusta.
– ¿Engañarlos?
– Un Y511.
– ¿Un qué?
– Un Y511 -repitió Myron. Cuando uno empieza a improvisar, lo mejor es seguir hasta el final-. Se trata de un aparato de control electrónico fabricado en Hong Kong. Es nuevo en el mercado, pero le seguimos la pista. Se vende en la calle. Alguien utilizó uno en su teléfono a las nueve y dieciocho minutos de la noche del dieciocho de marzo de este año. Llamaron a Kuala Lumpur y hablaron durante casi doce minutos. El coste total de la llamada es de veintitrés dólares y ochenta y dos centavos, pero la multa por utilizar un Y511 será de setecientos dólares, y es posible que le caigan uno o dos años de cárcel. Además, tendremos que quitar el teléfono.
– ¿Qué? -dijo Héctor, al borde del pánico.
A Myron no le gustaba asustar a un honrado trabajador inmigrante, pero sabía que el miedo daba grandes resultados en situaciones como aquélla. Héctor giró en redondo y gritó algo en español a un adolescente que se le parecía. El adolescente se hizo cargo de la plancha.
– No lo entiendo, señor Worley -añadió Héctor.
– Es un teléfono público, señor. Acaba de admitir ante un agente supervisor de productos que lo emplea para uso privado. Es decir, sólo para sus empleados, con lo cual le niega al público el acceso a él. Esto viola nuestro código, sección 124-B. En circunstancias normales, no lo denunciaría, pero si tenemos en cuenta el uso de un Y511…
– ¡Pero yo no he utilizado un Y511!
– Eso no lo sabemos, señor. -Myron estaba interpretando el papel del perfecto burócrata. No había nada que hiciese que una persona se sintiese más impotente-. El teléfono se encuentra en su local -continuó con voz monótona-. Acaba de comunicarme que sólo sus empleados utilizan ese teléfono…
– ¡Así es! -exclamó Héctor-. ¡Sólo mis empleados! ¡Yo no!
– Pero usted es el dueño del establecimiento. Usted es el responsable. -Myron miró alrededor con su mejor expresión de aburrimiento, aprendida mientras esperaba en la cola de la División de Vehículos Motorizados-. También tendremos que investigar la situación legal de todos sus empleados. Quizá de esa forma descubramos al culpable.
Héctor abrió los ojos como platos. Myron sabía que aquella amenaza no fallaría. No había ningún restaurante en Manhattan que no empleara a inmigrantes ilegales.
– ¿Todo esto porque alguien utilizó un teléfono público? -preguntó Héctor con voz temblorosa.
– Lo que ese alguien hizo, señor, fue utilizar un aparato electrónico ilegal llamado Y511. Lo que usted está haciendo, señor, es negarse a colaborar con el agente supervisor de productos encargado de investigar este grave asunto.
– ¿Negarme a colaborar? -Héctor se estaba aferrando al posible salvavidas que Myron acababa de lanzarle-. No, señor, yo no he hecho eso. Quiero colaborar, se lo aseguro.
Myron meneó la cabeza.
– No le creo.
Héctor mordió el anzuelo.
– Sí, señor. Quiero colaborar. Quiero colaborar con la compañía telefónica. Dígame en qué puedo ayudarle, por favor.
Myron suspiró y guardó silencio por unos segundos. El restaurante estaba a rebosar. La caja registradora tintineó, mientras el sujeto que parecía un sin techo recogía monedas grasientas con una mano mugrienta. La plancha chisporroteó. Los olores de las diferentes comidas lucharon entre sí por imponerse a los otros, pero no hubo un vencedor claro. La cara de Héctor expresaba una angustia creciente. Myron decidió que ya estaba bien.
– Para empezar, ¿puede decirme quién utilizó ese teléfono público a las nueve y dieciocho minutos de la noche del sábado pasado?
Héctor alzó un dedo, implorando paciencia. Gritó algo en español a la mujer (¿su esposa, quizá?) que se ocupaba de la caja registradora. La mujer gritó algo a su vez. Cerró el cajón y se acercó a ellos. Myron reparó en que Héctor lo miraba de una forma extraña. ¿Empezaba a sospechar que era un farsante? Cabía esa posibilidad. Pero Myron lo miró fijamente sin pestañear, y Héctor desvió la vista al instante. Tal vez sospechara, pero no lo suficiente para arriesgarse a ofender a un burócrata todopoderoso poniendo en entredicho su autoridad.
Héctor susurró algo a la mujer, que respondió en susurros también. Héctor asintió con la cabeza, se volvió hacia Myron y dijo:
– Debería haberlo imaginado.
– ¿El qué?
– Fue Sally.
– ¿Quién?
– Creo que fue Sally. Mi mujer la vio telefonear a esa hora aproximadamente, pero dijo que sólo había hablado un par de minutos.
– ¿Sally tiene apellido?
– Guerro.
– ¿Está aquí ahora?
Héctor negó con la cabeza.
– No ha venido desde el sábado por la noche. Por eso he dicho que ya me lo imaginaba. Me mete en líos y luego se larga.
– ¿Ha llamado para avisar de que estaba enferma? -preguntó.
– No, señor. Se largó sin más.
– ¿Tiene su dirección?
– Me parece que sí. Déjeme ver. -Sacó una caja grande de cartón. Detrás de él, la plancha siseó cuando la masa para crepes entró en contacto con el metal caliente. La caja contenía carpetas de todos los colores. Héctor extrajo una y la abrió. Fue pasando las hojas, encontró la que buscaba y frunció el entrecejo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Myron.
– Sally no nos dio su dirección -le respondió Héctor.
– ¿Y el número de teléfono?
– No. -Héctor alzó la vista-. Dijo que no tenía teléfono. Por eso utilizaba tanto el de la parte de atrás.
– ¿Puede describirme a la señora Guerro?
Héctor pareció sentirse incómodo de repente. Miró a su mujer y carraspeó.
– Eh…, tenía el cabello castaño -empezó-. Entre metro sesenta y metro sesenta y cinco de estatura.
– ¿Algo más?
– Ojos pardos, creo. -Héctor hizo una pausa y añadió-: Eso es todo.
– ¿Cuántos años calcula que tiene?
Héctor echó un vistazo a la carpeta.
– Según lo que pone aquí, cuarenta y cinco.
– ¿Cuánto tiempo trabajó para usted?
– Dos meses.
Myron asintió, se frotó la barbilla con energía.
– Por lo que me cuenta, podría tratarse de una mujer que responde al nombre de Carla.
– ¿Carla?
– Una famosa estafadora -continuó Myron-. Hace mucho tiempo que la perseguimos. -Miró a un lado y a otro, como si planeara una conspiración-. ¿Alguna vez la oyó utilizar el nombre de Carla, u oyó que alguien la llamara así?
Héctor miró a su mujer, que negó con la cabeza.
– No, nunca -respondió.
– ¿Venía alguien a verla a menudo?
Una vez más, Héctor miró a su mujer. De nuevo el gesto de negación con la cabeza.
– No vimos a nadie. Era muy reservada.
Myron decidió insistir y confirmar lo que ya sabía. Si Héctor se resistía, daba igual. No tenía nada que perder. Se inclinó hacia delante. Héctor y su mujer lo imitaron.
– Puede que les parezca absurdo -dijo-, pero ¿tenía los pechos grandes?
Los dos asintieron al mismo tiempo.
– Muy grandes -respondió Héctor.
Sospecha confirmada.
Hizo unas cuantas preguntas más, pero ya no obtuvo información de utilidad. Antes de partir les dijo que estaban libres de toda sospecha y podían continuar violando la normativa 124-B sin temor. Héctor casi le besó la mano. Myron se sintió como una rata inmunda. «¿Qué has hecho hoy, Batman? Pues verás, Robin, he empezado aterrorizando a un inmigrante honrado y trabajador con una sarta de mentiras. ¡Joder, Batman, eres genial!» Myron sacudió la cabeza. ¿Qué más podía hacer, arrojarle botellas de cerveza vacías al perro de la salida de incendios?
Myron salió del restaurante Parkview. Pensó en la posibilidad de ir al parque de enfrente, pero ¿y si le entraban unas ganas incontenibles de dar de comer a las ratas? No, no podía correr semejante riesgo. Tendría que mantenerse apartado del parque. Ya estaba de camino hacia el metro de Dyckman Street cuando una voz lo hizo detenerse.
– ¿Busca a Sally?
Myron se volvió. Era el hombre con aspecto de vagabundo que había visto en el restaurante. Estaba sentado en la acera, con la espalda apoyada contra la pared. Sostenía una taza de plástico en la mano.
– ¿La conoce? -preguntó Myron.
– Ella y yo…, ya sabe. -El hombre guiñó un ojo-. Nos conocimos por culpa del maldito teléfono.
– Vaya.
El hombre se levantó. Llevaba una barba gris de tres días que no había crecido lo suficiente para parecerse a las que salían en Corrupción en Miami. Tenía el pelo largo, negro como el carbón.
– Sally no paraba de utilizar mi teléfono. Me cabreaba un montón.
– ¿Su teléfono?
– El teléfono público de atrás -dijo el hombre, y se humedeció los labios-. El que está justo al lado de la puerta de atrás. Paso las horas en el callejón para poder oírlo, ¿sabe? Es como mi teléfono comercial.
Myron no habría sabido calcular su edad. Tenía una expresión juvenil, aunque estragada por el paso de los años, o tal vez por una vida difícil. Su sonrisa dejaba al descubierto el vacío producido por un par de dientes ausentes, lo cual recordó a Myron el clásico villancico Todo lo que quiero por Navidad son mis dos dientes delanteros. Una canción preciosa. Ni juguetes ni consolas Sega. El niño sólo quería sus dos dientes. Cuánto egoísmo.
– Había tenido mi propio teléfono móvil -continuó el hombre-. Dos, de hecho. Pero me los robaron. Además, no funcionan muy bien, sobre todo cerca de edificios altos. Y cualquiera puede escuchar lo que dices, si dispone del equipo adecuado. Yo tengo que guardar en secreto lo que hago. Hay espías por todas partes. Además, dicen que provocan tumores cerebrales. Los electrones, o algo por el estilo. Tumores cerebrales del tamaño de pelotas de playa.
Myron procuró mantenerse inexpresivo.
– Ya veo.
– Sally empezó a utilizarlo. Me cabreaba, ¿sabe? Soy un hombre de negocios. Recibo llamadas importantes. No puedo permitir que la línea esté ocupada. ¿Tengo razón o no?
– Ya lo creo -repuso Myron.
– Soy guionista de Hollywood. -El hombre extendió la mano-. Norman Lowenstein.
Myron intentó recordar el nombre falso que había utilizado en el local de Héctor.
– Bernie Worley.
– Encantado de conocerte, Bernie.
– ¿Sabes dónde vive Sally Guerro?
– Claro. Éramos… -Norman Lowenstein volvió a guiñar un ojo.
– Ya me lo has dicho. ¿Sabrías decirme dónde vive? -insistió Myron.
Norman Lowenstein se humedeció los labios y se rascó el cuello con el índice.
– Las direcciones no se me dan muy bien, pero podría llevarte allí -dijo.
Myron se preguntó cuánto tiempo más podía perder. Poco.
– ¿Te importaría?
– Qué va. Vamos.
– ¿Por dónde?
– La línea A, hasta la calle Ciento veinticinco.
Caminaron hasta el metro.
– ¿Vas mucho al cine, Bernie? -le preguntó Norman.
– Como todo el mundo, más o menos -contestó Myron.
– Voy a contarte algo sobre el mundo del cine -dijo Norman, cada vez más animado-. No todo es glamour y oropeles. Es un negocio de lo más jodido; eso de tener que fabricar sueños para la gente, quiero decir. Todas las puñaladas traperas, todo el dinero, toda la fama y la atención… lo único que consiguen es que la gente se comporte de forma extraña. La Paramount acaba de comprarme un guión. Están negociando con Willis. Bruce Willis. Está muy interesado.
– Buena suerte.
Norman resplandecía.
– Gracias, Bernie, es muy amable por tu parte. Lo digo en serio. Muy amable. Me gustaría decirte de qué va el argumento, pero me tienen amordazado. Ya sabes cómo son estas cosas. Hollywood y todo ese espionaje industrial. El estudio quiere que se mantenga en secreto.
– Comprendo -dijo Myron.
– Confío en ti, Bernie, pero el estudio insiste. No puedo culparlos. Tienen que proteger sus intereses, ¿no crees?
– Por supuesto.
– Es una película de acción y aventuras, eso sí que puedo decírtelo, pero también con contenido. Harrison Ford quería protagonizarla, pero es demasiado mayor. Creo que Willis es perfecto para el papel. No es quien yo hubiera escogido, pero qué le vamos a hacer.
– Ya.
La calle Ciento veinticinco no podría decirse que fuera el lugar más agradable de la ciudad. Durante el día era bastante segura, supuso Myron, pero el hecho de que ahora llevara pistola le tranquilizó aún más. A Myron no le gustaba llevar armas, y pocas veces lo hacía. No es que fuera muy remilgado al respecto, sino que se trataba más bien de una cuestión de comodidad. La pistolera se hundía en su axila, y la piel le picaba como si llevara puesto un condón de tweed. Sin embargo, después de su encuentro con los dos matones habría sido una imprudencia salir desarmado.
– ¿Por dónde? -preguntó.
– Hacia el centro.
Se encaminaron hacia Broadway. Norman le obsequió con historias sobre Hollywood. Myron asintió y siguió andando. Cuanto más hacia el sur se dirigían, mejor era la zona. Pasaron por delante de las familiares puertas de hierro de la Universidad de Columbia, en la calle Ciento catorce. Dos manzanas más adelante doblaron a la izquierda hacia Columbus Avenue.
– Ya estamos muy cerca -dijo Norman-. En la mitad de la manzana.
La calle estaba flanqueada por edificios bajos de apartamentos, habitados en su gran mayoría por graduados y profesores de la universidad. Resultaba extraño que una camarera viviera allí, pensó Myron. Sin embargo, todo lo relacionado con la implicación de aquella mujer en el caso era bastante absurdo. ¿Por qué asombrarse de que viviera en un lugar como ése? Eso en el caso de que en efecto viviese allí y no, por ejemplo, en Hollywood con Bruce Willis.
Norman interrumpió sus pensamientos.
– Intentas ayudarla, ¿verdad?
– ¿Cómo?
Norman se detuvo. Ahora estaba menos animado.
– Todo lo que dijiste sobre la compañía telefónica eran mentiras, ¿verdad?
Myron no respondió.
– Escucha -prosiguió Norman, y apoyó la mano sobre el brazo de Myron-, Héctor es un buen tío. Llegó a este país con una mano delante y otra detrás. Su mujer, su hijo y él trabajan como esclavos. Ni un día de fiesta. Siempre con el miedo en el cuerpo de que alguien silo quite todo. Tantas preocupaciones… nublan el pensamiento, ¿sabes? Yo, como no tengo nada que perder, no temo nada. Me resulta más fácil darme cuenta de ciertas cosas. ¿Sabes a qué me refiero?
Myron asintió de forma casi imperceptible.
Los ojos de Norman perdieron su brillo característico cuando la anodina realidad atravesó sus pensamientos. Myron lo miró en serio por primera vez y comprendió que detrás de las mentiras y el autoengaño anidaban los sueños de cualquier hombre, las esperanzas, deseos y necesidades que constituyen el único fundamento de la raza humana.
– Estoy preocupado por Sally -continuó Norman-. Quizás eso esté nublando mi pensamiento, pero sé que no se habría marchado sin despedirse de mí. Sally no haría eso. -Se detuvo, miró a Myron a los ojos y añadió-: No trabajas para la compañía telefónica, ¿verdad?
– No.
– ¿Quieres ayudarla?
– Sí. Quiero ayudarla.
Norman asintió y señaló. -Es aquí. Apartamento 2-E. Myron subió por la cuesta mientras Norman se quedaba al nivel de la calle. Apretó el botón negro correspondiente al 2-E. Nadie contestó. No era sorprendente. Probó con la puerta de entrada, pero estaba cerrada con llave. Alguien tenía que abrirle desde el interior.
– Será mejor que te quedes aquí -le indicó a Norman.
Norman asintió, como si comprendiera. Esas puertas que se abrían desde los apartamentos eran poco efectivas contra los delincuentes, pero su verdadero propósito no era ése, sino impedir que los vagabundos entraran y se instalaran en el vestíbulo. Myron se dispuso a esperar.
En cualquier momento, algún inquilino entraría o saldría del edificio. Mientras abría la puerta, Myron se colaría detrás de él como afuera un vecino cualquiera. Nadie haría preguntas a un hombre vestido con pantalones color caqui y camisa BD Baggies. Sin embargo, con Norman a su lado, el mismo inquilino reaccionaría de forma muy diferente.
Myron bajó dos peldaños. Cuando vio que dos chicas se acercaban a la puerta desde el interior, se metió las manos en los bolsillos como si buscara las llaves. Después, subió con paso decidido hacia la puerta, sonrió y esperó a que le abrieran. No habría sido necesario simular, ya que las chicas (estudiantes universitarias, supuso Myron) salieron sin reparar en él ni detener su frenética actividad verbal. Hablaban sin parar, casi sin escucharse. No le prestaron ni la más mínima atención. Un comedimiento asombroso. Claro que, desde su ángulo no podían verle el culo, de manera que su autocontrol no sólo era admirable, sino bastante comprensible.
Miró a Norman, quien le indicó con un ademán que procediera.
– Ve tú solo -dijo-. No quiero provocar problemas.
Myron dejó que la puerta se cerrara.
El pasillo era tal como esperaba. Totalmente blanco. En la pared no colgaba otra cosa que un gigantesco tablón de anuncios, semejante a un manifiesto político esquizofrénico. Docenas de folletos anunciaban todo tipo de cosas, desde un baile patrocinado por la Sociedad de Homosexuales y Lesbianas Norteamericanos Nativos, hasta lecturas poéticas de un grupo que se autodenominaba Rush Limbaugh Review. Cosas de la vida universitaria.
Subió por una escalera mal iluminada por dos bombillas desnudas. De tanto caminar y subir escaleras su rodilla volvía a resentirse. La articulación estaba tensa como un gozne herrumbroso. Myron tuvo la sensación de que la pierna se arrastraba detrás de él. Se apoyó en la barandilla y se preguntó cómo reaccionaría su rodilla cuando llegara a la edad en que la artritis hacía acto de presencia.
La planta del edificio estaba muy lejos de ser simétrica. Las puertas parecían dispuestas al azar. En un rincón, bastante lejos de los demás apartamentos, Myron localizó el 2-E. Su emplazamiento sugería la idea de que alguien había descubierto un espacio extra en la parte de atrás y había decidido añadir uno o dos apartamentos más. Myron llamó con los nudillos. Nadie contestó. No se sorprendió. Echó un vistazo al pasillo. No se veía a nadie. Agradeció que Norman no lo hubiera acompañado, porque no quería testigos a la hora de forzar la puerta.
Myron no era un especialista en dicha actividad. Había aprendido un poco con los años, pero forzar cerraduras era como los video juegos: si uno se esfuerza, va subiendo de nivel. Él no se había esforzado. No le gustaba. No poseía talento natural para ello. Casi siempre dejaba que Win se ocupara de los problemas de tipo mecánico, como hacía Barney en Misión imposible.
Examinó la puerta y el corazón le dio un vuelco. Pese a tratarse de un apartamento en Nueva York, los cerrojos eran bastante impresionantes. Había tres dispuestos de manera amedrentadora desde quince centímetros por encima del pomo hasta otros quince por debajo de la parte superior del marco. Lo mejor de lo mejor. Además, eran nuevos, a juzgar por el brillo y la ausencia de marcas. Muy extraño. ¿Era Carla/Sally una mujer precavida hasta la exageración, o existía algún motivo específico para tal despliegue de medidas de seguridad? Buena pregunta. Myron contempló de nuevo los cerrojos. A Win le habría encantado aquel desafío. Myron comprendió que cualquier esfuerzo sería inútil.
Estaba pensando en emprenderla a patadas con la puerta cuando observó algo. Se acercó más y examinó el espacio que separaba la puerta del marco. De nuevo, algo se le antojó muy extraño. Los cerrojos no estaban pasados. ¿Para qué comprar aquellos cerrojos de primera calidad y no utilizarlos? Probó con el pomo. La llave estaba echada, pero sería fácil forzarlo con una tarjeta de plástico.
Sacó la tarjeta. No recordó la última vez que la había utilizado. Parecía nueva. Quizá nunca. La encajó entre el marco y la puerta.
Pese a que la cerradura era vieja, Myron tardó casi cinco minutos en encontrar el lugar correcto para empujar el pestillo hacia adentro.
Hizo girar el pomo. La puerta cedió.
Apenas se había abierto quince centímetros, cuando un olor nauseabundo lo echó para atrás.
El hedor espeluznante salió al pasillo como si fuese gas a presión. Myron estuvo a punto de vomitar y notó una opresión en el pecho. Conocía aquel olor y el miedo se apoderó de él. Buscó un pañuelo en los bolsillos, pero no encontró ninguno. Se cubrió la nariz y la boca con la parte interior del codo, como si fuera Bela Lugosi en Drácula. Se resistía a entrar. No soportaba aquella clase de cosas. Sabía que la visón de lo que había detrás de la puerta, fuera lo que fuese, quedaría grabada en su memoria, torturaría sus noches, y muy a menudo sus días. Se aferraría a él como un amigo del alma, le palmearía el hombro cuando pensara que estaba solo y en paz consigo mismo.
Abrió la puerta del todo. El hedor atravesó la débil barrera que constituía su brazo. Intentó respirar por la boca, pero desistió al recordar el origen de lo que estaba inhalando.
Por suerte, no tuvo que avanzar mucho más para localizar el origen de aquel olor espantoso.