18

Win miró el cadáver y dijo:

– Será mejor que nos larguemos.

Myron asintió. De uno de los bolsillos de los pantalones sacó el móvil. Era un truco bastante nuevo. Ni él ni Win habían colgado después de la última llamada. La línea había quedado abierta. Win había escuchado todo lo que ocurría en la furgoneta. Funcionaba tan bien como un micrófono oculto o un transmisor portátil.

Salieron a la noche gélida. Estaban en Washington Street. De día estaba atestada de camiones de reparto, pero de noche reinaba el silencio más absoluto. Alguien se encontraría con una desagradable sorpresa por la mañana.

Win solía conducir un Jaguar, pero había lanzado un Chevy Nova de 1983 contra la furgoneta. El coche estaba destrozado. Tampoco importaba mucho. Win tenía varios coches que utilizaba en actividades de vigilancia u otras que bordeaban la legalidad. No había forma de seguir el rastro del coche. La matrícula y la documentación eran falsas.

Myron lo miró.

– ¿Un hombre de tu categoría en un Chevy Nova? -Sacudió la cabeza.

– Lo sé -dijo Win-. Casi me ha dado urticaria cuando me he sentado al volante.

– Si algún miembro del club te viera…

Win se estremeció.

– Ni se te ocurra pensarlo.

Myron aún sentía las piernas temblorosas y entumecidas. En el momento en que el señor Q había extendido las manos hacia su rodilla, Myron no dudó en que Win intervendría a tiempo. Pero el recuerdo de lo cerca que había estado de quedar tullido para siempre le atenazaba todavía los músculos de los muslos y las pantorrillas. No paraba de tocarse la rodilla mala, como si quisiera corroborar que seguía en su sitio. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando volvió la cabeza hacia Win. Éste lo advirtió y desvió la mirada.

– ¿Cómo es que conoces al señor Q? -preguntó Myron.

– Actúa en el Medio Oeste. También es un soberbio experto en artes marciales. Nos encontramos una vez en Tokio.

– ¿Qué clase de negocios dirige?

– Lo habitual: juego, drogas, préstamos usurarios, extorsión. Algo de prostitución, también.

– ¿Qué hace aquí?

– Por lo visto, Greg Downing le debe dinero. Juego. La especialidad del señor Q es, en realidad, el juego.

– Está muy bien especializarse en algo.

– Ya lo creo. Yo diría que Downing le debe una suma muy elevada. -Win miró a Myron-. Para ti se trata de una buena noticia.

– ¿Por qué?

– Porque significa que Downing no está muerto, sino que ha huido. El señor Q es práctico. No se le ocurriría matar a alguien que le debe un montón de pasta.

– Cliente muerto no paga.

– Exacto. Además, está claro que anda buscando a Downing. Si lo hubiera matado, no necesitaría que tú dieses con él.

Myron reflexionó unos instantes.

– Coincide más o menos con lo que me dijo Emily -señaló al fin-. Según ella, Greg no tenía dinero. La afición por el juego lo explica todo.

Win asintió.

– Sé amable y cuéntame qué ha ocurrido en mi ausencia. Jessica mencionó algo acerca de que habías encontrado a una mujer muerta.

Myron se lo contó todo. Mientras se explicaba, iban forjándose en su mente nuevas teorías. Intentó diferenciarlas y ordenarlas. Cuando terminó su relato, se concentró en la primera de ellas.

– Pongamos que Downing le debe un montón de pasta al señor Q. Eso explicaría por qué aceptó firmar el contrato publicitario. Necesitaba el dinero.

Win asintió.

– Continúa.

– Supongamos también que el señor Q no es estúpido. Quiere cobrar, ¿de acuerdo? Por lo tanto, nunca haría daño a Greg, que gana dinero gracias a su buen estado físico. Quebrarle los huesos sólo serviría para producir un efecto negativo en su situación económica, y no podría pagar lo que debe.

– Es cierto -admitió Win.

– Admitamos que Greg le debe un montón de dinero. Tal vez el señor Q quiso amenazarle con otros medios.

– ¿Cómo?

– Atacando a una persona íntima de Greg. A modo de advertencia.

Win volvió a asentir.

– Eso funcionaría.

– Supongamos que siguieron a Greg y lo vieron con Carla. Y que llegaron a la conclusión de que Greg y Carla eran íntimos. -Myron levantó la vista-. ¿No crees que matarla sería una advertencia lo bastante contundente?

Win frunció el entrecejo.

– ¿Piensas que el señor Q la mató para intimidar a Downing?

– Sólo lo señalo como posibilidad.

– ¿Por qué no le rompió algún hueso?

– Porque el señor Q aún no había entrado en escena, ¿recuerdas? Llegó anoche. Los asesinos a sueldo fueron los culpables.

Win no se dio por vencido.

– Tu teoría es improbable, en el mejor de los casos. Si el asesinato fue una advertencia, ¿dónde está Greg?

– Huyó -contestó Myron.

– ¿Por qué? ¿Porque temía por su vida?

– Sí.

– ¿Y huyó el sábado por la noche, en cuanto se enteró de que Carla había muerto?

– Eso sería lo más lógico.

– ¿Le asustó que la asesinaran?

– Sí.

– Ya. -Win lo miró.

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– Dime una cosa; si el cadáver de Carla se ha descubierto hoy, ¿cómo es que Downing se enteró de que la habían matado el sábado por la noche?

Myron sintió un escalofrío.

– Para que tu teoría se sustente -continuó Win-, Greg tendría que haber hecho una de estas tres cosas: presenciar el asesinato, llegar al apartamento de Carla después del asesinato o cometer el asesinato. Además, había mucho dinero en el apartamento. ¿Por qué? ¿Qué hacía allí? ¿Pretendía Carla ayudarlo a pagar la deuda? En ese caso, ¿por qué no se lo llevaron los asesinos? Mejor aún, ¿por qué no se lo llevó Downing?

Myron meneó la cabeza.

– Y aún ignoramos qué relación existe entre Downing y la tal Carla, o Sally, o como se llame -dijo.

Win asintió.

– Una cosa más -prosiguió Myron-. ¿De veras crees que la mafia mataría a esa mujer sólo porque se había citado con Greg en un bar?

– Es muy improbable -admitió Win.

– Por lo tanto, casi toda la teoría se va al carajo.

– Casi toda no -lo corrigió Win-. Enterita.

Siguieron andando.

– Es posible que Carla trabajara para el señor Q -aventuró Win.

Un nuevo escalofrío recorrió la columna de Myron. Enseguida comprendió cuál era la intención de Win.

– Continúa.

– Tal vez la tal Carla trabajase para el señor Q, como cobradora. Se cita con Downing, y le dice que pague. Downing promete hacerlo, pero no tiene el dinero. Sabe que le vienen pisando los talones. Ha estado dándoles largas durante demasiado tiempo. Va al apartamento de la mujer, la mata y huye.

Myron intentó tragar saliva, pero sintió la garganta reseca. Hablar del caso era positivo. Ayudaba. Aún notaba las piernas débiles después de su encuentro con el señor Q, pero lo que de verdad le preocupaba ahora era la facilidad con que había olvidado al hombre muerto en la furgoneta. Debía de tratarse de un asesino profesional, cierto. Le había metido el cañón del revólver en la boca y no había soltado el arma cuando Win se lo ordenó, cierto. Y el mundo iba a estar mucho mejor sin él, cierto. Pero en otro tiempo Myron habría lamentado igualmente la muerte de aquel ser humano. Y ahora, la verdad era que no. Intentó compadecerse, pero lo único que le hizo sentir tristeza fue el hecho de no sentirlo.

Ya estaba bien de autoanálisis, pensó Myron.

– Esa teoría también presenta problemas -observó.

– ¿Cuáles?

– ¿Por qué la mató Greg? ¿Por qué no huyó antes de la cita en el restaurante?

– Tienes razón -admitió Win tras reflexionar un instante-. A menos que durante el encuentro sucediera algo que lo impulsara a huir.

– ¿Como qué?

Win se encogió de hombros.

– Siempre acabamos volviendo a Carla -añadió Myron-. Todo lo que se refiere a ella carece de sentido. Ni siquiera un camello se monta una tapadera como la de ella: trabaja de camarera, oculta billetes de cien dólares numerados correlativamente, utiliza pelucas, colecciona pasaportes falsos. Y encima, tendrías que haber visto a Dimonte aquella tarde. Sabía quién era y le entró pánico.

– ¿Has llamado a Higgins? -preguntó Win.

– Sí. Está investigando la numeración de los billetes.

– Eso tal vez sirva de ayuda.

– También necesitamos conseguir los registros telefónicos del restaurante Parkview, para averiguar a quién llamó Carla.

Guardaron silencio y siguieron andando. No querían parar un taxi tan cerca del lugar de los hechos.

– Win -dijo Myron.

– ¿Sí?

– ¿Por qué no quisiste venir al partido la otra noche?

– Nunca has echado un vistazo a la grabación, ¿verdad? -preguntó Win.

Myron supo que se refería a la lesión de su rodilla.

– No.

– ¿Por qué?

Myron se encogió de hombros.

– Habría sido absurdo -respondió.

– No, no lo habría sido.

– ¿Te importaría decirme por qué? -preguntó Myron.

– Ver lo que te pasó tal vez te hubiera enseñado a convivir con ello. Verlo tal vez hubiese significado erradicarlo de tu vida.

– No te entiendo -dijo Myron.

Win asintió.

– Lo sé.

– Recuerdo que tú sí la viste -señaló Myron-. La viste una y otra vez.

– Lo hice por un motivo.

– Para vengarte.

– Para ver si Burt Wesson te había lesionado a propósito -lo corrigió Win.

– Querías resarcirte, ¿no?

– Tendrías que haberme dejado. Después, habrías podido superarlo.

Myron sacudió la cabeza.

– Para ti, la violencia siempre es la mejor respuesta -dijo.

Win frunció el entrecejo.

– No te me pongas melodramático -replicó-. Un hombre cometió un acto vil contra ti. Ajustarle las cuentas te habría permitido superarlo. No se trata de venganza, sino de equilibrio; eso es una necesidad básica del hombre.

– Habla por ti, no por mí -repuso Myron-. Lesionar a Burt Wesson no habría curado mi rodilla.

– Pero te habría ayudado a dar carpetazo al asunto.

– Y una mierda. Fue una lesión brutal, eso es todo.

Win negó con la cabeza.

– Nunca viste la cinta.

– Habría dado igual. La rodilla seguía hecha polvo. Ver esa cinta no habría cambiado nada.

Win permaneció en silencio.

– No te entiendo -continuó Myron-. Seguí adelante después de la lesión. Nunca me quejé, ¿verdad?

– Nunca.

– No lloré, ni maldije a los dioses, ni nada por el estilo.

– Nunca -repitió Win-. Nunca te permitiste ser una carga para nosotros.

– Entonces ¿por qué crees que necesitaba revivirlo?

Win se detuvo y lo miró.

– Has contestado a tu propia pregunta, pero has preferido no escucharla.

– Ahórrame esas chorradas tipo Kung-Fu -dijo Myron-. ¿Por qué no fuiste al partido?

Win siguió andando.

– Mira la cinta -susurró.

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