Win estaba sentado en un banco, cerca de la puerta de acceso a la Universidad de Columbia en la calle Ciento dieciséis. Llevaba pantalones color caqui de Eddie Bauer, náuticos sin calcetines, camisa Oxford azul y pajarita.
– Me estoy fundiendo con el entorno -explicó.
– Como un árabe en la misa de Navidad -repuso Myron-. ¿Bowman sigue en clase?
Win asintió.
– Debería salir por esa puerta dentro de diez minutos.
– ¿Sabes cómo es?
Win le entregó el anuario de la facultad.
– Página doscientas diez -señaló-. Háblame de Emily.
Myron así lo hizo. Una morena alta, vestida con una malla negra, pasó junto a ellos con los libros apretados contra el pecho. Win y Myron la observaron con atención. Miau.
Cuando Myron terminó, Win no se molestó en hacer más preguntas.
– Tengo una reunión en la oficina -anunció mientras se levantaba-. ¿Te importa?
Myron negó con la cabeza y se sentó. Win se marchó. Myron reanudó la vigilancia. Al cabo de diez minutos empezaron a desfilar manadas de estudiantes por la puerta. Dos minutos después apareció el profesor Sidney Bowman. Exhibía la misma barba de académico rancio y desaliñado que habían visto en la foto. Era prácticamente calvo, y llevaba los escasos cabellos que le quedaban ridículamente largos. Vestía tejanos, botas Timberland y una camisa de franela roja, en un intento patético de imitar el aspecto de un leñador.
Bowman se ajustó las gafas y siguió caminando. Myron esperó a que se perdiera de vista y empezó a seguirlo. No tenía ninguna prisa. El buen profesor se dirigía hacia su despacho. Cruzó el campus y entró en otro edificio de ladrillo. Myron se sentó a esperar en un banco.
Transcurrió una hora. Myron observó a los estudiantes y se sintió muy viejo. Tendría que haberse procurado un periódico, pensó, pues pasarse una hora sentado lo obligaba a pensar. Su mente no cesaba de conjurar nuevas posibilidades, que luego desechaba. Sabía que faltaba una pieza, la veía oscilar en la distancia, pero cada vez que extendía la mano para alcanzarla desaparecía.
De repente recordó que ese día no había comprobado el contestador automático de Greg. Sacó el móvil y marcó el número. Cuando contestó la voz de Greg, tecleó el 173, el código que éste había programado en el aparato. Sólo había un mensaje en la cinta, pero era muy peculiar.
«No nos vengas con chorradas -dijo la voz, que estaba electrónicamente alterada-. He hablado con Bolitar. Está dispuesto a pagar. ¿Es eso lo que quieres?»
Fin del mensaje.
Myron fijó la vista en un muro de ladrillo desprovisto de hiedra. Escuchó el tono durante varios segundos, pero no hizo nada. ¿Qué coño…?
«… Está dispuesto a pagar. ¿Es eso lo que quieres?»
Myron escuchó el mensaje tres veces. Lo habría hecho por cuarta vez, pero entonces el profesor Bowman apareció de pronto en la puerta.
Bowman se detuvo a hablar con un par de estudiantes. La conversación se fue animando, y los tres dieron muestras de un ferviente entusiasmo académico. Encantos de la vida universitaria. Sin abandonar la discusión, sin duda muy seria, salieron del campus y bajaron por Amsterdam Avenue. Myron guardó el móvil en el bolsillo y se mantuvo a una distancia prudencial. En la calle Ciento doce el grupo se dispersó. Los dos estudiantes continuaron hacia el sur. Bowman cruzó la calle en dirección a la catedral St. John the Divine.
St. John the Divine era una construcción enorme y bastante interesante (la catedral más grande del mundo en cuanto a metros cúbicos, si se tiene en cuenta que San Pedro de Roma es una basílica, no una catedral) y, al igual que la ciudad que la albergaba, tan impresionante como deteriorada. Las esbeltas columnas y los espléndidos vitrales estaban rodeados de letreros que rezaban «Prohibido entrar sin casco» (aunque databa de 1892, St. John the Divine nunca había sido concluida) y «Para su protección, la catedral está patrullada y vigilada mediante sistemas electrónicos». En la fachada de granito había huecos cubiertos con tablones de madera. En el lado izquierdo de aquel prodigio arquitectónico había dos barracones de aluminio prefabricados. A la derecha estaba el Jardín de Esculturas Infantil, con la Fuente de la Paz, una enorme escultura que inspiraba cualquier estado de ánimo excepto el de paz. Imágenes de cabezas y miembros amputados, pinzas de langosta, manos que surgían de la tierra, como si intentaran escapar del infierno, un hombre que retorcía el cuello de un ciervo, todo contribuía a crear una atmósfera que parecía más una colaboración macabra entre Dante y Goya que una invitación al sosiego y la fraternidad.
Bowman bajó por el camino que rodeaba la catedral por la derecha. Myron sabía que por allí había un refugio de vagabundos. Cruzó la calle y procuró mantener la distancia. Bowman pasó junto a un grupo de hombres, en apariencia sin techo, todos con ropa raída. Algunos agitaron la mano y llamaron a Bowman, quien les devolvió el saludo. Después desapareció por una puerta. Myron dudó un instante, pero no tenía otra alternativa. Aunque destruyera su tapadera, debía entrar.
Pasó junto a los hombres, hizo un ademán con la cabeza y sonrió. Los hombres le devolvieron la sonrisa. La entrada del refugio consistía en una puerta doble negra con cortinas de encaje. No muy lejos de la puerta había dos letreros. Uno rezaba: «Precaución, niños jugando», y el otro: «Escuela de la catedral». Un refugio para los sin techo y, al lado de éste, una escuela infantil. La combinación era extraña, pero funcionaba. No en vano estaban en Nueva York.
Myron entró. La estancia se hallaba atestada de colchones mugrientos y hombres. Percibió un olor similar al de un retrete que llevaba demasiados días sin limpiar. Procuró no mostrarse asqueado. Vio a Bowman hablar con varios hombres en un rincón. Ninguno de ellos era Cole Whiteman, también conocido como Norman Lowenstein. Myron estudió los rostros sin afeitar, de miradas vacuas, y luego miró a derecha e izquierda.
Los dos se reconocieron al unísono.
En extremos opuestos de la sala, sostuvieron la mirada tal vez un segundo, pero fue suficiente. Cole Whiteman dio media vuelta y huyó. Myron echó a correr tras él entre los grupos de hombres.
El profesor Bowman observó el revuelo. Con una expresión de ira en los ojos, se interpuso en el camino de Myron, que lo arrojó al suelo con un golpe del hombro. «Igualito que Jim Brown», pensó. Sólo que Jim Brown se enfrentaba a tipos como Dick Butkus y Ray Nitschke, en lugar de ensañarse con un profesor universitario cincuentón que no debía pesar ni ochenta kilos.
Cole Whiteman desapareció por una puerta trasera, que cerró con estrépito a sus espaldas. Myron lo siguió al cabo de breves instantes. Salieron del edificio, pero por poco tiempo. Whiteman subió por una escalera metálica y entró en la capilla principal. Myron lo imitó. El interior era muy parecido al exterior: ejemplos espectaculares de arte y arquitectura mezclados con elementos de calidad deplorable. Los bancos, por ejemplo, consistían en sillas plegables baratas. Espléndidos tapices colgaban de paredes de granito, dispuestos sin ton ni son. Las escalerillas desaparecían entre gruesas columnas.
Myron vio que Cole se dirigía hacia una puerta cercana. Fue tras él. Sus pasos despertaron ecos en el gigantesco techo abovedado. Salieron de nuevo al exterior. Un letrero rezaba: «Programa de atención infantil». Parecía un parvulario o una guardería. Los dos hombres corrieron por un pasillo flanqueado por taquillas metálicas. Cole se desvió a la derecha y desapareció detrás de una puerta de madera.
Cuando Myron abrió la puerta de un empujón, topó con una escalera en penumbra. Oyó pasos más abajo. La luz procedente de arriba iba disminuyendo a medida que descendía. Se estaba adentrando en el subsuelo de la catedral. Las paredes, de hormigón, eran pegajosas al tacto. Se preguntó si estaba entrando en una cripta, un sepulcro o algo igualmente tétrico. ¿Las catedrales norteamericanas tenían criptas, o sólo las europeas?
Cuando llegó al último peldaño, Myron se encontró rodeado de la más absoluta oscuridad; la luz que llegaba de arriba sólo era un lejano destello. «Fantástico», pensó. Entró en un recinto similar a un agujero negro. Aguzó el oído. Nada. Tanteó en busca de un interruptor. Nada. El lugar era húmedo y frío, terriblemente intranquilizador.
Avanzó lentamente, como un ciego, con los brazos extendidos hacia delante.
– Cole -gritó-. Sólo quiero hablar contigo.
Sus palabras resonaron en la estancia antes de desvanecerse como una canción en la radio.
Siguió avanzando. El silencio era sepulcral. Había avanzado un metro y medio aproximadamente cuando tocó algo con los dedos. Myron apoyó la mano sobre una superficie lisa y fría como el mármol. Palpó su contorno. Era una figura. Palpó el brazo, el hombro, la espalda, un ala de mármol. Se preguntó si sería una estatua funeraria y se apresuró a retirar la mano.
Permaneció inmóvil y aguzó nuevamente el oído. El único sonido que percibía era una especie de zumbido, como si tuviera sendas caracolas junto a las orejas. Por un segundo pensó en volver arriba, pero ya era demasiado tarde. Cole sabía que su falsa identidad estaba en peligro. Volvería a esconderse y no saldría a la luz durante mucho tiempo. A Myron no le quedaba elección: era ahora o nunca.
Dio otro paso. Su pie chocó contra algo duro. «Mármol otra vez», pensó. Lo rodeó. Entonces un ruido, como el de algo que intentara escabullirse, le hizo detenerse. Venía del suelo. Era demasiado grande para tratarse de un ratón. Aguzó una vez más el oído y esperó. Se le aceleró el pulso. Sus ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad y distinguió varias figuras altas. Estatuas. Cabezas gachas. Imaginó la expresión serena de sus rostros, típica del arte religioso, mirándolo desde arriba con la certeza de que estaban embarcándose en un viaje hacia un sitio mejor que aquel en que moraban.
Dio otro paso. Unos dedos fríos lo agarraron por el tobillo.
Myron soltó un grito.
La mano dio un estirón y Myron cayó al suelo de hormigón. Pataleó hasta liberar la pierna y retrocedió a gatas. Su espalda chocó contra otro objeto de mármol. Oyó una risita escalofriante. Myron sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Otra risita. Y luego otra. Y otra. Como un grupo de hienas al acecho.
Myron intentó ponerse en pie, pero entonces lo atacaron. No supo cuántos eran. Unas manos lo arrastraron hacia el suelo. Lanzó a ciegas un puñetazo y sintió que golpeaba un rostro. Oyó un crujido, después el sonido de un cuerpo al desplomarse. Pero eran muchos y enseguida otros se abalanzaron sobre él. Se encontró tendido sobre el hormigón húmedo y se revolvió frenéticamente. Oyó gruñidos. El hedor a sudor rancio y alcohol era asfixiante, insoportable. Sentía manos por todas partes. Una le arrancó el reloj. Otra se apoderó de su cartera. Myron lanzó otro puñetazo. Golpeó unas costillas. Alguien dejó escapar un gemido y cayó de bruces al suelo.
Encendieron una linterna y dirigieron la luz hacia sus ojos. Myron tuvo la impresión de que un tren se precipitaba hacia él.
– Bien, muchachos -dijo una voz-, soltadlo.
Las manos se apartaron de su cuerpo como serpientes viscosas. Myron intentó incorporarse.
– Antes de que se te ocurra alguna idea brillante -dijo la voz desde detrás de la linterna-, echa un vistazo a esto.
Una pistola apareció delante de la linterna.
– ¿Sesenta pavos? -intervino otra voz-. ¿Eso es todo? Vaya mierda.
Myron sintió el impacto de su cartera cuando se la arrojaron al pecho.
– Pon las manos a la espalda -le ordenaron.
Obedeció. Alguien agarró sus brazos, los juntó y rodeó sus muñecas con unas esposas.
– Dejadnos -dijo la voz del que parecía el jefe.
Myron oyó unos pasos que se alejaban. El aire se volvió más respirable. Oyó que se abría una puerta, pero la luz de la linterna impidió que viera nada. Se hizo el silencio. Al cabo de un rato, la voz dijo:
– Siento hacerte pasar por esto, Myron. Te soltarán dentro de unas horas.
– ¿Hasta cuándo piensas seguir huyendo, Cole?
Cole Whiteman soltó una risita.
– Hace mucho tiempo que huyo -dijo-. Ya estoy acostumbrado.
– No he venido para detenerte.
– Me tranquilizas. ¿Cómo supiste quién era?
– Da igual.
– Pues a mí me importa.
– Oye, no tengo el menor interés en denunciarte -insistió Myron-. Sólo quiero cierta información.
Tras una pausa, Whiteman preguntó:
– ¿Cómo te metiste en este lío?
– Greg Downing ha desaparecido. Me contrataron para encontrarlo.
– ¿A ti?
– Sí.
Cole Whiteman se echó a reír. En la estancia cavernosa, el eco alcanzó un crescendo aterrador, hasta desvanecerse.
– ¿Qué es lo que te divierte tanto? -preguntó Myron.
– Tengo un sentido del humor muy personal. -Cole se levantó, y la linterna con él-. Tengo que irme. Lo siento.
Se hizo nuevamente el silencio. Cole apagó la linterna. Una oscuridad total cayó sobre Myron. Oyó unos pasos que se alejaban.
– ¿No quieres saber quién mató a Liz Gorman? -preguntó a voz en cuello.
Los pasos no se detuvieron. Myron oyó un interruptor, y a continuación se encendió una bombilla. Era de unos cuarenta vatios y no llegaba a iluminar del todo la sala, pero la mejora era evidente. Myron parpadeó para eliminar los pequeños puntitos negros producidos por la luz de la linterna y miró alrededor. La estancia estaba llena de estatuas de mármol, alineadas y apiladas sin orden ni concierto; también había algunas derribadas. Para su tranquilidad, no se hallaba en ningún sepulcro, sino en una especie de almacén de arte sacro.
Cole Whiteman volvió a donde estaba Myron y se sentó con las piernas cruzadas delante de él. Tenía la barba rala y blanca y la melena desordenada. Dejó la pistola a su lado y dijo en voz baja:
– Quiero saber cómo murió Liz.
– La mataron a golpes con un bate de béisbol -contestó Myron.
Cole cerró los ojos.
– ¿Quién lo hizo?
– Eso es lo que intento averiguar -respondió Myron-. En este momento, Greg Downing es el principal sospechoso.
Cole Whiteman sacudió la cabeza.
– No estuvo dentro el tiempo suficiente.
Myron sintió un nudo en el estómago. Tenía la garganta reseca.
– ¿Estabas allí?
– Al otro lado de la calle, detrás de un cubo de basura. -Cole sonrió-. ¿Quieres que nadie se fije en ti? Finge que eres un sin techo. -Se levantó con agilidad, como un maestro de yoga-. Un bate de béisbol… -masculló. Se pellizcó el puente de la nariz, dio media vuelta y bajó la cabeza.
Myron oyó débiles sollozos contenidos.
– Ayúdame a encontrar a su asesino, Cole.
– ¿Por qué debería confiar en ti?
– O yo o la policía. Tú decides.
– La poli no hará una mierda -dijo Cole, ya más tranquilo-. Creen que era una asesina.
– Entonces ayúdame.
Cole se sentó en el suelo y se acercó un poco más a Myron.
– Nosotros no somos asesinos. El Gobierno nos puso esa etiqueta y ahora todo el mundo lo cree, pero no es verdad, ¿entiendes?
Myron asintió.
– Entiendo.
Cole lo miró con frialdad.
– ¿Me estás tratando con condescendencia?
– No.
– No me trates con condescendencia. Si quieres que me quede y hable, no te atrevas a hacerlo. Si eres sincero, yo también lo seré.
– De acuerdo -dijo Myron-, pero no me vengas con eso de «no somos asesinos; somos luchadores de la libertad». No estoy de humor para una nueva versión de Blowi'n in the Wind.
– ¿Crees que estoy hablando de eso?
– No te persigue ningún Gobierno corrupto -replicó Myron-. Secuestraste y asesinaste a un hombre, Cole. Ya puedes disfrazarlo con todas las palabras bonitas que se te ocurran, pero eso fue lo que hiciste.
– ¿De verdad lo crees?
– Espera, no me lo digas. Déjame adivinarlo. -Myron fingió meditar al respecto-. El Gobierno me lavó el cerebro, ¿verdad? Todo era un complot de la CIA para deshacerse de una docena de estudiantes universitarios que amenazaban los valores eternos de nuestra sociedad.
– No -dijo Cole-, pero nosotros no matamos a Hunt.
– Entonces ¿quién lo hizo?
Cole vaciló. Alzó la vista y contuvo las lágrimas con un parpadeo.
– Hunt se suicidó de un disparo. -Miró a Myron a la espera de una reacción, pero éste continuó en silencio-. El secuestro fue un engaño -añadió Cole-. Todo fue idea de Hunt. Quería joder a su viejo y pensó que la mejor forma de hacerlo era sacarle el dinero y después avergonzarlo públicamente. Pero entonces aquellos gilipollas nos sorprendieron y Hunt eligió otra clase de venganza. -Hizo una pausa, respiró hondo y prosiguió-: Salió corriendo a la calle con la pistola y gritó: «Vete a la mierda, papá», y se voló la tapa de los sesos.
Myron permanecía en silencio.
– Piensa en nuestra historia -dijo Cole en tono de súplica-. Éramos un grupo minoritario inofensivo. Protestábamos en las manifestaciones antinucleares. Casi siempre íbamos colocados. Nunca cometimos un solo acto violento. Ninguno de nosotros poseía un arma, excepto Hunt. Era mi compañero de habitación y mi mejor amigo. Nunca le habría hecho daño.
Myron no sabía qué creer. Mejor dicho, no tenía tiempo de preocuparse por un homicidio cometido hacía veinticinco años. Esperó a que Cole continuara hablando del pasado, pero Cole calló. Por fin Myron intentó regresar al tema principal.
– ¿Viste a Greg Downing entrar en el edificio de Liz Gorman?
Cole asintió.
– ¿Ella le estaba haciendo chantaje? -preguntó Myron.
– No sólo ella -lo corrigió Cole-. La idea fue toda mía.
– ¿Qué sabías acerca de Greg?
– Eso no importa -repuso Cole sacudiendo la cabeza.
– Lo más probable es que la mataran por eso.
– Tal vez -concedió Cole-, pero no hace falta que conozcas los detalles. Confía en mí.
Myron no estaba en situación de exigir.
– Háblame de la noche del asesinato.
Cole se rascó la barba.
– Como ya te he dicho -empezó-, yo estaba al otro lado de la calle. Cuando vives en la clandestinidad, riges tu existencia de acuerdo con ciertas normas, normas que nos han salvado la vida y nos han mantenido en libertad durante los últimos veinte años. Una de ellas es que después de cometer un delito nunca seguimos juntos. Los federales nos buscan como grupo, no individuo por individuo. Liz y yo nos separamos en cuanto llegamos a la ciudad. Sólo nos comunicábamos a través de teléfonos públicos.
– ¿Dónde están Gloria Katz y Susan Milano? -preguntó Myron.
Cole sonrió a regañadientes. Myron advirtió que le faltaban algunos dientes y se preguntó si el hecho formaba parte del disfraz o albergaba un significado mucho más siniestro.
– Te hablaré de ellas en otro momento -contestó Cole.
Myron asintió.
– Continúa -dijo.
Bajo la luz tenue de la bombilla, daba la impresión de que las arrugas de la cara de Cole se volvían más oscuras y profundas.
– Liz ya había hecho la maleta y estaba preparada para irse -prosiguió Cole al cabo de unos segundos-. Íbamos a recoger el dinero y abandonar la ciudad, tal como yo había planeado. Estaba esperando su señal al otro lado de la calle.
– ¿Qué señal?
– Después de recoger el dinero, encendería y apagaría la luz tres veces. Diez minutos después estaría abajo. Íbamos a encontrarnos en la calle Ciento dieciséis para tomar el tren de la línea Uno. Pero la señal nunca llegó. De hecho, la luz nunca se apagó. Yo temía subir para enterarme de lo que había ocurrido. Sobre ese tema también tenemos normas.
– ¿Quién iba a entregarle el dinero a Liz?
– Tres personas -respondió Cole al tiempo que alzaba el índice, el dedo medio y el anular-. Greg Downing. -Bajó el anular-. Su mujer, esa tal…
– Emily.
– Eso, Emily. -Bajó el dedo medio-. Y el propietario de los Dragons.
A Myron le dio un vuelco el corazón.
– Espera un momento -dijo-. ¿Te estás refiriendo a Clip Arnstein?
– Ajá.
– ¿Clip estuvo allí? -preguntó Myron, y sintió un escalofrío en la columna vertebral.
– Sí.
– ¿Y los otros dos?
– Aparecieron los tres, pero ése no era el plan. Liz debía encontrarse con Downing en un bar del centro, donde iban a realizar la transacción.
– ¿Un bar llamado Swiss Chalet?
– Exacto.
– ¿Greg también fue al apartamento?
– Sí, más tarde. Pero Clip Arnstein llegó primero.
Myron recordó la advertencia que Win le había hecho acerca de Clip: «Le aprecias demasiado. No eres objetivo».
– ¿Cuánto debía pagar Clip?
– Treinta mil dólares.
– La policía sólo encontró diez mil en el apartamento de Liz. Y los billetes eran del atraco al banco.
Cole se encogió de hombros.
– O el viejo no pagó o el asesino se llevó la pasta. -Hizo una pausa y añadió-: O Clip Arnstein la mató. Pero parece un poco mayor para algo así, ¿no?
Myron no contestó. En lugar de eso, preguntó:
– ¿Cuánto rato estuvo dentro?
– Unos diez o quince minutos.
– ¿Quién llegó después?
– Greg Downing. Recuerdo que llevaba una bolsa de lona. Imaginé que guardaba el dinero dentro. Entró y salió en un abrir y cerrar de ojos. No debió de estar más de un minuto. Aún llevaba la bolsa cuando salió. Fue entonces cuando empecé a preocuparme.
– No se tarda mucho en golpear a alguien con un bate de béisbol -dijo Myron.
– Greg no llevaba ningún bate -repuso Cole-. La bolsa no era muy grande. Y Liz tenía un bate en su apartamento. Lo guardaba para protegerse, porque odiaba las armas de fuego.
Myron sabía que no habían encontrado ningún bate en el apartamento de Liz Gorman. Eso significaba que el asesino lo había utilizado. ¿Pudo Greg subir al piso, entrar en su apartamento, encontrar el bate, asesinarla con él, salir corriendo…, todo ello en tan poco tiempo?
Parecía dudoso.
– ¿Qué hizo Emily? -preguntó.
– Fue la última en llegar -respondió Cole.
– ¿Cuánto rato estuvo?
– Cinco minutos, más o menos.
Tiempo suficiente para recoger las pruebas que quería colocar en casa de Greg.
– ¿Viste a alguien más entrar en el edificio y salir de él?
– Claro. En ese edificio viven muchos estudiantes -dijo.
– Pero podemos concluir que Liz ya estaba muerta cuando Greg Downing llegó, ¿verdad?
– Sí.
– La pregunta es: ¿recuerdas si alguien entró después de que Liz regresara del Swiss Chalet y antes de que Greg llegara? Además de Clip Arnstein, claro está.
Cole reflexionó un momento y se encogió de hombros.
– Sobre todo estudiantes, supongo. Recuerdo un tío muy alto…
– ¿De qué estatura?
– No lo sé. Muy alto.
– Yo mido un metro noventa… ¿Era más alto que yo?
– Sí, creo que sí.
– ¿Era negro?
– No lo sé. Yo estaba al otro lado de la calle y no había mucha luz. Tampoco prestaba demasiada atención. Tal vez fuera negro, pero no creo que se trate de nuestro hombre.
– ¿Por qué lo dices?
– Vigilé el edificio hasta la mañana siguiente. No volvió a salir. O vivía allí o se quedó a pasar la noche. Dudo que el asesino se hubiera quedado tanto rato.
El argumento parecía irrebatible. Myron intentó asimilar con frialdad lo que estaba oyendo, como un ordenador, pero los circuitos empezaban a sobrecargarse.
– ¿A quién más recuerdas haber visto? ¿Alguien en especial?
Cole reflexionó de nuevo, mientras paseaba la mirada por la estancia.
– Poco antes de que Greg llegara entró una mujer. Ahora que lo pienso, también se marchó antes de que él se presentara.
– ¿Cómo era?
– No me acuerdo.
– ¿Rubia, morena?
Cole sacudió la cabeza.
– Sólo me acuerdo de ella porque llevaba un abrigo largo. Todos los estudiantes usan cazadoras, sudaderas y cosas así. Recuerdo que pensé: «Parece mayor».
– ¿Llevaba algún paquete?
– Lo lamento, Myron, pero he de irme. -Cole se levantó y miró a Myron con rostro inexpresivo-. Te deseo buena suerte y que encuentres a ese hijo de puta. Liz era una buena persona. Nunca hizo daño a nadie. Ninguno de nosotros lo ha hecho.
– ¿Por qué me llamaste anoche? -preguntó Myron antes de que Cole se marchara-. ¿Qué ibas a venderme?
Cole sonrió con tristeza y empezó a alejarse. Se detuvo antes de llegar a la puerta y giró en redondo.
– Ahora estoy solo -dijo-. Gloria Katz fue alcanzada por un disparo en el primer asalto que perpetramos. Murió tres meses después. Susan Milano murió en un accidente de coche en 1982. Liz y yo guardamos en secreto sus muertes. Queríamos que los federales buscaran a cuatro miembros, no a dos. Creíamos que nos ayudaría a seguir en la clandestinidad. Como ves, ahora sólo quedo yo.
Tenía el aspecto cansado de un superviviente poco convencido de que los vivos son los más afortunados. Se acercó a Myron y abrió las esposas.
– Vete.
Myron se levantó, al tiempo que se frotaba las muñecas.
– Gracias -dijo.
Cole asintió con la cabeza.
– No le diré a nadie dónde estás -musitó Myron.
– Lo sé -repuso Cole.