A Esperanza le gustaba confeccionar listas.
Con el expediente de la Brigada del Cuervo delante de ella, anotó los tres datos más importantes en orden cronológico:
1) La Brigada del Cuervo atraca un banco de Tucson.
2) Al cabo de pocos días, al menos uno de los Cuervos (Liz Gorman) estaba en Manhattan.
3) Poco después, Liz Gorman establecía contacto con un jugador de baloncesto profesional muy importante.
No tenía sentido.
Abrió el expediente y releyó por encima la historia de la Brigada. En 1975 los Cuervos habían secuestrado a Hunt Flootworth, el hijo de veintidós años del magnate de la publicidad Cooper Flootworth. Hunt había sido compañero de clase en San Francisco de varios de los Cuervos, entre ellos de Liz Gorman y de Cole Whiteman.
El famoso Cooper Flootworth, que nunca había permitido a los demás encargarse de sus asuntos, contrató a una banda de mercenarios para que rescataran a su hijo. Durante el ataque, uno de los Cuervos mató de un disparo a quemarropa al joven Hunt. Nadie supo quién había sido. Sólo cuatro miembros de la Brigada consiguieron escapar.
Big Cyndi entró en el despacho. Las vibraciones que producía al caminar hicieron rodar los lápices esparcidos sobre el escritorio de Esperanza hasta que cayeron al suelo.
– Lo lamento -se disculpó Cyndi.
– No pasa nada.
– Timmy me ha llamado -anunció Cyndi-. Vamos a salir el viernes por la noche.
Esperanza hizo una mueca.
– ¿Se llama Timmy?
– Sí. ¿No es un amor?
– Adorable.
– Estaré en la sala de conferencias.
Esperanza devolvió su atención al expediente. Pasó las páginas hasta llegar al asalto de Tucson, el primero que llevaba a cabo el grupo desde hacía más de cinco años. El atraco se produjo mientras el banco estaba cerrando. Los federales creyeron que uno de los guardias era cómplice de los delincuentes, pero hasta el momento no habían sacado en limpio más que su pasado izquierdista. Robaron unos quince mil dólares en metálico, e incluso tuvieron tiempo de volar las cajas de seguridad. Muy arriesgado. Los federales sostenían la teoría de que los Cuervos habían averiguado de alguna manera que había dinero procedente del narcotráfico guardado en ellas. Las cámaras del banco mostraban a dos personas vestidas de negro de pies a cabeza, pasamontañas incluidos. Ni huellas dactilares ni fibras ni pelos. Nada.
Esperanza volvió a leer el expediente, pero no obtuvo nada nuevo. Intentó imaginar cómo habían sido los últimos veinte años para los Cuervos supervivientes, siempre huyendo, sin poder establecerse durante mucho tiempo en el mismo lugar, entrando y saliendo del país, dependiendo de antiguos simpatizantes que nunca eran del todo fiables. Cogió una hoja de papel y anotó: «Liz Gorman -› Atraco al banco -› Chantaje».
«De acuerdo -pensó-, sigue las flechas.» Liz Gorman y los Cuervos necesitaban fondos, de modo que atracaron el banco. Salió bien. Eso explicaba la primera flecha. Era de cajón, en cualquier caso. El auténtico problema residía en la segunda relación:
Atraco al banco -› Chantaje.
Para resumirlo, ¿qué aspecto del atraco al banco la había conducido a la Costa Este y a hacer chantaje a Greg Downing? Intentó plasmar por escrito las posibilidades.
1) Downing estaba implicado en el atraco al banco.
Alzó la vista. Era posible, meditó. Necesitaba dinero para pagar las deudas de juego. Tal vez hizo algo ilegal. Pero esa hipótesis no contestaba la pregunta más importante: ¿cómo se habían conocido? ¿Cómo habían entrado en contacto Liz Gorman y Greg Downing?
Ésa era la clave, pensó.
Escribió un dos. Y esperó.
¿Qué otro vínculo podía existir?
No se le ocurrió nada, de modo que probó desde el otro extremo. Empezar con el chantaje y retroceder. Con el fin de hacer chantaje a Greg Downing, Liz Gorman tenía que haber descubierto algo que permitiera incriminarlo. ¿Cuándo? Esperanza dibujó otra flecha:
Atraco al banco ‹-› Chantaje.
De pronto tuvo un pálpito. El atraco al banco. Algo que habían descubierto durante el atraco al banco le había permitido llevar a cabo el chantaje.
Volvió a repasar el expediente, pero ya sabía que allí no iba a encontrarlo. Descolgó el auricular y marcó.
– ¿Tienes una lista de las personas que tenían alquiladas cajas de seguridad? -preguntó cuando el hombre contestó.
– Por ahí estará, supongo. ¿La necesitas?
– Sí.
El hombre soltó un profundo suspiro.
– De acuerdo, me pondré a buscar, pero dile a Myron que me debe una muy gorda por esto.
– ¿Estás sola? -preguntó Myron cuando Emily abrió la puerta.
– Pues sí -contestó ella con una tímida sonrisa-. ¿Qué tienes en mente?
Myron la echó a un lado y entró. Emily lo miró boquiabierta encaminarse sin vacilar hacia el armario del vestíbulo y abrirlo.
– ¿Qué demonios estás haciendo?
Myron no se molestó en contestar. Empujó las perchas a izquierda y derecha como un poseso. No le costó mucho. Ahí estaba: el abrigo largo de cuello con volantes.
– La próxima vez que cometas un asesinato -dijo-, deshazte de la ropa que llevabas.
Emily retrocedió dos pasos y se llevó una mano temblorosa a la boca.
– Lárgate -musitó.
– Te concedo la oportunidad de que confieses la verdad.
– Me importa una mierda lo que me concedas. Sal de mi casa ahora mismo.
Myron alzó el abrigo.
– ¿Crees que soy el único que lo sabe? La policía tiene una cinta de vídeo que te inmortaliza en el lugar de los hechos. Llevas puesto este abrigo.
A Emily se le demudó el semblante, como si hubiera recibido un puñetazo en el plexo solar. Myron bajó el abrigo.
– Introdujiste el arma homicida en tu antigua casa -dijo-. Manchaste de sangre el sótano. -Dio media vuelta y entró como una tromba en la sala de estar. La montaña de periódicos seguía en su sitio. La señaló con el dedo-. Continuaste buscando en los diarios. Cuando leíste que habían descubierto el cadáver, hiciste una llamada anónima a la policía.
Emily lo miraba absorta.
– Me intrigaba el detalle del cuarto de juegos -prosiguió Myron-. ¿Bajó allí Greg para cometer un asesinato? Ésa era la cuestión, claro. No lo hizo. La sangre pasaría inadvertida durante semanas.
Ella apretó con fuerza los puños. Negó varias veces con la cabeza, y al fin, con un hilo de voz, dijo:
– No lo entiendes.
– Explícamelo.
– Quería llevarse a mis hijos.
– De modo que le tendiste una trampa para que lo acusaran de asesinato.
– No.
– No es el mejor momento para mentir, Emily.
– No estoy mintiendo, Myron. No hice eso.
– Colocaste el arma…
– Sí -lo interrumpió ella-, en eso tienes razón, pero no le tendí la trampa. -Cerró los ojos y volvió a abrirlos, como si por un segundo hubiese pretendido concentrarse-. No puedes acusar a nadie de algo que no ha hecho.
Myron se puso rígido. Emily lo miró sin pestañear. Sus manos seguían crispadas.
– ¿Me estás diciendo que fue Greg quien la mató?
– Por supuesto. -Emily avanzó lentamente hacia él, utilizando los segundos como un boxeador utiliza la cuenta hasta diez para recuperarse de un gancho inesperado. Cogió el abrigo-. ¿Debo destruirlo, o puedo confiar en ti?
– Lo mejor será que te expliques antes.
– ¿Te apetece un café?
– No.
– A mí sí. Ven. Hablaremos en la cocina. -Caminó con la cabeza erguida, tal como Myron había visto en la cinta. La siguió hasta la cocina, de deslumbrantes azulejos blancos. Para la mayoría, aquella decoración era insuperable. A Myron le recordaba los urinarios de un restaurante de lujo.
Emily sacó una de esas cafeteras de émbolo tan en boga.
– ¿Seguro que no vas a tomar? Es Starbucks. Variedad Kona, de Hawai.
Myron negó con la cabeza. Emily había recuperado la serenidad y el control sobre sí misma. Él se lo había permitido. Una persona controlada habla más y piensa menos.
– No sé por dónde empezar -dijo Emily, mientras llenaba de agua caliente la cafetera. El delicioso aroma invadió de inmediato la cocina. De haber sido un anuncio de café, uno de ellos habría exclamado enseguida: «¡Ummm!»-. Y no me digas que empiece por el principio, o me pondré a gritar.
Myron levantó las manos para indicar que no iba a hacer nada por el estilo.
– Esa mujer me abordó un día en el supermercado, nada menos -dijo Emily-. Como caída del cielo. Yo estaba buscando baguettes congeladas, y esa mujer se acercó y me dijo que había descubierto algo que podría destruir a mi marido. Añadió que si no pagaba, avisaría a la prensa.
– ¿Qué te dijo?
– Le pregunté si necesitaba una moneda de veinticinco centavos para el teléfono. -Emily rió-. Pensé que se trataba de una broma. Le dije que adelante, que destruyera a ese hijo de puta. Se limitó a asentir y dijo que seguiríamos en contacto.
– ¿Eso fue todo?
– Sí.
– ¿Cuándo ocurrió?
– No lo sé. Hace dos, tres meses.
– ¿Cuándo volvió a llamarte?
Emily abrió un armarito y sacó un tazón de café. El tazón estaba adornado con la imagen de un personaje de dibujos animados y la leyenda «La mejor mamá del mundo».
– He hecho suficiente para dos -dijo.
– No, gracias.
– ¿Estás seguro?
– Sí. ¿Qué pasó después?
Se inclinó y contempló el recipiente como si fuera una bola de cristal.
– Pocos días después, Greg me hizo algo… -Calló. Su tono había cambiado, las palabras surgían con más lentitud y cautela-. Ya te lo insinué la última vez que viniste. Hizo algo horrible. Los detalles carecen de importancia.
Myron asintió en silencio. En aquel momento no existían motivos para sacar a colación el vídeo y desconcertarla. La clave consistía en darle facilidades.
– Cuando la mujer volvió a ponerse en contacto conmigo, me informó de que Greg estaba dispuesto a pagar una gran cantidad para que la información no saliera a la luz. Le dije que yo pagaría mucho más si esa información se divulgaba. Me dijo que costaría mucho dinero. Contesté que me daba igual e intenté apelar a su condición de mujer. Llegué incluso a contarle mi situación, le dije que Greg intentaba robarme a mis hijos. Dio la impresión de que se solidarizaba conmigo, pero dejó claro que no podía permitirse tanta generosidad. Si yo deseaba la información, tenía que pagar por ella.
– ¿Te dijo cuánto?
– Cien mil dólares.
Myron estuvo a punto de soltar un silbido. La intención de Liz Gorman seguramente era exprimir a los dos durante tanto tiempo como considerara prudente y necesario. O quizá tentaba a la suerte porque sabía que muy pronto debería volver a la clandestinidad. En cualquier caso, era lógico, desde la perspectiva de Liz Gorman, intentar sacar dinero a todas las partes implicadas a cambio de silencio y de información: Greg, Clip y Emily. Los chantajistas son tan honrados como los políticos en un año de elecciones.
– ¿Tienes idea de qué sabía acerca de Greg? -le preguntó Myron.
Emily negó con la cabeza.
– Nunca me lo dijo.
– ¿Y aun así estabas dispuesta a pagarle cien de los grandes?
– Sí.
– ¿Sin saber de qué se trataba?
– Sí.
– ¿Cómo sabías que no estaba chalada?
– No lo sabía, pero me iban a quitar a mis hijos, por amor de Dios. Estaba desesperada.
Por supuesto que lo estaba, y así se lo había demostrado a Liz Gorman, quien, a su vez, se había aprovechado de la situación.
– ¿Y aún no tienes ni idea de lo que sabía acerca de Greg? -preguntó Myron.
Emily volvió a negar con la cabeza.
– No.
– ¿Podía ser algo referente a su afición al juego?
Emily entornó los ojos, confusa.
– ¿Por qué eso, precisamente?
– ¿Sabías que Greg jugaba?
– Claro. ¿Y qué?
– ¿Sabías cuánto apostaba?
– Un poco. De vez en cuando viajaba a Atlantic City. Tal vez cincuenta dólares en un partido de fútbol.
– ¿Eso creías?
Emily parecía extrañada.
– ¿"Qué intentas decirme?
Myron miró por la ventana. La piscina seguía cubierta, pero algunos tordos habían regresado ya de su peregrinación anual al Sur. Había una docena ante un comedero, con la cabeza gacha, agitando las alas como colas de perro.
– Greg es un jugador compulsivo -dijo Myron-. Durante los últimos años ha perdido millones. Felder no cometió ningún desfalco. Greg perdió el dinero en el juego.
Emily sacudió la cabeza.
– No puede ser -murmuró-. Viví con él durante casi diez años. Me habría dado cuenta.
– Los ludópatas aprenden a ocultarlo. Mienten, engañan y roban, lo que sea, con tal de seguir jugando. Es una adicción.
Una chispa pareció iluminar los ojos de Emily.
– ¿Era eso lo que sabía la mujer acerca de Greg? ¿Que jugaba?
– Creo que sí -admitió Myron-, pero no estoy seguro.
– Pero Greg jugaba, ¿no es así? Hasta el punto de perder todo su dinero…, ¿verdad?
– Sí.
La respuesta iluminó de esperanza el rostro de Emily.
– Entonces ningún juez del mundo le concedería la custodia de los niños -dijo-. Yo ganaré.
– Un juez se sentirá más inclinado a conceder la custodia de los hijos a un jugador que a una asesina -repuso Myron-. O a alguien que coloca pruebas falsas.
– Ya te he dicho que no eran falsas.
– Eso es lo que tú dices, pero volvamos a lo que pasó con la chantajista. Has dicho que quería cien de los grandes.
Emily se acercó a la cafetera.
– Exacto.
– ¿Cómo ibas a pagarle?
– Dijo que la esperara el sábado por la noche junto a una cabina que hay delante de un supermercado de la cadena Grand Union. Debía acudir a medianoche con el dinero preparado. Llamó a las doce en punto y me dio una dirección de la calle Ciento once. Tenía que presentarme allí a las dos de la madrugada.
– ¿Y fuiste en coche a la calle Ciento once, a las dos de la madrugada, cargada con cien mil dólares? -preguntó Myron, tratando de no parecer incrédulo.
– Sólo conseguí reunir sesenta mil -dijo Emily.
– ¿Ella lo sabía?
– No. Escucha, sé que parece una locura, pero no tienes ni idea de lo desesperada que estaba. Habría hecho cualquier cosa.
Myron lo entendía. Había sido testigo privilegiado de lo que pueden ser capaces las madres. El amor corrompe. El amor materno corrompe absolutamente.
– Continúa -dijo.
– Cuando doblé la esquina, vi a Greg salir del edificio. Quedé estupefacta. Llevaba el cuello del abrigo levantado, pero aun así lo reconocí. -Emily lo miró a los ojos-. He estado casada con él durante muchos años, y te aseguro que nunca vi esa expresión en su rostro.
– ¿Qué expresión?
– Parecía aterrorizado. Corrió hacia Amsterdam Avenue. Esperé hasta que dobló la esquina. Después me acerqué a la puerta y llamé al timbre del apartamento de la mujer. Nadie contestó. Comencé a apretar otros botones. Al final alguien abrió. Subí y llamé a la puerta varias veces. Después moví el pomo. No estaba cerrada con llave. Abrí la puerta. -Emily calló. Alzó la taza hasta sus labios con mano temblorosa. Tomó un sorbo y añadió-: Tal vez me consideres despreciable, pero lo que vi ante mí no fue un cadáver tendido en el suelo, sino la última esperanza de conservar a mis hijos.
– Y decidiste colar pruebas falsas en casa de Greg.
Emily dejó la taza sobre la mesa y lo miró.
– Has acertado -repuso-, como en todo lo demás. Elegí el cuarto de juegos porque Greg nunca bajaba. Imaginé que cuando él volviera a casa, porque yo aún no sabía que había huido, no descubriría la sangre. Sé que me excedí, pero tampoco es que mintiera. Él la mató.
– Eso no lo sabes.
– ¿Qué?
– Quizá se encontró con el cadáver, como tú.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó Emily en tono agresivo-. Pues claro que la mató. La sangre que había en el suelo todavía estaba fresca. Él era quien tenía todo que perder. Tenía el móvil, la oportunidad.
– Igual que tú -la interrumpió Myron.
– ¿Qué motivo podría tener yo?
– Querías tenderle una trampa para que lo acusaran de asesinato. Querías conservar a tus hijos.
– Eso es ridículo.
– ¿Tienes alguna prueba que demuestre la veracidad de tu historia?
– ¿Si tengo qué?
– Alguna prueba. No creo que la policía se lo trague.
– ¿Tú te lo crees?
– Me gustaría ver alguna prueba.
– ¿A qué clase de prueba te refieres? No tomé fotos.
– ¿Algún dato que confirme tu historia?
– ¿Por qué iba yo a matarla, Myron? ¿Qué motivo tenía? La necesitaba viva. Era mi mejor esperanza de conservar a mis hijos.
– Supongamos por un instante que esa mujer sabía algo decisivo sobre Greg -dijo Myron-. Algo concreto. Tal vez tuviese una carta escrita por él, o una cinta de vídeo. -Aguardó su reacción-. O algo similar.
– De acuerdo. -Emily asintió con la cabeza-. Continúa.
– Supón que te engañó. Supón que vendió la prueba incriminatoria a Greg. Has admitido que él llegó antes que tú. Tal vez le pagase lo suficiente para que ella se arrepintiera del acuerdo al que había llegado contigo. Después entraste en su apartamento, descubriste lo sucedido y comprendiste que la única oportunidad que tenías de conservar a tus hijos se había esfumado. La mataste y colocaste pruebas para acusar al hombre que, en teoría, se beneficiaba más de su muerte: Greg.
Emily negó con la cabeza.
– Tonterías.
– Odiabas a Greg -continuó Myron-. Jugó sucio contigo. Le devolviste golpe por golpe.
– Yo no la maté.
Myron echó otro vistazo a los tordos, pero ya se habían ido. Ahora el patio estaba desierto, desprovisto de cualquier signo de vida. Esperó unos segundos y se volvió hacia ella.
– He visto el vídeo en que salís tú y la Sacudepolvos.
Una llamarada de ira iluminó los ojos de Emily, que cerró la mano con fuerza en torno al tazón de café. Myron temió por un instante que se lo arrojara a la cabeza.
– ¿Cómo mierda…? -De pronto, Emily aflojó su presa. Se encogió de hombros-. Da igual.
– Te debió de enfurecer.
Emily sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
– No lo entiendes, ¿verdad, Myron?
– ¿No entiendo el qué?
– No buscaba venganza. Lo único que importaba era que la cinta podía arrebatarme a mis hijos.
– No, no lo entiendo -repuso Myron-. Harías cualquier cosa por conservar a tus hijos.
– Yo no la maté.
Myron cambió de táctica.
– Háblame de lo tuyo con la Sacudepolvos.
Ella lanzó una carcajada despectiva.
– No imaginaba que fueses de ésos, Myron.
– No lo soy.
Emily levantó su tazón de café y dio un largo sorbo.
– ¿Viste toda la cinta, de principio a fin? -preguntó en un tono entre insinuante y airado-. ¿La pusiste a cámara lenta varias veces, Myron? ¿Rebobinaste y volviste a reproducir determinadas partes una y otra vez? ¿Te bajaste los pantalones?
– No hice nada de eso.
– ¿Cuánto viste?
– Lo suficiente para saber qué estaba pasando.
– ¿Y luego la paraste?
– Y luego la paré.
– ¿Sabes una cosa? Te creo. Eres un buen chico.
– Sólo intento ayudar, Emily.
– ¿A mí o a Greg?
– A descubrir la verdad. Supongo que tú también lo quieres.
Emily se encogió de hombros.
– La Sacudepolvos y tú…, ¿cuándo…? Ya sabes. -Myron hizo un gesto vago con las manos.
Emily rió al percibir su turbación.
– Fue la primera vez -contestó-. En todos los aspectos.
– No te estoy juzgando…
– Me da igual que me juzgues o no. Quieres saber lo que pasó, ¿verdad? Fue mi primera vez. Esa puta me tendió una trampa.
– ¿Cómo?
– ¿Qué quieres decir con «cómo»? ¿Quieres que me explaye en los detalles? ¿Quieres saber cuántas copas tomamos, si me sentía sola, cuándo empezó a acariciarme la pierna?
– Creo que no.
– Entonces, permíteme que te haga una breve sinopsis: me sedujo. Coqueteamos de manera inocente algunas veces, en el pasado. Me invitó al Glenpointe a tomar unas copas. Era una especie de desafío: me atraía y repelía al mismo tiempo, pero sabía que no lo superaría. Una cosa llevó a la otra. Subimos a la habitación. Fin de la sinopsis.
– ¿Estás diciendo que la Sacudepolvos sabía que os estaban grabando?
– Sí.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Dijo algo?
– No dijo nada. Pero lo sé.
– ¿Cómo?
– Myron, por favor, deja de hacer tantas preguntas. Lo sé y punto, ¿de acuerdo? ¿Quién, excepto ella, habría podido tenderme esa trampa? Caí en ella como una colegiala.
No dejaba de tener su lógica, pensó Myron.
– ¿Por qué lo hizo?
– Joder, Myron, es la puta del equipo -le dijo Emily, exasperada-. ¿Aún no se te ha follado? No, deja que lo adivine. La rechazaste, ¿verdad? -Se precipitó como una tromba hacia la sala de estar y se derrumbó en el sofá-. Tráeme una aspirina -pidió-. Están en el cuarto de baño. En el botiquín.
Myron sacó dos pastillas y llenó un vaso con agua.
– He de preguntarte una cosa más -dijo cuando volvió.
– Adelante -repuso Emily tras un suspiro.
– Tengo entendido que presentaste ciertas acusaciones contra Greg.
– Mi abogada las presentó.
– ¿Eran ciertas?
Emily se puso las pastillas sobre la lengua, tomó un poco de agua y tragó.
– Algunas.
– ¿Eran ciertas las referidas a los malos tratos a los niños?
– Estoy cansada, Myron. ¿No podemos hablar de ello más tarde?
– ¿Eran ciertas?
Emily lo miró a los ojos. Una ráfaga de aire gélido atravesó el corazón de Myron.
– Greg quería arrebatarme a mis hijos -dijo la mujer recalcando cada sílaba-. Tenía dinero, poder, prestigio. Necesitábamos algo.
Myron desvió la mirada y echó a andar.
– No destruyas ese abrigo.
– No tienes derecho a juzgarme.
– En este momento no tengo ganas de estar cerca de ti.