20

Big Cyndi estaba sentada ante el escritorio de la recepción. Sentada no era la palabra adecuada. Imaginad el típico camello que intenta pasar por el ojo de una aguja. Las cuatro patas del escritorio se alzaban del suelo, y el tablero se balanceaba sobre las rodillas de Big Cyndi como un balancín. La taza de café desaparecía entre unas manos mullidas como almohadones de sofá. El pelo corto y de punta había adquirido un tono más rosado que el del día anterior. Su maquillaje se parecía a los que ensayábamos cuando éramos niños derritiendo ceras Manley de colores. Se había pintado los labios de blanco, y en su holgada camiseta podía leerse: «Salvad las ballenas». Era políticamente correcto, pero no dejaba de tener cierta gracia si uno pensaba en el físico de aquella mujer.

Solía refunfuñar cuando veía a Myron, pero ese día le sonrió con dulzura y pestañeó. La visión fue aterradora, como Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?, pero con esteroides. Big Cyndi levantó su dedo índice y lo movió de arriba abajo.

– ¿Línea uno? -probó Myron.

La mujer negó con la cabeza y miró al techo. Myron siguió su mirada, pero no vio nada. Cyndi puso los ojos en blanco. La sonrisa se había congelado en su rostro, como la de un payaso.

– No lo entiendo -dijo Myron.

– Win quiere verte -señaló Cyndi.

Era la primera vez que Myron oía su voz, y se sobresaltó.

Sonaba como la de una de esas azafatas dicharacheras de los programas de teletienda, esos a los que la gente llamaba para describir con excesivo lujo de detalles la mejora que habían experimentado en sus vidas después de comprar un jarrón verde tallado en forma de monte Rushmore.

– ¿Dónde está Esperanza? -preguntó.

– Win es muy gracioso.

– ¿Esperanza está aquí?

– Win cree que es importante.

– Yo sólo…

– Tú vas a ver a Win -lo interrumpió Cyndi-. No vas a decepcionar a tu socio más valioso.

De nuevo aquella sonrisa empalagosa.

– No voy a decepcionarlo. Sólo quiero saber…

– Dónde está el despacho de Win. Dos pisos más arriba. -Cyndi se acercó la taza de café a los labios y emitió un sonido que difícilmente podría calificarse de «trago» o «sorbo».

– Dile a Esperanza que volveré enseguida -murmuró Myron.

– Por supuesto. -Cyndi volvió a pestañear-. Que tengas un buen día.

El despacho de Win ocupaba toda la esquina del edificio; daba a la calle Cincuenta y dos por un lado y a Park Avenue por el otro. Una vista de lujo para el niño mimado de Lock-Horne Securities. Myron se hundió en una de las butacas de piel color burdeos. Había varios cuadros colgados en las paredes que documentaban la caza del zorro. Docenas de hombres resueltos y viriles, ataviados con gorras negras, chaquetas rojas, pantalones blancos y botas negras, cabalgaban armados sólo con rifles y perros para enfrentarse a un diminuto ser peludo, hasta que lo atrapaban y asesinaban. Quizás un poco exagerado: como utilizar un lanzallamas para encender un cigarrillo.

Win estaba tecleando en un ordenador portátil que, colocado en el centro del latifundio que tenía por escritorio, constituía una imagen insignificante y solitaria.

– He encontrado algo interesante en los disquetes que copiamos en casa de Greg.

– Ah, ¿sí?

– Por lo visto, nuestro amigo el señor Downing tenía una dirección de correo electrónico en America Online -dijo Win-. Recibió esta misiva tan particular el sábado.

Win hizo girar el monitor para que Myron pudiera leer en la pantalla:


Tema: ¡Sexo!

Fecha: 11-3 14:51:36EST

Remitente: Nenasep

A: Downing22


Nos encontraremos esta noche a las diez en el lugar del que hablamos. Ven. Te prometo una noche inimaginable.

F


Myron levantó la vista.

– ¿Una noche de éxtasis inimaginable?

– Una chica dotada para la literatura, ¿verdad? -comentó Win.

Myron hizo una mueca.

Win se puso una mano sobre el corazón.

– Aunque no fuera capaz de llevar a cabo sus aspiraciones -dijo-, hay que admirarla por aceptar el riesgo, por la dedicación desinteresada a su arte.

– Ya -dijo Myron-. ¿Quién es F?

– No hay datos sobre el seudónimo Nenasep -explicó Win-. Eso no significa nada, por supuesto. Muchos internautas omiten los datos. No quieren que nadie sepa su nombre verdadero. Yo diría que F es otra de las identidades de nuestra difunta amiga Carla.

– Ahora ya sabemos su nombre verdadero -dijo Myron.

– Ah, ¿sí? ¿Cuál es?

– Liz Gorman.

Win enarcó una ceja.

– ¿Qué has dicho?

– Liz Gorman. De la Brigada del Cuervo.

Le resumió a Win la llamada de Higgins. Win se reclinó en su butaca y encaró las manos juntando las yemas de los dedos. Su rostro exhibía la misma inexpresividad habitual.

– Todo esto es cada vez más extraño -dijo cuando Myron terminó.

– Creo que se reduce a lo siguiente: ¿qué relación existía entre Greg Downing y Liz Gorman?

– Eso es muy fuerte -repuso Win, y señaló la pantalla con un movimiento de la cabeza-. La posibilidad de una noche de éxtasis inimaginable… Suena hiperbólico y desmesurado.

– ¿Con Liz Gorman?

– ¿Por qué no? -Win casi parecía estar a la defensiva-. No deberías discriminar a nadie basándote tan sólo en la edad o los implantes. No sería justo.

«Otra vez el Señor Igualdad de Derechos», pensó Myron.

– No es eso -protestó-. Supongamos que Greg estuviera locamente enamorado de Liz Gorman, aunque nadie la haya descrito como una beldad…

– Eres tan estrecho de miras, Myron -dijo Win en tono de decepción-. ¿Has tenido en cuenta la posibilidad de que Greg viera algo más en ella? Al fin y al cabo, tenía unas tetas gigantescas.

– Cada vez que hablamos de sexo nos pasa lo mismo; ya veo que no has entendido nada -replicó Myron.

– ¿A qué te refieres?

– Para empezar, ¿cómo ligaron?

Win volvió a juntar las yemas de los dedos y apoyó la punta de los índices sobre su nariz.

– Ah -dijo.

– Eso, ah. Tenemos a una mujer que ha vivido en la clandestinidad durante casi veinte años. Ha viajado por todo el mundo, y es probable que nunca se haya quedado en un mismo sitio mucho tiempo. Participó en un robo en Arizona hace dos meses. Trabaja de camarera en un restaurante de pacotilla. ¿Cómo una mujer así seduce a Greg Downing?

– Es improbable, pero no imposible -le dijo Win-. Hay muchas pruebas que lo demuestran.

– ¿Cuáles?

Win indicó la pantalla del ordenador.

– Este correo electrónico, por ejemplo. Habla del sábado pasado por la noche. La misma noche que Greg y Liz se citaron en un bar de Nueva York.

– En un restaurante barato -señaló Myron-. ¿Por qué no fueron a un hotel, o a casa de ella?

– Porque no era prudente, tal vez. O porque, como bien has insinuado, Liz Gorman quería pasar inadvertida, y un bar de ese estilo era una buena alternativa. -Tamborileó con los dedos sobre la mesa-. Pero permíteme decirte, amigo mío, que estás olvidando algo más.

– ¿Qué?

– Las ropas de mujer que encontramos en casa de Greg -respondió Win-. La investigación nos ha llevado a concluir que Downing tiene una amante secreta. La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué tanto interés en mantener en secreto su relación? Una explicación posible podría ser que la amante secreta de Downing fuera la infausta Liz Gorman.

Myron ya no sabía a qué atenerse. Audrey había visto a Greg en un restaurante con una mujer cuya descripción no coincidía con la de Liz Gorman. ¿Cómo decodificar esa información? Podría tratarse de alguien inocente, otra de sus conquistas. Quizás era tan sólo una relación efímera. Aun así, a Myron le costaba creer en una relación sentimental entre Greg Downing y Liz Gorman. Algo no encajaba.

– Tiene que haber una forma de seguir el rastro de este seudónimo hasta descubrir quién se oculta detrás de él -dijo-. Hay que averiguar si nos conduce hasta Liz Gorman o alguno de sus apodos.

– Veré qué puedo hacer. No tengo ningún contacto en American Online, pero seguro que algún colega lo tendrá. -Win abrió la puerta metálica de su mininevera. Le dio a Myron una lata de Yoo-Hoo y se sirvió una Brooklyn Lager. Win nunca bebía cerveza vulgar-. Ha sido difícil localizar el dinero de Greg. Creo que no había mucho.

– Eso coincidiría con lo que Emily dijo.

– No obstante, he descubierto que hizo una retirada de fondos importante.

– ¿Cuánto?

– Cincuenta mil dólares en efectivo. No fue fácil averiguarlo, porque lo extrajo de una cuenta a nombre de Martin Felder.

– ¿Cuándo lo hizo?

– Cuatro días antes de desaparecer -le respondió Win.

– ¿Para pagar una deuda de juego?

– Es posible.

El teléfono comenzó a sonar. Win descolgó el auricular.

– De acuerdo -dijo-. Pásamela.

Dos segundos después le entregó el auricular a Myron, que preguntó:

– ¿Es para mí?

Win lo miró sin pestañear.

– No -dijo-. Te lo paso porque me pesa demasiado.

«Qué gilipollas», pensó Myron, y cogió el auricular.

– ¿Diga?

– Tengo un coche patrulla abajo. -Era Dimonte-. Mueve el culo y baja.

– ¿Qué pasa?

– Estoy en casa de Downing, eso es lo que pasa. Casi tuve que arrancarle al juez la orden de registro.

– Bien hecho, Rolly.

– No me toques los cojones, Bolitar. Dijiste que había sangre en la casa.

– En el sótano -lo corrigió Myron.

– Bien, pues ahora estoy en el sótano -repuso Dimonte-. Y está más limpio que el culo de un bebé.

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