En el trayecto hacia la casa de Mabel Edwards, sonó el móvil de Myron. Era Esperanza.
– Norm Zuckerman está al teléfono -dijo.
– Pásamelo.
Se escuchó un clic.
– ¿Norm? -dijo Myron.
– Myron, encanto, ¿cómo estás?
– Bien.
– Bien, bien. ¿Has averiguado algo?
– No.
– Bien, vale, bueno. -Norm titubeó. Su tono jovial era un tanto forzado-. ¿Dónde estás?
– En el coche.
– Ya, ya, perfecto, vale. ¿Oye, Myron, vas a ir al entrenamiento de Brenda?
– Acabo de estar allí.
– ¿La has dejado sola?
– Está en un entrenamiento. Hay decenas de personas con ella. Estará bien.
– Sí, supongo que tienes razón. -No parecía muy convencido-. Mira, Myron, tenemos que hablar. ¿Cuándo puedes volver al gimnasio?
– Debería estar de vuelta dentro de una hora. ¿Qué pasa, Norm?
– Dentro de una hora. Te veré entonces.
La tía Mabel vivía en West Orange, un suburbio en las afueras de Newark. West Orange era uno de aquellos suburbios en proceso de cambio, con un claro descenso del porcentaje de familias blancas. Era el efecto de la expansión. Las minorías conseguían salir de la ciudad y moverse a los suburbios más cercanos, y los blancos entonces salían de dichos suburbios y se movían todavía más lejos de la ciudad. En términos inmobiliarios esto se conoce como progreso.
Así y todo, la avenida arbolada de Mabel estaba a un millón de años luz del infierno urbano que Horace llamaba su casa. Myron conocía bien la ciudad de West Orange. Su ciudad natal, Livingston, era limítrofe. Livingston también comenzaba a cambiar. Cuando Myron estaba en el instituto, la ciudad había sido blanca. Muy blanca. Blanca como la nieve. Había sido tan blanca que de los seiscientos chicos que se graduaron con Myron, sólo uno era negro y eso porque estaba en el equipo de natación. No se podía ser más blanco.
La casa era de una sola planta -la gente que se da aires podría llamarla un rancho-, el tipo de casa que probablemente tenía tres dormitorios, un baño, un aseo, y un sótano con una mesa de billar. Myron aparcó el Ford Taurus en la entrada.
Mabel Edwards rondaba los cincuenta, quizás un poco menos. Era una mujer grande, con un rostro carnoso, pelo rizado suelto, y un vestido que parecía hecho con cortinas viejas. Cuando abrió la puerta, le dirigió a Myron una sonrisa que convirtió sus facciones vulgares en algo casi celestial. Las gafas de lectura colgaban de una cadena, apoyadas en su enorme pecho. Había una leve hinchazón en su ojo derecho, restos quizá de una contusión. Sujetaba en la mano algo que parecía ser una labor de punto.
– Dios bendito -dijo la mujer-. Pasa.
Myron la siguió al interior. La casa tenía el olor rancio de los abuelos. Cuando eres un crío, el olor te pone la carne de gallina; cuando eres adulto, quisieras embotellarlo y abrir la botella con una taza de chocolate caliente en un día malo.
– He preparado café. ¿Quieres una taza?
– Con mucho gusto, gracias.
– Siéntate. Ahora mismo vuelvo.
Myron se sentó en un sofá duro con un estampado de flores. Por alguna razón apoyó las manos en el regazo. Como si estuviese esperando a que llegase la maestra. Miró alrededor. Había esculturas africanas de madera como centro de mesa. La repisa de la chimenea estaba ocupada con fotos de familia. Casi todas mostraban a un joven que le resultaba vagamente conocido. El hijo de Mabel Edwards, supuso. Era el típico santuario materno: podías seguir la vida del retoño desde la infancia hasta la adultez con las imágenes de aquellos marcos. Estaba la foto de bebé, los retratos de la escuela con el fondo del arco iris, un gran jugador afro jugando al baloncesto, un baile de colegio, graduaciones, bla, bla, bla. Cursi, sí, pero estos montajes fotográficos siempre conmovían a Myron, se aprovechaban de su sensibilidad extrema como un ñoño anuncio de Hallmark.
Mabel Edwards entró en la sala con una bandeja.
– Nos hemos visto antes.
Myron asintió al tiempo que intentaba recordar. Tenía un difuso recuerdo, pero no conseguía enfocarlo.
– Tú estabas en el instituto. -Le alcanzó una taza con su platito. Después le acercó la bandeja con la crema y el azúcar-. Horace me llevó a uno de tus partidos. Jugabas contra Shabazz.
Myron lo recordó. El primer año, el torneo de Essex County. Shabazz era la abreviatura de Malcolm X Shabazz High School de Newark. En la escuela no había blancos. En el primer equipo había tipos que se llamaban Rhahim y Jalid. Incluso así la escuela estaba rodeada por una cerca de alambre de espino con un cartel que decía: ATENCIÓN, PERROS GUARDIANES.
Perros guardianes en un instituto. Daba que pensar. -Lo recuerdo -dijo Myron.
Mabel soltó una risita corta. Cuando lo hizo, todo su cuerpo se sacudió.
– Lo más divertido que he visto -comentó-. Todos aquellos chicos blanquitos muertos de miedo, los ojos grandes como platos. Tú eras el que se sentía como en casa, Myron.
– Eso fue gracias a su hermano.
Ella sacudió la cabeza.
– Horace decía que eras el mejor de todos con los que había trabajado. Que podías haber sido uno de los grandes. -Se inclinó hacia delante-. Vosotros dos teníais algo especial, ¿no?
– Sí, señora.
– Horace te quería, Myron. No dejaba de hablar de ti. Cuando te seleccionaron, te juro que nunca lo había visto tan feliz. Tú le llamaste, ¿verdad?
– Tan pronto como me enteré.
– Lo recuerdo. Vino aquí y me lo contó todo. -Su voz se volvió nostálgica. Hizo una pausa y se acomodó en el asiento-. Cuando te lesionaron, Horace lloró. Aquel hombretón grande y duro vino a esta casa y se sentó ahí mismo donde estás tú ahora, y lloró como un bebé.
Myron no dijo nada.
– ¿Quieres saber algo más? -continuó Mabel.
Bebió un sorbo de café. Myron sostenía la taza, pero no se podía mover. Consiguió asentir.
– Cuando intentaste volver a jugar el año pasado, Horace estaba muy preocupado. Quería llamarte para decirte que no lo hicieses.
– ¿Entonces por qué no lo hizo?
La voz de Myron sonó ronca. Mabel Edwards le dirigió una sonrisa amable.
– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Horace?
– Desde aquella llamada -dijo Myron-. Inmediatamente después de la selección.
Ella asintió como si aquello lo explicase todo.
– Creo que Horace sabía que estabas dolido. Creo que imaginaba que llamarías cuando estuvieses preparado.
Myron sintió algo se acumulaba en sus ojos. Las «lamentaciones» y los «tendría que haber» intentaron colarse, pero los apartó.
Ahora no tenía tiempo para eso. Parpadeó unas cuantas veces y se llevó la taza a los labios. Después de haber bebido un sorbo, preguntó.
– ¿Ha visto a Horace últimamente?
Ella bajó la taza y observó su rostro.
– ¿Por qué quieres saberlo?
– No se ha presentado a trabajar. Brenda no le ha visto.
– Lo comprendo -dijo Mabel, ahora con un tono un tanto cauto-, pero ¿cuál es tu interés en todo esto?
– Quiero ayudar.
– ¿Ayudar a qué?
– A encontrarlo.
Mabel Edwards esperó un segundo.
– No te lo tomes a mal, Myron, ¿pero a ti en qué te concierne?
– Intento ayudar a Brenda.
Ella se envaró un poco.
– ¿Brenda?
– Sí, señora.
– ¿Sabes que pidió una orden judicial para mantener a su padre alejado de ella?
– Sí.
Mabel Edwards se acomodó las gafas y recogió la labor. Las agujas comenzaron a bailar.
– Creo que quizá no tendrías que meterte en esto, Myron.
– ¿Entonces usted sabe dónde está?
Ella meneó la cabeza.
– No he dicho eso.
– Brenda corre peligro, señora Edwards. Horace podría estar implicado.
Las agujas se detuvieron en seco.
– ¿Crees que Horace haría daño a su propia hija?
Su voz sonó un tanto cortante.
– No, pero puede haber una relación. Alguien entró en el apartamento de Horace. Él hizo la maleta y vació su cuenta bancaria. Creo que puede tener problemas.
Las agujas se movieron de nuevo.
– Si tiene problemas -afirmó Mabel-, quizá lo mejor es que permanezca oculto.
– Dígame dónde está, señora Edwards. Me gustaría ayudar.
Ella permaneció en silencio un buen rato. Tiró de la hebra y continuó tejiendo. Myron echó una ojeada a la habitación. Sus ojos encontraron de nuevo las fotografías. Se levantó y las observó.
– ¿Éste es su hijo? -preguntó.
Ella miró por encima de las gafas.
– Es Terence. Me casé cuando tenía diecisiete, y Roland y yo fuimos bendecidos con su nacimiento un año más tarde. -Las agujas ganaron velocidad-. Roland murió cuando Terence era un bebé. Le dispararon cuando estaba a punto de entrar en casa.
– Lo siento -dijo Myron.
Ella se encogió, mostró una sonrisa triste.
– Terence es el primer licenciado universitario de nuestra familia. La de la derecha es su esposa. Y mis dos nietos.
Myron levantó la foto.
– Una hermosa familia.
– Terence se costeó los estudios de derecho en Yale -continuó ella-. Le votaron para concejal del ayuntamiento cuando sólo tenía veinticinco años. -Por eso le resultaba conocido, pensó Myron. Las noticias de la televisión local o los periódicos-. Si gana en noviembre, será senador del estado antes de cumplir los treinta.
– Debe estar muy orgullosa -opinó Myron.
– Lo estoy.
Myron se volvió para mirarla. Ella le devolvió la mirada.
– Ha pasado mucho tiempo, Myron. Horace siempre confió en ti, pero esto es otra cosa. Nosotros ya no te conocemos. Esas personas que buscan a Horace -se interrumpió para señalar el ojo amoratado-, ¿ves esto?
Myron asintió.
– Dos hombres vinieron aquí la semana pasada. Querían saber dónde estaba Horace. Les dije que no lo sabía.
Myron sintió el calor en el rostro.
– ¿Le pegaron?
Ella asintió, sin apartar su mirada.
– ¿Qué aspecto tenían?
– Blancos. Uno era un hombre muy grande.
– ¿Cómo de grande?
– Quizá de tu tamaño.
Myron medía un metro noventa, pesaba ciento diez kilos.
– ¿Y el otro?
– Flacucho. No mucho mayor. Tenía tatuada una serpiente en el brazo.
Señaló uno de sus inmensos bíceps para indicarle el lugar.
– Por favor, dígame qué sucedió, señora Edwards.
– Tal como te dije. Vinieron a mi casa y querían saber dónde estaba Horace. Cuando les dije que no lo sabía, el grande me pegó en el ojo. El pequeño apartó al grandullón.
– ¿Llamó a la policía?
– No. Pero no porque tuviese miedo. Cobardes como ésos no me asustan. Pero Horace me dijo que no lo hiciese.
– Señora Edwards -dijo Myron-, ¿dónde está Horace?
– Ya he dicho demasiado, Myron. Sólo quiero que lo entiendas. Esas personas son peligrosas. ¿Quién me asegura que tú no trabajas para ellos? Podría ser que tu presencia aquí sólo sea un truco para encontrarlo.
Myron no tenía muy claro qué decir. Afirmar su inocencia serviría de muy poco para calmar sus temores. Decidió dar marcha atrás y encarar el tema desde una perspectiva del todo diferente.
– ¿Qué puede decirme de la madre de Brenda?
Mabel se puso rígida. Dejó caer la labor en el regazo, las gafas de media luna cayeron de nuevo sobre su pecho.
– ¿Por qué demonios preguntas eso?
– Hace unos minutos le dije que alguien entró en el apartamento de su hermano.
– Lo recuerdo.
– Las cartas que le envió su madre a Brenda han desaparecido. Brenda ha estado recibiendo llamadas amenazadoras. En una de ellas le dijeron que llamase a su madre.
El rostro de Mabel se distendió. Sus ojos comenzaron a brillar. Después de pasados unos momentos, Myron lo intentó de nuevo.
– ¿Recuerda cuándo se fugó?
Los ojos de Mabel volvieron a tornarse duros.
– Nunca olvidas el día en que muere tu hermano. -Su voz era poco más que un susurro. Negó con la cabeza-. No sé por qué importa nada de esto. Anita lleva ausente veinte años.
– Por favor, señora Edwards, dígame qué recuerda.
– No hay mucho que decir -manifestó Mabel-. Le dejó una nota a mi hermano y se fugó.
– ¿Recuerda qué decía la nota?
– Algo referente a que ella ya no le amaba, que deseaba una nueva vida.
Mabel Edwards se interrumpió, agitó una mano como si estuviese haciéndose un espacio para ella misma. Sacó un pañuelo del bolso y lo sujetó apretado en una bola.
– ¿Puede decirme cómo era?
– ¿Anita? -Ahora sonrió, pero el pañuelo continuó preparado-. Yo les presenté. Anita y yo trabajábamos juntas.
– ¿Dónde?
– En la mansión Bradford. Éramos doncellas. Por aquel entonces éramos jóvenes, apenas con veinte años. Yo sólo trabajé allí seis meses. Pero Anita permaneció durante seis años, matándose para aquellas personas.
– ¿Cuando dice la mansión Bradford…?
– Me refiero a los Bradford. Anita en realidad era una sirvienta. Para la vieja dama la mayor parte del tiempo. Aquella mujer debe tener ahora alrededor de ochenta. Pero todos viven allí. Los niños, los nietos, los hermanos, las hermanas. Como en Dallas. Eso no puede ser sano, ¿verdad?
A Myron no se le ocurría ningún comentario al respecto.
– De todas maneras, cuando conocí a Anita, pensé que era una muchacha muy buena excepto -miró al aire, como si buscase las palabras correctas, luego meneó la cabeza porque no estaban allí-, bueno, era demasiado hermosa. No sé qué más decir. Una belleza así destroza el cerebro de un hombre, Myron. Ahora Brenda…, ella es atractiva, supongo, exótica, creo que lo llaman. Pero Anita… espera, te buscaré una foto.
Se levantó con agilidad y casi flotó fuera de la habitación. A pesar de su tamaño, Mabel se movía con la gracia de una atleta natural. Horace también se movía así, combinando el tamaño con la finura de una forma casi poética. Tardó menos de un minuto, y cuando volvió, le dio una foto. Myron la observó.
Una bomba. Era una bomba pura, sin diluir, que te dejaba sin aliento, con las rodillas temblando. Myron comprendió el poder que una mujer así debía tener sobre un hombre. Jessica tenía esa clase de belleza. Era embriagante y más que aterradora.
Observó la foto. Una joven Brenda -de cuatro o cinco años- sujetaba la mano de su madre y sonreía feliz. Myron intentó imaginarse a Brenda sonriendo ahora de esa manera, pero conseguía formar la imagen. Había un parecido entre madre e hija, pero como Mabel había señalado, Anita Slaughter era desde luego más hermosa -al menos en el sentido convencional-, con unas facciones más marcadas y definidas, mientras que las de Brenda parecían más largas y casi mal emparejadas.
– Anita clavó un puñal en el corazón de Horace cuando se fugó -señaló Mabel Edwards-. Nunca se recuperó. Brenda tampoco. Era una niña pequeña cuando su mamá se marchó. Lloró todas las noches durante tres años. Incluso cuando fue en el instituto, Horace me contó que llamaba a su mamá en sueños.
Myron por fin apartó la mirada de la foto.
– Quizá no se fugó.
Mabel entrecerró los ojos.
– ¿A qué te refieres?
– Tal vez se trató de un crimen.
Una sonrisa triste cruzó el rostro de Mabel Edwards.
– Lo comprendo -dijo en voz baja-. Miras esa foto y no lo puedes aceptar. No puedes creer que una madre pueda abandonar a una criatura tan dulce. Lo sé. Es duro. Pero lo hizo.
– La nota bien pudo haber sido una falsificación -sugirió Myron-. Para desviar a Horace de la pista.
Ella meneó la cabeza.
– No.
– No puede estar segura…
– Anita me llama.
Myron se quedó de piedra.
– ¿Qué?
– No muy a menudo. Quizás una vez cada dos años. Pregunta por Brenda. Le suplico que vuelva. Ella cuelga.
– ¿Tiene idea desde dónde llama?
Mabel negó con la cabeza.
– Al principio sonaba como si fuese larga distancia. Había estática. Siempre he creído que estaba en el extranjero.
– ¿Cuándo fue la última vez que la llamó?
Esta vez no hubo titubeos.
– Hace tres años. Le hablé de Brenda, de que había ingresado en la Facultad de Medicina.
– ¿Nada desde entonces?
– Ni una palabra.
– ¿Está del todo segura de que era ella?
Myron comprendió que estaba dando palos de ciego.
– Sí. Era Anita.
– ¿Horace sabía de esas llamadas?
– Al principio se lo dije. Era como reabrir una herida que no se hubiese cerrado del todo. Así que dejé de hacerlo. Pero pensé que a lo mejor ella también lo había llamado.
– ¿Por qué lo dice?
– Mencionó algo al respecto una vez que se había pasado de la raya con la bebida. Cuando se lo volví a preguntar, lo negó, y yo no insistí. Tienes que entenderlo, Myron. Nunca hablábamos de Anita. Pero ella siempre estaba ahí. En la habitación con nosotros. ¿Entiendes lo que te digo?
El silencio apareció como una cortina de nubes. Myron esperó a que se dispersasen, pero continuó allí, espesa y pesada.
– Estoy muy cansada, Myron. ¿Podemos continuar hablando de esto en otro momento?
– Por supuesto. -Se levantó-. Si su hermano vuelve a llamar…
– No lo hará. Cree que es posible que nos hayan pinchado el teléfono. No he vuelto a saber nada de él desde hace una semana.
– ¿Sabe usted dónde está, señora Edwards?
– No. Horace dijo que era más seguro de esa manera.
Myron sacó una tarjeta y un bolígrafo. Escribió el número de su móvil.
– Se me puede encontrar en este número las veinticuatro horas del día.
Ella asintió, agotada, el sencillo acto de tender la mano para coger la tarjeta de pronto se le hizo un trabajo muy pesado.