17

El taxi se detuvo en la casa de Bolitar en Livingston.

– Podemos ir a alguna otra parte -intentó él de nuevo.

Brenda meneó la cabeza.

– Sólo hazme un favor.

– ¿Qué?

– No les digas nada de mi padre. Esta noche no.

Myron suspiró.

– De acuerdo, vale.

El tío Sidney y la tía Selma ya estaban allí. También estaban el tío Bernie y la tía Sophie, y sus hijos. Llegaron otros coches mientras él le pagaba al taxista. Su madre apareció corriendo y abrazó a Myron como si los terroristas de Hamás lo acabasen de liberar. También abrazó a Brenda. Todos los demás hicieron lo mismo. Su padre estaba en la barbacoa en la parte de atrás. Ahora era una parrilla a gas, gracias a Dios, así que no tenía necesidad de rociar el carbón con una manguera de gasolina. Llevaba un gorro de cocinero un poco más alto que una torre de control y un delantal que ponía «Vegetariano arrepentido». Brenda fue presentada como una clienta. Su madre se apresuró a apartarla de Myron. Enganchó un brazo alrededor del brazo de Brenda y se la llevó a hacer una gira turística por la casa. Llegaron más personas. Vecinos. Cada uno con una ensalada de pasta, una macedonia o algo por el estilo. Los Dempsey, los Cohen, los Daley y los Weinstein. Los Braun por fin se habían rendido al cálido encanto de Florida, y una pareja más joven que Myron con dos chicos se habían instalado en su casa. Ellos también vinieron.

Comenzaron los festejos. Aparecieron un bate y una pelota. Se formaron dos equipos. Cuando Myron bateó y falló, todos se dejaron caer como abatidos por el viento. Divertido. Todos hablaban con Brenda. Querían saber de la nueva liga femenina, pero se impresionaron mucho más cuando oyeron que Brenda iba a ser doctora. Su padre incluso dejó que Brenda se ocupase de la barbacoa durante un rato, algo que para él equivalía a donar un riñón. El olor de la carne asada llenó el ambiente. Pollo, hamburguesas, perritos calientes de la tienda de Don (mamá compraba los perritos calientes sólo en Don), shish kebabs y también unos cuantos filetes de salmón para los que cuidan de su salud.

Myron no dejaba de cruzar miradas con Brenda. Y ella no dejaba de sonreír.

Los chicos, todos con sus cascos como está mandado, aparcaron las bicis al final de la entrada de coches. El hijo de los Cohen llevaba un pendiente. Todos se burlaban. Él agachaba la cabeza y sonreía. Vic Ruskin le dio a Myron un soplo sobre dónde invertir en bolsa. Myron asintió y lo olvidó de inmediato. Fred Dempsey cogió una pelota de baloncesto del garaje. La hija de los Daley escogió los equipos. Myron tuvo que jugar. También Brenda. Todos se rieron. Myron se comió una hamburguesa con queso entre un lanzamiento y otro. Deliciosa. Timmy Ruskin se cayó y se cortó la rodilla. Lloró. Brenda se agachó y examinó la herida. Le puso una tirita y le sonrió a Timmy. Timmy sonrió radiante.

Pasaron las horas. La oscuridad se acercó poco a poco como ocurre en los cielos de verano suburbanos. La gente comenzó a marcharse. Los coches y las bicicletas desaparecieron. Los padres se alejaron abrazando a sus hijos por el hombro. Las niñas pequeñas volvieron a casa montadas en los hombros de sus papás. Todos se despidieron de mamá y papá con un beso. Myron miró a sus padres. Eran la única familia original que quedaba ahora en el barrio, los abuelos suplentes de la manzana. De pronto a Myron le parecieron viejos. Le asustó.

Brenda se le acercó por detrás.

– Esto es maravilloso -comentó.

Y lo era. Win podía burlarse. A Jessica no le gustaban escenas como éstas -su familia había creado una fachada perfecta para ocultar la podredumbre- y corría de nuevo a la ciudad como si allí encontrase el antídoto. Myron y Jessica a menudo se marchaban de acontecimientos como éste en absoluto silencio. Myron lo pensó. Y pensó de nuevo en aquello que Win había dicho de dar saltos de fe.

– Echaré de menos a tu padre -dijo Myron-. A pesar de no haber hablado con él desde hace diez años, pero lo echaré de menos.

– Lo sé -asintió ella.

Ayudaron a recoger. No había mucho. Habían utilizado platos de papel y tazas y cubiertos de plástico. Brenda y mamá no dejaban de reírse. Mamá no dejaba de echarle miradas a Myron. Las miradas eran un tanto resabiadas.

– Siempre quise que Myron fuese médico -comentó mamá-. ¿No es una sorpresa? ¿Una madre judía que quiere que su hijo sea médico?

Ambas mujeres se rieron.

– Pero se desmaya en cuanto ve la sangre -continuó mamá-. No puede soportarlo. Ni siquiera fue capaz de ver películas de miedo hasta que entró en la universidad. Dormía con la luz encendida hasta que tuvo…

– Mamá.

– Oh, lo estoy avergonzando. Soy tu madre, Myron. Se supone que puedo avergonzarte. No es así, Brenda.

– Faltaría más, señora Bolitar.

– Por enésima vez, llámame Ellen. Y el padre de Myron es Al. Todos nos llaman El Al, ¿lo pillas? Como la línea aérea israelí.

– Mamá.

– Tú calla. Me voy. Brenda, te quedarás esta noche. El cuarto de invitados ya está preparado.

– Gracias, Ellen. Será muy agradable.

Mamá se volvió.

– Os dejaré solos.

Su sonrisa era demasiado feliz.

En el patio de atrás reinaba el silencio. La luna llena era la única fuente de luz. Los grillos cantaban. Ladró un perro. Comenzaron a caminar. Hablaron horas. No del asesinato. No de por qué se había fugado, de Anita, de FJ, de la liga, de los Bradford ni nada de eso. Sólo de Horace.

Llegaron a Burnet Hill, la escuela primaria de Myron. Unos años antes la ciudad había cerrado la mitad del edificio debido a su proximidad a los cables electromagnéticos de alta tensión. Myron había pasado tres años debajo de aquellos cables. Quizá podía explicar algunas cosas.

Brenda se sentó en un columpio. Su piel resplandecía a la luz de la luna. Comenzó a columpiarse levantando las piernas muy arriba. Myron se sentó en el columpio a su lado y se unió a ella en el balanceo. La estructura metálica era fuerte, pero así y todo comenzó a resentirse un poco bajo su peso.

Redujeron la velocidad.

– No me has preguntado por el ataque -dijo ella.

– Ya habrá tiempo.

– Es una historia muy sencilla.

Myron no dijo nada, esperó.

– Fui al apartamento de papá. Estaba borracho. No bebía mucho y cuando lo hacía le sentaba fatal. Apenas si hablaba de forma coherente cuando abrí la puerta. Comenzó a insultarme. Me llamó putita. Luego me empujó.

Myron sacudió la cabeza, sin saber muy bien qué decir. Brenda detuvo el columpio.

– También me llamó Anita.

A Myron se le secó la garganta.

– ¿Creyó que eras tu madre?

Brenda asintió.

– Había tanto odio en sus ojos -dijo-. Nunca lo había visto así.

Myron permaneció quieto. Una teoría comenzaba a formarse poco a poco en su cabeza. La sangre de la taquilla en el hospital. La llamada a los abogados y a los Bradford. La fuga de Horace. Su asesinato. Más o menos encajaba. Pero ahora mismo, no era más que una teoría basada en la más pura especulación. Necesitaba consultarla con la almohada, marinarla en la nevera de su cerebro durante un tiempo, antes de atreverse a exponerla.

– ¿A qué distancia estamos de la casa de los Bradford? -preguntó Brenda.

– Más o menos un kilómetro.

Ella apartó la mirada.

– ¿Todavía crees que mi madre escapó por algo que ocurrió en aquella casa?

– Sí.

Ella se levantó.

– Vamos hasta allí.

– No hay nada que ver. Una reja y unos cuantos arbustos.

– Mi madre cruzó esa verja durante seis años. Con eso me basta. Por ahora.

Cogieron el sendero entre Ridge Drive y Coddington Terrace -Myron no podía creer que aún estuviese allí después de todos esos años- y giraron a la derecha. Las luces en la colina eran visibles desde allí. No había nada más. Brenda se acercó a la reja. El guardia de seguridad la observó. Se detuvo delante de los barrotes de hierro. Ella miró por unos segundos.

El guardia se asomó.

– ¿Puedo ayudarla, señora?

Brenda meneó la cabeza y se alejó.

Volvieron a la casa tarde. El padre de Myron fingía dormir en su sillón. Algunos hábitos son difíciles de erradicar. Myron lo despertó. Él se despertó sobresaltado. Al Pacino nunca habría sobreactuado tanto. Le dirigió una sonrisa de buenas noches a Brenda. Myron le dio un beso a su padre en la mejilla. La mejilla era áspera y olía un poco a Old Spice. Como debía ser.

La cama estaba hecha en la habitación de invitados de la planta baja. La asistenta debía haber venido aquel día porque mamá se mantenía apartada de las tareas domésticas como si fuesen radiactivas. Había sido una madre trabajadora, una de las más temibles abogadas defensoras del estado desde los días anteriores a Gloria Steinem.

Sus padres siempre cogían las bolsas con los productos de baño de los vuelos de primera clase. Le dio una bolsa a Brenda. También le buscó una camiseta y un pantalón de pijama.

Cuando ella le besó con fuerza en la boca, Myron sintió que todo su cuerpo se sacudía. La excitación del primer beso, la absoluta novedad, el maravilloso sabor y olor de ella. Su cuerpo, sustancial, duro y joven, abrazado contra el suyo. Myron nunca se había sentido tan perdido, tan ebrio, tan carente de peso. Cuando sus lenguas se encontraron, Myron sintió una descarga y se oyó a sí mismo gemir.

Se apartó.

– No deberíamos. Tu padre acaba de morir. Tú…

Ella lo calló con otro beso. Myron le sujetó la nuca con la palma. Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos mientras la sujetaba.

Cuando el beso acabó, se abrazaron con fuerza, jadeantes.

– Si me dices que hago esto porque soy vulnerable -dijo Brenda-, estás equivocado. Y sabes que lo estás.

Él tragó saliva.

– Jessica y yo estamos pasando por un mal momento.

– Tampoco tiene nada que ver -insistió ella.

Myron asintió. Lo sabía. Después de una década de amar a la misma mujer, quizás era lo que más le asustaba. Se apartó.

– Buenas noches -consiguió decir.

Myron corrió escaleras abajo a su vieja habitación en el sótano. Se metió debajo de las sábanas y se las subió hasta la barbilla. Miró los viejos carteles de John Havlicek y Larry Bird. Havlicek, el viejo grande de los Celtic, llevaba en la pared desde que él tenía seis años. Bird se le había unido en 1979. Myron buscó consuelo y quizás una fuga en su vieja habitación, al rodearse a sí mismo de imágenes familiares.

No lo encontró.

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