12

Fueron en el Jaguar de Win a la mansión Bradford porque, como explicó Win, a las personas como los Bradford no les iban los Taurus. Tampoco a Win.

Win dejó a Brenda en el entrenamiento y cogió la ruta 80 hacia Passaic Avenue, cuyas obras de ensanchamiento, que habían comenzado cuando Myron estaba en el instituto, por fin habían concluido. Acabaron en Eisenhower Parkway, una autopista de cuatro carriles que se prolongaba unos ocho kilómetros. Ah, Nueva Jersey.

Un guardia con unas orejas enormes les recibió en la reja de, como decía el cartel, Bradford Farms. Correcto. La mayoría de las granjas son conocidas por sus cercas electrónicas y sus guardias de seguridad. No quieren que nadie entre a robarles las zanahorias y las acelgas. Win se asomó por la ventanilla, le dirigió al tipo una sonrisa altanera, y, de inmediato, le abrieron el paso. Una extraña sensación invadió a Myron cuando entraron. ¿Cuántas veces había pasado por delante de la reja siendo un crío, intentando mirar a través de los densos arbustos para espiar la proverbial hierba verde, imaginando escenarios de la lujuriosa vida llena de aventuras que había dentro de aquellos terrenos impecablemente cuidados?

Ahora sabía que no era así, por supuesto. La finca de Win, Lockwood Manor, hacía que este lugar pareciese un chiringuito abandonado; Myron había visto de cerca cómo vivían los supermillonarios. Ciertamente era bonito, pero bonito no significaba feliz. Vaya. Eso sí que era profundo. Quizá la próxima vez Myron llegaría a la conclusión de que el dinero no hace la felicidad. Permanezcan en antena.

Unas cuantas vacas y ovejas ayudaban a mantener la ilusión de la granja; tal vez para beneficio de la nostalgia o una deducción de impuestos, Myron no lo sabía, aunque tenía sus sospechas. Aparcaron delante de una casa blanca que había pasado por más renovaciones que una anciana estrella de cine.

Un viejo negro vestido con la levita gris de mayordomo atendió la puerta. Les hizo una pequeña reverencia y les pidió que lo acompañasen. En el pasillo había dos gorilas vestidos como hombres del servicio secreto. Myron miró a Win. Win asintió. No eran tipos del servicio secreto. Sólo gorilas. El más grande de los dos les sonrió como si fueran gambas de cóctel en dirección a la cocina. Uno grande. El otro flacucho. Myron recordó la descripción de los atacantes de Mabel Edwards. Poco había que hacer al respecto hasta que no viera el tatuaje, pero valía la pena tenerlo presente. El mayordomo o ayudante de cámara o lo que fuese, les llevó a la biblioteca. Paredes redondas de libros subían hasta una altura de tres pisos, coronados por una cúpula de vidrio que dejaba pasar la cantidad apropiada de luz natural. La habitación parecía un silo reconvertido, o quizás es que simplemente tenía ese aspecto. Difícil de decir. Los libros estaban encuadernados en cuero, ordenados en series y sin tocar. La caoba cereza dominaba la escena. Había pinturas de viejos veleros enmarcadas iluminadas por lámparas y también un gran globo terráqueo antiguo en el centro de la habitación, muy parecido al que Win tenía en su propio despacho. A los ricos les gustan los globos terráqueos antiguos, dedujo Myron. Probablemente tenía algo que ver con el hecho de que eran caros y del todo inútiles.

Las sillas y los sillones eran de cuero con tachones de oro. Las lámparas eran de Tiffany. Un libro abierto estaba colocado estratégicamente como centro de mesa cerca de un busto de Shakespeare. Rex Harrison no estaba sentado a una esquina, vestido con su batín, pero bien podría haber estado.

Como si hubiese sido una señal, se abrió una puerta al otro lado de la habitación, mejor dicho un trozo de una estantería. Myron casi esperó que Bruce Wayne y Dick Grayson entraran a la carrera llamando a Alfred, quizá tumbando la cabeza de Shakespeare, para hacer girar una perilla oculta. Pero no, se trataba de Arthur Bradford, seguido por su hermano Chance. Arthur era muy alto, alrededor de un metro noventa y dos, delgado, y un tanto encorvado debido a su altura pero también pasaba de los cincuenta. Estaba calvo, con pelo muy corto circundando su cabeza. Chance medía menos de metro ochenta, con el pelo castaño ondulado y un aspecto juvenil que hacía imposible calcular su edad, aunque Myron sabía por los recortes de prensa que tenía cuarenta y nueve, tres años más joven que Arthur.

En su papel de perfecto político, Arthur fue en línea recta hacia filos, con una falsa sonrisa preparada, la mano extendida de una manera que tanto podía expresar la voluntad de estrechar sus manos o implicar que el brazo extendido esperaba tocar algo más que sólo carne.

– ¡Windsor! -exclamó Arthur Bradford, y sujetó la mano de Win como si la hubiese estado buscando toda su vida-. Qué alegría volver a verte.

Chance se acercó a Myron como si fuese una cita doble y a él le hubiese tocado bailar con la más fea y ya estuviese acostumbrado.

Win mostró una sonrisa ambigua.

– ¿Conoces a Myron Bolitar?

Los hermanos cambiaron de compañeros de apretón de manos con la eficacia practicada de experimentados bailarines de rigodón. Estrechar la mano de Arthur Bradford fue como estrecharla con un viejo y reseco guante de béisbol. De cerca Myron vio que Arthur Bradford era de huesos grandes, tosco, con grandes facciones y rostro rubicundo. Seguía siendo un campesino debajo del traje y la manicura.

– Nunca nos han presentado -dijo Arthur con una gran sonrisa -, pero todos en Livingston, qué diablos, todos en Nueva Jersey, conocen a Myron Bolitar.

Myron puso su rostro de sorpresa, pero se contuvo de pestañear.

– Le he estado viendo jugar al baloncesto desde que estaba en el instituto -continuó Arthur con gran entusiasmo-, soy un gran aficionado.

Myron asintió, a sabiendas de que ningún Bradford había puesto nunca un pie en el gimnasio del instituto de Livingston. Un político que se apartaba de la verdad. Vaya sorpresa.

– Por favor, caballeros, siéntense.

Todos se acomodaron. Arthur Bradford les ofreció café. Todos aceptaron. Una mujer latina abrió la puerta. Bradford le dijo: «Café, por favor». Otro lingüista.

Win y Myron ocuparon el sofá. Los hermanos se sentaron frente a ellos en sillones de orejas. Trajeron el café en un carrito que podría haber servido como carroza para un baile de palacio. Sirvieron el café, se añadieron el azúcar y la crema de leche. Luego Arthur Bradford, el mismísimo candidato, se encargó de entregarle a Myron y a Win sus tazas. Un tipo normal. Un hombre del pueblo.

Todos muy cómodos. La sirvienta desapareció. Myron se llevó la taza a los labios. El problema con su nueva adicción al café era que sólo bebía el café de los bares, la potente mezcla «gourmet» capaz de disolver el adhesivo más potente. Los cafés preparados en casa le parecían, a su nuevo y exigente paladar, algo filtrado por una rejilla de alcantarilla en una tarde calurosa; esto en un hombre que era incapaz de ver la diferencia entre un Merlot añejo y un Manischewits joven. Pero cuando Myron bebió un sorbo de la taza de porcelana de los Bradford, bueno, los ricos tenían sus trucos. El café era verdadera ambrosía.

Arthur dejó el plato y la taza de porcelana Wedgwood. Se inclinó hacia delante, los antebrazos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas.

– En primer lugar, dejen que les diga que estoy entusiasmado por tenerlos a los dos aquí. Su apoyo significa mucho para mí.

Bradford se volvió hacia Win. El rostro de Win era del todo neutro, paciente.

– Tengo entendido que Lock-Horne e Securities quiere ampliar su oficina de Florham Park y abrir una nueva en Bergen County -continuó Bradford-. Si puedo ser de alguna ayuda, Windsor, por favor, házmelo saber.

Win le hizo un gesto que en nada le comprometía.

– Y si hay algún bono del estado que Lock-Horne e tenga algún interés en suscribir, bueno, estaré a tu disposición.

Arthur Bradford estaba ahora sentado sobre las nalgas, meneando la cola, como si estuviese esperando que le rascasen detrás de las orejas. Win lo recompensó con otro gesto que en nada comprometía. Buen perro. Bradford no había tardado mucho en comenzar con los chanchullos, ¿no? Bradford carraspeó y volvió su atención a Myron.

– Tengo entendido, Myron, que es propietario de una agencia deportiva.

Él intentó imitar el gesto de Win, pero se excedió. No fue lo bastante sutil. Debía de ser algo en los genes.

– Si hay algo que pueda hacer para ayudarle, por favor no dude en pedirlo.

– ¿Puedo dormir en el dormitorio Lincoln? -preguntó Myron.

Los hermanos se quedaron inmóviles por un momento, se miraron el uno al otro, y luego estallaron en una carcajada. Sus risas eran tan sinceras como el pelo de un telepredicador. Win de dirigió una mirada a Myron. La mirada decía: «Adelante».

– En realidad, señor Bradford…

A través de su risa él levantó una mano del tamaño de una almohada y dijo:

– Por favor, Myron, Arthur.

– Arthur, bien. Hay algo que puede hacer por nosotros.

Las carcajadas de Arthur y Chance se redujeron a risitas antes de desaparecer como una canción en la radio. Sus rostros se endurecieron ligeramente. Comenzaba el partido. Ambos se inclinaron hacia la zona de ataque, como una señal de que iban a escuchar el problema de Myron con cuatro de las más comprensivas orejas que existían.

– ¿Recuerdan a una mujer llamada Anita Slaughter? -preguntó Myron.

Eran buenos, los dos, políticos de pura sangre, pero con todo sus cuerpos se sacudieron como si hubiesen recibido una descarga eléctrica. Se recuperaron rápido, y se ocuparon con la pretensión de buscar entre sus recuerdos, pero no había ninguna duda. Había tocado un punto sensible.

– No acabo de ubicar el nombre -dijo Arthur, su rostro retorcido como si su proceso mental equivaliese a un parto-. ¿Chance?

– El nombre no me es del todo desconocido -dijo Chance-, pero…

Meneó la cabeza.

No me resulta desconocido. Es encantador cuando hablan en político.

– Anita Slaughter trabajó aquí -añadió Myron-. Hace veinte años. Era una doncella o una criada.

Una vez más el profundo pensamiento. Si Rodin hubiese estado aquí, habría hecho un magnífico bronce con estos dos tipos. Chance mantuvo los ojos en su hermano a la espera de la entrada. Arthur Bradford mantuvo la pose unos segundos más antes de chasquear los dedos de pronto.

– Por supuesto -manifestó-. Anita. Chance, ¿recuerdas a Anita?

– Sí, por supuesto -admitió Chance-. Supongo que nunca llegué a saber su apellido.

Ahora ambos sonreían, como presentadores del telediario de la mañana.

– ¿Durante cuánto tiempo trabajó para ustedes? -preguntó Myron.

– Oh, no lo sé -dijo Arthur-. Uno o dos años, creo. En realidad, no lo recuerdo. Chance y yo no éramos responsables de la servidumbre, por supuesto. De eso se ocupaba mamá.

Ya habíamos llegado a la negación plausible. Interesante.

– ¿Recuerda cuándo dejó el empleo con su familia?

La sonrisa de Arthur Bradford permaneció congelada, pero algo estaba ocurriendo en sus ojos. Sus pupilas se estaban dilatando, y por un momento pareció como si tuviese dificultades para enfocarlas. Se volvió hacia Chance. Ahora ambos parecían inseguros, sin saber muy bien cómo enfrentarse a este súbito asalto frontal, poco dispuestos a responder, pero sin querer perder el potencialmente masivo apoyo de Lock-Horne e Securities.

Arthur tomó la delantera.

– No, no lo recuerdo. -En caso de duda, la evasiva-. ¿Tú sí, Chance?

Chance separó las manos y les dirigió una sonrisa juvenil.

– Tanta gente que entra y sale.

Miró a Win como diciendo «ya sabes cómo funciona». Pero los ojos de Win, como de costumbre, no ofrecieron ningún solaz.

– ¿Renunció o la despidieron?

– Oh, dudo que la despidiesen -se apresuró a decir Arthur-. Mi madre era muy buena con la servidumbre. Rara vez, si es que lo hizo alguna vez, despidió a nadie. No estaba en su naturaleza.

Un político hasta la médula. La respuesta podía ser cierta o no -eso era muy poco relevante para Arthur Bradford- pero bajo ninguna circunstancia una pobre mujer negra despedida de su trabajo como sirvienta por una familia rica quedaría bien en la prensa. Un político lo percibe instintivamente y calcula su respuesta en cuestión de segundos; la realidad y la verdad deben siempre ocupar un puesto secundario ante los dioses del sonido y la percepción.

Myron insistió.

– Por lo que dijo su familia, Anita Slaughter trabajó aquí hasta el día que desapareció.

Ambos eran demasiado listos como para morder el cebo y decir:

«¿Desapareció?», pero Myron decidió no abrir la boca y esperar. Las personas detestan el silencio y a menudo se apresuran a decir algo sólo para romperlo. Era un viejo truco de la poli: no decir nada y dejar que cavasen sus propias tumbas con explicaciones. Con los políticos los resultados siempre eran interesantes: eran lo bastante listos como para saber que debían mantener las bocas cerradas, pero genéticamente eran incapaces de hacerlo.

– Lo siento -acabó por decir Arthur Bradford-. Como dije antes, mamá se encargaba de estos asuntos.

– Entonces quizá deba hablar con ella -dijo Myron.

– Mamá no se encuentra bien. La pobre tiene más de ochenta años.

– Así y todo me gustaría intentarlo.

– Me temo que no va a ser posible.

Ahora había un ligero toque acerado en su voz.

– Comprendo -asintió Myron-. ¿Sabe quién es Horace Slaughter?

– No -contestó Arthur-. Supongo que es un pariente de Anita.

– Su marido. -Myron miró a Chance-. ¿Le conoce?

– No, que yo recuerde -respondió Chance.

No que yo recuerde. Como si fuese un testigo en el estrado, que necesitase dejar una salida.

– Según los registros telefónicos, ha llamado varias veces a las oficinas de su campaña.

– Muchas personas llaman a nuestras oficinas de campaña -dijo Arthur. Después añadió con una pequeña risita-: Al menos eso espero.

Chance también se rió. Estos chicos Bradford eran la mar de divertidos.

– Sí, supongo.

Myron se giró hacia Win. Win asintió. Los dos se levantaron.

– Gracias por vuestro tiempo -dijo Win-. Ya conocemos el camino hasta la salida.

Los dos políticos intentaron no mostrarse demasiado asombrados. Chance por fin acabó por resquebrajarse un poco.

– ¿Qué demonios es esto?

Arthur lo silenció con una mirada. Se levantó para estrecharles la mano, pero Myron y Win ya estaban en la puerta.

Myron se volvió para hacer su mejor interpretación de Colombo.

– Curioso.

– ¿Qué? -preguntó Arthur Bradford.

– Que no recordase mejor a Anita Slaughter. Creía que sí.

Arthur levantó las palmas hacia arriba.

– Hemos tenido a muchísimas personas trabajando aquí a lo largo de los años.

– Es verdad -dijo Myron al tiempo que salía-. ¿Pero cuántas de ellas encontraron el cadáver de su esposa?

Los dos hombres se convirtieron en mármol; quietos, suaves y fríos. Myron no esperó más. Soltó la puerta y siguió a Win.

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