32

El viaje duró una hora. Ya era noche cerrada, y la zona del lago parecía el doble de oscura, como ocurre casi siempre con los lagos. No había farolas. Myron redujo la velocidad. Old Lake Drive era angosto y sólo pavimentado en parte. Al final del camino los faros alumbraron una señal de madera en forma de pescado. El cartel decía «Los Wickner». Myron recordó a la señora Wickner. Se había ocupado del quiosco de comida en el campo de la liga infantil. Su pelo rubio casi tenía el aspecto de la paja con tanta química, y su risa era un retumbar profundo. El cáncer de pulmón se la había llevado hacía diez años. Eli Wickner se había retirado a esta casa solo.

Myron entró en el camino frente a la casa. Los neumáticos levantaron la grava. Se encendieron las luces, sin duda a causa de un sensor de movimiento. Myron detuvo el coche y salió a la noche silenciosa. La casa era del tipo que se denomina saltbox, con el tejado de dos aguas, uno muy largo y el otro corto. Bonita. Al lado mismo del agua. Había embarcaciones en el muelle. Myron prestó atención para oír el chapoteo del agua, pero no oyó nada. El lago mostraba una calma absoluta, como si alguien lo hubiese tapado con un cristal para protegerlo durante la noche. Unas luces dispersas brillaban en la superficie glacial, inmóviles y sin ninguna desviación. La luna colgaba como un pendiente suelto. Los murciélagos estaban posados en una rama como guardias de la reina en miniatura.

Myron se apresuró a ir a la puerta principal. Había luz en el interior, pero Myron no vio ningún movimiento. Llamó a la puerta.

Ninguna respuesta. Volvió a llamar. Entonces sintió el cañón de una escopeta apoyado en la nuca.

– No te vuelvas -dijo Eli.

Myron no lo hizo.

– ¿Vas armado?

– Sí.

– Ponte en posición. Y no hagas que te dispare, Myron. Siempre has sido un buen chico.

– No es necesaria el arma, Eli.

Era tonto decirlo, por supuesto, pero sus palabras no estaban dirigidas a Wickner. Win estaba escuchando al otro lado. Myron hizo un cálculo rápido. Había tardado una hora en llegar hasta allí. Win quizá tardaría la mitad. Tenía que ganar tempo.

Mientras Wickner le cacheaba, Myron olió el alcohol. No era una buena señal. Pensó en moverse, pero se trataba de un poli experimentado, y estaba, a petición de Wickner, en posición. Era difícil hacer algo a partir de esos elementos.

Wickner encontró el arma de Myron de inmediato. Vació las balas en el suelo y se guardó el revólver.

– Abre la puerta -dijo Wickner.

Myron giró el picaporte. Wickner le dio un pequeño empujón. Entró en la casa. El corazón se le cayó a los pies. El miedo le cerró la garganta y se le hizo muy difícil respirar. El cuarto estaba adornado como cabía esperar de una cabaña de pesca: trofeos sobre la repisa de la chimenea, paredes revestidas en madera, un bar, sillas cómodas, una pila de leña bien alta, una vieja alfombra de pelo largo beige. Lo que no era de esperar, por supuesto, eran las huellas teñidas de rojo que marcaban un camino a través del beige.

Sangre. Sangre fresca que llenaba la habitación con un olor a óxido mojado.

Myron se volvió para mirar a Eli. Wickner mantuvo la distancia. La escopeta apuntaba al pecho de Myron. Un blanco fácil. Los ojos de Wickner estaban demasiado abiertos y todavía más enrojecidos que en el campo de la liga infantil. Su piel era como pergamino. Una telaraña de venillas aparecía en la mejilla derecha. Quizá también las había en la mejilla izquierda pero resultaba difícil saberlo debido a las manchas de sangre.

– ¿Tú?

Wickner permaneció en silencio.

– ¿Qué está sucediendo, Eli?

– Entra en la habitación de atrás -le ordenó Wickner.

– No querrás continuar con esto.

– Lo sé, Myron. Ahora da media vuelta y comienza a caminar.

Myron siguió las huellas de sangre como si estuviesen allí para ese cometido. Un macabro sendero a la libertad o algo así. La pared estaba cubierta con fotografías de los equipos de la liga infantil, las primeras de unos treinta y tantos años. En cada foto Wickner aparecía orgulloso junto con sus jóvenes pupilos, sonrientes a la luz del sol en un día despejado. Los carteles sujetos por dos chicos de la primera fila decían Friendly' Ice Cream Senators, Burelles Press Clipping Tigers o Seymour's Luncheonette Indians. Siempre los patrocinadores. Los chicos entrecerraban los ojos, se movían y sonreían sin dientes. Pero todos parecían iguales. Durante los últimos treinta años los chicos habían cambiado muy poco. Pero Eli sí había envejecido, por supuesto. Año tras año las fotos en la pared daban cuenta de su vida. El efecto era más que un poco siniestro.

Fueron a la habitación de atrás. Algo así como un despacho. Había unas fotos en la pared. Wickner recibiendo el premio Livingston Big L. El corte de la cinta cuando bautizaron a la red de protección con su nombre. Wickner vestido de policía con el ex gobernador Brendan Byrne. Wickner recibiendo el premio Raymond J. Clarke como Policía del Año. Una colección de placas, trofeos y bolas de béisbol en pedestales. Un documento enmarcado con el título «Lo que significa ser entrenador para mí», que le había entregado uno de sus equipos. Y más sangre.

El miedo envolvió a Myron como un manto helado que lo ahogó.

En un rincón, tumbado boca arriba, con los brazos extendidos como si se preparase para la crucifixión, estaba el jefe de detectives Roy Pomeranz. Parecía como si alguien le hubiese volcado un cubo de sirope encima de la pechera de la camisa. Sus ojos muertos estaban abiertos y secos.

– Has matado a tu propio compañero -dijo Myron.

De nuevo para Win. Por si acaso llegaba demasiado tarde. Para la posteridad, para incriminar, o para alguna de esas tonterías.

– No hace más de diez minutos -admitió Wickner.

– ¿Por qué?

– Siéntate, Myron. Allí mismo, si no te importa.

Myron se sentó en un butacón de listones de madera.

Con el arma a la altura del pecho, Wickner pasó al otro lado de una mesa. Abrió un cajón, dejó caer dentro el arma de Myron, y después le arrojó a Myron unas esposas.

– Espósate al brazo. No quiero tener que concentrarme tanto en vigilarte.

Myron observó el entorno. Era ahora o nunca. Una vez puestas las esposas, no tendría otra oportunidad. Buscó la manera. Nada. Wickner estaba demasiado lejos y les separaba una mesa. Myron vio un abrecartas en la mesa. Vale, como si él pudiese alcanzarlo y arrojarlo como una estrella de la muerte de las artes marciales y alcanzarle en la yugular. Bruce Lee estaría muy orgulloso.

Como si le hubiese leído el pensamiento, Wickner levantó un poco el arma.

– Póntelas ya, Myron.

Ninguna oportunidad. Tendría que tratar de alargar el tiempo.

Y confiar en que Win llegase enseguida.

Myron cerró la esposa en su muñeca izquierda. Luego cerró la otra alrededor del grueso brazo de madera.

Los hombros de Wickner bajaron un poco, relajándose.

– Tendría que haber adivinado que tendrían pinchado el teléfono -comentó.

– ¿Quiénes?

Wickner pareció no haberle oído.

– La cuestión es que no te puedes acercar a esta casa sin que yo lo sepa. Olvídate de la grava. Tengo sensores de movimiento por todo el lugar. Las luces de la casa se encienden como un árbol de Navidad si te acercas desde cualquier dirección. Los utilizo para espantar a los animales, de lo contrario se meten en la basura. Pero verás, lo sabían. Así que enviaron a alguien en que yo confiaría. Mi viejo compañero.

Myron intentó no perderse.

– ¿Me estás diciendo que Pomeranz vino aquí para matarte?

– No tengo tiempo para tus preguntas, Myron. ¿Quieres saber lo que pasó? Ahora lo sabrás. Y después…

Desvió la mirada y el resto de la frase se evaporó antes de llegar sus labios.

– La primera vez que encontré a Anita Slaughter fue en la parada del autobús en la esquina de Northfield Avenue, donde solía estar la escuela Roosevelt. -Su voz había adquirido el tono de los polis, casi como si estuviese leyendo un informe-. Recibimos una llamada anónima de alguien que utilizaba el teléfono público en el bar de Sam al otro lado de la calle. Dijeron que había una mujer herida y sangrando. Corrijo. Dijeron que una mujer negra estaba sangrando. El único lugar donde veías mujeres negras en Livingston era en la parada del autobús. Venían a limpiar casas o no venían. Si estaban allí por alguna otra razón en aquellos días, bueno, nosotros les indicábamos cortésmente, el error en su actitud y las escoltábamos de nuevo a la parada.

»En cualquier caso, yo estaba de servicio en el coche. Así que recibí la llamada. No había duda, sangraba muchísimo. Alguien le había dado una paliza tremenda. Pero te diré lo que me llamó la atención de inmediato. La mujer era preciosa. Negra como el carbón, pero incluso con aquellos cortes en la cara, era sencillamente hermosa. Le pregunté qué había pasado, pero no me lo dijo. Deduje que era una pelea doméstica. Un follón con el marido. No me gustó, pero en aquellos tiempos no hacíamos gran cosa al respecto. Joder, tampoco hay mucha diferencia en la actualidad. En cualquier caso, insistí en llevarla a San Barnabás. Allí la curaron. Estaba muy con-mocionada, pero por lo demás nada grave. Los rasguños eran muy profundos, como si la hubiese atacado un gato. Pero, vaya, hice mi trabajo y me olvide de todo hasta tres semanas más tarde, cuando recibí la llamada por lo de Elizabeth Bradford.

Sonó un reloj y se oyó el eco. Eli bajó la escopeta y desvió la mirada. Myron miró la muñeca esposada. Estaba bien firme. La silla era pesada. Seguía sin tener una oportunidad.

– Su muerte no fue un accidente, ¿verdad, Eli?

– No -dijo Wickner-. Elizabeth Bradford se suicidó.

Tendió la mano y cogió una vieja pelota de béisbol. La miró como una gitana mira la bola de cristal. Una pelota de la liga infantil con las torpes firmas de los niños de doce años por toda la superficie.

– Mil novecientos setenta y tres -dijo el viejo entrenador con una sonrisa dolida-. El año que ganamos el campeonato estatal. Un gran equipo. -Dejó la pelota-. Amo Livingston. Dediqué mi vida a la ciudad. Pero todo buen lugar tiene dentro una familia Bradford. Para añadir la tentación, supongo. Como la serpiente en el Jardín del Edén. Comienza poco a poco, ¿sabes? Dejas pasar una multa de aparcamiento. Después ves a uno de ellos que se salta el límite de velocidad y miras en otra dirección. Como dije, cosas pequeñas. No te sobornan abiertamente, pero saben cómo ayudar a las personas. Comienzan por arriba. Detienes a un Bradford por conducir borracho, y alguien por encima de ti los deja en libertad, y tú recibes una sanción no oficial. Y los otros polis se cabrean porque los Bradford nos dan a todos entradas para un partido de los Giants o pagan un fin de semana en algún hotel. Cosas por el estilo. Pero en nuestro interior, todos sabemos que está mal. Lo justificamos, pero la verdad es que actuamos mal. Yo actué mal. -Señaló la masa de carne en el suelo-. Roy actuó mal. Siempre supe que algún día aquello volvería para perseguirnos. Sólo que no sabía cuándo. Entonces me tocaste el hombro en el campo, y bueno, lo supe.

Wickner se detuvo, sonrió.

– Me estoy desviando un poco del tema, ¿no?

Myron se encogió de hombros.

– No tengo ninguna prisa.

– Por desgracia, yo sí. -Otra sonrisa que retorció el corazón de Myron-. Te estaba hablando de la segunda vez que encontré a Anita Slaughter. Como dije, fue el día en que Elizabeth Bradford se suicidó. Una mujer que se identificó a sí misma como una criada llamó a la comisaría a las seis de la mañana. No supe que era Anita hasta que llegué. Roy y yo estábamos en mitad de la investigación cuando el viejo nos llamó a aquella lujosa biblioteca. ¿La has visto alguna vez? ¿La biblioteca en el silo?

Myron asintió.

– Los tres estaban allí: el viejo, Arthur y Chance. Por amor de Dios, vestidos con aquellos elegantes pijamas de seda y batas. El viejo nos pidió un pequeño favor. Fue así como lo llamó. Un pequeño favor. Como si nos estuviese pidiendo que le ayudásemos a mover un piano. Quería que informásemos de la muerte como un accidente. Por la reputación de la familia. El viejo Bradford no era lo bastante grosero como para indicar una cantidad de dólares por hacerlo, pero dejó claro que seríamos bien recompensados. Roy y yo nos dijimos, qué más da. Accidente o suicidio, a la larga, a quién le importa. Esa clase de cosas se cambian a todas horas. Nada importante, ¿no?

– ¿Entonces tú le creíste? -preguntó Myron.

La pregunta sacó a Wickner de su bruma.

– ¿A qué te refieres?

– A que fue un suicidio. ¿Aceptasteis su palabra?

– Fue un suicidio, Myron. Tu Anita Slaughter lo confirmó.

– ¿Cómo?

– Ella fue una testigo presencial.

– Te refieres a que encontró el cadáver.

– No, me refiero a que ella vio saltar a Elizabeth Bradford.

Esto le sorprendió.

– Según la declaración de Anita, llegó al trabajo, caminó por la entrada de coches, vio a Elizabeth Bradford sola en el balcón y la vio lanzarse de cabeza.

– Puede que a Anita le dijesen qué debía declarar -señaló Myron.

Wickner meneó la cabeza.

– No.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque Anita Slaughter hizo esta declaración antes de que los Bradford hablasen con ella: por teléfono y cuando llegamos allí. Jo-der, la mayoría de los Bradford aún no se habían levantado. Una vez que comenzó el control de la información, Anita cambió su historia. Fue entonces cuando vino con aquello de haber encontrado el cuerpo cuando llegó.

Myron frunció el entrecejo.

– No lo entiendo. ¿Por qué cambiar la hora del salto? ¿Qué diferencia podía suponer?

– Supongo que querían que fuese de noche para que pareciese más un accidente. Una mujer que resbala por accidente en un balcón mojado durante la noche es más fácil de vender que a las seis de la mañana.

Myron lo pensó. Y no le gustó.

– No había ninguna señal de lucha -continuó Wickner-. Incluso había una nota.

– ¿Qué decía?

– En su mayor parte, cosas que no se entendían. En realidad no lo recuerdo. Los Bradford se la quedaron. Afirmaron que eran pensamientos privados. Pudimos confirmar que era su caligrafía. Era lo único que me importaba.

– Mencionaste en el informe que Anita aún mostraba señales del anterior ataque.

Wickner asintió.

– Entonces debiste sospechar algo.

– ¿Sospechar qué? Por supuesto que me lo pregunté. Pero no consideré ninguna relación. Una criada sufre una paliza tres semanas antes del suicidio de su empleadora. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

Myron asintió con un gesto lento. Se dijo que tenía sentido. Miró el reloj detrás de la cabeza de Wickner. Calculó que faltaban otros quince minutos. Y entonces Win tendría que acercarse con mucho cuidado. Buscar su camino entre los sensores de movimiento llevaría su tiempo. Myron respiró hondo. Win lo conseguiría. Siempre lo hacía.

– Hay algo más -dijo Wickner.

Myron lo miró y aguardó.

– Vi a Anita Slaughter una última vez -añadió Wickner-. Nueve meses más tarde. En el Holiday Inn.

Myron comprendió que estaba conteniendo el aliento. Wickner dejó el arma en la mesa -bien lejos del alcance de Myron-, y cogió la botella de whisky. Bebió un trago, y luego empuñó de nuevo el arma.

Apuntó a Myron.

– Te estarás preguntando por qué te cuento todo esto.

Ahora las palabras de Wickner sonaban un poco chapurreadas. El cañón aún apuntaba a Myron, cada vez más grande, la boca oscura y furiosa que intentaba tragárselo entero.

– El pensamiento pasó por mi mente -dijo Myron.

Wickner sonrió. Después soltó un profundo suspiro, apuntó más bajo y comenzó de nuevo.

– Aquella noche no estaba de servicio. Tampoco Roy. Me llamó a casa y dijo que los Bradford necesitaban un favor. Le dije que los Bradford podían irse al infierno, que no era su servicio de seguridad personal. Pero era pura fanfarronería.

»En cualquier caso, Roy me dijo que me vistiese de uniforme y me encontrase con él en el Holiday Inn. Fui, por supuesto. Nos encontramos en el aparcamiento. Le pregunté a Roy qué pasaba. Me dijo que uno de los chicos Bradford la había vuelto a joder. Le pregunté: «¿Qué ha sido esta vez?». Roy respondió que no sabía los detalles. Un problema con una chica. Se había pasado de la raya o habían tomado demasiadas drogas. Algo así. Hay que entender que esto fue hace veinte años. Palabras como violación no existían entonces. Ibas a una habitación de hotel con un tipo, y digamos que recibías lo que buscabas. No lo estoy defendiendo. Sólo digo cómo era.

»Así que le pregunté qué se suponía que debíamos hacer. Roy dijo que sólo debíamos sellar el piso. Verás, había una boda en marcha y una gran convención. El lugar estaba lleno, y la habitación estaba en un lugar bastante público. Por lo tanto, necesitaban que nosotros mantuviésemos apartada a la gente para que ellos pudieran limpiar lo que fuese que hubiese allí. Roy y yo nos colocamos a cada extremo del pasillo. No me gustaba, pero en realidad no tenía otra alternativa. ¿Qué podía hacer, denunciarlos? Los Bradford ya me tenían enganchado. El pago por arreglar lo del suicidio saldría a la luz. Y también todo el resto. Y no sólo de mí, sino de mis compañeros en el cuerpo. Los polis reaccionan de una forma curiosa cuando se sienten amenazados. -Señaló al suelo-. Mira lo que Roy estaba dispuesto a hacerle a su propio compañero.

Myron asintió.

– Así que sellamos el piso. Entonces vi al supuesto experto en seguridad del viejo Bradford. Un tipejo siniestro. Me meé en los pantalones. Sam algo.

– Sam Richards -dijo Myron.

– Sí, correcto, Richards. Ese tipo. Me soltó el mismo rollo que ya había oído. Un problema con una chica. Nada de qué preocuparse. Él se encargaría de arreglarlo todo. La chica estaba un poco maltrecha, pero ellos se encargarían de atenderla y le pagarían. Todo desaparecería. Así son las cosas con los ricos. El dinero limpia cualquier suciedad. Así que lo primero que ese tipo, Sam, hace es llevarse a la chica. Se supone que no debo verlo. Se supone que debo quedarme al final del pasillo. Pero miré de todas maneras. Sam la había envuelto en una sábana y se la llevaba cargada al hombro como un bombero. Pero por una fracción de segundo miré su rostro. Y supe quién era. Anita Slaughter. Tenía los ojos cerrados. Colgaba sobre su hombro como un saco de patatas.

Wickner sacó un pañuelo a cuadros del bolsillo. Lo desplegó sin prisas y se limpió la nariz como si estuviese limpiando un guardabarros. Después lo plegó y lo guardó de nuevo en el bolsillo.

– No me gustó lo que vi -continuó-. Me acerqué a Roy y le dije que debíamos pararlo. Roy dijo: «¿Y cómo vamos explicar haber estado aquí? ¿Qué vamos a decir, que estábamos ayudando a Bradford a ocultar un delito menor?». Por supuesto tenía razón. No había nada que pudiésemos hacer. Así que volví al final del pasillo. Sam estaba de nuevo en la habitación. Le oí utilizar una aspiradora. Se tomó su tiempo y limpió toda la habitación. Continué diciéndome que no era nada importante. Sólo era una mujer negra de Newark. Joder, todas tomaban drogas, ¿no? Y era hermosa. Sin duda estaba de juerga con uno de los chicos Bradford y las cosas se salieron de madre. Quizá Sam iba a llevarla a algún lugar, buscarle ayuda y darle dinero. Tal como dijo. Así que miré cómo Sam acababa de limpiar. Le vi subir al coche. Y después le vi alejarse con Chance Bradford.

– ¿Chance? -repitió Myron-. ¿Chance Bradford estaba allí?

– Sí. Chance era el chico con problemas. -Wickner se echó hacia atrás. Miró el arma-. Y éste es el final de mi historia, Myron.

– Espera un momento. Anita Slaughter se alojó en aquel hotel con su hija. ¿La viste tú allí?

– No.

– ¿Tienes idea de dónde puede estar Brenda ahora?

– Lo más probable es que esté liada con los Bradford. Como su madre.

– Ayúdame a salvarla, Eli.

Wickner sacudió la cabeza.

– Estoy cansado, Myron. Y no tengo nada más que decir.

Eli Wickner levantó la escopeta.

– Acabará por saberse -dijo Myron-. Incluso si me matas no podrás taparlo todo.

Wickner asintió.

– Lo sé.

No bajó el arma.

– Mi teléfono está conectado -se apresuró a añadir Myron-. Mi amigo ha oído hasta la última palabra. Incluso si me matas…

– También sé eso, Myron. -Una lágrima brotó del ojo de Eli. Le arrojó a Myron una llave pequeña. Para las esposas-. Diles a todos que lo siento.

Después se llevó la escopeta a la boca.

Myron intentó saltar de la silla, la esposa lo retuvo: «¡No!», pero el sonido fue apagado por la detonación de la escopeta. Los murciélagos chillaron y remontaron el vuelo. Luego volvió a reinar el silencio.

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