Myron llamó a Win. Se apresuró a informarle de lo que había pasado.
– Una pérdida de tiempo -afirmó Win.
– Le pegó a una mujer.
– Entonces dispárale en la rodilla. Una herida permanente. Un puntapié en el escroto es un desperdicio.
El manual de la etiqueta de la venganza por Windsor Horne Lockwood III.
– Voy a dejar el móvil conectado. ¿Puedes venir hasta aquí?
– Por supuesto. Por favor evita cualquier nueva violencia hasta que yo esté presente.
En otras palabras: «Deja algo para mí».
El guardia de Bradford Farms se sorprendió al ver a Myron solo. La reja estaba abierta, sin duda a la espera de un trío. Myron no titubeó. Entró sin detenerse. El guardia se asustó. Saltó fuera de su garita. Myron le mostró el meñique, como hacía Oliver Hardy. Incluso imitó la sonrisa de Hardy. Caray, de haber tenido un bombín, también hubiese hecho ese número.
En el momento en que Myron aparcó en la entrada principal, el viejo mayordomo ya le esperaba en el umbral. Se inclinó un poco hacia delante.
– Por favor, sígame, señor Bolitar.
Caminaron por un largo pasillo. Montones de cuadros al óleo en las paredes, la mayoría de hombres a caballo. Un desnudo. Una mujer, por supuesto. Ningún caballo en él. Catalina la Grande había muerto de verdad. El mayordomo giró a la derecha. Entraron en un pasillo de cristal que recordaba un pasillo en la Biosfera o quizás en el Epcot Center. Myron calculó que habían caminado por lo menos unos cincuenta metros.
El criado se detuvo y abrió una puerta. Su rostro era la máscara imperturbable del perfecto mayordomo.
– Por favor entre, señor.
Myron olió el cloro antes de oír los suaves chapoteos.
El sirviente esperó.
– No he traído traje de baño -dijo Myron.
El mayordomo lo miró sin cambiar de expresión.
– Por lo general, uso un tanga -explicó Myron-. Aunque creo que me las podría arreglar con un bikini.
El sirviente parpadeó.
– Puedo pedirle prestado uno suyo -continuó Myron-, si es que tiene.
– Por favor, entre señor.
– De acuerdo, bien, nos mantendremos en contacto.
El mayordomo, o lo que fuese, se marchó. Myron entró. La sala tenía el olor mustio de las piscinas cubiertas. Todo estaba hecho en mármol. Montones de plantas. Había estatuas de una diosa en cada esquina de la piscina. Myron no sabía de qué diosa se trataba. Quizá la diosa de las piscinas cubiertas. El único ocupante de la piscina atravesaba el agua sin hacer ondulaciones. Arthur Bradford nadaba con unos movimientos gráciles, casi perezosos. Llegó al borde de la piscina cerca de Myron y se detuvo. Llevaba unas gafas protectoras tintadas de azul. Se las quitó y se pasó la mano por el cuero cabelludo.
– ¿Qué les ha pasado a Sam y a Mario? -preguntó Bradford.
– Mario. -Myron asintió-. Ése tiene que ser el gigantón, ¿no?
– Se suponía que Sam y Mario debían escoltarle hasta aquí.
– Ya soy mayorcito, Artie. No necesito una escolta.
Bradford por supuesto les había enviado para intimidarlo; Myron necesitaba demostrarle que no había producido el efecto deseado.
– De acuerdo -dijo Bradford, con la voz tensa-. Tengo que nadar otras seis piscinas. ¿Le importa?
Myron hizo un gesto de despreocupación.
– Hey -dijo-. Adelante. No se me ocurre nada más placentero que ver nadar a otro hombre. Se me ha ocurrido una idea. ¿Qué tal si filmamos aquí un anuncio de campaña? El eslogan: Vote por Art, tiene una piscina cubierta.
Bradford casi sonrió.
– De acuerdo. -Salió de la piscina con un movimiento grácil. Su cuerpo era largo, delgado y con la piel lustrosa. Cogió una toalla y señaló dos tumbonas. Myron se sentó en una, pero no se recostó. Arthur Bradford hizo lo mismo-. Ha sido un día largo -comentó Arthur-. Ya llevo hechos cuatro actos de campaña, y todavía tengo tres más esta tarde.
Myron asintió a través de la charla, una manera de alentar a Bradford para que continuase. Bradford captó la indirecta. Se dio una palmada en los muslos.
– Muy bien, usted es un hombre ocupado. Yo soy un hombre ocupado. ¿Vamos al grano?
– Por supuesto.
Bradford se inclinó un poco hacia delante.
– Quiero hablar de su anterior visita.
Myron intentó mantener la expresión neutra.
– ¿Estará de acuerdo conmigo, no, de que fue un tanto extraña?
Myron soltó un sonido. Algo así como un ajá, pero más leve.
– Para decirlo de una forma sencilla, me gustaría saber qué pretendían usted y Win.
– Buscaba respuestas a algunas preguntas -dijo Myron.
– Sí, eso lo entiendo. Mi pregunta es: ¿por qué?
– ¿Por qué, qué?
– ¿Por qué preguntó por una mujer que no ha estado a mi servicio durante veinte años?
– ¿Cuál es la diferencia? Apenas si la recuerda, ¿no?
Arthur Bradford sonrió. La sonrisa dijo que ambos sabían que no era así.
– Me gustaría ayudarle -manifestó Bradford-. Pero primero debo preguntar por sus motivos. -Abrió los brazos-. Después de todo, se trata de unas elecciones importantes.
– ¿Cree que trabajo para Davison?
– Usted y Windsor vinieron a mi casa con falsas pretensiones. Comenzaron a formular preguntas extrañas sobre mi pasado. Le pagó a un agente de policía para que robase el expediente de la muerte de mi esposa. Está relacionado con un hombre que hace poco intentó chantajearme. Y se le ha visto hablando con conocidos criminales vinculados con Davison. -Mostró la sonrisa política, aquella que no puede evitar ser un tanto condescendiente-. Si estuviese en mi lugar, ¿qué pensaría?
– Volvamos atrás -dijo Myron-. Primero, yo no le pagué a nadie para robar un expediente.
– La agente Francine Neagly. ¿Niega haberse reunido con ella en el Ritz Diner?
– No. -Demasiado largo explicar la verdad, ¿y qué sentido tenía?-. Vale, olvídese de ella por ahora. ¿Quién intentó hacerle chantaje?
El mayordomo entró en la sala.
– ¿Té frío, señor?
Bradford se lo pensó un momento.
– Limonada, Mattius. Un vaso de limonada sería divino.
– Muy bien, señor. ¿Señor Bolitar?
Myron dudaba que Bradford tuviese Yoo-Hoo.
– Yo también, Mattius. Pero que la mía que sea extradivina.
Mattius asintió.
– Muy bien, señor.
Salió por la puerta marcha atrás.
Arthur Bradford se envolvió los hombros con una toalla. Después se recostó en la tumbona. Eran tan largas que sus piernas no colgaban por el extremo. Cerró los ojos.
– Ambos sabemos que recuerdo a Anita Slaughter. Como usted señaló, un hombre no olvida el nombre de la persona que encontró el cadáver de su mujer.
– ¿Es ésa la única razón?
Bradford abrió un ojo.
– ¿Perdón?
– He visto fotos de ella -dijo Myron-. Es difícil olvidar a una mujer con su aspecto.
Bradford cerró el ojo. Por un momento no habló.
– Hay muchísimas mujeres atractivas en el mundo.
– Claro que sí.
– ¿Cree que tuve una relación con ella?
– No he dicho tal cosa. Sólo dije que era atractiva. Los hombres recuerdan a las mujeres atractivas.
– Es verdad -admitió Bradford-. Pero verá, ésa es la clase de falso rumor que a Davison le encantaría tener en sus manos. ¿Comprende mi preocupación? Esto es política, y la política es soltar rollos. Cree erróneamente que mi preocupación por este asunto demuestra que tengo algo que esconder. Pero no es el caso. La verdad es que estoy preocupado por la percepción. Sólo porque yo no haya hecho nada no significa que mi oponente no intente hacer ver que lo hice. ¿Me sigue?
– Como un político al soborno -asintió Myron. Pero Bradford tenía razón. Se presentaba a gobernador. Incluso si no había nada, se pondría a la defensiva-. ¿Quién intentó hacerle chantaje?
Bradford esperó un segundo, hizo un cálculo mental, sumó los pros y los contras de decírselo a Myron. El ordenador interno calculó los escenarios. Ganaron los pros.
– Horace Slaughter -contestó.
– ¿Con qué? -preguntó Myron.
Bradford no respondió a la pregunta de forma directa.
– Llamó a mis oficinas de campaña.
– ¿Y le pasaron con usted?
– Dijo que tenía una información incriminatoria sobre Anita Slaughter. Me dije que se trataría de un chiflado, pero el hecho de que supiese el nombre de Anita me preocupó.
«Lo supongo», pensó Myron.
– ¿Qué dijo?
– Quería saber qué había hecho con su esposa. Me acusó de haberla ayudado a fugarse.
– ¿Ayudarla, cómo?
Bradford agitó las manos.
– Dándole apoyo, ayudándola, echándola. No lo sé. Desvariaba.
– Pero ¿qué dijo?
Bradford se sentó. Pasó las piernas por encima del borde de la tumbona. Durante varios segundos observó a Myron como si fuese una hamburguesa y no supiese si era el momento de darle la vuelta.
– Quiero saber cuál es su interés en esto.
Das un poco, recibes un poco. Parte del juego.
– La hija.
– ¿Perdón?
– La hija de Anita Slaughter.
Bradford asintió con un gesto lento.
– ¿No es la jugadora de baloncesto?
– Sí.
– ¿La representa?
– Sí. También era amigo de su padre. ¿Sabe que le han asesinado?
– Salió en el periódico -respondió Bradford. En el periódico. Nunca una respuesta directa. Nunca un sí o un no con este tipo. Después añadió-: ¿Cuál es su relación con la familia Ache?
Algo hizo clic en el fondo de la cabeza de Myron.
– ¿Son los socios criminales de Davison? -preguntó Myron.
– Sí.
– ¿O sea que los Ache tienen interés en que él gane las elecciones?
– Por supuesto. Por eso quiero saber si tiene alguna relación con ellos.
– Ninguna relación -respondió Myron-. Están montando una segunda liga de baloncesto femenino. Quieren contratar a Brenda.
Pero ahora Myron se estaba preguntando cosas. Los Ache se habían reunido con Horace Slaughter. Según FJ, incluso había firmado para que su hija jugase con ellos. Luego Horace incordiaba a Bradford por su mujer muerta. ¿Podía Horace haber estado trabajando para los Ache? Era algo que debía meditar.
Mattius reapareció con las limonadas. Acabadas de exprimir. Frías. Deliciosas, aunque no divinas. De nuevo los ricos. Cuando Mattius dejó la habitación, Bradford se sumergió en aquella fingida expresión de ensimismamiento, que había mostrado con tanta frecuencia en su anterior encuentro. Myron esperó.
– Ser un político -comenzó Bradford- es algo curioso. Todas las criaturas luchan por sobrevivir. Es instintivo, por supuesto. Pero la verdad es que un político es mucho más frío al respecto que los demás. No puede evitarlo. Han asesinado a un hombre, y yo todo lo que veo es la posibilidad de un escándalo político. Es la pura verdad. Mi meta es solamente mantener apartado mi nombre de todo esto.
– Eso no va a suceder -dijo Myron-. No importa lo que usted o yo podamos creer.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– La policía acabará por relacionarlo como lo hice yo. -No le entiendo.
– Vine aquí porque Horace Slaughter le llamó. La policía verá los mismos registros de llamada. Tendrán que investigar.
Arthur Bradford sonrió.
– No se preocupe por la policía.
Myron recordó a Wickner y Pomeranz, y el poder de la familia. Bradford podía tener razón. Myron lo pensó. Y decidió convertirlo en una ventaja.
– ¿Así que me está pidiendo que guarde silencio? -dijo Myron.
Bradford titubeó. Era el momento ajedrecístico. Observar el tablero y tratar de deducir cuál sería la siguiente jugada de Myron.
– Sólo le pido que sea justo.
– ¿Eso qué significa?
– Significa que no tiene ninguna prueba real de que esté involucrado en nada ilícito.
Myron movió la cabeza atrás y adelante. Quizá sí, quizá no.
– Y si me está diciendo la verdad, si no trabaja para Davison, entonces no tendría ninguna razón para perjudicar mi campaña.
– No estoy seguro de que eso sea cierto -dijo Myron.
– Comprendo. -De nuevo Bradford intentó leer las hojas de té-. Entonces doy por hecho que quiere algo a cambio de su silencio.
– Es posible. Pero no es lo que piensa.
– ¿Entonces qué es?
– Dos cosas. Primero, quiero respuesta a algunas preguntas. Respuestas sinceras. Si sospecho que me miente o está preocupado por lo que va a aparecer, lo pondré en la picota. No estoy aquí para avergonzarle. No me importan estas elecciones. Sólo quiero la verdad.
– ¿Y la segunda?
Myron sonrió.
– Ya llegaremos a eso. Primero necesito las respuestas.
Bradford esperó un momento.
– ¿Cómo puede esperar que acepte una condición que desconozco?
– Responda primero a mis preguntas. Si estoy convencido de que me está diciendo la verdad, entonces le diré la segunda condición. Pero si se muestra evasivo, la segunda condición se convierte en irrelevante.
A Bradford no le gustó.
– No creo que pueda acceder.
– Bien. -Myron se levantó-. Que tenga un buen día, Arthur.
– Siéntese.
Esta vez la voz sonó firme.
– ¿Responderá a mis preguntas?
Arthur Bradford lo miró.
– El congresista Davison no es el único que tiene unos amigos poco recomendables.
Myron dejó que las palabras flotasen en el aire.
– Si hay que sobrevivir en política -continuó Bradford-, debes frecuentar a alguno de los elementos más sórdidos del estado. Es la horrible verdad, Myron. ¿Soy bastante claro?
– Sí -dijo Myron-. Por tercera vez en la última hora alguien me está amenazando.
– No parece muy asustado.
– No me asusto fácilmente. -Una media verdad. Mostrar miedo era poco saludable; muestras miedo, y estás muerto-. Así que dejémonos de cháchara. Tengo preguntas. Puedo hacerlas yo. O puede hacerlas la prensa.
Bradford se tomó de nuevo su tiempo. Un hombre la mar de cauteloso.
– Sigo sin entenderle -afirmó-. ¿Cuál es su interés en esto?
Todavía ganando tiempo con preguntas.
– Se lo dije. La hija.
– ¿Cuando vino aquí la primera vez estaba buscando a su padre?
– Sí.
– Vino y acudió a mí porque Horace Slaughter llamó a mi oficina.
Myron asintió. Sin prisa.
Bradford puso otra vez cara de sorprendido.
– ¿Entonces, por Dios bendito, por qué preguntó por mi esposa? Si de verdad su único interés era Horace Slaughter, ¿por qué se mostró tan preocupado por Anita Slaughter y lo que había ocurrido hace veinte años?
En el recinto reinó el silencio, excepto por el leve susurro de las olas de la piscina. La luz se reflejaba en el agua, rebotando aquí y allá como un salvapantallas errante. Habían llegado al momento álgido y los dos hombres lo sabían. Myron lo pensó un momento. Mantuvo los ojos fijos en Bradford y se preguntó cuánto más podía decir y cómo podría aprovecharlo. Negociar. La vida era como ser un agente deportivo, una serie de negociaciones.
– Porque no sólo buscaba a Horace Slaughter -respondió Myron con voz pausada-. Buscaba también a Anita Slaughter.
Bradford luchó por mantener el control de su expresión facial y el lenguaje corporal. Pero las palabras de Myron, así y todo, provocaron una brusca respiración. Su complexión perdió parte del color. El tipo era muy bueno, no había ninguna duda, pero allí había algo.
Bradford habló con voz lenta.
– Anita Slaughter desapareció hace veinte años, ¿no?
– Sí.
– ¿Y cree que todavía está viva?
– Sí.
– ¿Por qué?
Para obtener información, tienes que darla. Myron lo sabía. Tienes que cebar la bomba. Pero ahora la estaba inundando. Era el momento de parar e invertir el flujo.
– ¿A usted por qué le iba a importar?
– No me importa. -Bradford a duras penas sonaba convincente-. Pero di por supuesto que estaba muerta.
– ¿Por qué?
– Parecía una mujer decente. ¿Por qué iba a escapar y abandonar a su hija de esa manera?
– Quizá tenía miedo -señaló Myron.
– ¿De su marido?
– De usted.
Eso lo dejó inmóvil.
– ¿Por qué iba a tener miedo de mí?
– Dígamelo usted, Arthur.
– No tengo ni idea.
Myron asintió.
– Su esposa resbaló por accidente y cayó del balcón hace veinte años, ¿no?
Bradford no respondió.
– Anita Slaughter vino aquí a trabajar una mañana y se encontró a su esposa muerta de una caída -prosiguió Myron-. Resbaló en su propio balcón en una noche lluviosa y nadie se dio cuenta. Usted no. Tampoco su hermano. Nadie. Anita dio por casualidad con el cadáver. ¿No es eso lo que ocurrió?
Bradford no se quebraba, pero Myron intuyó que algunas líneas de fractura comenzaban a abrirse.
– Usted no sabe nada.
– Pues cuéntemelo.
– Amaba a mi esposa. La amaba con toda el alma.
– ¿Entonces qué le pasó a ella?
Bradford respiró hondo varias veces, intentó recuperar el control.
– Se cayó -dijo. Luego, pensó un poco más. Preguntó-: ¿Por qué cree que la muerte de mi esposa tiene algo que ver con la desaparición de Anita? -Su voz era ahora más fuerte, con un poco más de volumen-. Es más, si no recuerdo mal, Anita se quedó con nosotros después del accidente. Dejó el empleo mucho después de la tragedia de Elizabeth.
Muy cierto. Era un punto que continuaba irritando a Myron como un grano de arena en la retina.
– ¿Por qué sigue escarbando en la muerte de mi esposa? -insistió Bradford.
Myron no tenía respuesta, así que se defendió con un par de preguntas.
– ¿Por qué están todos tan preocupados por el expediente de la policía? ¿Por qué están preocupados los polis?
– Por la misma razón que yo -manifestó Bradford-. Es un año de elecciones. Curiosear en los viejos expedientes es una conducta sospechosa. Eso es todo lo que hay. Mi esposa murió en un accidente. Final de la historia. -Su voz seguía aumentando en volumen. En las negociaciones puede haber más cambios que en un partido de baloncesto. Si era así, ahora el juego estaba en manos de Bradford-. Respóndame una pregunta: ¿por qué cree que Anita Slaughter todavía vive? Me refiero, si la familia no ha sabido nada de ella en veinte años.
– ¿Quién dice que no han tenido noticias de ella?
Bradford enarcó una ceja.
– ¿Me está diciendo que las han tenido?
Myron se encogió de hombros. Aquí tenía que ser muy cauteloso. Si Anita Slaughter de verdad se estaba escondiendo de este tipo y si Bradford de verdad creía que estaba muerta, ¿cómo reaccionaría a las pruebas de que aún estaba viva? ¿No sería lógico que intentase buscarla y silenciarla? Un pensamiento interesante. Pero al mismo tiempo, si Bradford le había estado pagando en secreto, como Myron antes había supuesto, sabía que estaba con vida. Como mínimo sabía que ella se había escapado, en lugar de haberse encontrado con un final trágico.
¿Entonces qué estaba pasando?
– Creo que ya he dicho suficiente -manifestó Myron.
Bradford se bebió de un trago el resto de la limonada. Revolvió el contenido de la jarra y se sirvió otro vaso. Hizo un gesto hacia la copa del visitante. Myron negó con otro gesto. Los dos hombres se acomodaron.
– Me gustaría contratarlo -dijo Bradford.
Myron intentó sonreír.
– ¿En calidad de qué?
– Como consejero. Quizá seguridad. Quiero contratarlo para que me mantenga informado de su investigación. Demonios, tengo suficientes imbéciles en nómina para ocuparse del control de daños. ¿Quién mejor que un hombre en el ajo? Usted sería capaz de prepararme para un posible escándalo. ¿Qué me dice?
– Creo que paso.
– No se dé tanta prisa -pidió Bradford-. Tendrá mi cooperación y también la de mi personal.
– Correcto. Y si algo malo sale a la luz, usted lo tapará.
– No niego que estaré interesado en asegurarme de que los hechos se muestren con la luz correcta.
– O en la sombra.
El candidato sonrió.
– No está manteniendo la mirada en el premio, Myron. Su clienta no está interesada en mí o en mi carrera política. Está interesada en encontrar a su madre. Me gustaría ayudar.
– Claro que sí. Después de todo, ayudar a la gente es lo que le llevó a la política.
Bradford sacudió la cabeza.
– Le estoy haciendo una oferta seria, y usted escoge el sarcasmo.
– No es eso. -Era hora de cambiar de nuevo el discurso. Myron escogió las palabras con cuidado-. Incluso si quisiera, no puedo.
– ¿Por qué no?
– Antes le mencioné una segunda condición.
Bradford se llevó un dedo a los labios.
– Así es.
– Ya trabajo para Brenda Slaughter. Ella debe continuar siendo mi interés principal en este asunto.
Bradford se llevó una mano detrás del cuello. Relajado.
– Sí, por supuesto.
– Usted leyó los periódicos. La policía cree que lo hizo.
– Bien, debe admitir que es una buena sospechosa -señaló Bradford.
– Quizás. Pero si la arrestan, tendré que actuar en su mejor interés. -Lo miró a la cara-. Eso significa que tendré que dar cualquier información que lleve a la policía a buscar a otros presuntos sospechosos.
Bradford sonrió. Vio adónde quería ir a parar.
– Incluido yo.
Myron levantó las palmas de las manos y se encogió de hombros.
– ¿Qué otra elección tendría? Mi cliente es lo primero. -Un leve titubeo-. Pero por supuesto nada de esto ocurrirá si Brenda Slaughter continúa en libertad.
Todavía la sonrisa.
– Ah -dijo Bradford.
Myron permaneció inmóvil.
Bradford se levantó y alzó las manos en una posición de alto.
– No diga nada más.
Myron no lo hizo.
– Ese punto se resolverá. -Bradford consultó su reloj-. Ahora debo vestirme. Hay que atender la campaña.
Ambos se levantaron. Bradford tendió la mano. Myron se la estrechó. Bradford no lo había dicho todo, pero Myron tampoco esperaba que lo hiciese. Ambos habían aprendido algo. Myron no tenía claro quién había salido más beneficiado del trato. Pero la primera regla de cualquier negociación es no ser un cerdo codicioso. Si sólo continúas recibiendo, a la larga te sale el tiro por la culata.
Pero aún así, siguió preguntándoselo.
– Adiós -dijo Bradford, todavía estrechándole la mano-. Espero y deseo que me mantenga informado de sus progresos.
Los dos hombres se soltaron. Miró a Bradford. No quería hacerlo, pero no pudo evitar preguntarle.
– ¿Conoce a mi padre?
Bradford inclinó la cabeza y sonrió.
– ¿Él se lo dijo?
– No. Su amigo Sam lo mencionó. -Sam lleva trabajando para mí desde hace mucho. -No le he preguntado por Sam. Le he preguntado por mi padre. Mattius abrió la puerta. Bradford la señaló con un gesto. -¿Por qué no se lo pregunta a su padre, Myron? Quizás le ayude a aclarar la situación.