14

Myron subió de nuevo al Jaguar. Win lo puso en marcha y se alejaron.

– Tu plan Bradford -dijo Win-. Consiste en pincharlo para que se mueva, ¿no es así?

– Así es.

– Entonces se impone una felicitación. Los dos caballeros del vestíbulo de los Bradford acaban de pasar mientras tú estabas dentro.

– ¿Alguna idea de dónde están ahora?

Win meneó la cabeza.

– Lo más probable es que estén cubriendo los dos extremos de la carretera. Nos seguirán. ¿Cómo quieres hacerlo?

Myron lo pensó un momento.

– Todavía no quiero darles ninguna pista. Dejemos que nos sigan.

– ¿Adónde nos dirigimos, oh, gran sabio?

Myron consultó su reloj.

– ¿Cómo tienes tu agenda?

– Tengo que estar de vuelta en el despacho a las dos.

– ¿Puedes dejarme en el entrenamiento de Brenda? Ya cogeré un taxi de regreso.

Win asintió.

– Vivo para ser tu chófer.

Siguieron por la ruta 280 hasta la autopista de Nueva Jersey. Win encendió la radio. La voz de un anuncio advirtió severamente a la gente que no debía comprar colchones por teléfono, sino que debían ir a Sleepy's y «consultar con un profesional de colchones». Profesional de colchones. Myron preguntó si había que hacer un máster o algo por el estilo.

– ¿Vas armado? -preguntó Win.

– La dejé en el coche.

– Abre la guantera.

Myron lo hizo. Había tres armas y varias cajas de municiones. Frunció el entrecejo.

– ¿Esperas una invasión armada?

– Qué comentario más brillante -dijo Win. Señaló un arma-. Coge el 38. Está cargado. Hay una funda debajo del asiento.

Myron fingió renuencia, pero la verdad era que debía haber llevado el arma desde el primer momento.

– Supongo que eres consciente de que el joven FJ no se echará atrás -comentó Win.

– Sí, lo sé.

– Tenemos que matarlo. No tenemos otra elección.

– ¿Matar al hijo de Frank Ache? Ni siquiera tú podrías sobrevivir a eso.

Win esbozó una sonrisa.

– ¿Es un desafío?

– No -se apresuró a decir Myron-. Sólo que no hagas nada por ahora. Por favor. Ya se me ocurrirá alguna cosa.

Win se encogió de hombros.

Pagaron el peaje y pasaron por el área de servicio de Vince Lombardi. A lo lejos Myron aún veía el Meadowlands Sports Complex. El Giants Stadium y el Continental Arena flotaban por encima del enorme pantano que era East Rutherford, Nueva Jersey. Myron miró el Continental por un momento, en silencio, recordando su reciente intento de jugar de nuevo en la liga profesional. No había funcionado, pero ya lo había superado. Le habían privado de jugar al deporte que tanto amaba, pero lo había aceptado, había llegado a un acuerdo con la realidad. Lo había dejado atrás, había seguido adelante, se había desprendido de la furia.

¿Entonces qué importancia tenía si aún pensaba en ello cada día?

– He estado investigando un poco -dijo Win-. Cuando el joven FJ estaba en Princeton, un profesor de geología lo acusó de haber hecho trampas en el examen.

– ¿Y?

– Ratatatata. Y adiós.

Myron lo miró.

– Estás de coña, ¿no?

– Nunca encontraron el cuerpo -añadió Win-. La lengua sí. La enviaron a otro profesor que había estado pensando en presentar los mismos cargos.

Myron sintió que algo aleteaba en su garganta.

– Pudo haber sido Frank, no FJ.

Win meneó la cabeza.

– Frank es un psicótico, pero no malgasta sus esfuerzos. Si Frank se hubiese ocupado, habría hecho unas cuantas amenazas, quizás acompañadas de unos puñetazos bien dados. Pero este exceso no es su estilo.

Myron pensó en ello.

– Tal vez podríamos hablar con Herman o con Frank -propuso-. Para que nos lo quiten de encima.

Win se encogió de hombros.

– Es más fácil matarlo.

– Por favor, no.

Otro encogimiento de hombros. Continuaron la marcha. Win salió por la salida de Grand Avenue. A la derecha había un enorme complejo de casas. A mediados de los ochenta, urbanizaciones como ésa habían florecido como setas por toda Nueva Jersey. Ésta en particular parecía un viejo parque de atracciones o una urbanización en Poltergeist.

– No quiero parecer un quejica -dijo Myron-, pero si FJ consigue matarme…

– Pasaré varias semanas muy divertidas distribuyendo rebanaditas de sus genitales por toda Nueva Inglaterra -afirmó Win-. Después, a lo mejor lo mate.

Myron sonrió.

– ¿Por qué en Nueva Inglaterra?

– Me gusta Nueva Inglaterra -contestó Win. Después añadió-: Me sentiría muy solo en Nueva York sin ti.

Win apretó el botón de play del reproductor de CD. Sonó música de Rent. La preciosa Mimí pidiéndole a Roger que encienda su vela. Fantástico. Myron observó a su amigo. Win no dijo nada más. Para la mayoría de las personas, Win parecía tan sentimental como una nevera. Pero el hecho era que a él sólo le importaban un puñado de personas. Con esos pocos elegidos era muy abierto. De la misma manera que sus manos letales, Win golpeaba a fondo y después se apartaba, dispuesto a eludir.

– Horace Slaughter sólo tenía dos tarjetas de crédito -dijo Myron-. ¿Podrías investigarlas por mí?

– ¿Ninguna ATM?

– Sólo Visa.

Win asintió, anotó los números de las tarjetas. Dejó a Myron en la Englewood High School. Los Dolphins estaban practicando la defensa uno contra uno. Una jugadora tenía que driblar a la defensora de una parte de la cancha a la otra mientras que ésta, agachada, intentaba contenerla. Buena práctica. Extenuante como el demonio, hacía trabajar los cuádriceps al máximo.

Ahora había alrededor de media docena de personas en las gradas. Myron se sentó en la primera fila. En cuestión de segundos la entrenadora se le acercó. Era robusta, con el pelo negro recortado, una camiseta tejida con el logo de los Dolphins de Nueva York en el pecho, pantalón de chándal gris, un silbato, zapatillas de baloncesto Nike.

– ¿Eres Bolitar? -ladró la entrenadora.

Su columna vertebral era una barra de titanio, su rostro duro como la piedra.

– Sí.

– Me llamo Podich. Jean Podich. -Hablaba como un sargento instructor. Se puso las manos a la espalda y se balanceó un poco sobre los talones-. Solía ir a tus partidos, Bolitar.

Muy impresionante.

– Gracias. -Casi añadió señor.

– ¿Todavía juegas?

– Sólo algún partidillo.

– Bien. Tengo una jugadora que se ha torcido el tobillo. Necesito a alguien para completar el equipo.

– ¿Perdón?

La entrenadora Podich no era muy buena utilizando pronombres.

– Tengo aquí a nueve jugadoras, Bolitar. Nueve. Necesito diez. Hay ropa en los vestuarios y zapatillas. Ve a cambiarte.

No era una petición.

– Necesito la rodillera -dijo Myron.

– También tengo. Lo tengo todo. El preparador se ocupará de ti. Venga date prisa, tío.

Ella le dio una palmada, se volvió y se alejó. Myron se quedo quieto por un segundo. Bien. Esto era lo que necesitaba.

Podich hizo sonar su silbato lo bastante fuerte como para destrozarse un órgano interno. Las jugadoras se detuvieron.

– Practicad tiros libres, diez minutos de descanso -ordenó-. Luego partido.

Las jugadoras se alejaron. Brenda se acercó al trote.

– ¿Adónde vas? -preguntó ella.

– Tengo que cambiarme.

Brenda contuvo una sonrisa.

– ¿Qué? -preguntó él.

– Los vestuarios -dijo Brenda-. Lo único que tienen son pantalones cortos de lycra amarillos.

Myron negó con la cabeza.

– Entonces alguien tendría que decírselo.

– ¿A quién?

– A tu entrenadora. Si me pongo unos pantalones cortos amarillos ajustados, no habrá manera de que nadie se concentre en el partido. Brenda se echó a reír.

– Intentaré mantener un comportamiento profesional. Pero si te me pones delante, quizá me vea obligada a pellizcarte el culo.

– No soy un juguete a tu disposición -dijo Myron.

– Qué pena. -Ella lo siguió al vestuario-. Ah, aquel abogado que le escribió a mi padre, Thomas Kincaid.

– Sí.

– Me he acordado dónde oí el nombre antes. Mi primera beca. Cuando tenía doce años. Él era el abogado que se encargaba.

– ¿Qué quieres decir?

– Él firmaba los cheques.

Myron se detuvo.

– ¿Recibías cheques de una beca?

– Por supuesto. La beca lo pagaba todo. La escuela, los libros de texto. Apuntaba los gastos, y Kincaid firmaba los cheques.

– ¿Cómo se llamaba la beca?

– ¿Aquélla? No lo recuerdo. Outreach Education o algo así.

– ¿Durante cuánto tiempo administró la beca Kincaid?

– Cubrió todos los años del instituto. Recibí una beca deportiva para ir al colegio universitario, así que el baloncesto pagó el viaje.

– ¿Qué me dices de la Facultad de Medicina?

– Recibí otra beca.

– ¿El mismo trato?

– Fue otra beca, si es a eso a lo que te refieres.

– ¿Pagaba lo mismo? ¿La matrícula, el alojamiento, los libros?

– Sí.

– ¿También la administraba un abogado?

La muchacha asintió.

– ¿Recuerdas su nombre?

– Sí. Rick Peterson. Tiene el despacho en Roseland.

Myron se quedó pensativo. Algo empezaba a encajar.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Hazme un favor -dijo él-. Tengo que hacer un par de llamadas. ¿Puedes entretener un poco a Frau Brucha?

Ella se encogió de hombros.

– Lo intentaré.

Brenda lo dejó a solas. Los vestuarios eran enormes. Un viejo de ochenta años atendía el mostrador. Le preguntó a Myron la talla. Se la dijo. Dos minutos más tarde el viejo le dio a Myron un montón de prendas. Camiseta roja, calcetines negros con rayas azules, un suspensorio blanco, zapatillas verdes, y, por supuesto, los pantalones cortos de lycra amarillos.

Myron frunció el entrecejo.

– Creo que se ha olvidado de un color -dijo.

El viejo lo miró.

– Tengo un sostén de deporte rojo, si le interesa.

Myron se lo pensó, pero acabó por rechazarlo.

Se puso la camiseta y el suspensorio. Ponerse los pantalones cortos fue como ponerse un traje de neopreno. Todo le apretaba; en realidad no era una sensación desagradable. Cogió el móvil y se apresuró a ir a la sala de entrenamiento. En el camino pasó por delante de un espejo. Tenía el aspecto de una caja de colores de cera dejada demasiado tiempo al sol. Se tumbó en un banco y marcó el número del despacho. Respondió Esperanza.

– MB SportsReps.

– ¿Dónde está Cyndi? -preguntó Myron.

– Comiendo.

Una imagen mental de Godzilla comiéndose a los ciudadanos de Tokio pasó por delante de sus ojos.

– Ya sabes que no le gusta que la llamen Cyndi -añadió Esperanza-. Es Big Cyndi.

– Perdona mi superabundancia de sensibilidad política. ¿Tienes la lista de llamadas de Horace Slaughter?

– Sí.

– ¿Alguna a un abogado llamado Rick Peterson? La pausa fue breve.

– Eres todo un Mannix -dijo ella-. Hay cinco. Las ruedas comenzaron a girar en la cabeza de Myron. Nunca era bueno.

– ¿Algún otro mensaje? -Dos llamadas de la Bruja. -Por favor no la llames así -dijo Myron. «Bruja» suponía en realidad una mejora en los calificativos que Esperanza solía usar para referirse a Jessica (una pista: empieza con p y termina con a). Myron había confiado recientemente en un deshielo entre las dos -Jessica había invitado a Esperanza a comer-, pero ahora reconocía que nada que no fuese un deshielo producido por una bomba atómica podría suavizar ese glaciar. Alguien lo podría confundir con celos. No era así. Cinco años atrás Jessica le había hecho daño a Myron. Esperanza lo había vivido en primera persona. Había visto de cerca el desaguisado.

Algunas personas son rencorosas; Esperanza cogía sus rencores, se los ataba alrededor de la cintura y utilizaba cemento para mantenerlos seguros.

– En cualquier caso, ¿por qué llama aquí? -preguntó Esperanza-. ¿No sabe el número de tu móvil? -Sólo lo utiliza para emergencias.

Esperanza hizo un sonido como si estuviese vomitando en un cucharón.

– Tenéis una relación muy madura. -Por favor, ¿podrías darme el mensaje?

– Quiere que la llames. En el Beverly Wilshire. Habitación seiscientos dieciocho. Debe ser la suite de las putas.

Pues vaya con la mejora. Esperanza le dio el número. Myron lo apuntó.

– ¿Alguna cosa más?

– Llamó tu madre. Que no te olvides de la cena de esta noche. Tu padre se encarga de la barbacoa. Asistirán un montón de tías y tíos.

– Vale, gracias. Te veré esta tarde.

– Estoy impaciente -dijo ella, y colgó.

Myron se sentó. Jessica había llamado dos veces. Vaya.

El preparador físico le arrojó a Myron una rodillera. Él se la puso, sujetándola con el velcro. El preparador comenzó a trabajar en silencio con la rodilla, estirándola. Myron pensó si debía llamar a Jessica ahora y decidió que aún le quedaba tiempo. Tumbado con la cabeza apoyada en una almohada, marcó el número del Beverly Wilshire y pidió que le pasaran con la habitación de Jessica. Ella atendió rápidamente, como si hubiera tenido el teléfono en la mano.

– ¿Hola? -dijo Jessica.

– Hola, preciosa -saludó Myron. El eterno encanto-. ¿Qué haces?

– Acabo de desparramar seis fotografías tuyas en el suelo. Estaba a punto de desnudarme, untarme todo el cuerpo con aceite, y después ondular sobre ellas.

Myron miró al preparador.

– ¿Puedo pedir una bolsa de hielo?

El preparador lo miró extrañado. Jessica se rió.

– Ondular -continuó Myron-. Es una buena palabra.

– Soy escritora -le recordó Jessica.

– ¿Qué tal la costa izquierda?

Costa izquierda. Jerga de moda.

– Soleada. Por aquí hay demasiado sol.

– Entonces vuelve a casa.

Hubo una pausa. Después Jessica dijo:

– Tengo buenas noticias.

– ¿Ah, sí?

– ¿Recuerdas la productora que tiene una opción para Sala de control?

– Claro.

– Quieren que la produzca y coescriba el guión. ¿No es fantástico?

Myron no abrió la boca. Una banda de acero le apretó el pecho.

– Será fantástico -prosiguió ella, con una falsa hilaridad en el tono cauteloso-. Volaré a casa los fines de semana. O tú puedes venir aquí de vez en cuando. Digamos que puedes reclutar unos cuantos clientes por aquí, pillar a unos cuantos de la Costa Oeste. Será fantástico.

Silencio. El preparador acabó y salió de la habitación. Myron tenía miedo de hablar. Pasaron los segundos.

– No seas así -añadió Jessica-. Sé que esto no te hace feliz. Pero funcionará. Te echaré de menos como una loca, ya lo sabes, pero Hollywood siempre destroza mis libros. Es una oportunidad demasiado buena.

Myron abrió la boca, la cerró, probó de nuevo.

– Por favor, ven a casa.

– Myron…

Él cerró los ojos.

– No lo hagas.

– No estoy haciendo nada.

– Estás escapando, Jess. Es lo que haces mejor.

Silencio.

– No es justo -protestó ella.

– A la mierda con lo justo. Te quiero.

– Yo también te quiero.

– Entonces ven a casa -dijo él.

Myron apretó el teléfono con fuerza. Se le tensaban los músculos. Al fondo oyó que la entrenadora Podich hacía sonar aquel maldito silbato.

– Sigues sin confiar en mí -afirmó Jessica en voz baja-. Aún tienes miedo.

– Y tú has hecho mucho para calmar mis temores, ¿no?

Su voz afilada le sorprendió.

La vieja imagen lo sacudió de nuevo. Doug. Un tipo llamado Doug. Cinco años atrás. ¿O se llamaba Dougie? Myron estaba seguro de que así era. No tenía ninguna duda de que sus amigos le llamaban Dougie. «Hey, Dougie, ¿nos vamos de juerga, tío?» Lo más probable era que a ella la llamase Jessie. Dougie y Jessie. Cinco años atrás Myron los había sorprendido, y su corazón se había deshecho como si fuese de ceniza.

– No puedo cambiar lo que pasó -manifestó Jessica.

– Lo sé.

– ¿Entonces qué quieres de mí?

– Quiero que vuelvas a casa. Quiero que estemos juntos.

Ruido estático en la línea. La entrenadora Podich gritó su nombre. Myron sintió algo vibrando en su pecho como un diapasón.

– Estás cometiendo un error -dijo Jessica-. Sé que antes he tenido algún problema con el compromiso…

– ¿Algún problema?

– … pero esto no es así… no estoy huyendo. Te equivocas.

– Quizá sí -admitió él.

Cerró los ojos. Le costaba respirar. Ahora debía colgar. Tendría que ser más duro, mostrar algún orgullo, dejar de llevar el corazón en la mano, a la vista.

– Sólo vuelve a casa, por favor.

Él notaba la distancia, un continente les separaba, sus voces se entrecruzaban con millones de personas.

– Vamos a respirar los dos muy hondo -dijo ella-. Quizá no sea un tema para hablarlo por teléfono.

Más silencio.

– Oye, tengo una reunión -dijo ella-. Ya hablaremos más tarde, ¿vale?

Colgó. Myron sostuvo el teléfono. Estaba solo. Se levantó. Le temblaban las piernas.

Brenda le esperaba en la puerta. Llevaba una toalla alrededor del cuello. Tenía el rostro empapado en sudor. Ella lo miró y preguntó:

– ¿Qué pasa?

– Nada.

Continuó mirándolo. No le creía, pero tampoco quería insistir.

– Bonito equipo -comentó.

Myron se miró las prendas.

– Iba a ponerme un sostén rojo -dijo-. Pero me descompensaba todo el conjunto.

– Mola -opinó Brenda.

Él consiguió sonreír.

– Vamos.

Caminaron por el pasillo.

– ¿Myron?

– ¿Sí?

– Hablamos mucho de mí. -Brenda siguió caminando, sin mirarlo-. No nos moriríamos si cambiamos de papel de vez en cuando. Incluso podría ser bonito.

Myron asintió sin decir nada. Por mucho que le gustase ser más como Clint Eastwood o John Wayne, Myron no era de esos tipos callados, no era el macho duro que se guardaba todos los problemas. Se confesaba con Win y Esperanza. Pero ninguno de los dos le servía de ayuda cuando se trataba de Jessica. Esperanza la odiaba tanto que nunca era capaz de pensar con raciocinio sobre el tema. Y en el caso de Win, bueno, Win no era el hombre indicado para discutir problemas del corazón. Sus opiniones sobre el tema se podrían calificar como conservadoramente aterradoras.

Cuando llegaron a la cancha, Myron se detuvo en seco. Brenda lo miró con una expresión interrogativa. Había dos hombres a un lado. Trajes marrones arrugados, del todo carentes de cualquier estilo o moda. Rostros cansados, pelo corto, barrigones. No cabía ninguna duda para Myron.

Polis.

Alguien les señaló a Myron y Brenda. Los dos hombres se acercaron con un suspiro. Brenda parecía intrigada. Myron se le acercó un poco. Los dos hombres se detuvieron delante de ellos.

– ¿Es usted Brenda Slaughter? -preguntó uno.

– Sí.

– Soy el detective David Pepe, del Departamento de Policía de Mahwah. Mi compañero es el detective Mike Rinsky. Nos gustaría que nos acompañase, por favor.

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