13

– ¿Qué es exactamente lo que hemos conseguido? -preguntó Win cuando cruzaban la reja.

– Dos cosas. Una, quería saber si tenían algo que ocultar. Ahora sé que sí.

– ¿En qué te basas?

– En sus descaradas mentiras y evasivas.

– Son políticos -manifestó Win-. Mienten incluso si les preguntas qué han desayunado.

– ¿Tú no crees que hay algo en todo esto?

– En realidad sí -admitió Win-. ¿Cuál es la segunda cosa?

– Quería inquietarlos un poco.

Win sonrió. Le gustaba la idea.

– ¿Qué haremos ahora, Kemo Sabe?

– Necesitamos investigar la muerte prematura de Elizabeth Bradford -dijo Myron.

– ¿Cómo?

– Ve por South Livingston Avenue. Ya te diré dónde girar.


La comisaría de policía de Livingston estaba junto al Ayuntamiento, en frente de la biblioteca pública y la Livingston High School. Un auténtico centro urbano. Myron entró y preguntó por la oficiala Francine Neagly, Francine había sido compañera de curso de Myron en el instituto, al otro lado de la calle. Confiaba en tener suerte y encontrarla en la comisaría.

Un sargento de aspecto severo, en la mesa de entrada, le informó que la oficiala Neagly «no estaba presente en este momento en particular» -es así como hablan los polis- pero acababa de comunicar que se iba a comer y que estaría en el Ritz Diner.

El Ritz Diner era feo con ganas. El antiguo y digno edificio de ladrillos había sido pintado de color verde alga con la puerta rosa salmón; un esquema de colores demasiado chillón incluso para una carroza de carnaval. Myron lo odiaba. En sus días de gloria, cuando Myron estaba en el instituto, el restaurante había sido un lugar común y corriente, un local de comidas poco pretencioso llamado Heritage. Por aquel entonces estaba abierto las veinticuatro horas, propiedad de griegos, naturalmente -eso parecía ser una ley estatal-, y frecuentado por los chicos del instituto, que comían hamburguesas y patatas fritas, después de una noche de viernes o sábado de no hacer nada. Myron y sus amigos se ponían sus cazadoras de la universidad, iban a los guateques en casas particulares y acababan allí. Intentó recordar qué hacían en aquellas fiestas, pero no le vino a la mente nada especial. En el instituto no bebía -el alcohol lo ponía fatal- y era mojigato hasta la exageración cuando se trataba de drogas. ¿Entonces qué hacía en los guateques? Recordaba la música, por supuesto, los estridentes Doobie Brothers, Steely Dan y Supertramp, y buscar un profundo significado en las letras de las canciones de Blue Oyster Cult («¿Eh, tío, qué crees que Eric quiere decir de verdad cuando dice: "Quiero hacérselo a tu hija en una sucia carretera"?»). Recordaba algún magreo ocasional con una chica, y después evitarse al uno al otro a toda costa durante el resto de su vida estudiantil. Pero eso era casi todo. Ibas a las fiestas porque tenías miedo de perderte algo. Pero nunca ocurría nada. Ahora todo aquello no era más que una mancha monótona e indistinguible.

Lo que sí recordaba -algo que, supuso, siempre estaría en los viejos bancos de la memoria- era volver a casa tarde y encontrar a su padre fingiendo estar dormido en el sillón. No importaba la hora que fuese. Las dos, las tres de la madrugada. Myron no tenía una hora fija de regreso. Sus padres confiaban en él. Pero así y todo su padre se quedaba despierto todas las noches de los viernes y los sábados, sentado en su sillón, preocupado, y cuando Myron metía la llave en la cerradura, fingía dormir. Él sabía que fingía. Su padre sabía que Myron lo sabía. Pero así y todo intentaba colárselo todas las veces.

Win le devolvió a la realidad de un codazo.

– ¿Vas a entrar, o nos quedaremos admirando este monumento al nouveau horror?

– Mis amigos y yo solíamos venir aquí -comentó Myron-. Cuando estaba en el instituto.

Win miró el restaurante, luego a Myron.

– Tíos, erais la hostia.

Win esperó en el coche. Myron encontró a Francine Neagly en el mostrador. Se sentó en el taburete a su lado y luchó contra el deseo de hacerlo girar.

– Ese uniforme de poli mola -dijo Myron, y silbó por lo bajo-. Me pone a cien.

Francine Neagly apenas si apartó la mirada de la hamburguesa.

– Lo mejor es que también lo puedo utilizar para hacer un striptease en una despedida de solteros.

– Ahorras en costes.

– Cuánta razón. -Francine le dio un mordisco a la hamburguesa, que estaba tan cruda que casi gritó-. Tendré que pellizcarme -añadió-, el héroe local aparece en público.

– No armes mucho escándalo.

– Es una suerte que esté aquí. Si las mujeres se descontrolan, les puedo disparar por ti. -Se limpió las manos grasientas-. Oí que te habías marchado de la ciudad.

– Así es.

– Pues por aquí en los últimos tiempos ocurre todo lo contrario. -Cogió otra servilleta del servilletero-. En la mayoría de las ciudades, lo único que oyes es que la gente quiere crecer y largarse. Pero aquí, bueno, todos vuelven a Livingston y crían a sus propias familias. ¿Recuerdas a Santola? Ha vuelto. Tres chicos. ¿Y Friety? Vive en la vieja casa de los Weinbergs. Dos chicos. Jordan vive en Saint Phil's. Rehabilitó lo que era una choza. Tres hijos, todas niñas. Lo juro, la mitad de nuestra clase se ha casado y ha vuelto a la ciudad.

– ¿Qué pasó contigo y Gene Duluca? -preguntó Myron con una sonrisilla.

Ella se echó a reír.

– Lo dejé en mi primer año de universidad. Caray, éramos unos plastas, ¿no?

Gene y Francine habían sido la pareja de la clase. Se pasaban las horas de la comida sentados a una mesa, dándose besos con lengua mientras comían la comida de la cafetería, ambos con los aparatos de ortodoncia sucios con restos de comida.

– Una ciudad colosal -admitió Myron.

Ella dio otro mordisco.

– ¿Quieres pedir algo grasiento y pegajoso? ¿Recordar cómo era?

– Lo haría si tuviese un poco más de tiempo.

– Es lo que dicen todos. ¿Qué puedo hacer por ti, Myron?

– ¿Recuerdas que hubo un muerto en la casa de los Bradford cuando estábamos en el instituto?

Ella se interrumpió en mitad del bocado.

– Ligeramente -contestó.

– ¿Quién se ocupó del asunto en el departamento?

Ella tragó.

– El detective Wickner.

Myron lo recordaba. Siempre con las gafas de espejo. Muy activo en la liga infantil. Sólo le interesaba ganar. Odiaba a los chicos cuando entraban en el instituto y dejaban de adorarlo. Un fanático a la hora de poner multas a los conductores novatos. Pero a Myron siempre le había caído bien. La vieja América. Tan de confianza como una buena caja de herramientas.

– ¿Todavía está en el cuerpo?

Francine negó con la cabeza.

– Está retirado. Se mudó a una cabaña junto al lago en el norte del estado. Pero todavía viene mucho a la ciudad. Frecuenta los campos y estrecha manos. Le pusieron su nombre a una red de protección de un campo de béisbol. Hubo una gran ceremonia.

– Lamento habérmelo perdido -dijo Myron-. ¿El expediente del caso todavía está en comisaría?

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Veinte años.

Francine lo miró. Llevaba el pelo más corto que en el instituto, y los aparatos de ortodoncia habían desaparecido, pero por todo lo demás, era la misma.

– Quizás en el sótano. ¿Por qué?

– Lo necesito.

– Así como así.

Él asintió.

– ¿Va en serio?

– Sí.

– Y quieres que te lo consiga.

– Sí.

Ella se limpió las manos con la servilleta.

– Los Bradford son gente muy poderosa.

– Como si no lo supiese.

– ¿Buscas meterle en algún lío o algo así? Se presenta para gobernador.

– No.

– Supongo que tienes una buena razón para necesitarlo.

– Sí.

– ¿Quieres decirme qué pasa, Myron?

– No si puedo evitarlo.

– ¿Qué tal una pequeña pista?

– Quiero verificar si fue un accidente.

Francine lo miró de nuevo.

– ¿Tienes algo que diga lo contrario?

Myron negó con la cabeza.

– Apenas una sospecha.

Francine Neagly cogió una patata frita y la miró.

– Si encuentras algo, Myron, acudirás a mí, ¿no? No a la prensa. Ni a los de homicidios. A mí.

– Hecho -prometió Myron.

Ella se encogió de hombros.

– Vale. Lo buscaré.

Myron le dio su tarjeta.

– Me alegra haberte visto, Francine.

– Lo mismo digo -dijo Francine, y tragó otro bocado-. ¿Eh, sales con alguien?

– Sí -contestó Myron-. ¿Y tú?

– No. Pero ahora que lo mencionas, creo que echo de menos a Gene.

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