De vuelta en el coche, Myron dijo:
– Has ido demasiado lejos.
– Ajá.
– Lo digo de verdad, Win.
– Tú querías la información. Te la conseguí.
– No de esa manera.
– Oh, por favor. El hombre vino a mí con un bate de béisbol.
– Estaba asustado. Creía que intentábamos hacerle daño a su sobrino.
Win tocó un violín imaginario.
Myron sacudió la cabeza.
– El chico hubiese acabado por decirlo.
– Dudoso. El tal Sam tiene al chico asustado.
– ¿Así que tú tuviste que asustarlo más?
– Eso sería un sí -admitió Win.
– No puedes hacer eso de nuevo, Win. No puedes herir a personas inocentes.
– Ajá -repitió Win. Consultó su reloj-. ¿Ya has acabado?
– ¿Tu necesidad de sentirte moralmente superior está saciada?
– ¿Qué demonios significa eso?
Win lo miró.
– Ya sabes lo que hago -dijo con voz pausada-. Sin embargo, siempre me llamas.
Silencio. El eco de las palabras de Win flotó en el aire, atrapado en la humedad como los humos de los coches. Myron sujetó el volante. Los nudillos se pusieron blancos.
No hablaron de nuevo hasta que llegaron a la casa de Mabel Edwards.
– Sé que eres violento -señaló Myron. Aparcó el coche y miró a su amigo-. Pero la mayoría de las veces sólo haces daño a las personas que se lo merecen.
Win no dijo nada.
– Si el chico no hubiese hablado, ¿hubieses seguido adelante con tu amenaza?
– No es una pregunta correcta -señaló Win-. Sabía que el chico hablaría.
– Pero suponte que no lo hubiese hecho.
Win meneó la cabeza.
– Estás hablando de un tema fuera del reino de lo posible.
– En ese caso, compláceme.
Win se lo pensó un momento.
– Nunca hiero intencionadamente a personas inocentes -afirmó-. Pero nunca hago amenazas en vano.
– Ésa no es una respuesta, Win.
Win miró la casa de Mabel.
– Ve adentro, Myron. Estamos desperdiciando el tiempo.
Mabel Edwards estaba sentada frente a él en un cuarto pequeño.
– Así que Brenda recuerda el Holiday Inn -dijo.
Un leve rastro amarillento del golpe permanecía alrededor de su ojo, pero seguro que desaparecería antes de que lo hiciese el dolor en la entrepierna del grandullón. Los que habían venido a dar el pésame aún seguían en el lugar, pero la casa estaba ahora en silencio; la realidad se aposentaba con la oscuridad. Win estaba afuera, manteniendo la vigilancia.
– Algo muy vago -contestó Myron-. Fue algo más parecido a un déjà vu que algo concreto.
Mabel asintió como si eso tuviese sentido.
– Fue hace mucho tiempo.
– ¿Entonces Brenda estuvo en el hotel?
Mabel bajó la mirada, se arregló el dobladillo del vestido, buscó su taza de té.
– Brenda estuvo allí, con su madre.
– ¿Cuándo?
Mabel sostuvo la taza delante de sus labios.
– La noche que Anita desapareció.
Myron intentó no mostrarse tan confundido.
– ¿Se llevó a Brenda con ella?
– Sí, al principio.
– No lo entiendo. Brenda nunca dijo nada…
– Tenía cinco años. No lo recuerda. O al menos eso es lo que creía Horace.
– Pero usted nunca dijo nada antes.
– Horace no quería que ella lo supiese -dijo Mabel-. Creía que le haría daño.
– Sigo sin entenderla. ¿Por qué Anita se llevó a Brenda al hotel?
Mabel Edwards por fin bebió un sorbo de té. Después dejó la taza con suavidad. Se arregló el vestido de nuevo y jugó con la cadena alrededor del cuello.
– Es tal como te expliqué. Anita le escribió una nota a Horace diciendo que se fugaba. Cogió todo su dinero y se largó.
Myron lo entendió ahora.
– Pero planeaba llevarse a Brenda con ella.
– Sí.
El dinero, pensó Myron. Que Anita se lo hubiese llevado todo siempre le había preocupado. Huir de un peligro era una cosa. Pero dejar a tu hija sin un centavo. Eso parecía de una crueldad terrible. Pero ahora había una explicación. Anita había deseado llevarse a Brenda.
– ¿Entonces qué pasó? -preguntó Myron.
– Anita cambió de opinión.
– ¿Por qué?
Una mujer asomó la cabeza por la puerta. Mabel la fulminó con la mirada, y la cabeza desapareció como un muñeco en una galería de tiro. Myron oía ruidos, la familia y los amigos trajinando en la cocina, preparándose para otro día de duelo. Mabel parecía haber envejecido desde la mañana. La fatiga emanaba de ella como una fiera.
– Anita preparó las maletas de las dos -dijo-. Escapó y las dos se alojaron en aquel hotel. No sé qué pasó entonces. Quizás Anita se asustó. Tal vez comprendió lo imposible que sería escapar con una niña de cinco años. No importa. Llamó a Horace. Lloraba y estaba histérica. Era demasiado para ella -dijo-. Le pidió a Horace que fuese a recoger a Brenda.
Silencio.
– ¿Así que Horace fue al Holiday Inn? -preguntó Myron.
– Sí.
– ¿Dónde estaba Anita?
Mabel se encogió de hombros.
– Supongo que ya había desaparecido.
– ¿Todo esto ocurrió la primera noche de su fuga?
– Sí.
– Por lo tanto, sólo habían pasado unas pocas horas desde que Anita se había fugado, ¿no es así?
– Así es.
– ¿Entonces qué le hizo cambiar a Anita de opinión tan rápido? -preguntó Myron-. ¿Qué pudo hacerle cambiar de decisión y entregar a su hija?
Mabel se levantó con un gran suspiro, y fue hacia el televisor. Sus movimientos fluidos y ágiles se veían envarados por el dolor. Tendió una mano temblorosa y cogió una foto. Se la mostró a Myron.
– Éste es el padre de Terence, Roland -dijo-. Mi marido.
Myron observó la foto en blanco y negro.
– A Roland le dispararon cuando volvía a casa del trabajo. Por doce dólares. Allí mismo, en los escalones de la entrada. Dos disparos en la cabeza. Por doce dólares. -Ahora su voz sonaba monótona, desapasionada-. No lo encajé muy bien. Fue el único hombre al que he querido. Comencé a beber. Terence sólo era un chiquillo, pero se parecía tanto a su padre que apenas si soportaba mirarlo a la cara. Así que bebí más. Entonces comencé a tomar drogas. Dejé de cuidar de mi hijo. Vino el estado y se lo llevó a un orfanato.
Mabel miró a Myron a la espera de una reacción. Él intentó mantener una expresión neutra.
– Anita fue quien me salvó. Ella y Horace me enviaron lejos para que me curase. Me llevó un tiempo, pero me desenganché. Anita se ocupó de Terence durante ese tiempo, para que el estado no me lo quitase. -Mabel cogió las gafas de lectura que le colgaban sobre el pecho y se las colocó sobre la nariz. Entonces miró la imagen de su marido muerto. La añoranza en su rostro era tan tremenda, tan desnuda, que Myron sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos-. Cuando más la necesitaba, Anita siempre estaba a mi lado. Siempre.
Miró de nuevo a Myron.
– ¿Entiendes lo que te digo?
– No, señora, no.
– Anita siempre estaba pendiente de mí -repitió Mabel-. Pero cuando ella tuvo un problema, ¿dónde estaba yo? Sabía que Horace y ella tenían problemas. No hice caso, ella desapareció, ¿y qué hice yo? Intenté olvidarla. Ella huyó, y yo me compré esta bonita casa lejos de los barrios pobres e intenté olvidarlo todo. Si Anita únicamente hubiese dejado a mi hermano, bueno, habría sido terrible. Pero algo asustó tanto a Anita que abandonó a su propia hija. Como si nada. Y yo no dejo de preguntarme qué fue. ¿Qué pudo haberla asustado tanto que veinte años más tarde sigue sin querer volver?
Myron se removió en la silla.
– ¿Ha llegado a alguna respuesta?
– No por mi cuenta -respondió ella-. Pero una vez se lo pregunté a Anita.
– ¿Cuándo?
– Si no recuerdo mal, hace quince años. Cuando llamó para preguntar por Brenda. Le pregunté por qué no volvía para ver a su propia hija.
– ¿Qué respondió?
Mabel lo miró a los ojos.
– Respondió: «Si vuelvo, Brenda muere».
Myron sintió una ráfaga helada en su corazón.
– ¿Qué quiso decir con eso?
– Como si fuese algo cierto. Como uno más uno suman dos. -Dejó la foto en el televisor-. Nunca más se lo pregunté. A mi modo de ver, hay algunas cosas que es mejor no saber nunca.