24

El tráfico del domingo por la tarde seguía siendo escaso. Pasaron por el túnel de Lincoln como si nada. Win jugó con los botones del nuevo reproductor de CD de Myron, y se decidió por una selección de los clásicos de la AM de los setenta. Oyeron «La noche que murió Chicago», seguida por «La noche que se apagaron las luces en Georgia». Myron llegó a la conclusión de que las noches eran peligrosas en los setenta. Después la canción de la película Billy Jack transmitió su mensaje de paz en la Tierra. ¿Recuerdan las películas de Billy Jack? Win sí. De hecho, demasiado bien.

La última canción era un clásico lacrimógeno de los setenta, titulada «Shannon». Shannon muere al principio de la canción. En una voz muy aguda, nos dicen que Shannon se ha ido, que se perdió en el mar. Triste. La canción siempre conmovía a Myron. Mamá tiene el corazón roto por la pérdida. Papá ahora siempre parece cansado. Nada es lo mismo sin Shannon.

– ¿Sabías que Shannon era un perro? -preguntó Win.

– Bromeas.

Win sacudió la cabeza.

– Si escuchas el estribillo con atención, lo sabrás.

– Sólo entiendo la parte en que Shannon se ha perdido en el mar.

– Y luego añade la ilusión de que Shannon encuentre una isla con un árbol de sombra.

– ¿Un árbol de sombra?

– Como el que tenemos en nuestro patio -cantó Win.

– Eso no significa que sea un perro, Win. Quizás a Shannon le gustaba sentarse a la sombra de un árbol. Quizá tenían una hamaca.

– Tal vez -admitió Win-. Pero hay otra pista sutil.

– ¿Cuál?

– En la contratapa del CD dice que la canción es sobre un perro.

Win.

– ¿Quieres que te deje en casa? -preguntó Myron.

Win negó con la cabeza.

– Tengo que ocuparme del papeleo -respondió-. Y creo que es mejor mantenerme cerca.

Myron no discutió.

– ¿Llevas el arma contigo? -preguntó Win.

– Sí.

– ¿Quieres otra?

– No.

Entraron en el aparcamiento Kinney y subieron juntos en el ascensor. En el edificio reinaba el silencio, todas las hormigas se habían marchado del hormiguero. El efecto era un tanto siniestro, como en una de aquellas películas apocalípticas del final-de-la-tierra donde todo se ve abandonado y fantasmal. La campanilla del ascensor resonó en el aire quieto como un trueno.

Myron se bajó en el piso doce. Pese a ser domingo, Big Cyndi estaba en su mesa. Como siempre, todo alrededor suyo parecía diminuto, como en aquel episodio de En los límites de la realidad donde la casa comienza a encogerse, o como si alguien hubiese metido un gran animal de peluche en el Corvette rosa de Barbie. Big Cyndi llevaba una peluca que parecía robada del armario de Carol Channing. Quizá problemas con el pelo, se dijo Myron. Ella se puso de pie y le sonrió. Myron mantuvo los ojos abiertos y se sorprendió de no acabar convertido en piedra.

Big Cyndi medía normalmente un metro noventa y seis, pero hoy llevaba tacones. De aguja. Los tacones gritaron de agonía cuando se levantó. Vestía lo que algunos podrían llamar un traje chaqueta. La camisa era de encaje de la Revolución Francesa, la chaqueta gris con un descosido nuevo en uno de los hombros.

Levantó las manos y giró sobre sí misma para Myron. Imagínense a Godzilla retrocediendo después de haber recibido una descarga de un arma Taser.

– ¿Le gusta? -preguntó ella.

– Muchísimo -dijo Myron.

Parque Jurásico III: el pase de modelos.

– Lo compré en Benny's.

– ¿Benny's?

– En el Village -explicó Big Cyndi-. Es una tienda para travestís. Pero muchas de nosotras, las chicas grandes, también compramos allí.

Myron asintió.

– Muy práctico.

Big Cyndi inhaló una vez, y de pronto se echó a llorar. Aún llevaba demasiado maquillaje, ninguno de ellos a prueba de agua, y muy pronto pareció una lámpara de lava olvidada en el microondas.

– ¡Oh, señor Bolitar!

Corrió hacia él, los brazos extendidos, el suelo crujiendo por el castigo. En su mente apareció una imagen de aquellas escenas de dibujos animados donde los personajes no dejan de caer a través de los suelos y forman siluetas recortadas en cada piso a medida que los atraviesan.

Myron levantó las manos. «¡No! ¡Myron bueno! ¡Myron gusta Cyndi! ¡Cyndi no hacer daño Myron!» Pero el gesto fue inútil.

Ella lo abrazó, lo rodeó con los dos brazos y lo levantó en el aire. Fue como si una cama de agua hubiese cobrado vida y lo hubiese atacado. Cerró los ojos e intentó aguantar.

– Gracias -le susurró ella entre lágrimas.

Por el rabillo del ojo vio a Esperanza. Observaba la escena con los brazos cruzados, y una leve sonrisa. El empleo, recordó de pronto Myron. Volver a contratarla a jornada completa.

– De nada -consiguió decir él.

– No le fallaré.

– Al menos podrías bajarme.

Big Cyndi soltó un ruido que podría ser interpretado como una risita. Los niños de toda la zona chillaron y buscaron las manos de sus mamaítas.

Ella lo bajó con suavidad al suelo como un niño que coloca un bloque en lo alto de una pirámide.

– No lo lamentará. Trabajaré día y noche. Trabajaré los fines de semana. Iré a recogerle la colada. Le prepararé el café. Le buscaré los Yoo-Hoos. Incluso le haré friegas en la espalda.

La imagen de una apisonadora acercándose a un melocotón muy maduro pasó por su mente.

– Un Yoo-Hoo sería estupendo.

– De inmediato.

Big Cyndi corrió hacia la nevera.

Myron se movió hacia Esperanza.

– Hace unas friegas de espalda fenomenales -comentó Esperanza.

– Aceptaré tu palabra.

– Le dije a Big Cyndi que fuiste tú quien quería contratarla a jornada completa.

– La próxima vez -le pidió Myron-, sólo deja que le quite una espina de la zarpa, ¿vale?

Big Cyndi apareció con una lata de Yoo-Hoo.

– ¿Quiere que se lo sacuda, señor Bolitar?

– Yo me ocuparé de eso, Cyndi, gracias.

– Sí, señor Bolitar.

Ella se le acercó de un salto, y Myron recordó la escena cuando el barco zozobra en La aventura del Poseidón. Le dio el Yoo-Hoo. Después sonrió de nuevo. Los dioses se protegieron los ojos.

– ¿Alguna otra noticia sobre el traspaso de Lester? -le preguntó a Esperanza.

– No.

– Ponme a Ron Dixon al teléfono. Prueba con el número de su casa.

Era el turno de Big Cyndi.

– De inmediato, señor Bolitar.

Esperanza se encogió de hombros. Big Cyndi marcó y utilizó su acento inglés. Sonaba como Maggie Smith en una obra de Noel Coward. Myron y Esperanza fueron a su despacho. Le pasaron la llamada.

– ¿Ron? Soy Myron Bolitar, ¿cómo estás?

– Sé perfectamente quién demonios es, imbécil. Tú recepcionista me lo dijo. Es domingo, Myron. El domingo es mi día libre. El domingo es mi día con la familia. Es mi tiempo de calidad. Es mi ocasión para conocer mejor a mis hijos. ¿Entonces por qué me llamas en domingo?

– ¿Vas a traspasar a Lester Ellis?

– ¿Por eso me llamas a casa un domingo?

– ¿Es verdad?

– Sin comentarios.

– Me dijiste que no lo traspasarías.

– Te equivocas. Te dije que no lo pondría activamente en subasta. Si lo recuerdas, señor Súper Agente, tú querías poner una cláusula de aprobación de la venta en su contrato. Te dije que no, a menos que quisieras sacarle cincuenta mil de su sueldo. Te negaste. Ahora aquello vuelve y te muerde en el culo, ¿no es así, listillo?

Myron se removió en la silla, pese al culo dolorido.

– ¿Por quién lo traspasas?

– Sin comentarios.

– No lo hagas, Ron. Es un gran talento.

– Sí. Lo malo es que no sea un gran jugador de béisbol.

– Vas a quedar como un tonto. ¿Recuerdas el cambio de Nolan Ryan por Jim Fregosi? ¿Recuerdas a Babe Ruth -Myron había olvidado por quién lo habían cambiado- cuando los Red Sox lo traspasaron?

– ¿Ahora Lester Ellis es Babe Ruth?

– Hablemos de esto.

– No hay nada de qué hablar, Myron. Ahora, si me perdonas, mi esposa me está llamando. Es curioso.

– ¿Qué es curioso?

– Todo este rollo del tiempo de calidad. Esto de conocer mejor a mis hijos. ¿Sabes qué he aprendido, Myron?

– ¿Qué?

– Odio a mis hijos.

Clic.

Myron miró a Esperanza.

– Ponme con Al Toney, del Chicago Tribune.

– Lo van a traspasar a Seattle.

– Confía en mí.

Esperanza señaló el teléfono.

– No me lo pidas a mí. Pídeselo a Big Cyndi.

Myron apretó el botón del intercomunicador.

– ¿Big Cyndi, podrías ponerme con Al Toney? Tendría que estar en su despacho.

– Sí, señor Bolitar.

Al cabo de un minuto llamó Big Cyndi.

– Al Toney por la línea uno.

– ¿Al? Soy Myron Bolitar.

– Hola, Myron, ¿qué pasa?

– Te debo una, ¿no?

– Como mínimo una.

– Bueno, tengo algo para ti.

– Los pezones se me endurecen mientras hablamos. Dime palabrotas, nena.

– ¿Conoces a Lester Ellis? Mañana lo traspasarán a Seattle.

Lester está entusiasmado. Ha estado incordiando a los Yankees todo el año para que lo traspasen. No podríamos estar más felices.

– ¿Ésa es la gran noticia?

– Eh, es una historia importante.

– Quizás en Nueva York o Seattle. Pero estoy en Chicago, Myron.

– Aun así. Creí que quizá querrías saberlo.

– No vale. Todavía me debes una.

– ¿No quieres mirarte primero los pezones? -preguntó Myron.

– Un momento. -Pausa-. Blandos como uvas maduras. Pero puedo volver a comprobarlo dentro de unos minutos.

– Paso, Al, gracias. Si quieres saber la verdad, no creía que fuese a interesarte pero valía la pena intentarlo. Entre tú y yo, los Yankees están haciendo lo imposible para concretar el traspaso. Quieren que les consiga el máximo de publicidad. Creí que podrías ayudarme.

– ¿Por qué? ¿A quién conseguirán?

– No lo sé.

– Lester es un jugador bastante bueno. Novato, pero bueno. ¿Por qué los Yankees tienen tanto interés en quitárselo de encima?

– ¿No lo publicarás?

Una pausa. Myron casi podía oír el rechinar del cerebro de Al.

– No, si me dices que no lo haga.

– Está lesionado. Un accidente doméstico. Una lesión en la rodilla. Lo mantienen en silencio, pero Lester tendrá que ser intervenido después de la temporada.

Silencio.

– No puedes publicarlo, Al.

– Ningún problema. Eh, tengo que dejarte.

Myron sonrió.

– Hasta luego, Al.

Colgó.

Esperanza lo miró.

– ¿Estás haciendo lo que creo estás haciendo?

– Al Toney es el maestro del trapicheo -explicó Myron-. Prometió que no lo publicaría. No lo hará. Pero trabaja negociando favores. Es el mejor negociador en el ramo.

– ¿Y?

– Así que llamará a un amigo en el Seattle Times y negociará. El rumor de la lesión se correrá. Si se hace público antes de anunciar el traspaso, bueno, está condenado.

Esperanza sonrió.

– Del todo antiético.

Myron se encogió de hombros.

– Digamos que es nebuloso.

– Así y todo me gusta.

– Recuerda siempre el lema de MB SportsReps: el cliente es lo primero.

Ella asintió y añadió:

– Incluso en las relaciones sexuales.

– Eh, somos una agencia que presta todo tipo de servicios. -Myron la miró por unos momentos. Después-: ¿Puedo preguntarte algo?

Ella ladeó la cabeza.

– No sé. ¿Puedes tú?

– ¿Por qué odias a Jessica?

El rostro de Esperanza se nubló. Ella se encogió de hombros.

– Supongo que es un hábito.

– Hablo en serio.

Ella se cruzó de piernas, las descruzó.

– Déjame que solamente siga haciendo comentarios vulgares, vale.

– Eres mi mejor amiga. Quiero saber por qué no te cae bien.

Esperanza exhaló un suspiro, volvió a cruzar las piernas, se arregló un mechón suelto detrás de la oreja.

– Jessica es brillante, lista, divertida, una gran escritora, y no la echaría de la cama por comer galletas.

Bisexuales.

– Pero te hizo daño.

– ¿Y? No es la primera mujer que comete una indiscreción.

– Cierto -asintió Esperanza. Se dio una palmada en las rodillas y se puso de pie-. Supongo que estoy en un error. ¿Puedo irme ya?

– ¿Entonces por qué todavía le guardas rencor?

– Me gustan los rencores -dijo Esperanza-. Son más fáciles que el perdón.

Myron sacudió la cabeza, le hizo una seña para que se sentase.

– ¿Qué quieres que diga, Myron?

– Quiero que me digas por qué no te cae bien.

– Sólo soy un grano en el culo. No lo tomes en serio.

Myron volvió a menear la cabeza.

Esperanza se llevó una mano a la cara. Desvió la mirada por un momento.

– No eres lo bastante duro, ¿vale?

– ¿A qué te refieres?

– A esa clase de dolor. La mayoría de las personas pueden aceptarlo. Yo puedo. Jessica puede. Win por supuesto que puede. Pero tú no. No eres lo bastante duro. Sencillamente no estás hecho de esa manera.

– Entonces quizá sea mi culpa.

– Es culpa tuya -dijo Esperanza-. Al menos en parte. Idealizas demasiado las relaciones, para empezar. Y eres demasiado sensible. Solías exponerte demasiado. Solías abrirte demasiado.

– ¿Eso es tan malo?

Ella titubeó.

– No. De hecho, es una cosa buena, creo. Un tanto ingenuo, pero es mucho mejor que aquellos imbéciles que se lo callan todo. ¿Podemos dejar ya de hablar de este tema?

– Todavía creo que no has respondido a mi pregunta.

Esperanza alzó las manos.

– Ésa es mi mejor respuesta.

Myron retrocedió a la liga infantil, al momento en que recibió el golpe del lanzamiento de Joey Davito, a no volver a poner los pies nunca más en la caja del bateador. Asintió. Solías exponerte, había dicho Esperanza. «Solías.» Un curioso uso de las palabras.

Esperanza se aprovechó del silencio para cambiar de tema.

– Investigué a Elizabeth Bradford.

– ¿Y?

– No hay nada que pueda sugerir que su muerte no fuese otra cosa que un accidente. Puedes hablar con su hermano, si quieres. Vive en Westport. También está en contacto con su cuñado, así que dudo de que llegues a ninguna parte.

Una pérdida de tiempo.

– ¿Algún otro familiar?

– Una hermana que también vive en Westport. Pero está pasando el verano en la Costa Azul.

Otro fallo.

– ¿Alguna cosa más?

– Una cosa que me preocupa un poco -dijo Esperanza-. Elizabeth Bradford era a todas luces un animal social, una dama de sociedad de primer orden. Apenas si pasaba una semana sin que su nombre apareciese en el periódico en una gala u otra. Pero unos seis meses antes de que se cayese del balcón, cesaron todas las menciones.

– Cuando dices cesaron…

– Me refiero del todo. Su nombre no aparecía en ninguna parte, ni siquiera en el periódico local.

Myron lo meditó.

– Quizás estaba en la Costa Azul.

– Puede. Pero su marido no estaba allí con ella. Arthur aún seguía apareciendo con frecuencia.

Myron se echó hacia atrás y giró en la silla. Volvió a mirar los carteles de Broadway detrás de su mesa. Sí, tenían que desaparecer.

– ¿Dijiste que había muchas historias sobre Elizabeth Bradford antes de eso?

– Ninguna historia -lo corrigió Esperanza-. Menciones. Su nombre casi siempre iba precedido por un «Anfitriona de…», «Entre los asistentes…», o «Fotografiados de izquierda a derecha están…».

Myron asintió.

– ¿Aparecía en alguna columna, en artículos generales, o qué?

– El Jersey Ledger solía tener una columna de actos sociales. Se llamaba «Social Soirées».

– Pegadizo.

Myron recordaba la columna vagamente de su infancia. Su madre solía leerla, buscaba en la letra de imprenta los nombres de alguien conocido. Mamá había sido incluso mencionada una vez, con la referencia de «la prominente abogada local Ellen Bolitar». Así fue como quiso que la llamaran durante la semana siguiente. Myron le gritaba: «Eh, mamá» y ella replicaba: «Para ti la prominente abogada local Ellen Bolitar, listillo».

– ¿Quién escribía la columna? -preguntó Myron.

Esperanza le entregó una hoja de papel. Salía la foto de una mujer bonita con un estilizado peinado tipo casco a lo lady Bird Johnson. Su nombre era Deborah Whittaker.

– ¿Crees que podemos conseguir una dirección?

Esperanza asintió.

– No costará mucho.

Se miraron el uno al otro durante un largo lapso de tiempo. La fecha límite de Esperanza colgaba sobre ellos como la guadaña de la muerte.

– No puedo imaginarme que no estés en mi vida -dijo Myron.

– No pasará -respondió Esperanza-. No importa lo que decidas, seguirás siendo mi mejor amigo.

– Las sociedades arruinan las amistades.

– Eso lo dices tú.

– Es lo que sé. -Había eludido la conversación durante demasiado tiempo. Para usar terminología baloncestística, habían movido bien la pelota, pero el marcador de los veinticuatro segundos se había agotado. Ya no podía retrasar más lo inevitable, en la ilusión de que lo inevitable se convertiría en humo y desaparecería en el aire-. Mi padre y mi tío lo intentaron. Acabaron sin hablarse el uno al otro durante cuatro años.

– Lo sé -asintió ella.

– Incluso ahora, su relación no es lo que era. Nunca lo será. Conozco literalmente a docenas de familias y amigos, todos buenas personas, Esperanza, que intentaron sociedades como ésta. No conozco ni un solo caso en que funcionase a largo plazo. Ni uno. Hermano contra hermano. Hija contra padre. Mejor amigo contra mejor amigo. El dinero hace cosas curiosas a las personas.

Esperanza asintió de nuevo.

– Nuestra amistad podrá sobrevivir a cualquier cosa -añadió Myron-, pero no estoy seguro de que pueda sobrevivir a una sociedad.

Esperanza se levantó de nuevo.

– Te buscaré la dirección de Deborah Whittaker. No tardaré mucho.

– Gracias.

– Y te daré tres semanas para la transición. ¿Será suficiente?

Myron asintió, con la garganta seca. Quería decir algo más, pero todo lo que le venía a la mente era incluso más estúpido de lo que lo había precedido.

Sonó el intercomunicador. Esperanza dejó la habitación. Myron apretó el botón.

– ¿Sí?

– El Seattle Times por la línea uno -dijo Big Cyndi.

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