27

La oficina de su padre todavía era un almacén en Newark. Años atrás confeccionaban ropa interior allí. Ya no. Ahora recibían los productos acabados de Indonesia, Malasia o de cualquier otro lugar que empleara mano de obra infantil. Todo el mundo sabía que se cometían abusos, todos seguían vistiéndolas, y todos los clientes seguían comprando los productos porque ahorraban un par de pavos, y para ser honestos, todo el tema era moralmente difuso. Era fácil estar en contra de que los niños trabajasen en fábricas; era fácil estar en contra de pagarle a un chico de doce años doce centavos la hora o lo que fuese; era fácil condenar a los padres y estar en contra de dicha explotación. Mucho más difícil era cuando la alternativa estaba entre los doce centavos o el hambre, la explotación o la muerte.

Más fácil todavía era no pensar mucho en el tema.

Treinta años atrás, cuando confeccionaban las prendas en Newark, su padre tenía a muchos negros trabajando para él. Creía que era bueno con sus trabajadores. Creía que lo consideraban como un patrón benevolente. Cuando estallaron los disturbios de 1968, esos mismos trabajadores le incendiaron cuatro edificios de la fábrica. Papá nunca los había vuelto a mirar de la misma manera.

Eloise Williams había estado con su padre desde antes de los disturbios. «Mientras yo viva -decía a menudo papá-, Eloise tendrá trabajo.» Para él era como una segunda esposa. Lo cuidaba durante la jornada laboral. Discutían, peleaban y se enfadaban el uno con el otro. Había un sincero afecto. Su madre lo sabía todo. «Gracias a Dios, Eloise es más fea que una vaca que pasta en Chernobyl -decía mamá-. Si no, comenzaría a dudar.»

La fábrica textil de su padre había constado de cinco edificios. Ahora sólo quedaba esta nave. Papá la utilizaba para almacenar los envíos de ultramar. Su despacho estaba en el mismo centro y se alzaba casi hasta el techo. Las cuatro paredes eran de cristal y le daban la oportunidad de mirar sobre sus productos como el guardia de una prisión en la torre principal.

Myron subió al trote las escaleras metálicas. Cuando llegó a lo alto, Eloise le recibió con un gran abrazo y un pellizco en la mejilla. Casi esperó que ella sacase algún juguete del cajón de su mesa. Cuando de niño venía de visita, siempre le tenía algo preparado: un revólver de pistones, uno de aquellos planeadores para montar o un tebeo. Pero Eloise esta vez sólo le dio el abrazo y Myron sólo se sintió algo desilusionado.

– Pasa -dijo Eloise.

Nada de llamar. Nada de preguntarle primero a papá.

A través del cristal, Myron vio que su padre estaba al teléfono. Animado. Como siempre. Myron entró. Su padre levantó un dedo.

– Irv, dije mañana. Nada de excusas. Mañana, ¿me has oído?

Domingo y todos continuaban trabajando. El cada vez menor tiempo de ocio de finales del siglo XX.

Papá colgó el teléfono. Observó a Myron y todo su ser brilló. Myron dio la vuelta a la mesa y lo besó en la mejilla. Como siempre, su piel tenía el tacto del papel de lija y olía un poco a Old Spice. Como debía ser.

Su padre vestía como un miembro del Knesset israelí: pantalón negro carbón, con una camisa blanca con el cuello abierto y debajo una camiseta. El vello blanco del pecho asomaba por el espacio entre el cuello de la camisa y la camiseta. Papá era claramente semita: piel oscura y una nariz que las personas amables llamaban prominente.

– ¿Recuerdas Don Rico's? -preguntó papá.

– ¿Aquel restaurante portugués al que solíamos ir?

Papá asintió.

– Ya no está. Cerraron el mes pasado. Manuel atendió de maravilla aquel local durante treinta y seis años. Pero al final no ha podido aguantar más.

– Lamento saberlo.

Papá hizo un sonido burlón y descartó el comentario de Myron con un gesto.

– ¿A quién diablos le importa? Sólo charlo porque estoy un poco preocupado. Eloise dijo que tenías un tono extraño al teléfono. -Su voz se hizo más suave-. ¿Todo va bien?

– Estoy bien.

– ¿Necesitas dinero o alguna otra cosa?

– No, papá, no necesito dinero.

– Pero algo no va bien, ¿no?

Myron se lanzó de cabeza.

– ¿Conoces a Arthur Bradford?

El rostro de papá perdió el color; no poco a poco, sino de una vez. Comenzó a mover las cosas de su mesa. Acomodó las fotos de la familia, se demoró un poco más con una de Myron sosteniendo en alto el trofeo de la NCAA después de capitanear a Duke en la consecución del título. Había una caja vacía de Dunkin's Donuts. La recogió y la tiró a la papelera.

– ¿Por qué lo preguntas? -preguntó papá.

– Estoy enredado en algo.

– ¿Involucra a Arthur Bradford?

– Sí -respondió Myron.

– Entonces desenrédate. Rápido.

Papá se llevó la taza de café a los labios y echó el cuello hacia atrás. La taza estaba vacía.

– Bradford me dijo que te preguntase -añadió Myron-. Arthur y el tipo que trabaja para él.

El cuello de papá volvió a ponerse en su lugar.

– ¿Sam Richards? -Su voz era baja, llena de asombro-. ¿Todavía vive?

– Sí.

– Jesús.

Silencio. Después Myron preguntó:

– ¿Cómo es que los conoces?

Papá abrió el cajón y buscó algo en el interior. Luego le gritó a Eloise. Ella se acercó a la puerta.

– ¿Dónde están las aspirinas? -le preguntó.

– En el último cajón de la derecha. Debajo de la caja de las bandas elásticas. -Eloise se volvió hacia Myron-. ¿Quieres un Yoo-Hoo? -preguntó.

– Sí, por favor.

Tenían Yoo-Hoo. No había estado en el despacho de su padre en casi diez años. Pero aún seguían teniendo su bebida favorita. Papá encontró el frasco y jugó con la tapa. Eloise cerró la puerta al salir.

– Nunca te he mentido -dijo papá.

– Lo sé.

– He intentado protegerte. Es lo que hacen los padres. Protegen a sus hijos. Cuando ven que se acerca un peligro, intentan ponerse en el camino y encajar el golpe.

– No puedes encajar este golpe por mí -señaló Myron.

Papá asintió con un gesto pausado.

– No lo hace más fácil.

– Estaré bien -manifestó Myron-. Sólo necesito saber a qué me enfrento.

– Te enfrentas a la pura maldad. -Papá sacó dos aspirinas y se las tragó sin agua-. Te enfrentas a la crueldad desnuda, a unos hombres que no tienen conciencia.

Eloise entró con el Yoo-Hoo. Vio sus caras, le entregó la bebida a Myron en silencio y salió de nuevo. En la distancia un toro comenzó a pitar con el aviso de marcha atrás.

– Fue uno o dos años después de los disturbios -comenzó papá-. Es probable que fueses demasiado joven para recordarlo, pero los disturbios destrozaron esta ciudad. Hasta el día de hoy la herida nunca se ha cerrado. Es más, todo lo contrario. Es como una de mis prendas. -Señaló las cajas que había abajo-. La prenda se rompe cerca de la costura, y entonces nadie hace nada, así que se continúa rompiendo hasta que se hace pedazos. Así es Newark. Una prenda hecha pedazos.

»En cualquier caso, mis trabajadores acabaron por volver, pero ya no eran las mismas personas. Estaban furiosos. Yo ya no era su empleador. Era su opresor. Me miraban como si yo fuese quien trajo a sus antepasados encadenados a través del océano. Después los provocadores comenzaron a pincharlos. El aviso era claro, Myron. La parte productiva de este negocio se iba al demonio. Los costes laborales eran demasiado altos. La ciudad se estaba hundiendo a marchas forzadas. Entonces los mañosos comenzaron a dirigir a los trabajadores. Querían formar un sindicato. En realidad, lo exigían. Yo me opuse a la idea, por supuesto.

Papá miró a través de la pared de cristal las interminables hileras de cajas. Myron se preguntó cuántas veces había mirado esa misma vista. Se preguntó qué había pensado su padre cuando miraba, que había soñado a lo largo de los años en ese polvoriento almacén. Myron sacudió la lata y la abrió. El sonido sobresaltó un poco a papá. Miró a su hijo y consiguió sonreír.

– El viejo Bradford estaba vinculado a los mañosos que querían montar el sindicato. Fue él quien estaba involucrado en el asunto: gamberros, matones, mañosos que lo controlaban todo, desde las prostitutas al juego clandestino; de pronto todos eran expertos laborales. Pero así y todo luché contra ellos. Y les iba ganando. Así que un día el viejo Bradford envió a su hijo Arthur a este mismo edificio. Para tener una charla conmigo. Sam Richards estaba con él; el muy hijo de puta estaba apoyado en la pared sin decir nada. Arthur se sentó y puso los pies encima de mi mesa. Me dijo que debía aceptar el sindicato. Tenía que apoyarlo. Financieramente. Contribuciones generosas. Le respondí a la pequeña sabandija que había una palabra para eso. Se llamaba extorsión. Le dije que se largase pitando de mi oficina.

Las gotas de sudor aparecieron en la frente de papá. Cogió un pañuelo y se las secó unas cuantas veces. Había un ventilador en una esquina de la oficina. Oscilaba a un lado y a otro, tentándote con momentos de comodidad seguidos de un calor asfixiante. Myron observó las fotos de la familia, se centró en una de sus padres en un crucero por el Caribe. Haría unos diez años. Mamá y papá vestían camisas de colorines y se veían muy sanos, bronceados y mucho más jóvenes. Le asustó.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Myron.

Papá tragó algo y comenzó a hablar de nuevo.

– Sam acabó por hablar. Se acercó a mi mesa y miró las fotos de la familia. Sonrió, como si fuese un viejo amigo nuestro. Entonces arrojó unas tijeras de podar en mi mesa.

Myron comenzó a sentir frío.

Su padre continuó hablando, con los ojos muy abiertos, desenfocados.

– «Imagine lo que podrían hacerle a un ser humano», dijo Sam. «Imagínese cortando un trozo cada vez. Imagínese no cuánto tiempo tardaría en morir, sino en cuánto tiempo podría mantener a alguien con vida.» Nada más. Es todo lo que dijo. Entonces Arthur Bradford se rió, y ambos se marcharon de mi oficina.

Papá intentó de nuevo beber de la taza de café, pero seguía vacía.

Myron levantó el Yoo-Hoo, pero papá sacudió la cabeza.

– Así que me fui a casa y pretendí fingir que todo estaba en orden. Intenté comer. Intenté sonreír. Jugué contigo en el patio. Pero no podía dejar de pensar en lo que Sam había dicho. Tu madre sabía que algo no iba bien, pero por una vez no insistió. Más tarde me fui a la cama. No pude dormir. Fue como Sam había dicho. Continuaba imaginando. En cortar pequeños trozos de un ser humano. Poco a poco. Cada corte provocando un nuevo alarido. Entonces sonó el teléfono. Me levanté y consulté mi reloj. Eran las tres de la madrugada. Atendí pero no respondió nadie. Estaban allí. Les oía respirar. Pero nadie habló. Así que colgué y me levanté de la cama.

La respiración de papá ahora era poco profunda. Sus ojos comenzaban a lloriquear. Myron se levantó para ir hacia él, pero papá levantó una mano para contenerlo.

– Sólo deja que acabe con esto, ¿vale?

Myron asintió, volvió a sentarse.

– Fui a tu habitación. -Ahora su voz era más monótona, carente de vida y plana-. Es probable que sepas que solía hacerlo mucho. Algunas veces sólo me quedaba sentado y te miraba dormir, asombrado.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

– Así que entré en tu habitación. Oía tu respiración profunda. El sonido me consoló de inmediato. Sonreí. Y entonces me acerqué para taparte mejor con las mantas. Y fue cuando las vi.

Papá se llevó un puño a la boca como si fuese a contener una tos. Su pecho comenzó a agitarse. Sus palabras salieron entrecortadas.

– En tu cama. Encima de la manta. Unas tijeras de podar. Alguien había entrado en tu habitación y había dejado unas tijeras de podar en tu cama.

Una mano de acero comenzó a apretar las entrañas de Myron.

Su padre le miró con los ojos enrojecidos.

– No puedes pelear contra hombres como ésos, Myron. Porque no puedes ganar. No es una cuestión de coraje. Es una cuestión de querer. Hay personas a las que quieres, que están unidas a ti. Esos hombres ni siquiera lo entienden. No sienten. ¿Cómo puedes hacerle daño a una persona que no siente?

Myron no tenía respuesta.

– Entonces te retiras -dijo papá-. No hay ninguna deshonra en ello.

Myron se levantó. También papá. Se abrazaron, sujetándose el uno al otro con fuerza. Myron cerró los ojos. Su padre le sujetó la nuca con una mano y luego le alisó el pelo. Myron se acomodó y se quedó allí. Olió el Old Spice. Viajó al pasado, recordó cómo esa misma mano había acunado su cabeza después de que Joey Davito le había golpeado con aquel lanzamiento.

Todavía es un consuelo, pensó. Después de todos esos años, seguía siendo el lugar más seguro donde estar.

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