El sonido del teléfono y las voces ahogadas invadieron su mente dormida y se convirtieron en parte de su sueño. Cuando Myron abrió los ojos, recordaba muy poco. Había sido joven en el sueño, y sintió una profunda tristeza mientras flotaba hacia la conciencia. Cerró los ojos de nuevo, en un intento por volver a aquel cálido reino nocturno. El segundo timbrazo borró las imágenes difusas como si fuesen polvo de nubes.
Tendió la mano para coger el móvil. Como durante los últimos tres años, el despertador aún señalaba las doce del mediodía. Myron consultó su reloj. Eran casi las siete de la mañana.
– ¿Hola?
– ¿Dónde estás?
Myron tardó un momento en identificar la voz. La oficiala Fran-cine Neagly, su vieja compañera del instituto.
– En casa -respondió.
– ¿Recuerdas el susto de Halloween?
– Sí.
– Reúnete conmigo allí dentro de media hora -dijo Francine.
– ¿Tienes el expediente?
Clic.
Myron colgó el teléfono. Respiró hondo varias veces. Fantástico. ¿Ahora qué? A través de las rejillas de ventilación oyó de nuevo las voces ahogadas. Provenían de la cocina. Los años pasados en el sótano le habían dado la capacidad de saber, por el eco, en qué habitación de la casa se originaba un determinado sonido; más o menos como el indio intrépido en las viejas películas del Oeste que apoya la oreja en el suelo para calcular la distancia de los cascos que se acercan.
Myron sacó las piernas de la cama. Se masajeó el rostro con las palmas. Se puso un albornoz de 1978, se cepilló los dientes, se peinó, y fue a la cocina.
Brenda y su madre bebían café en la mesa de la cocina. Myron sabía que era café instantáneo. Muy aguado. Mamá no era muy partidaria de los buenos cafés. El maravilloso olor de bollos frescos, sin embargo, le hizo la boca agua. Había una fuente llena de bollos junto con varios periódicos. Una típica mañana de domingo en casa de los Bolitar.
– Buenos días -dijo su madre.
– Buenos días.
– ¿Quieres una taza de café?
– No, gracias.
Había un nuevo Starbucks en Livingston. Lo buscaría cuando fuese al encuentro de Francine.
Myron miró a Brenda. Ella le devolvió la mirada con firmeza. Ninguna vergüenza. Él se alegró.
– Buenos días -le dijo a ella.
El fuerte de Myron eran los grandes saludos matutinos.
La muchacha le respondió con un gesto.
– Hay bollos -dijo mamá, por si acaso sus ojos y el olfato le hubiesen fallado-. Tu padre los compró esta mañana. En Livingston Bagels, Myron. ¿Lo recuerdas? ¿El que está en Northfield Avenue? ¿Cerca de la pizzería Los Dos Gondoleros?
Myron asintió. Su padre había comprado bollos en la misma tienda durante treinta años, y, sin embargo, su madre seguía sintiendo la necesidad de proporcionarle dicha información. Se sentó a la mesa.
Su madre cruzó las manos delante de ella.
– Brenda me ha estado informando de su situación -continuó.
Su voz era ahora diferente, menos maternal, más de abogado. Empujó un periódico delante de Myron. El asesinato de Horace Slaughter aparecía en primera página, en la columna izquierda, el lugar por lo general reservado para cualquier adolescente que hubiese arrojado a su bebé a un contenedor de basura.
– La representaría yo misma -explicó mamá-, pero con tu participación parecería un conflicto de intereses. Estaba pensando en la tía Clara.
Clara, en realidad, no era su tía, sólo una vieja amiga de la familia y, como su madre, una gran abogada.
– Buena idea -opinó Myron.
Cogió el periódico y leyó el artículo. Nada sorprendente. La crónica mencionaba el hecho de que Brenda había conseguido hacía poco una orden de alejamiento contra su padre, que lo había acusado de atacarla, y que era buscada para un nuevo interrogatorio pero que no se podía dar con ella. La detective McLaughlin relataba el habitual rollo de que era demasiado pronto para descartar a nadie. Correcto. La policía estaba controlando la historia, y sólo filtraba lo justo para incriminar y aplicar presión a una persona: Brenda Slaughter.
Había una foto de Horace y Brenda. Ella vestida con el uniforme del equipo de baloncesto de la universidad, y él le rodeaba la cintura con el brazo. Ambos sonreían, pero las sonrisas se parecían más a «Luiiiiis» que a cualquier cosa que se aproximase a una verdadera alegría. El pie decía algo del padre y la hija en un momento más feliz. Típico melodrama de los medios.
Myron pasó a la página nueve. Había una foto más pequeña de Brenda y también, más interesante, una foto del sobrino de Horace Slaughter, Terence Edwards, candidato a senador del estado. Según el epígrafe, la foto había sido hecha en un reciente acto de campaña. Vaya. Terence Edwards se parecía mucho a las fotografías de la casa de su madre. Con una importante diferencia: en esta foto Terence estaba junto a Arthur Bradford.
Vaya.
Myron le mostró a Brenda la foto. Ella la miró por un momento.
– Arthur Bradford aparece con mucha frecuencia -señaló.
– Sí.
– Pero ¿dónde encaja Terence en todo esto? Era un niño cuando mi madre se fugó.
Myron se encogió de hombros. Consultó el reloj de la cocina. Era hora de encontrarse con Francine.
– Tengo que ocuparme de un recado -dijo sin más explicaciones-. No tardaré mucho.
– ¿Un recado? -Su madre frunció la frente-. ¿Qué clase de recado?
– Enseguida vuelvo.
Mamá incorporó las cejas a la frente fruncida.
– Pero si ya ni siquiera vives aquí, Myron -añadió-, y sólo son las siete de la mañana. -Por si acaso él se hubiese confundido y creído que eran las siete de la tarde-. No hay nada abierto a las siete de la mañana.
Mamá Bolitar, interrogatorio del Mossad.
Myron soportó la presión a pie firme. Brenda y su madre lo evaluaron con las miradas. Él se encogió de hombros.
– Ya os lo contaré cuando vuelva.
Salió a la carrera, se duchó, se vistió en un tiempo récord, y subió al coche.
Francine Neagly había mencionado el susto de Halloween. Dedujo que era algo así como un código. Cuando estaban en el instituto, unos cien de ellos habían ido a ver la película Halloween. Por aquel entonces, era toda una novedad, y a todos les asustó muchísimo. Al día siguiente, Myron y su amigo Eric se habían vestido como el asesino Michael Myers -de negro y con una máscara de hockey- y se habían ocultado en el bosque durante la clase de gimnasia de las chicas. Nunca se acercaron, sólo de vez en cuando se mostraron a la vista. Algunas de las chicas se asustaron y comenzaron a gritar.
Eh, era el instituto. Tampoco estaba tan mal, ¿vale? Myron aparcó el Taurus cerca del estadio de Livingston. El AstroTurf había reemplazado a la hierba hacía casi una década. AstroTurf en el instituto. ¿Era necesario? Cruzó por el bosque. Rocío pegajoso. Se le empaparon las zapatillas. No tardó en encontrar el viejo sendero. No muy lejos de ese lugar, Myron había tenido algunos magreos -besuqueos según la terminología de sus padres- con Nancy Pettino. En segundo del instituto. A ninguno de los dos le gustaba mucho el otro, pero todos los demás amigos ya se habían emparejado y ambos estaban aburridos y se dijeron qué más da.
Ah, el amor joven.
Francine, vestida con el uniforme completo, estaba sentada en la misma piedra donde los dos falsos Michael Myers habían estado casi veinte años atrás. Le daba la espalda. No se molestó en volverse cuando se acercó. Se detuvo a unos pocos pasos de ella.
– ¿Francine?
Ella soltó un profundo bufido y preguntó:
– ¿Qué demonios está pasando, Myron?
En los días de instituto, Francine había sido algo así como un marimacho, la competidora animosa y fuerte a la que no podías evitar envidiar. Se enfrentaba a todo con energía y gozo, con su voz provocadora y confiada. Ahora mismo estaba acurrucada en la roca, con las rodillas contra el pecho y balanceándose.
– ¿Por qué no me lo dices tú? -dijo Myron.
– No juegues conmigo.
– No estoy jugando.
– ¿Por qué querías ver el expediente?
– Te lo dije. No estoy seguro de que fuese un accidente.
– ¿Por qué no te lo crees?
– Nada en concreto. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Francine sacudió la cabeza.
– Quiero saber qué está pasando. Toda la historia.
– No hay nada que contar.
– Vale. Ayer te despertaste y te dijiste a ti mismo: «Eh, aquella muerte accidental que ocurrió hace veinte años, estoy seguro de que no fue un accidente. ¿Por qué no pedirle a mi vieja amiga Francine que me consiga el expediente de la policía?». ¿Fue eso lo que pasó, Myron?
– No.
– Entonces comienza a hablar.
Myron titubeó un momento.
– Digamos que estoy en lo cierto, que la muerte de Elizabeth Bradford no fue un accidente, y digamos que hay algo en ese expediente que lo demuestra. Eso significaría que la policía lo encubrió, ¿no?
Francine se encogió de hombros, sin mirarlo.
– Quizá.
– Y quizá querían mantenerlo enterrado.
– Quizá.
– Así que quizá querrían saber lo que sé. Quizás incluso enviarían a mi vieja amiga para hacerme hablar.
La cabeza de Francine se volvió como si alguien hubiese tirado de un cordel.
– ¿Me estás acusando de algo, Myron?
– No. Pero si aquí están encubriendo algo, ¿cómo sé que puedo confiar en ti?
Ella volvió a sujetarse las rodillas.
– Porque no hay nada encubierto -afirmó-. Vi el expediente. Un poco endeble, pero nada fuera de lo normal. Elizabeth Bradford se cayó. No había ninguna señal de lucha.
– ¿Hicieron la autopsia?
– Sí. Cayó de cabeza. El impacto le aplastó el cráneo.
– ¿Análisis de toxicología?
– No lo hicieron.
– ¿Por qué no?
– Murió a consecuencia de la caída, no de una sobredosis.
– Pero un análisis de toxicología hubiese mostrado si estaba drogada -dijo Myron.
– ¿Y?
– Si el asesino la empujó desde aquel balcón, no podía contar con que desde tan poca altura la caída sería mortal. Lo más probable es que sólo se hubiese roto una pierna o algo así.
Myron se detuvo. No lo había pensado. Pero tenía sentido. Empujar a alguien desde un balcón de un segundo piso con la ilusión de que la persona caería de cabeza y se mataría era, en el mejor de los casos, arriesgado. Arthur Bradford no le parecía un hombre que corriese riesgos.
Entonces, ¿qué significa eso?
– Quizá la golpearon en la cabeza antes -intentó Myron.
Francine negó con la cabeza.
– La autopsia no encontró ninguna señal de un golpe anterior. También inspeccionaron el resto de la casa. No había sangre por ninguna parte. Tal vez la limpiaron, por supuesto, pero dudo que alguna vez lo sepamos.
– Por lo tanto, ¿no hay nada sospechoso en el informe?
– Nada.
Myron levantó las manos.
– ¿Entonces por qué estamos aquí? ¿Intentamos recuperar nuestra juventud perdida?
Francine lo miró.
– Alguien entró en mi casa.
– ¿Qué?
– Después de leer el expediente. Se suponía que debía parecer un robo, pero era una búsqueda. A fondo. La casa está destrozada. Luego, inmediatamente después del incidente, me llamó Roy Pomeranz. ¿Lo recuerdas?
– No.
– Era el viejo compañero de Wickner.
– Ah, sí -dijo Myron-, un musculitos.
– El mismo. Ahora es jefe de detectives. Así que ayer me llamó a su despacho, algo que nunca había hecho antes. Quería saber por qué había estado consultando el viejo expediente Bradford. -¿Qué le respondiste?
– Me inventé una historia sobre estudiar viejas técnicas policiales.
Myron hizo una mueca.
– ¿Pomeranz se la tragó?
– No, qué va -replicó Francine-. Quería estrellarme contra la pared y arrancarme la verdad. Pero tenía miedo. Fingía que sus preguntas eran pura rutina, nada importante, pero tendrías que haberle visto la cara. Parecía estar a punto de tener un infarto. Afirmó que estaba preocupado por las implicaciones de lo que yo estaba haciendo porque era un año de elecciones. Asentí mucho y me disculpe y fingí creerme su historia tanto como él creía la mía. Cuando volví a casa vi que me seguían. Me deshice de ellos esta mañana, y aquí estamos.
– ¿Destrozaron tu casa?
– Sí. Un trabajo de profesionales. -Francine se levantó para acercarse a él-. Ahora que me he metido en un pozo de serpientes por ti, ¿querrás explicarme por qué tengo que aguantar todas estas picaduras?
Myron consideró sus alternativas, pero no había ninguna. Desde luego la había metido en un lío. Tenía derecho a saberlo.
– ¿Has leído el periódico de esta mañana? -preguntó.
– Sí.
– ¿Leíste la noticia del asesinato de Horace Slaughter?
– Sí. -Entonces levantó una mano como si quisiese silenciarlo-. Había una Slaughter en el expediente. Pero era una mujer. Una criada o algo así. Ella encontró el cuerpo.
– Anita Slaughter. La esposa de la víctima.
El rostro de Francine perdió un poco el color.
– Oh, Dios, no me gusta nada cómo suena eso. Continúa.
Le contó toda la historia. Cuando acabó, Francine miró el trozo de hierba donde había sido capitana del equipo de hockey. Ella se mordió el labio inferior.
– Una cosa -dijo ella-. No sé si es importante o no. Pero Anita Slaughter había sido atacada antes de la muerte de Elizabeth Bradford.
Myron dio un paso atrás.
– ¿Qué quieres decir con atacada?
– En el informe, Wickner escribió que la testigo, Anita Slaughter, aún mostraba huellas de un ataque anterior.
– ¿Qué ataque? ¿Cuándo?
– No lo sé. Es todo lo que dice.
– ¿Cómo podemos enterarnos?
– Puede que haya un informe de la policía en el sótano -respondió Francine-. Pero…
– Correcto, no te puedes arriesgar.
Francine consultó su reloj. Se le acercó.
– Tengo que hacer unos recados antes de comenzar mi turno.
– Ten cuidado. Da por hecho que tienes el teléfono pinchado y que han puesto micros en tu casa. Asume siempre que te están siguiendo. Si ves que te siguen, llámame por el móvil.
Francine Neagly asintió. Después miró de nuevo el campo.
– El instituto -dijo en voz baja-. ¿Alguna vez lo has echado de menos?
Myron la observó.
Ella sonrió.
– Sí, yo tampoco.