28

Tijeras de podar.

No podía ser una coincidencia. Cogió el móvil y llamó al campo de entrenamiento de los Dragons. Pasados unos minutos, Brenda se puso al teléfono.

– Hola -dijo Brenda.

– Hola.

Ambos guardaron silencio.

– Me encantan los hombres que se enrollan -comentó ella.

– Ajá -contestó Myron.

Brenda se rió. El sonido era melodioso, le llegó al corazón.

– ¿Qué tal estás? -preguntó Myron.

– Bien -respondió la muchacha-. Jugar ayuda. También he estado pensando mucho en ti. También ayuda.

– Es mutuo -afirmó Myron.

Cada frase iba aumentando en brillantez.

– ¿Vendrás esta noche al partido inaugural? -preguntó Brenda.

– Por supuesto. ¿Quieres que te recoja?

– No, iré en el autocar del equipo.

– Tengo una pregunta para ti -dijo Myron.

– Pregunta.

– ¿Cómo se llaman los dos chicos a quienes les cortaron los tendones de Aquiles?

– Clay Jackson y Arthur Harris.

– Se los cortaron con unas tijeras de podar, ¿no?

– Así es.

– ¿Viven en East Orange?

– Sí, ¿por qué?

– No creo que fuese tu padre quien los atacó.

– ¿Entonces quién?

– Es una larga historia. Ya te la contaré más tarde.

– Después del partido -propuso Brenda-. Tengo que participar en un encuentro con periodistas, pero quizá podamos comer un bocado y después irnos a casa de Win.

– Me gustaría -asintió Myron.

Silencio.

– Sueno demasiado ansiosa, ¿no? -preguntó Brenda.

– En absoluto.

– Tendría que hacerme un poco más la difícil.

– No.

– Es que… -Se detuvo, comenzó de nuevo-. Me siento bien, ¿sabes?

Él asintió al teléfono. Lo sabía. Pensó en lo que había dicho Esperanza, en como él «solía» dejarse totalmente expuesto, con los pies bien plantados sin la menor preocupación de que le diesen un porrazo en la cabeza.

– Te veré en el partido -dijo Myron.

Entonces colgó.

Cerró los ojos y pensó en Brenda. Por un momento no apartó sus pensamientos. Dejó que lo inundasen. Sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. Comenzó a sonreír.

Brenda.

Abrió los ojos y salió del sueño. Volvió a conectar el teléfono del coche y marcó el número de Win.

– Articula.

– Necesito apoyo -dijo Myron.

– Mola -respondió Win.

Se encontraron en el Essex Green Mall en West Orange. -¿Cuánto dura el viaje? -preguntó Win. -Diez minutos. -¿Una zona mala? -Sí.

Win miró su precioso Jaguar. -Iremos en tu coche.

Subieron al Ford Taurus. El sol de finales de verano aún proyectaba unas largas y delgadas sombras. El calor subía desde las aceras con unos tentáculos lentos, oscuros y humeantes. El aire era tan denso que una manzana cayendo de un árbol hubiese tardado varios minutos en llegar al suelo.

– Investigué la beca de Outreach Education -dijo Win-. El tipo que montó el fondo tiene un gran conocimiento financiero. El dinero fue transferido desde una fuente extranjera, para ser más concreto, desde las islas Caimán. -¿Así que no se puede rastrear?

– Casi no se puede rastrear -le corrigió Win-. Pero incluso en lugares como las Caimán, una mano untada es una mano untada. -¿Entonces a quién untamos?

– Ya está hecho. Por desgracia la cuenta se abrió con un nombre falso y la cerraron hace cuatro años.

– Cuatro años -repitió Myron-. Más o menos inmediatamente después de que Brenda recibiese su última beca. Antes de que entrase en la Facultad de Medicina. Win asintió. -Es lógico -dijo. Hablaba como Spock. -Así que es un callejón sin salida.

– Al menos por el momento. Alguien podría buscar entre los viejos archivos, pero llevará unos cuantos días. -¿Algo más? -El beneficiario de la beca debía ser escogido por unos abogados en lugar de una institución educativa. Los criterios eran vagos: potencial académico, buen comportamiento cívico, esa clase de cosas.

– En otras palabras, fue hecha para que los abogados pudiesen seleccionar a Brenda. Como dijimos antes, era una manera de mandarle dinero.

Otro asentimiento.

– Lógico -repitió.

Comenzaron a salir de West Orange para entrar en East Orange. La transformación fue gradual. Las bonitas casas suburbanas se convirtieron en edificios de pisos vallados. Luego las casas aparecieron de nuevo: ahora más pequeñas, menos terreno, más viejas y agrupadas. Comenzaron a aparecer fábricas abandonadas. Las viviendas sociales. Era como una mariposa a la inversa, que se convierte en capullo.

– También recibí una llamada de Hal -añadió Win.

Hal era un experto en electrónica que había trabajado con ellos cuando estaban al servicio del gobierno. Myron lo había enviado para que investigase los teléfonos pinchados.

– ¿Y?

– Todas las residencias tenían instalados aparatos de escucha telefónica y rastreadores: Mabel Edwards, Horace Slaughter y la habitación de Brenda en la residencia estudiantil.

– No es ninguna sorpresa -opinó Myron.

– Excepto por una cosa -le corrigió Win-. Los artefactos en dos de las casas, la de Mabel y Horace, eran antiguos. Hal calculó que debían llevar allí por lo menos tres años.

Una vez más comenzó a darle vueltas la cabeza.

– ¿Tres años?

– Sí. Es una estimación, por supuesto. Pero los mecanismos eran viejos y en algunos casos estaban cubiertos de suciedad.

– ¿Qué hay del aparato instalado en el teléfono de Brenda?

– Es más nuevo. Pero ella sólo lleva viviendo allí unos pocos meses. Y Hal también encontró aparatos de escucha en la habitación de Brenda. Uno debajo de la mesa en su dormitorio. Otro detrás de un sofá en la sala de estar.

– ¿Micros?

Myron asintió.

– Alguien está interesado en algo más que las llamadas telefónicas de Brenda.

– Jesús.

Win casi sonrió.

– Sí, creí que lo encontrarías extraño.

Myron intentó incorporar esta nueva información a su cerebro.

– Es obvio que alguien ha estado espiando a la familia desde hace mucho tiempo.

– Obvio.

– Eso significa que tiene que ser alguien con recursos.

– Muy cierto.

– Entonces tienen que ser los Bradford -señaló Myron-. Están buscando a Anita Slaughter. Por lo que sabemos, la llevan buscando desde hace veinte años. Es la única cosa que tiene sentido. ¿Sabes qué más significa?

– Dímelo -dijo Win.

– Arthur Bradford me ha estado engañando.

Win soltó una exclamación.

– ¿Un político que no dice la verdad? Y ahora me dirás que no existen los reyes magos.

– Es como creímos desde el principio -continuó Myron-. Anita Slaughter escapó porque estaba asustada. Por eso Arthur Bradford se ha mostrado tan dispuesto a cooperar. Quiere que encuentre a Anita Slaughter por él. Así podrá matarla.

– Y después intentará matarte a ti -añadió Win. Se miró el peinado en el espejo del parasol-. No sé si te das cuenta, pero no es nada fácil ser tan guapo.

– Sin embargo, lo sufres sin quejarte.

– Es mi manera de ser.

Win se echó una última mirada antes de colocar el visor en su lugar.

Clay Jackson vivía en una hilera de casas cuyos patios traseros daban por encima de la ruta 280. El barrio parecía de clase obrera pobre. Todas las casas estaban compartidas por dos familias, excepto algunas en las esquinas donde los bajos servían como taberna. Los viejos rótulos de neón de Budweiser parpadeaban a través de las ventanas sucias. Las cercas eran todas de tela metálica. Había tantos hierbajos que crecían entre las grietas de las aceras que era imposible saber dónde terminaba el cemento y dónde comenzaba el jardín.

Aquí también todos los habitantes parecían ser negros. De nuevo Myron sintió su habitual y al parecer inexplicable incomodidad.

Había un parque al otro lado de la casa de Clay Jackson. Un grupo estaba preparando una barbacoa. Un partido de softball estaba en marcha. Las carcajadas sonaban por todas partes. También una radio a toda pastilla. Cuando Myron y Win salieron del coche, todas las miradas se volvieron en su dirección. La radio se apagó de pronto. Myron se obligó a sonreír. Win permaneció absolutamente tranquilo ante el escrutinio.

– Nos miran -dijo Myron.

– Si dos hombres negros apareciesen delante de tu casa en Livingston -comentó Win-, ¿qué clase de recibimiento tendrían?

Myron asintió.

– ¿Entonces crees que los vecinos están llamando a la poli para describir a dos jóvenes sospechosos que rondan por las calles?

Win enarcó una ceja.

– ¿Jóvenes?

– Es un decir.

– Sí, diría que sí.

Fueron hacia unas escalinatas que parecían las de Barrio Sésamo. Un hombre asomó la cabeza desde el interior de un cubo de basura cercano, pero no se parecía en nada a Oscar el Gruñón. Myron llamó a la puerta. Win comenzó hacer aquello con los ojos, los movimientos deslizantes que lo veían todo. Los jugadores de softball y los tipos de la barbacoa, al otro lado de la calle, no dejaban de mirar. No parecían complacidos con lo que estaban viendo.

Myron llamó de nuevo.

– ¿Quién es? -preguntó una voz de mujer.

– Mi nombre es Myron Bolitar. Me acompaña Win Lockwood. Nos gustaría ver a Clay Jackson, si es que está en casa.

– ¿Pueden esperar un momento?

Esperaron por lo menos un minuto entero. Después oyeron el tintineo de una cadena. Giró el pomo, y una mujer apareció en el umbral. Era negra y de unos cuarenta años. Su sonrisa se encendía y apagaba como uno de aquellos carteles de Budweiser en las ventanas de las tabernas.

– Soy la madre de Clay -se presentó-. Por favor, pasen.

La siguieron al interior. Algo bueno se estaba cociendo en la cocina. Un viejo aparato de aire acondicionado rugía como un DC-10, pero funcionaba. El frescor era de agradecer, aunque duró poco. La madre de Clay se apresuró a llevarlos por un angosto pasillo y salieron por la puerta de la cocina. Ahora estaban de nuevo afuera, en el patio trasero.

– ¿Puedo ofrecerles algo de beber? -preguntó.

Tuvo que gritar por encima del ruido del tráfico.

Myron observó a Win. Win fruncía el entrecejo.

– No, gracias -respondió Myron.

– De acuerdo. -La sonrisa se apagaba y se encendía ahora más rápido, como la luz estroboscópica de una discoteca-. Voy a buscar a Clay. Ahora mismo vuelvo.

La puerta mosquitera se cerró de golpe.

Se quedaron solos. El patio era pequeño. Había tiestos de flores de todos los colores y dos grandes arbustos que se morían. Myron se acercó a la alambrada y miró hacia abajo, a la ruta 280. El tráfico en la autopista de cuatro carriles se movía con rapidez. El humo de los coches ascendía poco a poco con tanta humedad que formaba una capa que no desaparecía; cuando Myron tragó, notó el sabor.

– Esto no es bueno -comentó Win.

Myron asintió. Dos hombres blancos se presentan en tu casa. No conoces a ninguno de los dos. No pides una identificación. Sólo les haces pasar, les dejas en el patio de atrás. Era evidente que algo no iba bien.

– Vamos a ver qué pasa -dijo Myron.

No tardaron mucho en saberlo. Ocho hombres fornidos aparecieron desde tres lados diferentes. Dos salieron por la puerta de la cocina. Tres aparecieron por el lado derecho de la casa. Otros tres por el izquierdo. Todos llevaban bates de aluminio y la expresión de «Vamos a romper unos cuantos culos».

Se desplegaron para rodear el patio. Myron sintió que se le aceleraba el pulso. Win cruzó los brazos; sólo sus ojos se movían.

No eran gamberros de la calle o miembros de una banda. Eran los jugadores de softball del otro lado de la calle, hombres hechos y derechos con los cuerpos endurecidos por el trabajo diario: estibadores, peones y cosas por el estilo. Algunos sujetaban los bates en la posición de bateo. Otros los tenían apoyados en los hombros. Los demás los hacían balancear suavemente contra sus piernas como Joe Don Baker en Pisando fuerte.

Myron entrecerró los ojos para protegerse del sol.

– ¿Han terminado el partido? -preguntó.

El más grande se adelantó. Tenía una enorme barriga en forma de caldero, las manos callosas, y los brazos musculosos aunque no modelados, de alguien capaz de destrozar los aparatos de gimnasia Nautilus como si fuesen vasitos de plástico. La correa de la gorra de béisbol Nike estaba puesta en el último ojal, pero así y todo parecía una kipá. Su camiseta tenía el logo de Reebok. Gorra Nike, camiseta Reebok. Una lealtad a las marcas que llevaba a la confusión.

– El partido acaba de empezar, idiota.

Myron miró a Win.

– Bien expresado -opinó Win-, pero la frase carece de originalidad. Además, añadir la palabra «idiota» al final parece forzado. Tendré que ponerle un insuficiente, pero espero con interés ver su próximo trabajo.

Los ocho hombres se movieron alrededor de Myron y Win. Nike/Reebok, a todas luces el líder, hizo un gesto con el bate.

– Eh, bollicao, mueve el culo hacia aquí.

Win miró a Myron.

– Creo que se refiere a ti -dijo Myron.

– Debe ser porque ayudo a criar cuerpos fuertes en doce maneras diferentes.

Entonces Win sonrió, y Myron sintió que su corazón palpitaba. Todo el mundo lo hacía. Siempre se centraban en Win. Con un metro setenta de estatura, Win era quince centímetros más bajo que Myron. Pero había algo más. El pelo rubio, el rostro pálido, las venas azules, el exterior de porcelana, hacían que en las personas surgiese lo peor. Win parecía blando, indefenso, la clase de tipo al que le pegas y se rompe como la loza barata. Una presa fácil. A todos les gustan las presas fáciles.

Win se acercó a Nike/Reebok. Enarcó una ceja y se dirigió a él con su mejor tono de Largo, el mayordomo de la familia Addams.

– ¿Ha llamado?

– ¿Cómo te llamas, bollicao?

– Thurgood Marshall -respondió Win.

La respuesta no le cayó bien a la multitud. Comenzaron los murmullos.

– ¿Estás haciendo un comentario racista?

– ¿Como opuesto a, digamos, llamar a alguien bollicao?

Win miró a Myron y levantó el pulgar. Myron le devolvió el gesto. Si éste hubiese sido un debate escolar, Win se habría marcado un tanto.

– ¿Eres poli, Thurgood?

Win frunció el entrecejo.

– ¿Con este traje? -Se tiró de las solapas-. ¿Pasma?

– ¿Entonces qué queréis aquí?

– Queremos hablar con un tal Clay Jackson.

– ¿De qué?

– De la energía solar y su potencial en el siglo XXI.

Nike/Reebok inspeccionó sus tropas. Las tropas apretaron el lazo. Myron sintió un zumbido en los oídos. Mantuvo la mirada fija en Win y esperó.

– A mí me parece -continuó el líder- que habéis venido para herir de nuevo a Clay. -Se acercó más. Cara a cara-. A mí me parece que tenemos el derecho de utilizar la fuerza letal para protegerle. ¿No es así, muchachos?

Las tropas gruñeron su asentimiento, levantaron los bates.

El movimiento de Win fue súbito e inesperado. Tendió la mano y sencillamente le arrebató el bate a Nike/Reebok. La boca del gran gigantón formó una O de sorpresa. Se miró las manos como si esperase que el bate volviese a materializarse en cualquier momento. No lo hizo. Win arrojó el bate a una esquina del patio.

Entonces Win invitó al gigantón a que se acercase.

– ¿Bailamos un tango, bombón?

– Win -dijo Myron.

Pero Win mantuvo los ojos en su oponente.

– Estoy esperando.

Nike/Reebok sonrió. Después se frotó las manos y humedeció los labios.

– Es todo mío, chicos.

Sí, una presa fácil.

El gigantón se lanzó hacia delante como el monstruo de Frankenstein, sus gruesos dedos buscando el cuello de Win. Win permaneció inmóvil hasta el último instante posible. Luego se lanzó hacia delante con las puntas de sus dedos apretadas, para transformar su mano en algo parecido a una lanza. La lanza golpeó rápida y profundamente en la laringe del gigantón, un movimiento como el de un pájaro que da un rápido picotazo. Un sonido ahogado muy parecido al de una bomba de succión escapó de la boca del tipo; sus manos instintivamente subieron a su garganta. Win se agachó y movió el pie en una semicircunferencia. El talón enganchó las piernas de Nike/Reebok. El gigantón dio una voltereta y aterrizó con la nuca.

Win apretó su 44 en el rostro del hombre. Aún seguía sonriendo.

– A mí me parece -dijo Win- que me acaba de atacar con un bate de béisbol. A mí me parece que dispararle en el ojo derecho sería considerado como algo del todo justificado.

Myron también había desenfundado su arma. Les ordenó a todos que soltasen los bates. Lo hicieron. Luego les ordenó que se tendiesen boca abajo, las manos detrás de la nuca, los dedos entrelazados. Tardaron un minuto o dos, pero obedecieron.

Nike/Reebok estaba ahora también tumbado boca abajo. Torció el cuello y farfulló:

– Otra vez no.

Win se llevó la mano libre a la oreja.

– ¿Perdón?

– No dejaremos que le hagan daño a ese chico de nuevo.

Win se echó a reír y tocó la cabeza del hombre con la punta del zapato. Myron cruzó una mirada con Win y negó con la cabeza. Win se encogió de hombros y se detuvo.

– No queremos hacerle daño a nadie -afirmó Win-. Sólo estamos intentando averiguar quién atacó a Clay en aquella azotea.

– ¿Por qué? -preguntó una voz.

Myron se volvió hacia la puerta mosquitera. Apareció un joven apoyado en unas muletas. El yeso que protegía el tendón parecía como una hinchada criatura de mar en el proceso de tragarse todo su pie.

– Porque todos creen que Horace Slaughter lo hizo -respondió Myron.

Clay Jackson se balanceó sobre una pierna.

– ¿Y qué?

– ¿Lo hizo él?

– ¿Por qué le importa?

– Porque le han asesinado.

Clay se encogió de hombros.

– ¿Y?

Myron abrió la boca, la cerró, exhaló un suspiro.

– Es una larga historia, Clay. Sólo quiero saber quién te cortó el tendón.

El chico meneó la cabeza.

– No voy a hablar de eso.

– ¿Por qué no?

– Me dijeron que no lo hiciese.

Win le habló al chico por primera vez.

– ¿Y tú has escogido obedecerles?

Ahora el chico miró a Win.

– Sí.

– El hombre que te hizo esto -continuó Win-. ¿Crees que da miedo?

La nuez de Clay Adams bailó.

– Mierda, sí.

Win sonrió.

– Yo doy más miedo.

Nadie se movió.

– ¿Quieres que te haga una demostración?

– Win -advirtió Myron.

Nike/Reebok decidió correr el riesgo. Comenzó a levantarse apoyándose sobre los codos. Win levantó un pie y descargó un golpe de hacha en el punto donde la columna vertebral se une con el cuello. Nike/Reebok cayó de nuevo en el suelo como arena mojada, los brazos abiertos. No se movió en absoluto. Win apoyó el pie en el cráneo del hombre. La gorra Nike se había caído. Win empujó el rostro inmóvil contra el suelo fangoso como si estuviese aplastando una colilla.

– Win -dijo Myron.

– ¡Basta! -gritó Clay Jackson. Miró a Myron en busca de ayuda, con los ojos muy abiertos y desesperados-. Es mi tío, hombre. Sólo quiere defenderme.

– Y está haciendo un magnífico trabajo -añadió Win.

Se levantó sobre el cráneo para aumentar la presión. El rostro del tío se hundió todavía más en la tierra blanda. Sus facciones estaban ahora totalmente enterradas en el fango, la boca y la nariz tapadas.

El gigantón ya no podía respirar.

Uno de los otros hombres comenzó a levantarse. Win le apuntó con su arma a la cabeza.

– Un consejo importante -dijo Win-. No soy muy dado a los disparos de advertencia.

El hombre volvió a tumbarse.

Con el pie todavía bien puesto en la cabeza del tío, Win volvió su atención a Clay Jackson. El chico trataba de mostrarse duro, pero a todas luces se estaba acobardando. Para ser sinceros, también Myron.

– Temes a una posibilidad -le dijo Win al chico-, cuando deberías temerle a una certeza.

Win levantó el pie, y dobló la rodilla. Se preparó para el golpe de tacón.

Myron comenzó a moverse hacia él, pero Win lo detuvo con una mirada. Entonces Win mostró de nuevo aquella sonrisa, la pequeña. Era un tanto divertida, despreocupada. La sonrisa decía que lo haría. La sonrisa insinuaba que quizás incluso disfrutaría. Myron había visto la sonrisa muchas veces, pero nunca dejaba de helarle la sangre.

– Contaré hasta cinco -le dijo Win al chico-, pero lo más probable es que le aplaste el cráneo antes de que llegue a tres.

– Dos tipos blancos -se apresuró a decir Clay Jackson-. Con armas. Un grandullón nos ató. Era joven y tenía el físico de un levantador de pesas. El tipo viejo y flacucho era el jefe. Fue él quien nos cortó.

Win se volvió hacia Myron. Separó las manos.

– ¿Podemos irnos ya?

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