En el camino de regreso a casa sonó el móvil. Myron contestó.
– Tengo la información de la tarjeta de crédito de Slaughter.
Win. Otro al que le encantaba intercambiar galanterías. Todavía no eran las ocho de la mañana.
– ¿Estás despierto? -dijo Myron.
– Joder, tío. -Win esperó un segundo-. ¿Cómo lo has notado?
– No, me refiero a que por lo general duermes hasta muy tarde.
– Todavía no me he acostado.
– Ah.
Myron estuvo tentado de preguntarle qué había estado haciendo, pero se contuvo. Cuando se trataba de Win y la noche, la ignorancia era a menudo una bendición.
– Sólo un cargo en las últimas dos semanas -dijo Win-. Hace una semana, el jueves, Horace utilizó su tarjeta en el Holiday Inn en Livingston.
Myron sacudió la cabeza. Livingston. De nuevo. El día anterior a que Horace desapareciese.
– ¿Cuánto?
– Veintiséis dólares.
Una cantidad curiosa.
– Gracias.
Clic.
Livingston. Horace Slaughter había estado en Livingston. Myron repasó la teoría que había estado dando vueltas por su cabeza desde la noche pasada. Cada vez tenía mejor aspecto.
Cuando llegó a su casa, Brenda ya se había duchado y vestido. El pelo le caía sobre los hombros en una maravillosa onda oscura. La piel café con leche era luminosa. Ella le dirigió una sonrisa que le atravesó el corazón.
Deseaba tanto abrazarla.
– Llamé a la tía Mabel -dijo Brenda-. La gente comienza a reunirse en su casa.
– Te llevaré.
Se despidieron de su madre. Mamá les advirtió severamente de que no debían hablar con la policía sin la presencia de un abogado, y que se pusieran los cinturones de seguridad.
Cuando subieron al coche, Brenda comentó:
– Tus padres son fantásticos.
– Sí, supongo que lo son.
– Tienes suerte.
Él asintió.
Silencio. Después Brenda dijo:
– No dejo de esperar que uno de los dos diga algo sobre anoche.
Myron sonrió.
– Yo también.
– No quiero olvidarlo.
Myron tragó saliva.
– Yo tampoco.
– ¿Entonces qué hacemos?
– No lo sé.
– Decisión -dijo ella-. Me encanta eso en un hombre.
Él sonrió de nuevo y giró a la derecha por Hobart Gap Road.
– Creía que West Orange estaba en la otra dirección -dijo Brenda.
– Quiero hacer una parada rápida, si no te importa.
– ¿Dónde?
– El Holiday Inn. Según el estado de cuentas de la tarjeta de tu padre, estuvo ahí el jueves de la semana pasada. Fue la última vez que utilizó una de sus tarjetas. Creo que se encontró con alguien allí para comer o tomar una copa.
– ¿Cómo sabes que no se quedó a pasar la noche?
– Le cargaron veintiséis dólares. Es demasiado poco para una habitación y demasiado para una comida para uno. Además son veintiséis dólares exactos. Sin centavos. Cuando la gente da propina, a menudo redondean. Lo más probable es que se reuniera con alguien allí para comer.
– ¿Entonces qué vas a hacer?
Myron se encogió de hombros.
– Tengo la foto de Horace que se publicó en el periódico. Voy a mostrarla y a ver qué pasa.
En la ruta 10 giró a la izquierda y entró en el aparcamiento del Holiday Inn. Estaban a menos de tres kilómetros de la casa de Myron. El Holiday Inn era el típico motel de carretera de dos pisos. Myron había estado allí por última vez hacía cuatro años. Para la despedida de soltero de un viejo compañero de instituto. Alguien había contratado a una puta negra llamada Danger. Danger les había ofrecido un supuesto espectáculo sexual mucho más cercano al horror que a lo erótico. Además había repartido tarjetas. Decían: para «Pasar un buen rato, llama a Danger». Original. Y ahora que Myron lo pensaba, estaba seguro de que Danger no era ni siquiera su verdadero nombre.
– ¿Quieres esperar en el coche? -preguntó.
Brenda meneó la cabeza.
– Prefiero caminar un rato.
El vestíbulo estaba revestido de papel floreado. La moqueta era verde pálido. La recepción estaba a la derecha. Una escultura plástica que parecían dos colas de pescado pegadas, a la izquierda. Feo de verdad.
Todavía estaban sirviendo el desayuno. Estilo buffet. Había docenas de personas que se movían por la sala como si fuese una coreografía: un paso adelante, servirse comida en el plato, un paso atrás, un paso a la derecha, otra vez un paso adelante. Nadie chocaba con nadie. Las manos y las bocas eran como una mancha. Toda la escena parecía como un especial del Discovery Channel sobre un hormiguero.
Una coqueta camarera se le acercó.
– ¿Cuántos son?
Myron puso su mejor cara de poli, y sólo añadió la insinuación de una sonrisa. Era su actuación como Peter Jennings: profesional pero accesible.
Carraspeó.
– ¿Ha visto a este hombre? -preguntó.
Así como si nada. Sin ningún preámbulo.
Le mostró la foto del periódico. La camarera la observó. No le preguntó quién era; tal como había esperado, su comportamiento le había hecho creer que se trataba de alguien con autoridad.
– A mí no me lo tiene que preguntar -dijo la camarera-. Tendría que hablar con Caroline.
– ¿Caroline?
Myron Bolitar, el investigador cotorra.
– Caroline Gundeck. Comió con él.
De vez en cuando hay suerte.
– ¿Fue el jueves pasado? -preguntó Myron.
La camarera se lo pensó un momento.
– Eso creo, sí.
– ¿Dónde puedo encontrar a la señorita Gundeck?
– Su despacho está en el nivel B. Abajo, al final del pasillo.
– ¿Caroline Gundeck trabaja aquí?
Le acababan de decir que Caroline Gundeck tenía un despacho en el nivel B, y él sin el menor esfuerzo había deducido que trabajaba allí. La reencarnación de Sherlock Holmes.
– Caroline lleva trabajando aquí desde tiempo inmemorial -dijo la camarera con un gesto amistoso.
– ¿Qué cargo tiene?
– Es la encargada de comidas y bebidas.
Vaya, su ocupación no ayudaba mucho, a menos que Horace estuviese pensando en montar una fiesta antes de que le asesinaran. Dudoso. Sin embargo, era una buena pista. Bajó las escaleras hasta el sótano y no tardó en encontrar el despacho. Pero no le acompañó la suerte. Una secretaria le informó de que la señorita Gundeck no estaba. ¿Cuándo llegaría? La secretaria no lo sabía. ¿Podía darle su número de teléfono? La secretaria frunció el entrecejo. Myron no insistió. Caroline Gundeck debía vivir por la zona. Conseguir su número de teléfono y dirección no sería problema.
De nuevo en el pasillo, Myron llamó a información. Preguntó por Gundeck en Livingston. Nada. Preguntó por Gundeck en East Hanover o la zona. Bingo. Había una C. Gundeck en Whippany. Myron marcó el número. Después de cuatro timbrazos sonó el contestador automático. Dejó un mensaje.
Cuando volvió al vestíbulo, se encontró a Brenda sola en una esquina. Hacía cara de cansada y tenía los ojos muy abiertos, como si alguien acabase de darle un puñetazo en el plexo solar. No se movió, ni siquiera miró en su dirección cuando él se acercó.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
Brenda tragó un poco de aire y se volvió hacia Myron.
– Creo que he estado aquí antes.
– ¿Cuándo?
– Hace mucho. No lo recuerdo, de verdad. Sólo es una sensación… o quizá sólo me lo estoy imaginando. Pero creo que estuve aquí cuando era pequeña, con mi madre.
Silencio.
– ¿Recuerdas…?
– Nada -lo interrumpió Brenda-. Ni siquiera estoy segura de que fuese aquí. Quizás era otro motel. No es que éste sea especial. Pero creo que fue aquí. Aquella extraña escultura. Me resulta familiar.
– ¿Qué llevabas puesto? -intentó Myron.
Ella sacudió la cabeza.
– No lo recuerdo.
– ¿Qué me dices de tu madre? ¿Cómo iba vestida?
– ¿Qué eres, un asesor de moda?
– Sólo intento facilitar la labor.
– No recuerdo nada. Desapareció cuando yo tenía cinco años. ¿Cuánto recuerdas tú de entonces?
Tenía toda la razón.
– Vamos a dar una vuelta -propuso Myron-. A ver si algo te refresca la memoria.
Pero no apareció nada, si es que había algo que debía aparecer. Myron, en cualquier caso, no esperaba nada en particular. No creía mucho en aquello de la memoria reprimida o cosas por el estilo. No obstante, todo el episodio era curioso y de nuevo encajaba en su escenario. Mientras iban hacia el coche, decidió que era el momento de poner voz a su teoría.
– Creo que sé lo que estaba haciendo tu padre.
Brenda se detuvo y lo miró. Myron continuó moviéndose. Entró en el coche. Brenda lo siguió.
Cerraron las puertas.
– Creo que Horace estaba buscando a tu madre -añadió Myron.
Las palabras tardaron un momento en calar. Luego Brenda si-echó hacia atrás y dijo:
– Dime por qué.
Él puso en marcha el coche.
– Vale, pero recuerda que he dicho «creo». Creo que es lo que estaba haciendo. No tengo ninguna prueba real.
– De acuerdo, adelante.
Myron respiró hondo.
– Comenzaremos con los registros telefónicos de tu padre. Primero, llamó a las oficinas de campaña de Arthur Bradford varias veces. ¿Por qué? Hasta donde sabemos, hay una única relación entre tu padre y Bradford.
– El hecho de que mi madre trabajaba en su casa.
– Correcto. Hace veinte años. Pero ahí hay algo más a considerar. Cuando comencé a buscar a tu madre, me encontré con los Bradford. Me dije que podían estar relacionados de alguna manera. Tu padre bien pudo llegar a la misma conclusión.
Ella pareció muy poco impresionada.
– ¿Qué más?
– De nuevo los registros telefónicos. Horace llamó a los dos abogados que administraban tus becas.
– ¿Y?
– ¿Por qué razón?
– No lo sé.
– Tus becas son curiosas, Brenda. Sobre todo la primera. Ni siquiera eras una jugadora de baloncesto y recibes una vaga beca académica para una escuela privada de lujo, más los gastos. No tiene sentido. Las becas no funcionan de esa manera. Lo investigué. Tú eres la única beneficiaría de la beca Outreach Education. Sólo la concedieron aquel año.
– ¿Adónde pretendes llegar?
– Alguien montó aquellas becas con la única intención de ayudarte, con la única intención de pasarte dinero. -Hizo una vuelta en U delante de Daffy Dan's, un outlet de prendas de marca, y se dirigió de nuevo por la ruta 10 hacia «el círculo»-. En otras palabras, alguien estaba intentando ayudarte. Puede que tu padre estuviese intentando averiguar quién era.
Él la miró, pero Brenda no volvió la cabeza. Su voz, cuando por fin habló, era ronca.
– ¿Crees que era mi madre? Myron intentó moverse con cuidado.
– No lo sé. Pero ¿por qué otra razón tu padre iba a llamar a Thomas Kincaid tantas veces? El hombre no ha administrado el dinero de tu beca desde que saliste del instituto. Leíste aquella carta. ¿Por qué lo incordiaría tanto hasta el punto del acoso? Lo único que se me ocurre es que Kincaid tenía una información que tu padre quería.
– ¿Dónde estaba el origen del dinero de la beca?
– Así es. Yo diría que, si podemos rastrearlo -de nuevo, con mucho cuidado-, encontraríamos algo interesante.
– ¿Podemos hacerlo?
– No estoy seguro. Los abogados sin duda se atendrán al secreto profesional. Pero se lo encargaré a Win. Si hay dinero, él tiene los contactos para rastrearlo.
Brenda se acomodó en el asiento e intentó digerir toda la información.
– ¿Crees que mi padre dio con el origen?
– Lo dudo, pero no lo sé. De cualquier manera, estaba comenzando a hacer ruido. Llamó a los abogados e incluso llegó al extremo de comenzar a preguntarle a Arthur Bradford. Fue allí donde probablemente llegó demasiado lejos. Incluso si no había nada anormal, a Bradford no le haría ninguna gracia que alguien estuviese rebuscando en su pasado, reavivando viejos fantasmas, sobre todo durante un año de elecciones.
– ¿Así que mató a mi padre?
Myron no sabía muy bien cómo responderle.
– Es demasiado pronto para decirlo a ciencia cierta. Pero supongamos por un momento que tu padre escarbó demasiado. Y supongamos también que los Bradford lo asustaron con una paliza.
Brenda asintió.
– La sangre en la taquilla.
– Así es. No dejo de preguntarme por qué encontramos la sangre allí, por qué Horace no fue a su casa a cambiarse o a curarse. Yo diría que le pegaron cerca del hospital. Como mínimo en Livingston.
– Los Bradford.
Myron asintió.
– Si Horace escapó de la paliza o tuvo miedo de que fueran a buscarlo de nuevo, no se iría a su casa. Lo más probable es que se cambiase en el hospital y huyese. En la morgue vi las ropas en un rincón: el uniforme de un guardia de seguridad. Es probable que se cambiase cuando llegó al vestuario. Luego escapó y…
Myron se detuvo.
– ¿Y qué? -preguntó ella.
– Maldita sea -dijo Myron.
– ¿Qué?
– ¿Cuál es el número de teléfono de Mabel?
Brenda se lo dio.
– ¿Por qué?
Myron encendió el móvil y llamó a Lisa en Bell Atlantic. Le pidió que comprobase el número. Lisa tardó unos dos minutos.
– No hay nada oficial -dijo Lisa-. Pero comprobé la línea. Allí hay un ruido.
– ¿Significa?
– Que alguien probablemente lo tiene pinchado. Interno. Tendrías que enviar a alguien allí para estar seguro.
Myron le dio las gracias y colgó.
– También tienen pinchado el teléfono de Mabel. Lo más probable es que fuese así como encontraron a tu padre. Llamó a tu tía, y ellos le rastrearon.
– ¿Quién está detrás de las escuchas?
– No lo sé -admitió Myron.
Silencio. Pasaron por delante de la Star-Bright Pizzeria. En los años mozos de Myron se decía que funcionaba un prostíbulo en la parte de atrás. Myron había ido allí varias veces con su familia. Cuando su padre iba al baño, Myron lo seguía. Nada.
– Hay algo más que no tiene sentido -comentó Brenda.
– ¿Qué?
– Incluso si aciertas en lo de las becas, ¿de dónde sacaría mi madre tanto dinero?
Buena pregunta.
– ¿Cuánto dinero se llevó de tu padre?
– Creo que catorce mil.
– Si los invirtió bien, quizás alcanzaran. Pasaron siete años entre el momento en que desapareció y el primer pago de la beca, así que…
Myron calculó las cifras mentalmente. Catorce mil para empezar. Vaya. Anita Slaughter había tenido que acertar mucho para que el dinero durase tanto. Era posible, claro, pero incluso en los años de Reagan, poco probable.
Un momento.
– Quizás encontró otra manera de obtener dinero -dijo con voz pausada.
– ¿Cómo?
Myron permaneció callado por un momento. Los engranajes funcionaban de nuevo. Miró por el espejo retrovisor. Si alguien los seguía, no lo vio. Pero eso no significaba mucho. Una mirada casual pocas veces descubría algo. Tenías que mirar los coches, memorizarlos, observar sus movimientos. Pero no podía concentrarse en eso. No ahora.
– ¿Myron?
– Estoy pensando.
Ella lo miró como si fuese a decir algo, pero después se lo pensó mejor.
– Supongamos -continuó Myron- que tu madre se enteró de algo de la muerte de Elizabeth Bradford.
– ¿No hemos hablado antes de eso?
– Sólo ten un poco de paciencia, ¿vale? Antes, llegamos a dos posibilidades. Una, que se asustó y huyó. Dos, que intentaron hacer le daño y ella escapó.
– ¿Ahora tienes una tercera?
– Algo así. -Pasó por delante del nuevo Starbucks en la esquina de Mount Pleasant Avenue. Quería detenerse, su ansia de cafeína funcionaba como un imán, pero siguió adelante-. Supongamos que tu madre se escapó. Y supongamos que una vez que estuvo a salvo, pidió dinero para mantener la boca cerrada.
– ¿Crees que chantajeó a los Bradford?
– Yo lo llamaría una compensación. -Habló incluso mientras las ideas se formaban. Siempre algo peligroso-. Tu madre ve algo. Comprende que la única manera de garantizar su seguridad, y la seguridad de su familia, es huir y esconderse. Si los Bradford la encuentran, la matarán. Así de sencillo. Si intenta pasarse de lista, como ocultar las pruebas en una caja de seguridad por si ella desaparece o algo así, la torturarán hasta que les diga dónde está. No tiene elección. Tiene que huir. Pero también quiere cuidar de su hija. Así que se asegura de que tenga todo aquello que ella misma nunca podría pagarle. Una educación de primera. La oportunidad de vivir en un campus en lugar de en las entrañas de Newark. Cosas así.
Más silencio.
Myron esperó. Ahora estaba soltando las teorías demasiado rápido, sin darle a su cerebro la oportunidad de procesar o siquiera meditar las palabras. Se detuvo y dejó que las cosas se calmaran.
– Tus escenarios -dijo Brenda-. Siempre procuras poner a mi madre en el mejor papel. Creo que te ciega.
– ¿Por qué?
– Te lo preguntaré de nuevo: ¿si todo esto es verdad, por qué no me llevó con ella?
– Ella escapaba de unos asesinos. ¿Qué clase de madre pondría a su hija en semejante peligro?
– ¿Y era tan paranoica que nunca me llamó? ¿O no quiso verme?
– ¿Paranoica? -repitió Myron-. Estos tipos tienen pinchado tu teléfono. Tienen a gente que te sigue. Tu padre está muerto.
Brenda sacudió la cabeza.
– No lo entiendes.
– ¿No entiendo qué?
Sus ojos ahora estaban llenos de lágrimas, pero ella mantuvo el tono demasiado calmado.
– Puedes inventarte todas las excusas que quieras, pero no puedes evitar el hecho de que abandonó a su hija. Incluso si tenía una buena razón, incluso si era esa madre maravillosa que se sacrificaba para hacer todo eso, para protegerla, por qué dejó que su hija siguió se creyendo que su propia madre la había abandonado. ¿No se dio cuenta del tremendo daño que le haría a una niña de cinco años? ¿No podría haber encontrado la manera de decirle a ella la verdad, incluso después de todos estos años?
Su niña. Su hija. Decirle a ella la verdad. Nunca yo, o a mí. Interesante. Pero Myron mantuvo silencio. No tenía la respuesta.
Pasaron por delante del instituto Kessler y se detuvieron en el semáforo. Pasado unos momentos, Brenda dijo:
– Quiero ir al entrenamiento de esta tarde.
Myron asintió. Lo comprendía. El baloncesto era un consuelo.
– Y quiero jugar el partido de apertura.
Myron asintió de nuevo. Era probable que Horace también lo hubiese querido.
Giraron cerca del instituto Mountain y llegaron a la casa de Mabel Edwards. Había por lo menos una docena de coches aparcados, la mayoría de fabricación nacional, además de viejos. Una pareja negra vestida formalmente aguardaba en la entrada. El hombre tocó el timbre. La mujer sostenía una bandeja de comida. Cuando vieron a Brenda, la miraron furiosos, y luego le dieron la espalda.
– Veo que han leído los periódicos -comentó Brenda.
– Nadie cree que tú lo hicieras.
Su mirada le dijo que se olvidase de la actitud paternalista.
Caminaron hasta la puerta principal y se detuvieron detrás de la pareja. La pareja bufó y desvió la mirada. El hombre dio unos golpecitos con la punta del pie. La mujer suspiró con muchos aspavientos. Myron abrió la boca, pero Brenda se la cerró con una firme sacudida de cabeza. Ya comenzaba a entenderla bien.
Alguien abrió la puerta. Había muchas personas en el interior. Todos muy bien vestidos. Todos negros. Qué curioso, advertía Myron. Una pareja negra. Personas negras en el interior. La noche anterior, en la barbacoa, a él no le había parecido extraño que todos excepto Brenda fuesen blancos. Es más, Myron no recordaba a ninguna persona negra que hubiese participado en alguna de las barbacoas del barrio. ¿Entonces por qué se sorprendía de ser la única persona blanca presente? ¿Por qué le hacía sentirse de una forma curiosa?
La pareja desapareció en el interior como absorbida por un vórtice. Brenda titubeó. Cuando por fin entraron, fue como una escena de bar del Lejano Oeste en una película de John Wayne. Los murmullos cesaron como si alguien hubiese apagado la radio. Todos se volvieron y miraron con enfado. Por un segundo, Myron creyó que era una cosa racial -el único tipo blanco-, pero entonces vio que la animosidad estaba dirigida a la hija llorosa.
Brenda estaba en lo cierto. Creían que ella lo había hecho. La habitación estaba a rebosar. Los ventiladores funcionaban impotentes. Los hombres se tiraban del cuello de la camisa para que pasase el aire. El sudor bañaba los rostros. Myron miró a Brenda. Se veía pequeña, solitaria y asustada, pero no desviaba la mirada. Sintió cómo le cogía la mano. Él se la sujetó. Ahora se mantuvo bien erguida, con la cabeza alta.
La multitud se separó un poco, y Mabel Edwards apareció a la vista. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Llevaba un pañuelo hecho una bola en el puño. Todas las miradas se concentraron en ella, a la espera de su reacción. Cuando Mabel vio a su sobrina, separó las manos y le hizo un gesto a Brenda para que se acercase. Brenda no titubeó. Corrió hacía esos gruesos y suaves brazos, apoyó la cabeza en el hombro de Mabel, y por primera vez soltó el llanto. No se trataba sólo de llorar. Los suyos eran unos sollozos desgarradores.
Mabel acunó a su sobrina hacia delante y hacia atrás, le palmeó la espalda y le susurró palabras de consuelo. Al mismo tiempo, la mirada de Mabel recorrió la habitación, protectora como una leona, desafiando y después apagando cualquier mirada furiosa dirigida contra a su sobrina.
Todos se giraron y el murmullo volvió a la normalidad. Myron sintió que comenzaba a aflojarse el nudo en el estómago. Miró la habitación en busca de rostros conocidos. Reconoció a un par de jugadores del pasado, tipos contra los que había jugado en la cancha del barrio, o en el instituto. Una pareja le saludó con un gesto. Myron les respondió. Un niño pequeño pasó a la carrera imitando el sonido de una sirena. Myron lo reconoció por las fotos de la repisa de la chimenea. El nieto de Mabel Edwards. El hijo de Terence Edwards.
Y ya que había salido a colación, ¿dónde estaba el candidato Edwards?
Myron volvió a observar la habitación. Ninguna señal. Delante de él, Mabel y Brenda por fin acabaron el abrazo. Brenda se enjugó las lágrimas. Mabel le señaló el lavabo. Brenda consiguió asentir y se alejó a toda prisa.
Mabel se le acercó, la mirada firme. Sin ningún preámbulo le preguntó:
– ¿Sabes quién mató a mi hermano?
– No.
– ¿Pero lo vas a encontrar?
– Sí.
– ¿Tienes alguna idea?
– Una idea -dijo Myron-. Nada más.
Ella asintió de nuevo.
– Eres un buen hombre, Myron.
Había algo parecido a un santuario en la chimenea. Una foto de un Horace sonriendo rodeada de flores y velas. Miró aquella sonrisa que no había visto en diez años y nunca volvería a ver.
No se sintió como un buen hombre.
– Necesito hacerle unas cuantas preguntas más -dijo Myron.
– Lo que sea.
– También de Anita.
Los ojos de Mabel continuaron fijos en él.
– ¿Todavía crees que está relacionada con todo esto?
– Sí. También me gustaría que uno de mis hombres revisase mi teléfono.
– ¿Por qué?
– Creo que está pinchado.
Mabel parecía desconcertada.
– ¿Por qué iban a pinchar mi teléfono?
Mejor no hacer especulaciones en ese momento.
– No lo sé -respondió Myron-. Pero cuando su hermano llamó, ¿mencionó el Holiday Inn de Livingston?
Algo pasó por sus ojos.
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Es obvio que Horace comió con uno de los gerentes del motel el día antes de desaparecer. Fue el último cargo en su tarjeta de crédito. Y cuando fuimos allí, Brenda creyó reconocerlo. Que quizás había estado allí con Anita.
Mabel cerró los ojos.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Myron.
Entraron más amigos en la casa, todos con platos de comida. Mabel aceptó sus palabras de condolencia, con una sonrisa bondadosa y un firme apretón de manos. Myron esperó.
Cuando tuvo un segundo libre, Mabel continuó:
– Horace nunca mencionó el Holiday Inn por teléfono.
– Pero hay algo más -dijo Myron.
– Sí.
– ¿Alguna vez Anita llevó a Brenda al Holiday Inn?
Brenda entró en la habitación y los miró. Mabel apoyó una mano en el brazo de Myron.
– Éste no es el momento -comentó Mabel.
Myron asintió.
– Quizás esta noche. ¿Crees que podrás venir solo?
– Sí.
Mabel Edwards lo dejó para ir a atender a la familia y amigos de Horace. Myron se sintió de nuevo como un extraño, pero esta vez no tenía nada que ver con el color de la piel.
Se marchó pronto.