5

Tan pronto como Myron bajó a la calle a la mañana siguiente, una limusina negra aparcó delante de él. Un par de titanes -músculos en lugar de cerebro, prodigios sin cuello- se apearon del vehículo. Llevaban trajes que les quedaban mal, pero Myron no culpó a su sastre. Los tipos con ese físico siempre parecían mal vestidos. Ambos lucían el típico bronceado de gimnasio, y aunque no podía confirmarlo a simple vista, sus pechos estaban tan depilados como las piernas de Cher.

– Sube al coche -dijo uno de los bulldozers.

– Mi mamá me dijo que nunca suba a un coche con desconocidos -contestó Myron.

– Vaya -dijo el otro bulldozer-, si hemos topado con un gracioso.

– Sí. -Bulldozer número uno inclinó la cabeza hacia Myron-. ¿Es así? ¿Eres un comediante?

– También soy un extraordinario cantante -dijo Myron-. ¿Quieres escuchar mi muy apreciada versión de Volare?

– Cantarás por el otro extremo de tu culo si no subes al coche.

– El otro extremo de mi culo -repitió Myron. Miró hacia lo alto como si estuviese pensando a fondo-. No lo pillo. Por el extremo de mi culo, vale, eso tiene sentido. Pero ¿el otro extremo? ¿Cuál es el significado exacto? Me refiero a que, técnicamente, si seguimos el tracto intestinal, ¿el otro extremo de tu culo no es la boca?

Los bulldozers se miraron mutuamente, y después a Myron, que no parecía muy asustado. Esos matones eran chicos de reparto; y se suponía que no se podía entregar la mercancía en mal estado. Soportarían unas cuantas puyas. Además, nunca hay que demostrar miedo a tipos como ésos. Huelen el miedo, se alimentan de él y te devoran. Por supuesto, Myron podía estar equivocado. También podían ser unos psicóticos desequilibrados que se desquiciaban a la menor provocación. Uno de los pequeños misterios de la vida.

– El señor Ache quiere verte -dijo bulldozer uno.

– ¿Cuál de ellos?

– Frank.

Silencio. Eso no pintaba bien. Los hermanos Ache eran mañosos importantes en Nueva York. Herman Ache, el hermano mayor, era el líder, un hombre capaz de infligir sufrimientos envidiables incluso para cualquier dictador del tercer mundo. Pero al lado de su loco hermano Frank, Herman era tan inocente como el osito Winnie.

Los matones hicieron crujir sus cuellos y sonrieron ante el silencio de Myron.

– ¿Ahora no te parece tan gracioso, eh tío?

– Testículos -dijo Myron, que avanzó hacia el coche-. Se encogen cuando tomas esteroides.

Era una vieja réplica Bolitar, pero Myron nunca se cansaba de los clásicos. En realidad no tenía elección. Tenía que ir. Se sentó en el asiento trasero de la limusina. Había un bar y una televisión sintonizada en el programa de Regis y Kathie Lee. Kathie obsequiaba a la audiencia con las más recientes aventuras de Cody.

– Basta, os lo suplico -dijo Myron-. Os lo diré todo.

Los bulldozers no lo pillaron. Myron se inclinó hacia delante y apagó el televisor. Nadie protestó.

– ¿Vamos a Clancy's? -preguntó Myron.

La taberna de Clancy's era el lugar favorito de los Aches. Myron había estado allí con Win un par de años atrás. Había esperado no tener que volver nunca más.

– Siéntate y cierra la boca, gilipollas.

Myron permaneció quieto. Tomaron la autopista del West Side hacia el norte; la dirección opuesta a la taberna de Clancy's. Giraron a la derecha en la 57. Cuando entraron en un parking de la Quinta Avenida, Myron comprendió adónde iban.

– Vamos a las oficinas de TruPro -dijo en voz alta.

Los bulldozers no dijeron nada. Carecía de toda importancia.

TruPro era una de las grandes agencias deportivas del país. Durante años había sido dirigida por Roy O'Connor, una serpiente con traje, que no había sido nada más que un experto en saltarse cualquier norma. Era un verdadero maestro en la contratación ilegal de atletas cuando apenas habían dejado atrás los pañales, en el uso de sobornos y sutiles extorsiones. Pero como muchos otros que pululaban por el mundo de la corrupción, inevitablemente acabó atrapado. Myron ya lo había visto antes. Un tipo calcula que puede estar un pelín pillado, un poco enredado con los bajos fondos. Pero los mañosos no actúan de esa manera. Les das un dedo y te agarran todo el brazo. Era lo que le había ocurrido a TruPro. Roy debía dinero, y cuando no pudo pagar, los hermanos Ache asumieron el control.

– Muévete, gilipollas.

Myron siguió a Bubba y Rocco -si no eran sus nombres, tendrían que haberlo sido- al ascensor. Bajaron en el octavo piso y pasaron por delante de la recepcionista. Ella mantuvo la cabeza gacha, pero espió. Myron le dedicó un gesto de saludo y continuó caminando. Se detuvieron delante de la puerta de un despacho.

– Cachéalo.

Bulldozer uno comenzó a inspeccionarlo.

Myron cerró los ojos.

– Dios -dijo-. Sí que es agradable. Un poquito más a la izquierda.

Bulldozer se detuvo, le dirigió una mirada furiosa.

– Entra.

Myron abrió la puerta y entró en la oficina.

Frank Ache abrió los brazos y avanzó hacia él.

– ¡Myron!

No importaba la fortuna que hubiera amasado Frank Ache, estaba claro que el hombre no se la gastaba en ropa. Le gustaba usar chándales de terciopelo brillante, parecidos a los que vestían los tipos en Perdidos en el espacio como prendas informales. Frank llevaba uno de color naranja oscuro con un ribete amarillo. La cremallera de la chaqueta bajaba más que la de los modelos de Cosmopolitan, y el vello gris del pecho era tan espeso que parecía un suéter. Tenía la cabeza enorme, los hombros minúsculos, y un neumático en la cintura que era la envidia del hombre Michelin; una figura de reloj de arena con toda la arena abajo. Era grande, fofo y exhibía una calva lisa.

Frank le dio a Myron un feroz abrazo de oso. Myron se quedó sorprendido. Por lo general, solía ser tan cariñoso como un chacal con herpes.

Apartó a Myron a la distancia del brazo.

– Caray, Myron, sí que tienes buen aspecto.

Myron intentó no pestañear.

– Gracias, Frank.

Frank le ofreció una gran sonrisa: dos hileras de dientes en forma de granos de maíz muy apretujados. Myron intentó no encogerse.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Poco más de un año.

– Estábamos en Clancy's, ¿no?

– No, Frank, no estábamos allí.

Frank parecía extrañado.

– ¿Dónde estábamos entonces?

– En la carretera a Pensilvania. Disparaste a los neumáticos del coche, amenazaste con matar a los miembros de mi familia, y luego me dijiste que bajase de tu coche antes de que utilizases mis pelotas como alimento de las ardillas.

Frank se rió alegremente y le dio a Myron una palmada en la espalda.

– Aquéllos sí que eran buenos tiempos.

Myron se mantuvo muy quieto.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Frank?

– ¿Tienes prisa?

– Sólo quiero llegar al meollo del asunto.

– Eh, Myron. -Frank abrió los brazos de par en par-. Intento ser amistoso. He cambiado, soy un hombre totalmente nuevo.

– ¿Has abrazado la religión, Frank?

– Algo así.

– Vaya, vaya.

La sonrisa de Frank se esfumó poco a poco.

– ¿Te gustaban más mis viejas maneras?

– Eran más sinceras.

La sonrisa había desaparecido del todo.

– Lo estás haciendo de nuevo, Myron.

– ¿Qué?

– Tocarme las pelotas. ¿Es cómodo tu nuevo nidito?

– Sí, es cómodo -dijo Myron con un gesto-. Es la palabra que utilizaría.

Se abrió la puerta detrás de ellos. Entraron dos hombres. Uno era Roy O'Connor, el presidente de TruPro sobre el papel. Entró en silencio, como si pidiese permiso para vivir. Probablemente era así. Cuando Frank estaba presente, lo más probable era que Roy levantase la mano antes de ir al baño. El segundo tipo tenía unos treinta y tantos. Iba vestido de veintiún botones y tenía el aspecto de un financiero que acaba de hacer un máster en económicas.

Myron saludó con un gesto ampuloso.

– Hola, Roy. Se te ve bien.

Roy asintió envarado, se sentó.

– Éste es mi chico, Frankie junior. Le puedes llamar FJ -dijo Frank.

– Hola -saludó Myron. ¿FJ?

El chico le dirigió una mirada dura y se sentó.

– Roy acaba de contratar a FJ -explicó Frank.

Myron le sonrió a Roy O'Connor.

– El proceso de selección tuvo que ser un infierno, ¿no, Roy? Buscar entre tantos currículums y antecedentes.

Roy no abrió la boca.

Frank caminó alrededor de la mesa.

– Tú y FJ tenéis algo en común, Myron.

– ¿Ah, sí?

– Fuiste a Harvard, ¿no?

– A estudiar derecho -respondió Myron.

– FJ se licenció en administración de empresas allí.

Myron asintió.

– Como Win.

Su nombre silenció la habitación. Roy O'Connor cruzó las piernas. Su rostro perdió el color. Él había conocido a Win de cerca, pero todos sabían quién era. Win se sentiría complacido por la reacción.

La habitación se puso en marcha de nuevo poco a poco. Todos tomaron asiento. Frank apoyó las dos manos del tamaño de jamones sobre la mesa.

– Nos hemos enterado de que representas a Brenda Slaughter -dijo.

– ¿Dónde lo has oído?

Frank se encogió de hombros como si dijese: una pregunta idiota.

– ¿Es verdad, Myron?

– No.

– ¿No la representas?

– Así es, Frank.

Frank miró a Roy. Roy permaneció quieto como una estatua de cemento. Luego miró a FJ, que meneaba la cabeza.

– ¿Su viejo todavía continúa siendo su representante? -preguntó Frank.

– No lo sé, Frank. ¿Por qué no se lo preguntas a ella?

– Ayer estuviste con ella, ¿no? -dijo Frank.

– ¿Y?

– ¿Qué estabais haciendo?

Myron estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.

– Dime una cosa, Frank. ¿Qué es lo que te interesa?

Frank abrió mucho los ojos. Miró a Roy, luego a FJ, y después señaló a Myron con un dedo del grosor de una salchicha.

– Perdona, ¿pero tengo aspecto de estar aquí para responder a tus putas preguntas?

– Tu nuevo yo -comentó Myron-. Amistoso, cambiado.

FJ se inclinó hacia delante y miró a Myron a los ojos. Myron le devolvió la mirada. Allí no había nada. Si de verdad los ojos eran el espejo del alma, ahí había un cartel que decía vacante.

– ¿Señor Bolitar?

La voz de FJ era suave.

– ¿Sí?

– Que le follen.

Susurró las palabras con una curiosa sonrisa en su rostro.

No se echó hacia atrás después de decirlo. Myron sintió que algo frío le recorría la espalda, pero no desvió la mirada.

Sonó el teléfono de la mesa. Frank apretó un botón.

– ¿Sí?

– El socio del señor Bolitar en la línea -dijo una voz femenina-. Quiere hablar con usted.

– ¿Conmigo? -preguntó Frank.

– Sí, señor Ache.

Frank parecía confuso. Se encogió de hombros y apretó un botón.

– Sí -respondió.

– Hola, Francis.

El cuarto se quedó tan inmóvil como una fotografía.

Frank se aclaró la garganta.

– Hola, Win.

– Espero no interrumpir -dijo Win.

Silencio.

– ¿Cómo está tu hermano, Francis?

– Está bien, Win.

– Tengo que llamar a Herman. Hace tiempo que no vamos a jugar al golf.

– Sí -dijo Frank-. Le diré que preguntaste por él.

– Bien, Francis, bien. Bueno, debo irme. Por favor, dale mis saludos a Roy y a tu encantador hijo. Qué descortés de mi parte no haber saludado antes.

Silencio.

– Eh, Win.

– Sí, Francis.

– No me gusta toda esta mierda críptica, ¿me oyes?

– Lo oigo todo, Francis.

Clic.

Frank Ache le dirigió una dura mirada a Myron.

– Lárgate.

– ¿Por qué estás tan interesado en Brenda Slaughter?

Frank se levantó de la silla.

– Win asusta -dijo-. Pero no es a prueba de balas. Di una palabra más, y te ataré a la silla y te quemaré la polla.

Myron no se molestó en despedirse.


Myron bajó en el ascensor. Win -abreviatura de Windsor Horne Lockwood III- esperaba en el vestíbulo. Esa mañana vestía al estilo universitario tardío. Chaqueta azul, pantalón caqui claro, camisa Oxford blanca y una chillona corbata Lilly Pulitzer, con más colores que el público en un campo de golf. Los rizos dorados separados por una raya trazada con un tiralíneas, la mandíbula sobresaliente en ese estilo tan suyo, los pómulos altos, bonitos, la tez de porcelana, los ojos azul hielo. Myron sabía que mirar el rostro de Win era odiarlo, porque te hacía pensar en el elitismo, el esnobismo, el antisemitismo, el racismo, la conciencia de clase, el dinero del Viejo Mundo ganado a costa del sudor de las frentes de otros hombres, y todo eso. Las personas que juzgaban a Windsor Horne Lockwood III sólo por su apariencia siempre cometían un error. A menudo peligrosamente.

Win no miró en la dirección de Myron. Miraba a lo lejos como si estuviese posando para una estatua urbana.

– Estaba reflexionando -dijo Win.

– ¿Qué?

– Si te clonas, y después tienes sexo contigo mismo, ¿es incesto o masturbación?

Win.

– Es bueno saber que no estás desperdiciando el tiempo -opinó Myron.

Win lo miró.

– Si aún estuviésemos en Duke -dijo-, probablemente discutiríamos este dilema durante horas.

– Ya, porque estaríamos borrachos.

Win asintió.

– Exactamente.

Ambos apagaron sus teléfonos móviles y caminaron por la Quinta Avenida. Era un truco reciente que Myron y Win utilizaban con gran efecto. Tan pronto como los machotes hormonados aparcaron el coche, Myron había encendido el móvil y apretado el botón de llamada rápida para comunicarse con el móvil de Win. Por lo tanto, Win había escuchado todas las conversaciones. Por ese motivo había dicho en voz alta adónde se dirigían. Por eso Win sabía dónde estaba y cuándo llamar. Win no tenía nada que decirle a Frank Ache, sólo quería que Frank supiese que sabía dónde estaba Myron.

– Atarte a una silla y quemarte la polla -repitió Win-. Eso debe hacer mucho daño.

Myron asintió.

– Para que después digas que notas una sensación ardiente cuando orinas.

– Así es. Venga cuéntame.

Myron comenzó a hablar. Como siempre, Win parecía no escuchar. Ni siquiera miró en su dirección; sus ojos recorrían las calles en busca de mujeres hermosas. Y el centro de Manhattan durante las horas de trabajo estaba lleno de ellas. Vestían trajes chaqueta, blusas de seda y zapatillas Reebok blancas. De vez en cuando Win obsequiaba a una con una sonrisa; y a diferencia de casi cualquier otro neoyorquino, a menudo recibía otra como respuesta.

Cuando Myron le dijo que haría de guardaespaldas de Brenda Slaughter, Win se detuvo de pronto y comenzó a cantar: «AND I-I-I-I-I-I WILL ALWAYS LOVE YOU-OU-OU-OU-OU-OU-OU».

Myron lo observó. Win se interrumpió, recompuso la expresión y continuó caminando.

– Cuando lo canto -dijo Win-, es casi como si Whitney Houston estuviese en la habitación.

– Sí -dijo Myron-, es lo que me había parecido.

– ¿Cuál es el interés de los Ache en este asunto?

– No lo sé.

– Quizá TruPro sólo quiere representarla.

– Bastante improbable. Puede proporcionar algunas ganancias, pero no es un bocado tan suculento.

Win asintió. Caminaron en dirección este por la calle 50.

– El joven FJ podría representar un problema.

– ¿Lo conoces?

– Un poco. Tiene una historia un tanto intrigante. Su papaíto lo preparó para que se comportase de forma legal. Lo envió a Lawrenceville, después a Princeton, y por último a Harvard. Ahora se está introduciendo en el negocio de representar deportistas.

– Pero…

– Pero le molesta. Todavía es el hijo de Frank Ache y por lo tanto quiere su aprobación. Necesita demostrar que, a pesar de su buena crianza, todavía es un tío duro. Peor aún, genéticamente es el hijo de Frank Ache. ¿Mi opinión? Si indagas un poco en la infancia de FJ, te encontrarás con muchas arañas sin patas y moscas sin alas.

Myron sacudió la cabeza.

– Está claro que eso no es muy bueno.

Win no dijo nada. Llegaron al Lock-Horne e Building en la calle 47. Myron salió del ascensor en el piso doce. Win permaneció en él, su despacho estaba dos pisos más arriba. Cuando Myron miró hacia la mesa de la recepción -el lugar donde Esperanza se sentaba habitualmente- casi dio un paso atrás. Big Cyndi lo miraba en silencio. Era demasiado grande para la mesa -en realidad, demasiado grande para el edificio-; la mesa se balanceaba sobre sus rodillas. Su maquillaje podía ser calificado de «demasiado exótico» por los integrantes de Kiss. Llevaba el pelo corto y teñido de color verde alga. La camiseta tenía las mangas rasgadas, para dejar a la vista unos bíceps del tamaño de pelotas de baloncesto.

Myron le dirigió un saludo tímido.

– Hola, Cyndi.

– Hola, señor Bolitar.

Big Cyndi medía un metro noventa y seis, pesaba ciento cincuenta kilos y había sido la compañera de equipo de Esperanza en la lucha libre, conocida en el cuadrilátero como Mamá Gran Jefe. Durante años Myron sólo la había oído gruñir, nunca hablar. Pero al parecer era capaz de modular su voz. Cuando trabajaba como gorila en el Leather-N-Lust en la calle 10, utilizaba un acento que hacía que Arnold Schwarzenegger sonase como una de las hermanas Gabor. Ahora mismo estaba haciendo su interpretación de la alegre Mary Richards no descafeinada.

– ¿Está aquí Esperanza? -preguntó él.

– La señorita Díaz está en el despacho del señor Bolitar.

Ella le sonrió. Myron intentó no encogerse. Olviden lo que dijo de Frank Ache; esta sonrisa hizo que le doliesen los empastes.

Se disculpó y fue a su despacho. Esperanza estaba en su mesa, hablaba por teléfono. Vestía una blusa amarillo brillante que resaltaba su piel morena y que siempre le hacía pensar en estrellas reflejándose en el agua tibia de la bahía de Amalfi. Ella lo miró, le hizo un gesto levantando un dedo para que le diese un minuto. Era una perspectiva interesante ver lo que los clientes y los patrocinadores veían cuando estaban en su despacho. Los pósters de los musicales de Broadway detrás de su silla eran demasiado desesperantes. Como si él intentase ser irreverente sólo por la irreverencia.

Cuando acabó la llamada, Esperanza dijo:

– Llegas tarde.

– Frank Ache quería verme.

Ella se cruzó de brazos.

– ¿Necesitaba un cuarto jugador para su partida de canasta?

– Quería información sobre Brenda Slaughter.

Esperanza asintió.

– Así que tenemos problemas.

– Quizá.

– Déjala.

– No.

Ella lo miró con ojos inexpresivos.

– Tatúame la palabra «sorprendida».

– ¿Has encontrado algo sobre Horace Slaughter?

Esperanza cogió una hoja de papel.

– Horace Slaughter. Ninguna de sus tarjetas de crédito se ha utilizado en la última semana. Tenía una cuenta en el Newark Fidelity. Saldo: cero dólares.

– ¿Cero?

– La vació.

– ¿Cuánto?

– Once mil. En efectivo.

Myron soltó un silbido y se echó hacia atrás.

– Por lo tanto, está claro que pensaba largarse. Encaja con lo que vimos en el apartamento.

– Ajá.

– Tengo un asunto aún más difícil para ti -dijo Myron-. Su esposa, Anita Slaughter.

– ¿Todavía están casados?

– No lo sé. Quizá legalmente. Ella se fugó hace veinte años. No creo que alguna vez se hayan tomado la molestia de divorciarse. Esperanza frunció el entrecejo.

– ¿Dijiste veinte años atrás?

– Sí. Al parecer nadie la ha vuelto a ver desde entonces.

– ¿Qué es exactamente lo que estamos buscando?

– En dos palabras: a ella.

– ¿No sabes dónde está?

– Ni una sola pista. Como dije, lleva desaparecida desde hace veinte años.

Esperanza aguardó un segundo.

– Podría estar muerta.

– Lo sé.

– Si ha conseguido permanecer oculta todo este tiempo, es probable que haya cambiado de nombre. O abandonado el país.

– Correcto.

– No debe haber muchos registros, si es que hay alguno, de hace veinte años. Desde luego nada en el ordenador.

Myron sonrió.

– ¿No te pone frenética cuando te lo pongo tan fácil?

– Ya sé que sólo soy una miserable ayudante…

– No eres mi miserable ayudante.

Ella lo miró.

– Tampoco soy tu socia.

Eso lo hizo callar.

– Soy consciente de que sólo soy tu miserable ayudante -repitió ella-, ¿pero de verdad tenemos tiempo para ocuparnos de esta mierda?

– Sólo haz una búsqueda rutinaria. Mira a ver si tenemos suerte.

– De acuerdo. -Su tono era como el de una puerta que cierra-. Pero tenemos otras cosas que discutir.

– Dispara.

– El contrato de Milner. No quieren renegociarlo.

Analizaron el tema Milner, discutieron un poco más, desarrollaron y afinaron una estrategia, y después llegaron a la conclusión de que su estrategia no funcionaría. Detrás de ellos, Myron oyó cómo comenzaban las obras. Estaban quitando espacio a la sala de espera y la sala de reuniones para hacer el despacho privado que ocuparía Esperanza.

Después de unos pocos minutos, Esperanza se detuvo y lo miró.

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– Vas a seguir con esto hasta el final -respondió Esperanza-. Vas a buscar a sus padres.

– Su padre es un viejo amigo mío.

– Jesús, por favor no me digas: «Se lo debo».

– No es sólo eso. Es un buen negocio.

– No es un buen negocio. Estás fuera de la oficina mucho tiempo. Los clientes quieren hablar contigo en persona. También los patrocinadores.

– Tengo mi móvil.

Esperanza negó con la cabeza.

– No podemos continuar de esta manera.

– ¿De qué manera?

– Si no me haces socia, me largo.

– No me vengas con esas ahora, Esperanza. Por favor.

– Ya lo estás haciendo de nuevo.

– ¿Qué?

– Aplazándolo.

– No estoy aplazándolo.

Ella le dirigió una mirada dura y compasiva a partes iguales.

– Sé cuánto detestas los cambios…

– No detesto los cambios.

– … pero de una manera u otra, las cosas van a cambiar. Así que decídete de una vez.

Una parte de él quería gritar: ¿Por qué? Las cosas estaban bien tal como estaban. ¿No había sido él quien la había animado para que se licenciara en derecho? Desde luego que esperaba un cambio después de su graduación. Había ido dándole nuevas responsabilidades poco a poco. ¿Pero una sociedad?

Él señaló a su espalda.

– Te estoy construyendo un despacho.

– ¿Y?

– ¿Acaso eso no implica un compromiso? No puedes esperar que me apresure. Voy avanzando pasito a pasito en el tema.

– Das un pasito y después te caes de culo. -Ella se detuvo y negó con la cabeza-. No he sacado el tema desde que estuvimos en Merion.

Durante el U.S. Open de golf en Filadelfia, Myron estaba intentando resolver un caso de secuestro cuando ella le planteó que quería convertirse en socia. Desde entonces él había estado aplazando el tema.

Esperanza se levantó.

– Quiero ser socia. No plena. Lo comprendo. Pero quiero equidad. -Caminó hacia la puerta-. Tienes una semana.

Myron no tenía muy claro qué decir. Era su mejor amiga. La amaba. La necesitaba allí. Era una parte de MB. Una parte muy importante. Pero las cosas no eran tan sencillas.

Esperanza abrió la puerta y se apoyó en el marco.

– ¿Irás a ver ahora a Brenda Slaughter?

Él asintió.

– Dentro de unos minutos.

– Comenzaré la búsqueda. Llámame dentro de unas horas.

Cerró la puerta. Myron fue a sentarse en su silla y cogió el teléfono. Marcó el número de Win.

Win atendió al primer timbrazo.

– Articula.

– ¿Tienes planes para esta noche?

Moi? Por supuesto.

– ¿Otra típica noche de sexo degradante?

– Sexo degradante -repitió Win-. Te dije que dejases de leer las revistas de Jessica.

– ¿Puedes cancelarlo?

– Podría -respondió Win-, pero la preciosa muchacha se llevará una gran desilusión.

– ¿E incluso recuerdas su nombre?

– ¿Qué? ¿Qué insinúas?

Uno de los obreros comenzó a dar martillazos. Myron se llevó una mano a la oreja libre.

– ¿Podríamos encontrarnos en tu casa? Necesito comentar unas cuantas cosas contigo.

Win no titubeó.

– Soy la pared de ladrillo que espera tu juego verbal de squash.

Myron dedujo que eso significaba sí.

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