El cementerio daba al patio de una escuela.
No hay nada tan pesado como el dolor. El dolor es el pozo más profundo en el más negro de los océanos, un abismo sin fondo. Lo consume todo. Sofoca. Paraliza como nunca lo haría un nervio seccionado.
Ahora pasaba aquí mucho tiempo.
Myron oyó las pisadas que se acercaban por detrás. Cerró los ojos. Era tal como esperaba. Las pisadas se acercaban. Cuando se detuvieron, Myron no se volvió.
– Usted la mató -dijo Myron.
– Sí.
– ¿Se siente mejor ahora?
La voz de Arthur Bradford acarició la nuca de Myron como una mano fría sin sangre.
– La pregunta es, Myron, ¿y usted?
No lo sabía.
– Si significa algo para usted, Mabel Edwards murió lentamente.
No le importó. Mabel Edwards había tenido razón aquella noche: él no era la clase de hombre que disparaba a una mujer a sangre fría. Era peor.
– También decidí abandonar la campaña para senador -dijo Arthur-. Voy a intentar recordar cómo me sentía cuando estaba con Anita. Voy a cambiar.
No lo haría. Pero a Myron no le importaba.
Arthur Bradford se marchó. Myron contempló el túmulo de tierra un instante más. Se tendió a su lado y se preguntó cómo algo tan espléndido y vivo ya no podía existir. Esperó hasta que sonase la campana de final de clases de la escuela, y luego miró a los chicos salir del edificio como abejas de una colmena. Sus gritos no le consolaron.
Las nubes comenzaron a tapar el cielo, y después comenzó a llover. Myron casi sonrió. Sí, la lluvia. Era lo adecuado. Mucho mejor que el anterior cielo despejado. Cerró los ojos y dejó que las gotas le golpeasen: la lluvia sobre los pétalos de una rosa aplastada.
Por fin se levantó y descendió la pendiente hasta su coche. Jessica estaba allí, levantándose ante él como un espectro translúcido. No la había visto ni hablado con ella en dos semanas. Su hermoso rostro estaba empapado aunque no podía saber si era por la lluvia o a causa de las lágrimas.
Se detuvo y la miró. Algo en su interior se rompió como una copa al caer.
– No quiero herirte -dijo Myron.
– Lo sé -asintió Jessica.
Entonces se alejó de ella. Jessica lo miró en silencio. Myron subió al coche y lo puso en marcha. Ella siguió sin moverse. Comenzó a conducir, con un ojo en el espejo retrovisor. El espectro translúcido se fue haciendo cada vez más pequeño. Pero nunca desapareció del todo.